Prolegómenos sobre el Bicentenario, por Sigifredo Marín

El ángel de la Independencia

Con “Prolegómenos sobre el bicentenario” y la reflexión en torno a las distintas aristas de la celebración de los doscientos años de la independencia de México iniciamos la columna -siempre polémica, siempre acre- del ensayista Sigifredo Marín (Zacatecas, 1973).

 

La celebración del Bicentenario repite la cantaleta nacionalista, pero ahora, en tiempos de globalización, lo hace con menos fuerza, con cierto pudor y casi con vergüenza. Ya un historiador inteligente y cínico como lo es Enrique Krauze decía, hace una década, recordando las celebraciones de 1910 de Porfirio Díaz, que “la pompa ceremonial de las fiestas del Centenario, los discursos ditirámbicos, el bronce hierático de las estatuas, la misma actitud maniquea de veneración por los héroes y de repudio por los antihéroes, todo ello contribuía a ocultar la complejidad y, en último término, la verdad de la historia mexicana”[1]. Habría que efectuar una relectura del pasado, tanto de la etapa independiente, como del legado revolucionario. La herencia de la revolución mexicana está más en la cultura popular que en la sociedad civil, de la música al cine, pasando por el muralismo de Siqueiros, Orozco y Rivera y las tradiciones vivas de la cultura ranchera. De ahí la importancia de recuperar la memoria histórica de nuestro pasado. Pues la memoria –individual y/o colectiva– recrea sin cesar el pasado desde presente. Pero ese presente nunca es estático, sino que constituye una creación viviente.

En sus célebres “Tesis de filosofía de la historia” Walter Benjamín observaba la relación problemática entre historia y memoria histórica[2]. El pensador judío-alemán consideraba que todo pasado, no sólo el pasado registrado por la Historia, lleva consigo huellas inalienables de búsqueda de felicidad y redención, pues nada de lo acontecido, por nimio e insignificante que sea, está perdido para la historia. Según él, la verdadera imagen del pasado transcurre de manera rápida y fugitiva, es casi inaprensible. Tenemos y retenemos el pasado en cuanto imagen que relampaguea y se dispersa, imagen que huye para nunca más ser vista. Articular históricamente el pasado significa adueñarse de un recuerdo que se atisba en el instante presente con el riesgo del olvido, o lo que es peor, de la profanación –relumbra con su peligro inminente e inmanente. El peligro amenaza al patrimonio de la tradición y a su preservación.  El historiador que piensa la memoria desde su esencial fugacidad sabe que nada está seguro, ni siquiera los muertos. Benjamin nos recuerda que hay un cuadro de Klee que se llama Angelus Novus:

En él se representa a un ángel que parece como si estuviese a punto de alejarse de algo que le tiene pasmado. Sus ojos están desmesuradamente abiertos, la boca abierta y extendidas las alas. Y este deberá ser el aspecto del ángel de la historia. Ha vuelto el rostro hacia el pasado. Donde a nosotros se nos manifiesta una cadena de datos, él ve una catástrofe única que amontona incansablemente ruina sobre ruina, arrojándolas a sus pies. Bien quisiera él detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo despedazado. Pero desde el paraíso sopla un huracán que se ha enredado en sus alas y que es tan fuerte que el ángel ya no puede cerrarlas. Este huracán le empuja irreteniblemente hacia el futuro, al cual da la espalda, mientras que los montones de ruinas crecen ante él hasta el cielo. Ese huracán es lo que nosotros llamamos progreso.[3]

 

Por lo mismo, cree que necesitamos una visión de la historia, distinta a la erudita y oficial, una historia que sea un reservorio de imágenes e imaginarios subversivos, y subterráneos. Requerimos una historia crítica, no sólo que cuestione la representación del progreso sino que también prepare el terreno para la liberación de las fuerzas creadoras que animan su movimiento inmanente. Contra la visión de tiempo homogéneo y vacío, se erige un tiempo pleno de experiencia, «tiempo-ahora», coyuntura revolucionaria a favor del pasado oprimido y detención mesiánica del acaecer que hace añicos el continuum de la historia.

Re-memoración y conmemoración son –para Benjamín– formas de evocación del pasado como presente vivo, como memorial de la condición humana. Es en este sentido que la historia de México sufre los efectos del juego de memoria y contra-memoria y replantea el sentido histórico y político de la memoria nacional colectiva. Al desmoronarse la solidez del presente de México, la versión oficial de nuestra memoria histórica dominante, empieza a mostrar sus fisuras.[4] No sólo no existen hechos o datos legibles en sí mismos, sino que el sentido no reside en la sucesión temporal sino en la reconstrucción narrativa de la Historia. El relato histórico no está en el conjunto de acontecimientos históricos registrados casualmente sino en su elaboración, en la lógica de su significación. La narración histórica ordena, racionaliza, organiza, y, al mismo tiempo, interpreta, injerta un sentido, una secuencia que parece necesaria. Partimos de la imposibilidad de una transmisión “pura” de datos históricos; una narración histórica más que reproducir, verdaderamente produce la forma del acontecimiento dentro de una estructura de comprensión.

La Historia es una forma de conciencia colectiva que se articula y valida a partir de cierta perspectiva que legitima y/o cuestiona las prácticas hegemónicas de una sociedad determinada. Ejercicio intelectual y político, la historia en tanto está animada por una voluntad de problematización exige multiplicar contra-historias que destejen la urdimbre de certidumbres establecidas. Puesto que la violencia de las armas no basta para que un gobierno se perpetúe, el Estado en tanto construcción simbólica y política, pone y dispone de todo un arsenal de herramientas, estrategias y tácticas para imponer una narrativa como la Historia. La construcción de un discurso histórico responde a la exigencia de orientar el curso histórico-social a partir de concebir cierta identidad tomando un modelo ideal de ser ciudadano. Más que transmitir un conocimiento histórico, las historias patrias apelan a la generación de un orden simbólico comúnmente compartido, en efecto, se trata de una construcción casi teatral de una narrativa que entrevera ideología y realidad de forma absolutamente indisociable. Lo propio de la historia es conocer el pasado, y que lo que preocupa a la memoria es la actualidad del pretérito. Siguiendo a Walter Benjamín, Reyes Mate considera que para los antiguos la memoria era un sentido interno, un sentimiento, mientras que la historia era el orden del conocimiento de los hechos. Por su parte Maurice Halbwchs, en La memoire collective dice que “la historia comienza cuando acaba la tradición”[5].

Según Halbwachs, la memoria individual es una perspectiva sobre y desde la memoria social, y ésta, más que amoldar o moldear aquélla, la forcejea; sin asirla por completo, forja los contornos de sus transformaciones.[6] La memoria nos remite a la necesidad de una comunidad afectiva que retrotrae el presente hacia un pasado imaginado, deseado, vivido y/o padecido. En todo caso, la memoria (individual y colectiva) actualiza las vivencias en un sujeto o sujetos determinados, por ende, jamás se puede concebir la memoria sin una carga afectiva, simbólica y subjetiva. La memoria activa el recuerdo, no exime, por consecuencia, cierta carga paradojal, ambigua, extraña. Para Halbwachs el individuo comparte dos tipos de memoria: una individual y otra colectiva. Cuadro vivo de acontecimientos y hogar de tradiciones, la memoria colectiva es plural, mientras que la historia colectiva intenta ser hegemónica. No hay una memoria universal, sino que toda memoria se soporta en un grupo específico de individuos y porta una herencia finita e intermitente. En tanto ser social, el humano no sino a partir de la memoria colectiva que religa bajo una duración compartida, dado que también se parte de una visión colectiva del tiempo. Desde la óptica de la memoria colectiva, no hay un solo tiempo, sino temporalidades múltiples y heterogéneas. Por consecuencia, un mismo acontecimiento puede afectar de manera distinta a los individuos agrupándolos y reagrupándolos en colectividades que pueden tener sobre el mismo evento una lectura radicalmente distinta. Halbwachs considera que los grupos, aunque imitan la pasividad de la materia inerte, resisten más que las piedras el influjo y reflujo del tiempo. Paradójicamente, esa resistencia se va fraguando como transformación de un legado vivo. La persistencia de la memoria no está en atarse a un pasado petrificado, sino en su caudal vivo. La memoria configura un espacio a partir del cual nos vamos constituyendo, y ensayando el juego de la duración y perduración. El sociólogo Paul Sabourin, en su ensayo sobre la memoria social de Maurice Halbwachs, ha comentado que, en su virtualidad contemporánea, la memoria se inscribe, y nos inscribe, en la continuidad de lo social, pero lo social deja de ser aquí un todo y se transmuta en una aparición evanescente y fragmentaria.[7]

Multiplicidad de representaciones inconexas, la memoria muestra hoy todo su talante problemático al ubicarse en la bisagra, un tanto aporética, de lo continuo y lo discontinuo, la regularidad social y el cambio, el recuerdo y la cicatriz. La memoria no se opone al olvido, así como el individuo no se opone a la sociedad. Ella articula la densa e intensa madeja de la continuidad y la discontinuidad de la existencia social, cada existencia implica un proceso de apropiación por parte de un grupo o colectivo social de sus formas y estilos de vida. Por ende, la socialización supone una presencia de la memoria activa en tanto proceso vivo que da realidad y vida a las representaciones sociales no como un saber muerto sino como un testimonio vital. No es que la memoria colectiva sea el marco de la memoria individual –como algunos teóricos sociales ingenuos piensan– más bien la memoria individual es el escorzo y apropiación creativa de la memoria social. De ahí que el lenguaje se constituya como la conciencia común de las palabras, conciencia larvada en un tiempo mesiánico y utópico, conciencia que también está manchada por procesos de idealización y fantasía –así como el individuo evoca y convoca su infancia, lo hace bajo el filtro de la nostalgia y ensoñación.

Y es que la memoria, dice Benjamin, “asemeja a rayos ultravioletas capaces de detectar aspectos nunca vistos de la realidad”. Remembranza y rememoración, la memoria implica una mirada sobre el pasado que se efectúa como construcción del presente desde un pasado vivo. Lo anterior significa que no es restauración del pasado, sino creación del presente con materiales del pasado. Según Reyes Mate, hay dos tipos de pasado: uno que está presente en el ahora y otro que está ausente. El pasado vencedor sobrevive como herencia. En cambio, el pasado vencido desaparece de la historia o subiste bajo la forma de moraleja de lo que no debe hacerse; por ejemplo los cristeros aparecen como contra-revolucionarios y anti-nacionalistas.[8]

Mientras que hay un pasado que fue y sigue siendo, hay otro que fue sido y ya no es, de ahí que la memoria nos relacione con el pasado ausente y negado de los vencidos, lo propia de ella es la relación singular con ese pasado.[9] Ya que hay un pasado que ha sido silenciado de manera abrupta, privado de vida y de voz, y que aparece de forma oblicua más bien como deseo de realidad. Aquí la mirada de la memoria se efectúa en tanto reivindicación del pasado ausente y contempla a esos fracasos y víctimas, no como datos naturales, sino como obra de injusticia y barbarie. Los desechos de la Historia de México cuestionan la autoridad de lo fáctico, dado que la realidad no es sólo lo existente sino también lo posible y lo virtual: lo que fue posible entonces y no pudo ser, así como lo que resulta contemporáneo de lo existente, porque es ahí, justo ahí, donde la memoria activa el sueño creador de la utopía exterminada. La política de la memoria interrumpe la lógica de la historia, la lógica del progreso misma que trivializa la vida y de la muerte, al ver la vida como un simple medio para obtener fines políticos nacionales y/o comunitarios. Reyes Mate ha escrito con puntual lucidez:

Memoria es leer la historia como un texto. La hermenéutica se aplica normalmente a un texto, no a la vida. Ahora se trata de leer la vida como si fuera un texto. Se trata ciertamente de una hermenéutica especial porque en vez de privilegiar los lugares de la tradición recibida, como hace la hermenéutica clásica, pone el acento ahora en los momentos despreciados o declarados insignificantes: Leer lo que nunca fue escrito. La memoria es capaz de leer la parte no escrita del texto de la vida, es decir, se ocupa no del pasado que fue y sigue siendo, sino del pasado que sólo fue y del que ya no hay rastro. En ese sentido se puede decir que se ocupa no de los hechos —eso es cosa de la historia—, sino de los no-hechos. Para la hermenéutica benjamniana declarar insignificante lo que ya no es porque fracasó es una torpeza metodológica, porque esta hermenéutica sí sabe leer lo que “nunca fue escrito”; y una injusticia, porque ese juicio (de insignificancia) cancela el derecho de la víctima a que se reconozca la significación de la injusticia cometida y, por tanto, a que se le haga justicia. Por eso se dice que memoria y justicia son sinónimos, como también lo son olvido e injusticia. Si hubiera que resumir la memoria sería: “que nada se pierda”.[10]

 

Preferimos recordar acontecimientos gratos y edulcorar los ingratos. Contra la amnesia y el olvido voluntario se levanta la voz de la memoria, discreta, apenas audible, casi invisible, pero con una violencia sagrada que deja escuchar el murmullo de las víctimas y su huella indeleble de justicia y nombre. Pues la justicia exige la respuesta a la injusticia y ésta se mantendrá mientras no haya respuesta. Al ser un producto de mediaciones y negociaciones de intereses muy diversos, cualquier historia patria no puede estar exenta de omisiones y francos olvidos, exaltaciones y desmesuras. Hace de héroes verdaderos villanos, y de éstos paladines de justicia. Narración efectista y melodrama, la Historia oficial se inclina más por la retórica y la oratoria que por la verdad y la justicia social. Historia, identidad nacional y Estado viven una relación simbiótica, misma que posibilita su legitimación mutua. La historia patria es maniqueísta que busca fomentar una educación cívica heroica y grandilocuente desde la ideología hegemónica.

Por eso el trabajo del historiador crítico es relevante porque reinterpreta y resignifica visiones y versiones pasadas. No obstante el acto de configurar una situación histórica dada implica en el historiador, el genio para detectar el detalle clave  y el ingenio para concatenar en una estructura de la trama específica un acontecimiento o conjunto de acontecimientos. Ciencia crítica y riguroso arte de narrar, la historiografía implica una epistemología reflexiva que anhela de manera imposible y trágica la objetividad. El objeto de estudio de la Historia es mucho más que el conjunto de hechos y fechas, tampoco se reduce a un documento histórico neutral. Ningún documento es documento en sí mismo, sino un texto que emerge de una mixtura cultural, política, estética, social y económica. La historiografía busca reconstruir la manera en que se escribió la historia en una época, contrastando enfoques, documentos, monumentos, visiones y versiones. La historiografía, en tanto trabajo crítico y desmitificador, vincula la exigencia de construir un punto de vista desde la complejidad que integre pasado y futuro a partir del presente como horizonte de inteligibilidad –aunque jamás queda libre de la mancha de la subjetividad interpretativa.

La historia oficial es una historia ejemplar que busca la mitificación de grandes personajes, no pocas veces en detrimento de la verdad y la justicia. Aquí el efecto de veracidad es más importante que la verdad, la historia didáctica más que la historia científica, pues la historia oficial se edifica con retazos y trazos de mitos y creencias. De ahí que sea una herramienta poderosa para transmitir ideas y valores. La historia patria, en la medida en que constituye la historia oficial, conforma creencias sociales compartidas. Su validez y eficacia está en su fuerza de credibilidad. Su relevancia en su contundencia. Es una historia que no se cuestiona la veracidad de la información ni su referencia a hechos acaecidos sino que su contenido mítico hace que la diferencia entre acontecimiento real o imaginario sea irrelevante. Ahora bien, la historia patria como historia-mito no es una historia tan nefasta como se ha querido ver recientemente, sino que es una especie de memoria colectiva petrificada, la historia patria marca el inicio de una identidad espiritual imaginada en torno a una construcción también imaginaria de comunidad, pueblo, nación, otorga sentido y voluntad de vivir a sus miembros, los cuales dejan de ser individuos aislados para ser parte de un proyecto de redención. Según González de Alba, la historia oficial de México es una larga serie de derrotas gloriosas y un pesado directorio de héroes derrotados; veneramos la caída como símbolo de pureza, aunque –añade– sería una exageración o simplificación grotesca, culpar a la historia patria oficial de nuestra situación social, cultural y económica. Y aunque se diga que el chismorreo sustituye al tema, la anécdota a la referencia, es un craso error responsabilizar a los textos gratuitos de la educación pública en México de la deficiente formación cívica. La formación de una ciudadanía no está sólo en manos de la historia patria.

Aunque sea pertinente considerar la memoria histórica del Estado-nación en la consolidación de mecanismos sociales e instituciones culturales y políticas, habría que reconstruir nuestra historia en toda su complejidad, sin maniqueísmos ni exclusiones, omisiones y perversiones, pero en la práctica no se puede dejar de lado que toda visión histórica ya es producto de una versión ideológica. Desde su creación, con el cardenismo, los Libros de Texto forman parte de un proyecto de conformación de identidad cultural del Estado mexicano. Desde entonces, cada vez con menos suerte –como se puede ver en la actual querella contra las omisiones de los libros de texto de Historia– se ha buscado propiciar y mantener un consenso social a partir de la hegemonía. Después con López Mateos, la principal función del libro de texto fue convertir al hombre común en ciudadano, se trataba de un trabajo civilizador; podría decirse que de López Mateos a Salinas de Gortari se ha buscado hacer de la modernidad y la modernización los nuevos evangelios de una cruzada nacional contra el subdesarrollo y la ignorancia.

La historia patria transmitida buscaba inculcar en el alumno no sólo amor a la patria y apego a las tradiciones familiares y comunitarias, sino crear la conciencia de fraternidad con todos los pueblos, instituciones y valores culturales desde una visión caricaturizada y simplista donde se recrea una sociedad armónica y sin conflictos. Al respecto, y no como mero ejemplo sino como elemento concomitante del problema, cabe revisar el asunto de los Libros de Texto Gratuito, mismos que respondían a un proyecto muy específico de nación y de formación ciudadana. En tal escenario, el cambio reciente más significativo que sufrieran dichos libros de textos se daría en 1992 con el salinismo, cuando se emprende una campaña para revisar y modificar sus contenidos en detrimento de la ideología nacionalista y favor del credo modernizador neoliberal. En contrapartida, y de manera insuficiente y un tanto sectaria, en este contexto, la izquierda mexicana, de corte nacionalista y con una jerga anti-imperialista demagógica, señalaría la devaluación de algunas figuras históricas, tales como los Niños Héroes, símbolo de la resistencia contra la amenaza externa, así como de los caudillos revolucionarios en aras de reivindicar a Porfirio Díaz.[11]

Arsenal de herramientas de divulgación de la ideología oficial, la historia patria es arma de doble filo: por un lado, nos otorga una visión sesgada y cerrada del pasado nacional y, al mismo tiempo, y por otro lado, permite que hablar de pasado nacional tenga sentido. La intelectual Soledad Loaeza considera que la sociedad mexicana es profundamente conservadora, ya sea de izquierda o de derecha. Por eso propone que para transformar las instituciones y las políticas públicas de acuerdo con las transformaciones de la sociedad hay que mirar al futuro y no anclarse en un pasado de culpas o derrotas.[12] El conservadurismo no está sólo en la mayoría de la case política, sino que también estructura buena parte del discurso ideológico oficial y algunas de sus variantes heterodoxas, por ende, se requiere una nueva historia de México que no sólo cuestione la versión oficial de la Historia de México, esa historia patria maniquea y simplista de héroes intachables y villanos malévolos, sino también la versión de los resentidos.

El olvido histórico forma parte de la Historia, en la medida en que funciona como un mecanismo que permite habitar el presente sin necesidad de dar cuenta de las atrocidades del pasado. Ese olvido activa una represión selectiva que posibilita la emergencia de la Nación como un todo inmaculado, unitario, continuo. Empero si hay olvido –como no lo han hecho ver Freud y Derrida, cada uno a su modo– es porque no se soporta eso que está en la emergencia de la nación, esa violencia traumática originaria. La unidad de una nación es fruto de la destrucción de toda diferencia, de ahí la exigencia de rescatar la memoria soterrada que yace y subyace a la Historia Oficial de México. En su origen, la Historia Oficial resulta concomitante de la Educación y proyecto ideológico de Nación. Por lo menos a partir de los últimos años de gobierno de Cárdenas y, de manera más explícita, con Manuel Ávila Camacho, la educación en todos los niveles se va a definir desde su utilidad política para construir un discurso nacionalista que fortalezca un supuesto patrimonio espiritual de México. Ávila Camacho considera que su proyecto educativo tiene como meta conseguir la más sólida reafirmación de la unidad nacional, preparándola para el cumplimiento de un futuro redentor (futuro que nunca llegaría) mediante el culto a nuestras gloriosas tradiciones patrias y a “valores genuinamente mexicanos”. La aplicación de clichés de carácter religioso al discurso nacionalista adereza estilo y actitudes presidenciales hasta alcanzar su cúlmen retórico con Ruiz Cortines y Díaz Ordaz.

Historia oficial y educación se retroaliementan, se autojustifican, se soportan en el vacío de una argumentación tautológica. Por ende la educación apuntala un proyecto de Estado-Nación que asume la revolución mexicana como culminación lógica y cronológica de los movimientos de Independencia y de Reforma, siendo que el Estado mexicano se asume como el guardián y el albacea de dicho proyecto a partir de la encarnación del PRI-Gobierno. Aquí lo interesante es que la Revolución Mexicana y la Constitución de 1917 dejan de ser acontecimientos, en el discurso oficial, mismo que sustenta el proyecto de educación y sus libros de texto gratuito, y se convierten en un legado milagroso y mítico que se cohesiona bajo la ideología revolucionaria institucional. Sin embargo es con Ávila Camacho que la Nación aparece como noción metafísica de unidad absoluta y como presente rotundo que corona un pasado de lucha y sufrimiento. Al final de su discurso de protesta como presidente, el primero de diciembre de 1940, Ávila Camacho “tendía el manto mirífico de la historia de la nación ya no como una lucha sino como una herencia, no como fricción social sino como un terreno fraterno de concordia. La noción política de unidad nacional fue el odre que empezó a añejar la idea de la historia y los valores espirituales de México como un pulcrísimo tesoro acumulado con las luchas del pasado y que debía visitarse con beatífico orgullo y veneración chovinista en el presente”[13].

El pasado heroico y glorioso aparece como la condición necesaria para alcanzar un futuro redentor. En este sentido quizá sea Ruiz Cortines quien lleva a sus extremos la ideología nacionalista revolucionaria, al señalar que la historia patria no es una historia inerte sino una historia dinámica “donde nuestros patricios trabajan todavía acompañándonos en los caminos de la grandeza nacional”. Ruiz Cortines, López Mateos y Díaz Ordaz, guardadas las diferencias de estilo y aliento, asumen en sus discursos presidenciales la actualidad como la meta anhelada de una historia bastante dramática pero con final feliz. El presente no es un eslabón entre pasado y futuro sino la realización de la historia patria que se inscribe de manera gloriosa en una historia universal de progreso y redención de la humanidad. Díaz Ordaz será un elocuente portador de tales visiones vanguardistas:

En nuestro pasado hay un largo proceso histórico que amar y custodiar, y un porvenir soñado que construir. La historia, para ser verdadera historia, debe propender a cerrar las contiendas pretéritas y a no avivar viejos rencores; para ser noble historia debe ser eficaz instrumento de armonía presente. El aprovechamiento de lo más valioso de nuestra historia, debe ser premisa y prenda de las tareas que la patria demanda. Nuestra continuada trayectoria nos da, con la Insurgencia, inquebrantable voluntad independiente; con la Reforma, voluntad imperecedera de libertad; con la Revolución, voluntad indeclinable de justicia social (Discurso de protesta como presidente, 1 de diciembre de 1964, p. IV, p. 866).[14]

 

El informe presidencial de Ruiz Cortines de 1958 avizora los sucesos trágicos que ocurrirán diez años después con Díaz Ordaz, pues se asume como si fuera el Papa y la patria su Iglesia, siendo su deber corregir las herejías políticas con todo tipo de sacrificios para defender la unidad nacional. “La nación –arenga Ruiz Cortines– demanda muchos sacrificios que se tendrán que hacer por el bien común”. La megalomanía histórica desatada en los discursos presidenciales va a hacer cortocircuito en el 68 cuando ese discurso legitimador de la historia nacional muestre sus fauces sanguinolentas y la ideología profunda que esconden los valores patrios esenciales: intolerancia, autoritarismo, represión, violencia contra toda voz disidente.

Si bien es cierto que no todos los pobres son indígenas, la mayoría de indígenas se encuentra en condiciones deplorables. La pobreza y condiciones infrahumanas en que hoy viven los indígenas no es resultado de su cultura, costumbre y tradiciones, sino de políticas públicas y estrategias de exclusión y falsa integración del Estado mexicano. La reivindicación de los indígenas y otros grupos vulnerables sigue siendo una asignatura pendiente en la historia patria. Seguir soportando la injusticia que oprime a los pueblos indígenas es ser cómplice del etnocidio silencioso que consuma y consume nuestro país. Urge retomar la herencia indígena, pero desde una visión plural y no esencialista, sino desde su complejidad, sin idealismos autóctonos, de cara a la tradición y a la globalización, y al mismo tiempo aceptando los desafíos concretos de nuestros contextos actuales. Habría que integrar las diferencias y singularidades culturales y políticas, sin escisiones ni exclusiones con disfraz multiculturalista. Ahora que sabemos en carne propia que el mestizaje fue una empresa sofisticada de homogeneización cultural –en algunos casos como el vasconcelista– con buenas intenciones, pero con resultados atroces, tenemos que buscar mecanismos y estrategias dialógicas de reivindicación y recuperación de las diferencias. En México no hay una cultura nacional, una identidad cultural única, sino que su composición multi-étnica obliga a hablar de culturas heterogéneas. No existe una cultura ideal o un modelo de sociedad mexicana nacional, cómo quieren ver los gobernantes e ideólogos de la Revolución hasta nuestros días. Al hablar de cultura nacional se está usando –según Varese– un eufemismo peligroso que esconde el problema:

La cultura nacional es la cultura del sector dominante de la sociedad. En este sentido cultura nacional es la manifestación ideológica necesaria de la burguesía que se apropió del poder económico y político dentro de la nación. Cultura nacional es la dimensión ideológica explicitada y permanentemente reelaborada del proyecto político de la clase dominante. Dentro de esta perspectiva, cultura nacional, más que un concepto con una esencia propia, sería una manifestación de posiciones y proyectos políticos distintos en distintas épocas y momentos estratégicos. Desde su dimensión ideológica se puede considerar como un producto social global, es decir, recibe los aportes de casi todas las clases y sectores sociales del conjunto nacional. Casi todos porque una gran parte de las etnias nacionales no logran difundir su mensaje cultural más allá de sus propias fronteras étnicas.[15]

 

Desde las políticas de Estado y los mecanismos del mercado, las culturas populares son desarraigadas bajo la manipulación consumista, reducidas a mercancías exóticas. La masificación de las culturas populares contribuye a reactualizar constantemente códigos de neutralización política. De ahí que para que las etnias entren en el circuito del mercado o del patrimonio nacional tienen que dejar de ser etnias con cultura, tradiciones y lenguaje singulares. De manera aún más sofisticada, pero no menos violenta, el indigenismo hoy es un discurso que ha asimilado las teorías antropológicas colonialistas y postcolonialistas y que ha buscado producir discursos sociales compatibles con el proyecto de Estado-nación. Y sin embargo, atender la multietnicidad desde su inmanencia exige un cambio de modelos y paradigmas políticos e intelectuales donde se fortalezcan la diferencia y la autonomía y permita a los indígenas preservar un proyecto histórico político con una cosmovisión de mundo muy particular, y al mismo tiempo, gozar de los derechos humanos y el estado de derecho que cobija a todos los mexicanos.

El mestizaje “blanquea” al indio, intenta alejarlo de su miseria incorporándolo a la ideología dominante y a la cultura oficial.  El proyecto nacional del Estado no dialoga con las distintas culturas sino es dentro de su propio marco de referencia. El discurso mestizo es un ejercicio postizo y de impostación, dado que incorpora al indio, al costo de sustraerle su sentido político y cultural. El discurso indigenista oficial toma como axioma la inserción económicamente activa; por lo menos desde Cárdenas y Vasconcelos se trata de que el indio “supere” su circunstancia socio-económica y adquiera valores culturales universales, en pocas palabras, se trata de humanizar al indio al incorporarlo a la vida política y a la lengua nacional. No sólo se trata de que vista, piense y hable como mestizo, sino que vida –y proyecto de vida– engarce con el proyecto de Estado-nación. En tal contexto, habría que recuperar la memoria soterrada del imaginario indígena vivo desde la matriz referencial que constituyen las lenguas autóctonas que no se reducen ni se traducen –enteramente– al castellano. Salvaguardar los derechos lingüísticos de las etnias, no limita ni aísla a sus hablantes, sino que favorece el desarrollo personal y colectivo, ya que las lenguas no son sistemas fijos e inertes (códigos cerrados), sin creaciones socioculturales vivas, dinámicas, que se rehacen junto y en relación con la experiencia colectiva y los procesos sociales, asimismo las etnias resisten y se transforman creativamente en el contexto actual de la globalización, modifican sus estructuras e instituciones, tienen una capacidad asombrosa de adopción y adaptación de vida y de autonomía: “los zapotecas, los quechuas, los mayas, los aymarás, los gitanos han pasado por formaciones sociales de distinto tipo y sin embargo están todavía históricamente presentes como unidades definibles en términos etnolingüísticas. En este sentido la estructura idiomática cumple un papel de matriz referencial que permite continuidad histórica a cada etnia”[16].

Las diferentes etnias, tradiciones culturales, comunidades y estilos de vida marginales tienen que ser integrados a un proyecto de Nación desde la convivencia fecunda y respetuosa de diferencias, y no desde proyectos de mestizaje e hibridación que buscan una nivelación mediocre donde se integra lo diferente con el carácter de periférico, excluido, simplificado y desarraigado.

 

 


[1] Enrique Krauze, La historia cuenta, México, Tusquets, 1998, p. 93.

[2] Walter Benjamín, “Tesis de filosofía de la historia”, Caosmosis, http://caosmosis.acracia.net/wp2pdf/texto_de_caosmosis.pdf  

[3] Ibidem.

[4] Carlos Antonio Aguirre Rojas, “Mitos y olvidos en la historia de México”,  http://www.culturahistorica.es/Textos/Aguirre_Rojas/Mitos_y_olvidos.Mexico.pdf

[5] Reyes Mate, “Memoria e historia: dos lecturas del pasado”, Letras Libres, Febrero 2006, http://www.letraslibres.com/index.php?art=11013

[6] Desde sus primeros trabajos, Halbwachs se opone radicalmente a la concepción psicologista de la memoria, y en su importante obra La Mémoire collective, también rechaza radicalmente la historia como Historia universal, puesto que no hay una memoria que trascienda a los grupos sociales. Cfr. Maurice Halbwachs, Les cadres sociaux de la mémoire (1925), Collection: Les auteres classiques, classiques.uqac.ca/classiques/Halbwachs_maurice/cadres_soc_memoire/cadres_soc_memoire.html

[7] Paul Sabourin, “Perspectiva sur la mémoire sociale de Maurice Halbwachs”, Collection: Les auteres classiques, http://www.uqac.uquebec.ca/zone30/Classiques_des_sciences_sociales/index.html

[8] Reyes Mate, “Memoria e historia: dos lecturas del pasado”, op. cit.

[9] Ibidem.

[10] Ibidem.

[11] Israel Velásquez, “El Relato sobre la Guerra de México Contra Estados Unidos: Un Análisis Historiográfico  de la Versión Presentada  en el Libro de Texto Gratuito de Historia de 6° Grado de Primaria”, Revista Comunicologí@: indicios y conjeturas, Primavera 2005, revistacomunicologia.org/index.php?option=com_content&task=view&id=86&Itemid=73    

[12] Soledad Loaeza, “La tierra prometida del pasado”, http://www.soledadloaeza.com.mx/?p=11

[13] Héctor Aguilar Camín, “Nociones presidenciales de cultura nacional. De Álvaro Obregón a Gustavo Díaz Ordaz, 1920-19682”, En torno a la cultura nacional, México, CONACULTA, 1976, p. 113.

[14] Ibid. p. 17.

[15] Stefano Varese, “Una Dialéctica negada (Notas sobre la Multietnicidad Mexicana)”, Héctor Aguilar Camín, En torno a la Cultura Nacional, op. cit. pp. 142-148.

[16] Ibid. p. 154.

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