Enza García Arreza (Puerto la Cruz, 1987) novísima narradora de Venezuela. En 2007 gana el V Concurso para autores inéditos de Monte Ávila Editores con el libro Cállate poco a poco (2009).
Sauce con pájaros negros
…y seré limpio, lávame, y quedaré más blanco que la nieve.
Salmo 51
a Davy Noguera
I
Mi hija se llama Isabel. Tiene los senos pequeños y las manos también. The Cook, The Thief, his wife and her lover fue la primera película que vimos juntos y ella se puso a llorar con la voz de Sarah Leonard. A veces cuando vamos de viaje se queda dormida y dice cosas que van conmigo a todos lados: la bestia se escapa, la brisa no es juego, la sombra ya existe. Ella no entiende lo que está pasando. Yo debo prepararme para morir. A lo sumo, deben quedarme unos veinte años. Veinte años para pudrirme del todo y socavar las bases de mi vida. Por eso me casé con Juliana, que valga la acotación, me divierte muchísimo. Al contrario de Isabel, Juliana tiene todo excesivamente pronunciado: la voz, los pómulos, los senos o los pies. Es una mujer horrible. El corazón se me acelera cuando abre la boca, pero al final siempre consigo con qué llenársela. Sé que decidió casarse conmigo porque tengo en exceso lo que más le gusta: el dinero, por supuesto. Lo otro a su favor es que nunca se ha molestado en cuestionar mi relación con mi hija.
Recuerdo a Isabel a los diez años, la primera vez que sangró. Aquella noche fue la simple y mortal naturaleza de las cosas. Estaba a mi lado, en el calor de la Semana Santa en Tenerife. Durante la mañana habíamos fotografiado varias procesiones, pero ella se había cansado muy pronto. Hacía rato que se quejaba de un dolor y otro escalofrío. Yo leía para ella. Pero Isabel estaba distraída. Pensé que era muy pronto para leerle mis pasajes favoritos de Carmina Burana, así como era mucho pedirle a cualquier traductor de la Central que se ocupara de la primera edición de poemas goliárdicos traducidos en suelo patrio, como si se tratara del próximo éxito editorial. Entonces acaricié su cabello y ella miró dentro de mí. Siempre supo hacerlo, desde el día que nació y la tomé en mis brazos. Puso la cabeza en mi pecho; sus piernas delgadas y pálidas se guardaron entre las mías, y la respiración dispersa marcó el ritmo de las olas que curtían el mundo allá afuera. De ángel sólo me queda la memoria, dijo. Supuse que mi hija sería poeta. De ángel sólo me quedas tú, le respondí. Entonces mordió mi mentón y sonrío al poner sus ojos sobre los míos. Después se llevó las manos al vientre y el calor de la sangre dio la cuenta regresiva. Isabel dejaría de ser una niña y yo tendría que morir alguna vez. De pronto entendí que no podíamos seguir así para siempre. Pero las mujeres nacen distintas al resto de las criaturas. Ellas no van a la guerra pero nacen con el don de fabricarlas a su medida, con el peso del silencio y la clarividencia.
Ha sido muy duro verla crecer bajo la sombra de nuestros componentes eléctricos. Recuerdo una noche, a pocos días de haber cumplido quince años. Para ese entonces yo había luchado contra todos. No quería que occidente viera su ocaso en mi propio lecho, mucho menos en el de mi hija. Lo otro es que yo desde niño había soñado con un San Miguel Arcángel bastante amenazador, que me apuntaba con su sable, todo porque una madrugada mi madre gritó exasperada que había visto al Jefe de los Ejércitos de Dios en la cocina: me imagino que eso le pasa a las judías cuando dejan de serlo y se casan con un católico que ni siquiera practica su fe con devoción. Pero esa noche frente a Isabel pensé por primera vez que estaba exagerando y que era una estupidez de mi parte atemorizarme por un tipo con alas.
-Octavio, quiero decirte algo –anunció en la puerta del estudio.
-Lo que sea, pero no me digas Octavio. Dime papá.
-Así se llama el último osito que me compraste.
-Tonta, todos tus osos se llaman así.
-Bueno, no te hagas el tonto tú. Quiero decirte algo:
Ama me fideliter,
fidem meam noto:
de corde totaliter
et ex mente tota
sum presentialiter
absens in remota,
quisquis amat taliter,
volvitur in rota.
-Caramaba, a la nena le dio. Y seguro no tienes ni la más mínima idea de qué acabas de decir. Aunque debo celebrar tu pronunciación. No sabía que los curas estaban enseñando latín en Ciencias.
-Estoy estudiando latín en las tardes con el padre Bernardo, por si no sabías. Pero como ahora te la pasas con la zorra esa, ya ni escuchas lo que digo. Y por supuesto que sé qué acabo de decir:
Ámame fielmente,
piensa que confío en ti;
con todo mi corazón,
con toda mi voluntad
estoy contigo,
aun cuando yo esté muy lejos.
Quien ama como yo,
está girando en la rueda.
Le había leído esos versos de Carmina Burana a la madre de Isabel. Yo era lo más parecido a un fantasma, sin duda. Había estudiado el bachillerato en Munich y todo el ritmo de Caracas me agobiaba celosamente. Yo sabía de números, sobre todo de los números que mi padre y mi hermano –ahora uno muerto y el otro en Miami- habían dejado con las costuras a la vista. Luego el tiempo me hizo fuerte y llegó esta mujer con ademanes de gacela, triste, letal, medio judía (ah-qué-casualidad) por el lado del progenitor, medio andina por el lado de la madre, viendo qué podía hacer con su licenciatura en Economía. Y con lo que hacía en mí por sólo mirarme con esos enormes ojos extraviados. Se embarazó a propósito, escuchó mi poesía predilecta mientras le fue conveniente, y cinco años después, se marchó con un ingeniero a Nueva Orleáns. Ella trató de ponerse en contacto con Isabel, pero temí que la contaminara con lo que fuese que tuviera por dentro. Ahora Isabel me lo ha leído a mí, y sé que trata de decirme algo.
-¿Entiendes lo que trato de decirte, papá? ¿Vas a dejar de ver a Juliana? Yo confío en ti y te necesito.
-Tú no sabes cómo es girar en una rueda, hija mía. En realidad, tienes tan pocas razones para preocuparte.
-No soy una niña, Octavio. Soy una mujer.
-Claro que eres una mocosa. Medio perversa, pero mocosa al fin. Y claro que me quieres, soy tu padre. ¿A quién más habrías de querer?
-Bueno, al padre Bernardo. Él me ensaña latín y yo le enseño algunas cosas.
-No juegues con eso, Isabel. Ahora no te creo.
-¿Qué dirías si te digo que Bernardo me ha metido en la boca un par de medias y…?
-Ya basta, Isabel. Esto se nos va a ir de las manos.
II
Mi padre se llama Octavio Contramaestre Stein. Tiene los ojos verdes y las manos blancas. Cuando pienso en él, pienso en los tigres siberianos y en la voz de Sarah Leonard. Pienso en mí y creo que soy la única mano capaz de enmarcar su simetría. A su lado he visto los cedros de Bisharri, los carnavales de Venecia, las insensibles calles de Tokio, y hasta lugares de Caracas que todavía tienen el fuego sagrado, como él dice: un mercado con la bandera china, un puente feroz bajo el que venden libros, pasajes de La Candelaria donde el tiempo ha resistido la revolución y donde viejos compadres gallegos conversan sobre lo compleja que es la vida (de Caracas tratamos de mantener una visión naif, de lo contrario, no viviríamos acá). Mi padre sólo da órdenes y en sus ratos libres, cuando no viaja conmigo, se divierte con su Casa Editorial: presidir el consejo que escoge los trabajos para publicarse es una de sus actividades más queridas. Ha conocido a toda la fauna literaria del país, que es casi tan divertida como la fauna política: sólo que los primeros, como son pobres, se toman sus cervezas en los restaurantes chinos; los segundos, visitan locales a su medida en Las Mercedes. Octavio tiene los labios suaves como el pelaje de un felino. La mayoría de las empleadas del consorcio han desmayado por él. Acaba de casarse con una mujer morena y estrambótica, hecho ante el cual no termino de rendirme. Aunque mi papá siempre me ha visto como una inmaculada pieza de marfil, yo también tengo sentimientos que vienen de abajo. Se supone que debo pasar una temporada en Barcelona mientras ellos se instalan en su nuevo apartamento, pero no sé qué voy a hacer. Mi padre ha dormido casi toda su vida a mi lado, a partir del momento en que mi madre nos dejó por otro hombre. Yo tenía cinco abriles, y para mí todos los osos mullidos y confortables se llamaban Octavio. Por eso no me asustó tanto que ella se largara. Además, ya no tendría que verlos juntos por las noches a través de la rendija de la puerta.
Recuerdo algo que pasó cinco años más tarde. Estábamos en la playa, y la gente se reía de nuestra blancura. Yo heredé la piel traslucida y el cabello negro de él. Octavio siempre me había dicho que gracias al cielo tenía los ojos de mi madre, que en su memoria permanecían fieles y entregados. Ese día llovió y al final no nos bronceamos ni un poco. Caminamos por la arena mientras el mar se agitaba y la lluvia lo borraba todo con su sordina. Entonces empezó a hablar de que cada árbol en el mundo tiene un significado y una oruga. Dijo que los abedules sirven para espantar los malos espíritus del camino y que los sauces, por el contrario, eran el símbolo de los amores destinados a la tragedia. Me sentí muy triste, por primera vez en la vida. Mi padre hablaba de árboles y ya no parecía tan fuerte. Luego dijo que él tenía por dentro un sauce con dos pájaros negros, y me sorprendí de que dijera todo el tiempo esas cosas. Me sentí orgullosa de que fuera un poeta, aunque a veces yo no pudiera entenderle, sobre todo cuando recitaba en latín. Semanas después sangré en la cama que compartíamos y quise llorar en su pecho. El calor de su piel, el compás distraído de su corazón, el olor de su cabello eran las únicas señales que me comunicaban con el mundo. Tenía la piel tan blanca que me asustaba, y olía siempre igual, un aroma dulce, rayando en lo pretencioso pero que me abrigaba por todas partes. No sé si puede haber olores inalterables por naturaleza, o si sólo es la memoria que los reconstruye con tanto celo.
Claro que me gustaba hacer otras cosas. Caminar por la ciudad, jugar con mis amigas, sonreír a los chicos de la escuela, recibir vestidos de Marc Jacobs como regalos. Pero todo me conducía irremediablemente a Octavio, a su mundo lento y testarudo. A sus culpas. Todo el mundo lo acusaba de haber desfalcado a su hermano mayor y haber heredado por los caminos verdes las cuantiosas sumas de la familia Contramaestre-Stein. Todo en menos de un año, cuando apenas era un mocoso salido de un pueblo lóbrego y aburrido de Munich. Supongo que tener tanto dinero nos daba el mérito suficiente para llevar una vida distraída y compleja, con psiquiatras para cada ocasión y tragedias de flexibilidad infinita. Por eso nos levantábamos tarde cuando yo no tenía que ir al colegio, y si nos aburríamos, corríamos a una montaña. O a París. Recuerdo que cuando ganó Chávez, se rascó la cabeza, apagó el televisor, hizo dos maletas y me dijo “la nena y yo nos vamos de parranda a la Isla de Wight…”. Y así era la vida. Pero con el tiempo, comprendí que si quería una guerra y una verdad, que son lo mismo, tendría que buscarlas con lupa y escándalos a la medida de la situación. Un alacrán no puede ser una mariposa, decía mi abuelo, el viejo Stein, que casi se murió cuando su hija menor se casó con el señor Contramaestre.
III
-¿Qué dirías si te digo que Bernardo me ha metido en la boca un par de medias y…?
-Ya basta, Isabel. Esto se nos va a ir de las manos.
-Sabes que no soy así, pero estoy girando en esa rueda, y quiero bajarme ya.
-Un alacrán no puede ser una mariposa, solía decir tu abuelo. Ven, abrázame.
Nos quedamos abrazados un momento y bailamos en el estudio sobre un piso de madera recién lustrada. Siempre sentíamos un dolor en el cuerpo cuando estábamos separados. Incluso Octavio lo sentía cuando se acostaba con la Juliana esa, zorra de oficina, empleaducha de agencia de viajes. Esas mujeres, por favor. Tienen carne, avidez, todo lo succionan y lo mueven de su lugar. Esas mujeres que van a la peluquería y le cuentan a su estilista de segunda que el señor con el que están saliendo es un poco gafo pero con real, que las llevan los fines de semana a comer en El Hatillo y después a un hotel de 600 bolívares la noche con vinito chileno y esas tiritas de pollo que se les antojan a golpe de doce.
-¿Qué quieres hacer, Isabel?
Ella no respondió mi pregunta con la voz, sino con la boca. Se paró en la punta de sus pies, rodeó mi cuello con sus brazos y me besó. Era un beso distinto a los de toda la vida juntos. Era pesado y estaba por dentro, de mí y de sí mismo. El cielo se escurrió por mis pies cuando la tomé por los hombros. Pensé en Occidente, pensé que Isabel tenía quince años, que la señora Yula estaría abajo en la cocina preparando la cena en esa cocina donde Miguel, Príncipe de los Arcángeles, había hecho gritar a una madre cuando yo era niño. Pero el beso de Isabel no tenía fin. Ella estaba guindada de mi cuello y podía olerlo todo desde allí, como un depredador al acecho. No pude declinar. Salimos del estudio agarrados de la mano, dejando atrás la reproducción de El jardín de las delicias que nos había observado desde siempre. Entramos a su habitación. A ella le gustaba Klee y Rockwell, a mi anciano ángel depuesto con su cuerpo infantil. La besé, como había besado cientos de veces a mujeres que no me gustaban como ella.
A mí no me gustan las mujeres como Juliana, salvo por la morbosidad antropológica. Isabel es una pieza de marfil. Tiene los ojos de su madre, pero su mirada es dura e inaprensible. Sabe qué vinos me gustan. Sabe escoger un perfume. Sabe guardar silencio ante las cosas importantes de la vida: las noches blancas de Siberia, los cerezos de Nueva York, las mariposas de la Isla de Rodas. Las mujeres como Juliana son repugnantes. El olor de sus genitales siempre es más ácido, y por nada del mundo entenderían a Gualtero de Chatillón. Esas mujeres que en el fondo quieren un novio que escuche vallenato los fines de semana con una birra en la mano. Me recuerdan a cierto caballero al que casi le di trabajo en el último concurso para mi consejo editorial: no-me-gusta-la-literatura-intensa, quiero que la gente se ría, bla, bla, bla, yo-no-soy-intenso, bla, bla, bla, qué ladilla esa gente que quiere escribir como Sándor Márai, bla, bla, bla, la literatura que se ha hecho en este país siempre ha sido fastidiosa, uno tiene que ser feliz en serio, maten a Percusión, carajo, que le den matarile a las doñas adecas que escriben para pasar la menopausia y a mí que me dejen a las carajitas que ganaron Monte Ávila este año que yo las educo, ron-y-chinos-la-nueva-República-del-Este, la felicidad, la felicidad, sólo eso cuenta, coño, y que este año sí es verdad que Los Tiburones se van a dar durísimo. Y en eso tenía razón, digo, en lo de la felicidad: seguí besando a mi hija y no pensé en nada más.
Octavio y yo nos estábamos besando. Mi padre nunca tenía mal aliento. Pero había tomado coñac. Estaba muy asustada. Pensaba: me dolerá mucho, a él no le gustará este pánico que no me deja existir. Pero de inmediato pensé que él me amaba como nadie y que no tendrían porqué asaltarme esas dudas que llegan con los hombres de feria. Era el ritual más sagrado entre los dos, los pájaros de un único sauce que crecía en el centro de nuestra casa. Mi padre, el ser más blanco y puro de todos, me tendría por primera vez, y yo lo tendría para siempre.
Desnudé a Isabel con paciencia. Recordé, mientras deslizaba la ropa interior por sus piernas, que una vez en Nueva York hizo un escándalo porque no le quise comprar una caja de colores. Yo esgrimí que tenía cientos de colores regados en el cuarto del hotel, y ella, que aún no eran suficientes porque no conseguía el verde que más le gustaba. Entonces saltó a mi cuello y lloró; el olor de su cabello fue idéntico al de mi madre. Siempre era imposible no acceder a sus reclamos, porque lograba recordarme algo que ya había amado con anterioridad. (Aunque detestaba que al pensar en Eva Stein, llegara con ella la amenaza de un tipo con alas). Y ahora estaba allí con el rostro endurecido por el miedo, con los labios temblorosos por la mala temperatura de la habitación. La miré desde arriba y cerré los ojos. Occidente aullaba en la calle, pero entonces Isabel me tocó y volví a quedar sordo por dentro.
No estaba segura de qué debía hacer. Estaba aturdida, pero no podía detenerme. Por eso zafé el botón y corrí el cierre. Por eso metí la mano y lo miré: no sonreía, pero no había miedo, tampoco parecía perdido. No terminaba de creer que Octavio me hubiese desnudado, mucho menos que estuviera arrodillado en la cama donde dije su nombre cuando él insistía que no debíamos dormir juntos. Entonces apoyé mis rodillas y mis codos sobre mi cama y abrí la boca. No me gustó el sabor al principio y mi papá rodó en una suerte de quejido que me asustó mucho. Pensé de nuevo en la voz de Sarah Leonard, ahora que Octavio parecía caer. Pero me pidió que continuara y mi boca siguió tragando el sabor inexplicable que al cabo de un rato me exigió nuevas maniobras.
Isabel estaba haciendo lo mismo que Juliana y sentí una furia absoluta. La odié profundamente, recordé a la puta de su madre, que se fue a revolcar con un tipo más ordinario y acomplejado que mi chofer (es que más acomplejado que un negro puro son estos criollos que guardan reminiscencias caucásicas y que no terminan de asumir que no les tocó ser patrones). No podía contener los ruidos de mi respiración, ni la rabia contenida en cada filamento, así que separé a Isabel de lo que incubaba en su boca amada, y la tomé por el cuello con una mano; se asustó tanto que yo empecé a reírme de ella, y ella a llorar. Luego gritó. Gritó como nunca la había escuchado, y empezó a decir cosas a mi oído, a temblar, dar arañazos, cuando por fin estaría sangrando por mi culpa, y yo, abandonando dentro de ella el sauce del que solíamos hablar, en el que dos pájaros negros cantaban el mundo como era en secreto.
Al cabo de unos meses, la señora Yula dejó de venir, aduciendo problemas familiares en la provincia. Una verdadera lástima, pues seres fieles y silenciosos no sobran por estos días. Pero quizás occidente seguía sin estar listo. Para guardar las formas, mi padre y yo nos hicimos de tácticas y estrategias: era imperativo que yo mantuviera contacto con gente de mi edad, sobre todo con los muchachos. Sin embargo, a mí me costaba mucho otorgar la misma condición a Octavio: sabía que seguía saliendo con Juliana. Aunque terminó por reconfortarme, esgrimiendo que Juliana era una diversión puramente de morbo antropológico y que ella jamás despertaría en él los sentimientos puros y blancos que tenía por mí. Y era verdad, Juliana era muy estúpida y sexual, a diferencia de mi hija, que llevaba mis sentidos a estados panópticos, por no decir trascendentales: todo lo abarcaba ella con apenas mirarme, probarse los vestidos nuevos, caminar por el jardín con las medias francesas hasta las rodillas. Aunque debo confesar que no dormí en lo absoluto la noche que salió con Fernando. La mayoría de edad de los hijos nos sumen en reflexiones vergonzosas. Pensé que Occidente finalmente me cobraría haberme quedado con el botín. Isabel regresó a casa a las dos de la mañana. Me sorprendió la lucidez y la frescura con la que entró, como si no hubiese salido en toda la noche.
-¡Fuiste a un hotel! ¡Seguro te secaste el cabello! ¡Zorra!
-Yo no digo nada cuando eres tú el que vuelve con ese olor a jabón de matadero (Isabel sabe cuánto odio esa palabra, o la palabra birra y más aún la palabra chimbo). No seas ridículo, papá.
Yo pensaba en la muerte más seguido. Un día desperté y tenía veinte años. Me planteé qué quería hacer para el futuro. Pero la gente como nosotros padecía de una falta de futuro. No era como algunas compañeras de la universidad que venían del interior y tenían que retribuir a toda costa a los padres que las mantenían en la ciudad, con la ilusión de verlas convertidas en algo. Yo no tenía que darle nada de eso a Octavio para que me quisiera. Me había querido de una forma muy extraña desde el día de mi nacimiento, con esa fidelidad oscura y pastosa. Pero me di cuenta que él también se tendría que morir un día. A menudo, al acabar algún encuentro en la cama, se quedaba mirando el cielo dibujado en el techo y decía que el tiempo se nos iba a agotar más rápido por haber evolucionado más deprisa que el resto de occidente. O que un tal Miguel lo arrastraría por los pies. Y aún así, era demasiado para mí que se terminara casando con la mujercita esa.
IV
Y así son las cosas, mi amor. El cielo a veces no sabe para quién trabaja. A mi marido le pagaron sus buenos tiros, yendo al aeropuerto a buscar a la puta de la hija que regresaba de Barcelona. Nadie lo mandó a salir a las dos de la mañana para Maiquetía y eso que él era el primero en quejarse de la inseguridad en este país. Menos mal la carajita se regresó para allá ni bien reclamó sus reales. Por la casa todavía estamos peleando, pero mientras se quede por España, yo feliz. Menos mal que el apartamento de La Castellana estaba a mi nombre: es de un precioso, tienes que venirte a verlo. Lo mejor es que el caserón de Los Chorros se venda y nos dividamos la cosa. Me lo merezco, ¿sabes?, ¡Es que me pudieron causar un daño psicológico tremendo! Pero claro, mi amor, si todo eso fue verdad, sabrá Dios desde cuándo. ¿Ahora? Pues nada, la buena vida, me estoy preparando un viaje a los Niu-yores para comprarme ropita, pero coño, puro dólar negro, papá. ¿Ah? ¿De aquello? Estoy saliendo con un moreno sabrosote del que Octavio se burlaba por un asunto de literatura intensa. ¿Que qué es eso? Mi amor, no sé. Mi moreno bello baila salsa y se toma sus palos, coge divino y echa chistes de los buenos, pero no sé porqué tiene esa misma obsesión que mi marido por los libros. Le vieras el apartamento, full hasta el techo, y con el polvo que agarran esos amontonamientos de papel. Y sí, dale, córtame grafilado y hazme unas mechas platinadas. ¿Ah?, ¿que si yo le pedí ayuda a mis santos? Claro, mijito. Tú sabes que a San Miguel Arcángel también le dicen Oggún por ahí, y ése te hace cualquier favorcito con tal que le pagues bien.
Datos vitales
Enza García Arreaza (Puerto la Cruz, 1987) es estudiante de filosofía en la Universidad Central de Venezuela. En 2004 obtuvo el VII Premio literario Cuento contigo de Casa de América, Madrid. El cuento fue publicado en la antología Cuento Contigo de la Editorial Siruela. En 2007 gana el V Concurso para autores inéditos de Monte Ávila Editores con el libro de cuentos Cállate poco a poco, publicado en 2008 por la misma editorial. Textos suyos aparecen en Tropel de luces, Letralia, Ficción Breve Venezolana y ReLectura. Forma parrte de la antología De la urbe para el orbe de Alfa Editorial y de la antología Zgodbe iz Venezuele (Historias de Venezuela) de Sodobnost International. En 2009 obtiene en III Premio Nacional Universitario de Literatura con el libro de cuentos El bosque de los abedules, próximo a ser publicado por la editorial Equinoccio.