Jorge Carrera Andrade: Regreso de las visitas al planeta

Jorge Carrera AndradeLa estudiosa Marta Rodríguez (Loja, 1959), merecedora del Premio Joaquín Gallego Lara, nos presenta en exclusiva para Círculo de Poesía, este ensayo crítico sobre la poesía de uno de los mayores poetas del Ecuador, Jorge Carrera Andrade.

 

 

En la fecha todos coinciden, no así en talante –aventuro- o en las circunstancias. Me resisto a considerar que Jorge Carrera Andrade murió, según criterio de algunos, en pobreza y abandono casi absolutos. Decido, elijo ubicar su muerte en el instante y en el ánimo precisos en que él termina, y firma con su puño y letra –los más autorizados para signar y consignarlo- su autobiografía. Concluye el poeta con el siguiente párrafo: “Finalmente se cumplía mi deseo de arraigarme en el suelo de mi país. Era como un viaje retrospectivo, hacia el pasado. Volvía a encontrar la tierra de mi infancia y juventud. Las cosas me entregaban su significado profundo. Volcán amigo, aire amigo, árbol y golondrina amigos. El círculo familiar de mis relaciones con la naturaleza me producía alborozo, pese a mi conciencia de la fugacidad del tiempo. Contaba yo mis días con ademán sereno, rebosando de plenitud interior, sin dejar de condolerme por la suerte de mis hermanos, los indios del Ecuador que bien podían repetir con los antiguos aztecas aquello de: ´Solo venimos a dormir, solo venimos a soñar, no es verdad que venimos a vivir en la tierra´. En el fondo de mi ser, por el contrario, me decía: Yo he venido a conocer, he venido a descubrir, y no solo a soñar sobre este suelo de mis padres” (1).

            Si su muerte cronológica se consumó ocho años después de publicadas estas líneas finales, es solo porque fue ese el tiempo que le tomó el camino de regreso, el “arraigarse definitivamente en el suelo de su país”.

           Este lapso no es un abismo que marca un brecha en su proceso espiritual: es el que requería su individual transición, el tiempo necesario para prepararse y ejecutar su gran retorno, el definitivo, al suelo de sus padres. Empacaba desde entonces: los recuerdos (pesarán más al viajero cuantos más años y amigos se hubiere acumulado), los homenajes que recibía, las diversas publicaciones de su obra que continuaban sucediéndose. Y ya en Quito realiza, en 1976, el acto de entrega de Obra Poética Completa, preparada por él mismo: su autobiografía y el legado de su obra poética –edición aprobada por él-, los dos extremos entre los cuales se tensa el proceso de retorno, y que dan claros indicios de cómo deseaba el poeta fueran leídos su quehacer y su muerte. Claro que hubo momentos difíciles en este camino (¿quién no los padece, cuando de regresos se trata?). Pero supongo, deseo, decido que en él continuaron intactos el ánimo feliz de abrazarse finalmente a su tierra, y la serenidad de quien ha visto mucho y ha comprendido otro tanto: serenidad y ánimo que lo movieron a concluir El volcán… en el tono en que lo hizo, sin que constituyera su muerte un hecho discrepante con aquellas premisas, no independiente ni alejado de ellas.

           Y no por capricho o veleidades de resistencia sostengo que él murió en aquel estado de ánimo. Es menos importante mi convencimiento de que cada uno elige el momento en que dejará de existir y la forma en que lo asumirá, cuanto el hecho de que JCA lo dejara sentado, con su propia firma, al dar por concluida allí su autobiografía, y lo reafirmara –no importa que fuera desde mucho antes- en estilo claro, a través de diversos poemas.

          Para empezar, él mismo advierte: “Yo sé que cuando muera/ dirán de mí: ardió como una brasa/ fue ala, raíz, trigo,/ mas no encontró el camino de lo eterno./ No se habrán dado cuenta” (2).

           Y nos introduce de igual forma –de su puño y letra- en la idea de que no murió en un instante aislado de 1978: “Le vestí a mi cadáver de estaciones/ y sobre la guitarra del pasado/ recliné su cabeza vendada de ciudades/ lucientes como bálsamos./ Puse a su lado nombres de otras épocas;/ los rostros ya de sombra enmascarados/ y le dejé vivir su larga muerte/ en un clima de lluvia, de maíz y caballos” (3).

           Ocurre su muerte en días de regreso, no de reclusión por vejez (4) o de confinamiento por la pobreza (sin negarla, pero recalcando que tiene solo el impacto que cada persona le permite en su vida). Acaso estaba más dolido, aventuro, por la solicitud de divorcio de su esposa, capaz como había sido el poeta de rubricar –contra el cansancio de los años y las adversidades- las promesas de eros: “Amor, no te esperaba tan tarde (…) La soledad vistióme como un rey pordiosero/ habitante de cuevas y arrasadas torres (…) Andaba yo extraviado, extranjero en la tierra,/ nutrido de mandrágoras, con mi fardo de siglos./ Amor, hoy iluminas mis tinieblas/ tu desnudez, ventana al infinito.”(5).

          Tampoco es cierto que muriera solo: “Si entro por esta puerta veré un rostro/ ya desaparecido, en un clima de pájaros./ Avanzará a mi encuentro/ hablándome con sílabas de niebla,/ en un país de tierra transparente/ donde medita sin moverse el tiempo/ y ocupan su lugar los seres y las cosas/ en un orden eterno.” (6). Es una visión casi optimista, una serena presencia de ánimo ante la muerte –un esfuerzo, desde siempre talvez, por embellecerla-, ante el encuentro con sus muertos, con los más queridos: “En esa puerta, madre, tu estatura/ medías, hombro a hombro, con la tarde/ y tus manos enviaban golondrinas/ a tus hijos ausentes” (7). “Aquí desciendes, padre, cada tarde/ del caballo luciente como el agua/ con espuma de marcha y de fatiga/ (…)Levantaste tu casa en el desierto,/ correr hiciste el agua, ordenaste la huerta,/ padre del palomar y de la cuadra,/ del pozo doctoral y del umbroso patio/ (…)Mas, la muerte, de pronto/ llegó al patio espantando las palomas/ con su caballo gris y su manto de polvo./ Azucenas y sábanas, entre luces atónitas,/ de nieve funeral/ el dormitorio helaron de la casa./ Y un rostro se imprimió para siempre en la noche/ como una hermosa máscara./ Es el pozo, privado de sus astros,/ noche en profundidad, cielo vacío./ Y el palomar y huerta ya arrasados/ se llaman noche, olvido.”(8).

            No murió, pues, pobre ni solo, menos aún derrotado: lo hizo cuando hubo concluido “la vuelta al mundo de un poeta” (9). Cuando terminó de revisar, aprobar –cerrándolo él mismo- su legado poético. Cuando al fin decidió recostarse junto a los suyos en esta geografía amada, la que él eligió para nacer y para descansar, de la que había partido en tantas ocasiones –ávido de acercamientos y de saberes-, y a la que, gozoso, regresó en otras tantas: “Me parecía obra de magia la sustitución de la lluvia de París –que había soportado hacía algunas horas- por el sol del Ecuador que pintaba de amarillo resplandeciente el gran ventanal de mi habitación” (10). “Buenos Aires: adiós (…) Otra vez Santiago y otra vez Lima. Después de un sueño reparador en esta última ciudad, nuevamente el cielo ecuatorial, el azul imperioso, coronado de sol sobre las alturas de Quito” (11). “El sol puntual, deseado e invocado por nosotros en otras latitudes, nos visitaba con amistosa asiduidad. Encendía de pronto el jardín o palidecía ante la presencia de una nube y regresaba otra vez con su manto dorado a cubrir una parte dela fachada y del suelo. Pero, nuestro sol preferido era el sol total que invadía el espacio con su inundación de luz, con su incendio sin llama, que hacía fulgurar el cielo como una inmensa cúpula metálica y hacía arder cada cosa dentro de una aureola de felicidad íntima y comunicativa”(12). 

 

 

 

 REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

1. Jorge Carrera Andrade: El volcán y el colibrí. Autobiografía. Corporación Editora Nacional, Quito, 1989. Las citas tomadas de este libro se referirán a esta edición.

2. Jorge Carrera Andrade: El alba llama a la puerta, 1966. Del poema “Sombra en el muro”. El subrayado es mío.

3. Jorge Carrera Andrade: . Del poema “El visitante de niebla”. El subrayado es mío.

4. La publicación, difusión y reconocimientos a su obra no habían menguado en absoluto hacia la década del setenta. En el año que la inicia, 1970, además de la publicación de El volcán…, se realizaron las ediciones bilingües, francés-español de El libro del destierro, en Dakar, e italiano-español de Hombre planetario, en Milán. En 1972 se publica en Madrid: Jorge Carrera Andrade: Introducción al estudio de su vida y de su obra, de J. Enrique Ojeda; el mismo año, en Caracas, aparece Vocación Terrena, en la colección “Arbol de fuego”. En 1973, en la Imprenta de la Universidad del Estado de Nueva York, se publica la antología bilingüe español-inglés Selected Poems, con estudio introductorio de H. R. Hays. En 1976 JCA publica en Quito su Obra Poética Completa, y, en 1977, en Quito nuevamente, la segunda edición de La tierra siempre verde.

5. Jorge Carrera Andrade: Hombre Planetario, 1957. Del poema: “La visita del amor”.

6. Jorge Carrera Andrade: . Del poema “Familia de la noche”.

7. IBID.

8. IBID.

9. Jorge Carrera Andrade: El volcán…. Pág. 295. La frase es de la Duquesa de la Rochefoucault, en un homenaje realizado al poeta en París, en febrero de 1965.

10. Jorge Carrera Andrade: El volcán… Pág. 310.

11. Jorge Carrera Andrade: El volcán… Pág. 323.

12. Jorge Carrera Andrade: El volcán… Pág. 329.

 

 

Datos vitales

Marta Rodríguez (Loja, Ecuador, 1959). Médica y Máster en tratamiento del dolor. Tallerista y catedrática en la Universidad de la Universidad Andina “Simón Bolívar” Ha publicado los libros Nada más el futuro (Premio Joaquín Gallegos Lara, 1996 y Primera Mención del premio Editorial Anthropos, 1994) y Pero es después, bajo el sol (Quito, 2001). Dirige la Revista literaria Quipus.

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