A continuación, un cuento del narrador Luis Felipe Lomelí (Guadalajara, 1975). Entre otros reconocimientos, Lomelí ha recibido el Premio Latinoamericano de Cuento «Edmundo Valadés». Ha publicado entre otros Todos santos de California y Ella sigue de viaje.
O Mar Bermejo
I
Como pudo llegó a la playa. Mentando madres a todo y con todo con el cañón de la pistola entre los dientes: hasta a las botas sacajícamas les tocó por no dejarlo nadar a gusto en la penumbra sin luna. Fue lo primero que se le ocurrió salvar: la pistola, la herramienta más preciada, la prenda que le quitaba el frío. Dudó por dejarla sobre la camisa extendida o contra la arena. Pero como ya se le había mojado, como no pudo evitarlo entre la sorpresa del chapuzón que le hizo perder la texana y las botas que lo hundían de tanto en tanto, la dejó desarmada sobre la tela a cuadros para no tener la monserga de quitarle las piedritas ya que saliera el sol. Terminó de encuerarse dando patadas al vacío, culpando a lo que fuera por la desgracia, hasta a sí mismo, pero esto por lo bajo, como con una vocecilla que se escurre raspando la garganta, sin atrever a nombrarse de forma sonora mientras la brisa le refrescaba de más el cuerpo y le ponía el pellejo de pollo desplumado.
Y esperar.
En unas horas el océano sería tintero de sangre para el sol. Entonces sí ver qué había quedado de la panga, del motor, y tal vez a flote contra una piedra la texana, o los paquetes de mota. Fantasías, pensó, y mejor se puso a dilucidar dónde carajos estaba. Había salido de Sinaloa ya noche, con la obscuridad ideal para evadir –así bien fuera flotando de muertito—a algún barco perdido de la Naval Mexicana. Luego en línea recta para alcanzar lo más rápido la costa, después hacia el norte, todo a ojo de experiencia: sin brújula ni demás aparatos que él suponía para maricones con miedo al agua. Antes del percance ya había virado hacia el “arriba” de los mapas. Calculó el tiempo, ubicó lo ubicable: la Isla Del Carmen, Loreto, Isla Coronado. Debía de estar en algún sitio entre San Juan Bautista Londó y San Nicolás, o a lo mejor más allá pero de preferencia no porque si estaba en el brazo de la Bahía Concepción entonces significaba que la carretera yacía aún más lejos. O a ver ¿qué tal si estás por Punta Chivato? ¿Pasaste Mulegé? Devaneo de neuronas recordando lo fácil que es perderse cuando todo se ve igual –allá de niño, en Santa Rosalía– la ocasión en que los chamacos que se burlaban de él por güero y pecoso lo agarraron en montón para meterlo en un saco y tirarlo tras un cerro. Estaba sentado en alguna parte del ducto que llevaba material a la fundidora, con la resortera dispuesta a tirarle a cualquier animal: arriba de un gramo ya era cacería. Y le llegaron en bola. Trucho él y a sabiendas que a casi todos ellos les había partido el hocico por lo menos una vez les increpó que como machos, que de uno por uno. Aunque lo de machos estaría por saberse, años después uno se volvió homosexual y se fue a jotear a Los Cabos, lo que sí eran aguzados. Le dijeron que cómo no y mandaron por delante a su mejor carta. Confiado en que acabaría exhausto pero vencedor el güero, el “güero” Luis desde aquel entonces, dejó su resortera sobre un ladrillo. Sin embargo al primer descuido se le aventaron con piedras en jauría hasta no saber ni por dónde le atizaban los trancazos. Maltrecho lo metieron en un costal y lo siguieron pateando un rato más para que dejara de insultarlos.
–Pinche güerejo desabrido, ya te traíamos ganas.
–¡Chingen a su madre, maricas!
–¡Cállese cara-zurrada!
Y golpes y más golpes. Ni con hacerse el muerto asustó a los chamacos. Luego lo cargaron entre varios y anden a mover lo que a él le pareció por una eternidad. Lo bajaron contra una garambullo.
–¡Ojalá y te mueras de sed!
–¡O te pique una culebra, francesito!
Después de estar inmóvil unos momentos comenzó a horadar el costal con uñas y dientes, recociendo el coraje contra los que, ilusos, pensaron que tal vez con eso se apaciguaría. Porque la golpiza no había sido de a gratis, nomás para pasar el tiempo o promovida por lo güero y pecoso de la víctima sino que, acarreaba muchos trancazos en su historia. Habría empezado simple: con un insulto que el güero vengó sorrajando al infractor con un tubo o a resorterazos. Sólo que esos estatequietos estilo gubernamental fueron vistos como algo que se salía de la norma y le agarraron más tirria que miedo. Sin embargo los chamacos lerdos en organizarse fueron vapuleados uno a uno y dos a dos hasta que casi todos sufrían de algún morete ocasionado por el güero. Entonces juntarse. Juan Claudio, un muchachito zotaco pero inteligente que aún no había recibido ni quería recibir golpes, temeroso de sacarse ese premio, anduvo de cerro a puerto reuniendo escuincles aun de pandillas rivales para darle al “güero” Luis el escarmiento del saco.
Curiosamente, de manera indirecta, por culpa de Juan Claudio es que estaba de nuevo a mitad ningún lado desnudo sobre la arena, secándose con la brisa. Esperando a que amaneciera porque la vez del costal había aprendido que, antes de ponerse a caminar a lo loco, lo mejor era treparse a un cerro para desde lo alto ver bien qué rumbo convenía tomar. Se sobaba los brazos para proporcionarse algo de calor. Se le cocían las habas por probar que la pistola aún funcionara. Veía a las estrellas y regresaba a su mentar de madres. Es que me arrimé de más a la costa. Porque no había nadado gran qué, a lo poco la punta de una bota se le atascó contra el fondo. Si hubiera habido luna, si hubiera. Sobre todo porque de ese tipo de viajes había hecho muchos y creía conocer al detalle los peligros y los métodos. Cantidad de estupideces que había cometido al inicio: embarcarse de día, dormirse en el camino, dejar que alguien lo viera y no soltarle un plomazo por haber olvidado la pistola y pensar que el fisgón sí traía, etcétera largo y doloroso de aprendizaje. Pensó que tal vez la falta de luna y de práctica habían sido los factores más importantes, pues desde hacía dos años que había conseguido categoría y dinero para contratar achichincles que hicieran ese trabajo por él y ya contaba con una bella flota de pangas rápidas y gatos que iban y venían a Sinaloa primero por marihuana y luego, al diversificar la empresa, por coca y heroína y ácidos y lo que bien quisiera la clientela. Sólo que el jefe había tenido la puntada de mandarlo llamar a Culiacán para poner en claro algunos puntos sobre Juan Claudio y después, para que aprovechara el viaje, se llevara una carga.
Una sábana de plata empezó a volar en el horizonte. El entorno se iba abriendo a los ojos cual truco de magia: los cardones a la orilla de la playa que no se veían unos momentos antes, la silueta quebrada de los cerros entre el hervidero de sonidos avícolas y reventar de olas. El frío que se ensañaba tal vez a sabiendas de que desaparecería en poco. El “güero” Luis prendía su vista de la línea de mar como si quisiera empujarla para que por fin se desparramara la luz y él comenzara a agarrar calor, se secara su ropa, probara la pistola, emprendiera la caminata hacia la carretera o, quién sabe, primero ir a un campamento de pescadores, si es que había uno, para almorzarse unos huevos. Amanecer de menospreciada belleza, querido sólo por su utilidad, fue tostando la plata del cielo en llamaradas, llevándola al rojo vivo con vetas de nubes fosfóricas, océano de vacas degolladas. Ahí se veía ya la piedra contra la que el casco de la panga se había vuelto de fibra de vidrio astillas. Piedra mirruña, alacrán traslúcido que concentra la virulencia de la ponzoña por su pequeñez, chingadazo al amor propio. Y nada de valor se veía a flote: cargamento perdido, gasto considerado en el fondo de riesgo de la compañía. Pero no dolía tanto eso pues se recuperaba en corto, al güero le dolía otra cosa.
Cual cristos extendían sus alas los zopilotes sobre los órganos de espinas.
II
La sed abría grietas más grandes que las que sol y tierra raspaban en su nuca. En un resbalón se había ensartado un estrelladero de espinas de choya en la mezclilla. Ni cómo quitarlas, rascarse lo menos. Nomás apechugar sed, ardor y sol hasta encontrar la carretera.
En cuanto el calor fue despertando reptiles y arena se había vestido de vuelta y subió al monte más cercano. Una vez en la cumbre, con la ropa aún húmeda, no se aguantó las ganas de probar que funcionara su pistola y le pegó un plomazo a un carpintero que perforaba su nido en un cardón. No se había jodido la fusca. Sintió un alivio que aminoró la frustración de corroborar que no había ningún campamento pesquero a la vista, nomás cerros pelones y a la espalda mar. Luego bajó un tanto a traspiés entre las piedras porque hacía años que sólo en troca recorría el desierto. Y caminó.
Caminó.
Y seguía caminando con la sed que le doblaba las corvas, con la tostazón de piel que apenas se sentía como una leve flama en preludio de las lenguas de fuego que durarían por días, con el escozor de las espinas, con la dolencia de las botas mal ajustadas por haberse dilatado con el agua. Vio a un par de cernícalos zampándose lo que sería un ratón, rastros columnares de serpientes, el esqueleto de un búho dorado con las plumas en derredor a manera de ofrenda sepultural, cráneos de halcones y costillas y troncos secos y más huesos. Arriba y abajo por laderas y lechos que sólo llevarían torrente cuando los huracanes. Se preguntaba si había tomado buen camino. Sí, para allá Occidente, para allá la carretera, pero dónde. Tal vez mejor seguir por un cañón hacia el sur y después caminar por lo llano. Más fácil sí, se decía, pero puede que más lento. Y la puta sed rechinándole en la boca. Desde la noche que no ingería líquido: unas cervezas con el jefazo en la casota de Culiacán. Unas cervezas para aligerar el diálogo, para que no sonara tan brusca la recomendación-amenaza de que más les valía, tanto a él como a Juan Claudio, estarse sosiegos porque si se llegaba a enterar de que a uno le acontecía una desgracia, entonces él mismo se encargaba de mandar a su chingado panteón al restante.
–Es por su bien. ¡Tú me entiendes, güero? En este negocio no podemos tolerar riñitas internas, ¡suficiente tenemos con tanto cabrón que da lata!
Y el tono del jefe que iba cambiando de la severidad al chiqueo comprensivo, de la pasión a la objetividad, ante un güero mustio que traguiteaba su cheve sin asentir ni hacer mueca alguna, un güero que tanto parecía distraerse con la decoración de la terraza como ponía ojos de pupilo interesado.
–No lo vayas a matar, cabrón. Mira que no nos conviene a nadie, güerito. Además ese vale es cabecita, sabe mover a la raza y, si lo presionas, igual y te madruga. Tú sabes que eres mi consentido, Luis, pero él tampoco me trabaja mal… Lo que le hagas a Juan Claudio es como si me lo hicieras a mí. ¡Cómo chingados quieres que te lo diga!
Pero el güero inmutable, sentado en su coraje de que alguien le quisiera impedir hacer algo, sorbiéndole a la cerveza que con hartas ganas desearía haber tenido después, bien helada, ahí sobre la piedra donde reposaba encabrite y fatiga, cubierto por un farallón de los dardos solares. O mejor agüita de limón, agua puerca al menos. Y se decía en silencio, mientras observaba a un grupo de hormigas desmembrando a un escarabajo bajo una opuntia, que no debía faltar mucho para la carretera: cuestión de mantenerse al tiro no obstante la sed, el hambre que ya se mostraba como calzado insidioso al mallugar el ímpetu y la retahíla de porqués que sueltan cólera en el más templado. Si conocía bien el trayecto, si era simple el viaje, cómo pudo ocurrirle tal desgracia de darse al traste contra una pinche piedra. Rehacía en su mente el itinerario como si eso pudiera trasformar los eventos: salir de Sinaloa derecho hasta Baja California Sur, doblar en la costa y treparse por la península escalando en los campamentos pesqueros que había organizado Juan Claudio y donde el güero, más tarde, había asegurado lealtad, después seguir hacia el norte hasta el punto dispuesto para pasar la mercancía a camionetas y llevarla por tierra a su destino: Tijuana, Los Ángeles, o más lejos, a según la demanda de la clientela. En esa ocasión sólo iba a ir hasta el primer punto de descanso, donde habría de convencer a alguno de los pescadores para que le hiciera relevo, y así él se regresara pronto a su casa de campiña francesa en Santa Rosalía para pistear a gusto frente al mar o se fuera hasta San Ignacio en la troca para ver a la novia. Cualquier cosa menos ir anca Juan Claudio como le había dicho el jefe. No se iba a rebajar a esos enseres. Si el moco zotaco quería hacer las paces, pues que él hiciera la andada o que nomás dejara de entrometerse y de tratar de darle órdenes: ni falta hacía cotorrearlo. Envidia tiene ese pendejo, pensaba Luis pues se lo había saltado. Al comienzo había entrado de panguero, achichincle de Juan Claudio. Pero el devenir no se dio porque fuera malagradecido, aunque lo hubiera mandado llamar el zotaco para invitarlo al negocio, sino que al güero le pareció un desperdicio no procurar el mercado local y a espaldas comenzó a moverse para inundarlo, desde Bahía de Tortugas hasta Los Cabos. En pocos meses tuvo una red bien organizada que producía de perlas las ganancias. De inicio él andaba de punta a rabo haciendo labor de ventas, estudió las localidades para no hacer trabajo en balde. Primero consiguió que un gringo retirado, vecino de San Lucas y hippie de juventud, la hiciera de dealer en el extremo de la península; luego a un estudiante en La Paz; con un poco más de chamba, de andar dejando muestras gratis para volver en un rato a dejar otras muestras, se hizo de empleados y de una de las clientelas más derechas: los pescadores de la costa Oeste, quienes ganaban bastante lana con el abulón y otros mariscos pero sólo que no tenían ni en qué gastarla por vivir en campamentos alejados de todo. Para las fechas del naufragio, en su nómina había de lo que se quisiera: estudiantes, albañiles, ingenieros, jubilados, chamacos de secundaria, pescadores, científicos, campesinos, amas de casa, licenciados, burócratas, militares, policías, taxistas, meseros, etcétera. Pero le había dado envidia a Juan Claudio.
Volvió a caminar para volver a sentarse y volver a caminar por las piedras en busca de la línea de asfalto. Por lapsos tomaba su pistola en un puño, como si se imaginara en otro momento, luego la regresaba a la parte de atrás del pantalón. Enfrente, a lo lejos, se divisaba un remolino de auras. Pensó que era buena señal, que podrían estar sobre algún animal atropellado y ya casi. En sus pies varias ampollas habían hecho acto de presencia y, por lo mismo, en veces falseaba los pasos y en otras, por una rectificación de la dureza, pisaba con más ganas del lado de la herida: como si con eso hubiera de quedarle claro al desierto que el vato que andaba era un cabrón y no cualquier pelele. Lo mismo había hecho cuando el costal y, nomás llegó al puerto minero, enfilose a casa de uno de sus agresores para ponerle soberana paliza y que pasara el recado de que se estuvieran serenos. Rabioso huyó del lugar al aparecerse el padre del chamaco. Fue entonces que se encontró con Juan Claudio quien, sonrisa en boca, le preguntó si ya se le había bajado el calor. Y ya se abalanzaba contra el zotaco, cuando éste le advirtió que si quería le partiera el hocico pero que después él convocaba a la raza y ahora sí lo mataban. Matar aún le parecía algo muy diabólico al niño Luis, así que se contuvo. A raíz de aquello y por aras de la casualidad nació una extraña relación entre ambos mocosos, nunca buenas migas sino respeto y conveniencia. Juan Claudio navegaba con bandera de niño tarado, por lo que los adultos lo apreciaban y tenían confianza, entonces se le habrá ocurrido que una asociación con el güero sería de lo más fructífera. Comenzaron a cometer atracos y maldades juntos, uno de cabeza y el otro de bravío. Si había problemas con mayores, Juan Claudio mostraba la cara para decir que alguien más había sido; y si algún chamaco se quería poner a necear, Luis le partía su madre. Igual siguieron hasta el final de la adolescencia en que cada cual agarró su rumbo. Luego fue que Juan Claudio empezó con lo del tráfico y mandó llamar al güero para volver a las andadas, no como amigos o tal vez con la amistad que pudiera haber entre un perro y un caracara: a la muerte de uno el otro se comería sus víceras.
III
Jodido. Maltrecho. Güero cimarrón con la nuca llagada cual desfiladeros. Ente feral cuya sangre indica procedencia, sobre la camisa, bajo las botas, andar no salvo de ramalazos contra lo ígneo del cerro y del llano ni tampoco de arrepegues contra las agujas de las matas: porque el camino se atolondra a fuerza del gotear lerdo de las horas. Debió de haber apechugado la texana si hubiera sabido que la costa estaba tan de a tiro, si hubiera. Pero ya con las sacajícamas se le complicaba harto la nadada, ni cómo arriesgarse a chapotear de zambullida en zambullida nomás por un sombrero. La pistola la libró, bendición de la Virgencita. Cuatro balas aún en el cilindro para que le quedara bien claro al culpable que se las había visto peliagudas. Cuatro por el carpintero y porque unos pinches zopilotes en altanería se empacaban a un burro, bien lejos de la carretera los presumidos, bien acá, bien por-ai-te-pudres. Ni cómo pues. A gozar cuando el otro se raja las corvas: ni piensen que es por siempre. Y tal vez ya era hora. Por eso mustio traguiteándole a la cheve mientras el jefazo la hacía de padre comprensivo en la terraza de la casota. Mascullándole a la independencia pues si a amenazas vamos, yo también puedo. Y luego todavía con el encarguito, ándale tú, para que después le cayera el veinte a Luis de que todo era para recordarle quién mandaba.
Ya había pasado el lapso en que hay que andar con más tiento por el desierto, cuando los reptiles tienen el calor suficiente y los cascabeles son rápidos y a veces ni maraquean, la hoguera del sol había cruzado su cenit. El güero calculó que se acercaba a las cinco de la tarde con el rostro ardiendo entre sal y tierra, pero habría de salir. Si había salido la ocasión del saco, si había salido del desierto de Mojave cuando quiso irse de bracero, habría de salir. Cómo chingados no. Sólo había que caminar.
Y caminar.
Caminar con la sed que va succionando los músculos, que seca los ojos, que instala un horno de arcilla en la boca.
Caminar con la hemoglobina pegada a los huesos, con el ardor, con el hambre que apendeja al cerebro, que le hacía pensar que sería conveniente arrancarse los brazos para andar más ligero. E imaginó que volaba, que en un chasquido recorría por encima magueyes y gobernadoras. Que volaba a capricho escupiendo sobre las cañadas, orinando una orina ámbar, concentrada, olorosa, sobre la carretera que ya no procura por volar más de prisa. Que se chingaba una cerveza frente al mar en su casa de puerto minero, ruina de industria, frente al cadáver de Juan Claudio a quien se le ocurrió la puntada no de pedir disculpas sino de eructar un sardónico Ya te apaciguaste. Un traguito para mí, otro a la boca abierta del zotaco. Coraje crecido a cercén de molcajetear la idea. Ándale pinche Juan Claudio y te vas a la verga. Posteriormente a lo mejor ir a coger con la Yócelin y más tarde a San Ignacio a hacerle una visita a la novia y, por qué no, a gusto balacear al suegro por entrometido. Si bien con la madriza del palmar se había puesto tranqueque, nomás por no hacer química estaría simpaticón ponerle sus plomazos. Sin enjundia, despacito, llevárselo encañonado a Las Tres Vírgenes y balearle las patas. No me chille, viejo lambiscón. Tiro de gracia a lo lejos para practicar la puntería. No porque yo no haya tenido padre he de respetar a los que sean, pensó. Pero volar no, caminar. Sacar la pistola de vez en vez, palparla, sentir que la soledad no iba llenando su acta de desahuciado.
Y si el burro aquél no era montano, entonces no dilataría en aparecer el trazo de asfalto. ¿Dónde, carajo? ¿Dónde? Si las estrellas le cayeran a la cara sin llegar a Santa Rosalía, tendría que pertrechar sueño sobre tierra, y volvería el frío. ¿Dejarse morir? Podría ser más fácil que maquinar cómo chingarse a Juan Claudio sin que… Pero por lo pronto las piedras, el zumbido de su respiración que iba y volvía como si no quisiera regresar, el trabajo de jalar el mismo aire caliente sobre ramas quebradas, machacar la pisada contra la ampolla y contener la queja entre la silbatinga del viento que sólo traía más arena a los labios y no se llevaba el monocorde murmullo fastidioso –ningún otro adjetivo—de sus pensamientos que iban y volvían como si quisieran quedarse ahí, todos juntos, uno sobre otro cual piedras renales hasta obstruir cualquier conducto de cordura. Todos juntos para dejarle oír a penas y apenas el canto de una calandria, el ronroneo de un auto. ¿Una máquina? ¿Una camioneta? Ronroneo ahí, preciso, al frente, en derredor. Levantó la vista, el güero Luis. Preámbulo de la autoflagelación que después imaginaba por andar oyendo cosas, pero no: un rayón negro atrincherado por cardones, un pequeño rectángulo blanco desplazándose hacia el norte. ¿Debía de ser el norte?
¡A huevo!
¡A huevo!
Nomás había que llegar y esperar a qué buena chingada hora se le ocurría pasar a otro vehículo.
IV
Y pasó. Al poco rato de arribar el güero a la carretera y haber contenido la estúpida idea inicial de tocarla con las manos y darle un beso como había visto que hacía el Papa, apareció y se detuvo la camioneta de un gringo.
–D’you wanna ride?
–Ey, dame un rait.
Antes de subirse, el gringo le extendió un Gatorade de naranja que sin pausas fue bebido por el güero Luis. Luego siguió el termo cuya agua fría fue a dar contra los barrancos de la nuca, contra el pelo enterregado, las pecas bajo los ojos y después sí, el agua sí, a traguitearse dando vueltas por las encías en destemple de caninos y molares, dolor rectificante al helar las glándulas salivales bajo la lengua. Ganas contenidas por un pudor infantil revivido de echarse el líquido sobre testículos y ano para perder calor de volada. Cuando devolvió el envase plástico, una vez sobre el asiento, le cagó la madre que el gringo estuviera viéndolo sonriente, sánduich en mano, como monja que hace una obra de caridad. No me tengas lástima, puto.
Troca 4×4 en movimiento y la pregunta del Where are you going? que recibe por encima del hombro un No hablo inglés, gringo, parlé francais? Pero la sonrisa de monja inmutable que profirió despacio, con trabajo, la lista de lugares del itinerario hasta que fue interrumpida por Luis, la lista y no la mueca de misionera consagrada, en Santa Rosalía. Santa Rousaliya? Is there where your’re going? Sí, gringo wey, Santa Rosalía.
–¡Muy bien, Santa Rousaliya, yo llevarte! Yo Peter.
Sonrisa enorme de ricachón que siente que va ganando el cielo por soltarle un peso a un chamaco chorreado. Soltarle un peso a unos centímetros de la manita chamagosa para prevenir el asco del contacto. Bien que conocía Luis estos gestos conmisericordiosos, desde su condición de huérfano de padre, cuando salía de estar jodiéndose las vértebras cargando material en la fundidora para encontrarse al grupo de señoras –la mayoría francesas, unas cuantas mexicanas— que lo convidaban a chingarse con un catecismo en cambio de una cena a medios chiles. Y luego ni la cena, nomás la promesa de ésta y la sarta de amenazas que Dios haría cumplir si no era un buen muchacho. La Virgencita me cuida. Las señoras ni siquiera se daban el lujo de tocarlos si no estaban bañados, y cómo pues si era después de la chamba, pero bien que fueron para endilgarle un cachetadón cuando, después de una hora de imaginar a Moisés partiendo en dos el Golfo de California para escapar corriendo hasta Guaymas, se atrevió a preguntarles qué iba a haber de merienda: te vas a condenar si sólo piensas en los placeres de la carne. Mientras tanto el estómago en bullicio. Mientras tanto había terminado su sánduich y el puto gringo no mutaba su sonrisa de reconfortador espiritual. Ni él, ni Juan Claudio, ni las señoras, ni el jefazo ni nadie.
Ni nadie, carajo.
Hubiera preferido caminar, seguir en eso, hasta encontrarse con alguna casa en donde si no sentían la obligación de otorgarle lo que él quisiera: lo pudiera tomar a la fuerza: sacar la pistola y Órale, pendejos, esto, esto y esto y, es más, róleme a su hija para dormir calentito. Y ni quién fuera a rezongar. Pero acá, acá con el gringo, ¿por qué no? Quitarle su pinche sonrisita de soy-feliz-con-la-vida y, para acabarla, soy-un-alma-de-Dios-que-te-hace-el-paro de un trancazo en el hocico. ¡Síguete riendo! Mejor tomar la pistola y enjaretársela en la yugular. ¡Detén la troca, stop, cabrón! Y jalar el gatillo hasta el cansancio, hasta que la sangre fuera a dar contra la sangre del mar, hasta que las astillas del vidrio de la ventana, chorreadas de pelos y sesos, y de pólvora y de piel chamuscada, se estrellaran en la arena; escurriera la sangre del gringo sobre la puerta, escurriera el mismo gringo contra la puerta. Hundir su cabeza reventada en la arena, tirarlo en el manglar, dejar su rastro de sangre hasta que se confundiera con la sangre de las olas. Tal vez sería mejor, acaso.
A la derecha de la camioneta se iba abriendo una de las playas de Bahía Concepción, con su manglar, su arena blanca; con su atardecer de cobre fundido sobre el Mar Bermejo y los cardones rojos bajo las garras de los auras, bajo la sangre de un pescado en el pico de un águila. Y las espinas, los cerros de piedra, nadie a la redonda.
Datos vitales
Luis Felipe Lomelí nació en Guadalajara en 1975. Ingeniero físico, biotecnólogo, ecólogo y candidato a doctor en Filosofía, ha publicado –y vivido– en varios países de América y ha sido becario por diversas instituciones: ITESM, Organización de Estados Americanos, Centro de Escritores de Monterrey, Fondo Estatal para la Cultura y las Artes de Jalisco, Fondo Nacional para la Cultura y las Artes, por la Fundación para las Letras Mexicanas y por el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología. Ha publicado los libros de cuentos: Todos santos de California (La flauta mágica, 2002) que obtuvo el Premio Nacional de Literatura «San Luis Potosí» y Ella sigue de viaje (Tusquets, 2005). Sus narraciones aparecen en diversas antologías, una de ellas: El cuento del cuento, edición bilingüe inglés-español. Ha recibido diversos premios, entre los que destaca el Premio Latinoamericano de Cuento «Edmundo Valadés» por el cuento El Cielo de Neuquén, que se incluye en Ella sigue de viaje.