Un cuento de Paul Medrano: No tengo tiempo (de cambiar mi vida)

Paul MedranoPaul Medrano, Ciudad Victoria, Tamaulipas, (1977) es narrador. Su primera novela, Dos caminos, estuvo entre las tres finalistas del concurso Caza de Letras convocado por Alfaguara y la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM).

 

 

 

No tengo tiempo (de cambiar mi vida)

 

La cruda me despierta antes de lo habitual. Con un esfuerzo digno de un monumento, me levanto como puedo, entre la cefalea y la resaca. Tomo dos aspirinas y disuelvo en un vaso de agua un analgésico efervescente. Por el momento servirán de algo, mas yo sé que el remedio es esnifar una línea, sólo una, para despertar al cien por ciento. Me animo. Saco mi onza nuevecita; en México cada vez es más sencillo conseguirla; es más difícil encontrar balones de futbol, que cocaína. Echo un poco sobre la mesa de centro. Dibujo un rayo y cuando me preparo para esnifar, dudo. Aguanta. Mejor después del baño. Suspiro. Espero unos segundos a que pase el deseo arrebatador de la cocaína. Dejo todo en la mesita de centro y camino a la cocina.

            Abro el frigobar. Saco un bote de yogur le doy un sorbo. Siento la lactosa bajar hasta mi estómago aún maltrecho. Pongo la estación habitual y luego exploro el guardarropa en busca de una truza que, espero, le guste a Frida, no por el color ni el modelo, sino por un letrero que dice “hambre” justo en el sitio donde se acomodará mi verga. No es mi novia, ni mi pareja, ni mi amante, pero luego de insistir por medio año, espero que hoy sea todo eso y más.

           Antes de entrar al baño subo el volumen. Me desnudo y me veo en el espejo. Necesitaré una afeitada y un corte de pelo. Como ando casi a rape, darle una retocada es igual de sencillo que cortar el césped. Saco la máquina y empiezo. Antes de emparejarlo totalmente, siempre me gusta jugar con mi cabello. Lo dejo al estilo mohicano, con letras o figuras geométricas. No importa, porque al final no quedará nada, sólo una cabeza rapada. En esas estoy cuando un estruendo que viene de la calle inunda todo el condominio. Entre mi cruda hasta parece que escucho el eco del estrépito. En mis oídos queda un zumbido. Al irse se lleva la energía eléctrica. La máquina rasuradora se detiene. Entre sus cuchillas aún tiene cabellos, como vaca pastando a la que le sorprendió un derrame cerebral. Me miro en el espejo. Soy una copia pirata de esas personas que los genes les jugaron una broma al cubrirles el rostro con cabello; el amarillismo los denominó niños lobo. Pero eso no es lo peor, mi corte está incompleto, parece que me he cortado el pelo con un cortauñas. En los pasillos del condominio se escucha un tropel y gritos. De pronto se detienen, callan y tocan a mi puerta.

            La resaca, mis ganas de esnifar y las circunstancias en que me encuentro aceleran mi pulso a pinchemil pulsaciones por minuto. Salgo del baño. Me enredo en una toalla. Vuelven a tocar. Tomo una gorra.

            –¿Quién? –pregunto más nervioso que una gelatina sin cuajar.

            –Soy el portero, me urge hablar con usted. –Contesta una voz que, en efecto, es la de don Chucho, mi portero.

           La renta está pagada. No estacioné el auto en la entrada. No he desperdiciado agua. Cumplo con mis cuotas delegacionales. Ya no pongo música a todo volumen por las noches. Soy un inquilino honorable, pero de abrir la puerta, observarían mi onza de coca en la mesa de centro. Porque he de aclarar que la casa de Barbie es más espaciosa que este panal que rento como departamento. De traspasar la entrada lo primero que verían sería la blancura de la pluma de garza. Desdoblo una toalla y la echo encima de mi arsenal psicotrópico.

            Abro.

            –Joven, como se dará cuenta, se fue la luz.

            –Sí, caray; me quedé a medio rasurar.

            –Lo lamento, porque al parecer tardará un poco la reparación.

            Recuerdo la cita con Frida. Aún tenía dos horas. Pero en vista de las circunstancias, bien puedo tomar todos mis tiliches e irme al depa de Armando. Ahí me baño.

            –No hay problema don Chucho, gracias por avisarme; de ser necesario, iré a casa de un cuate a terminar de rasurarme.

            –Este… joven… eh… es que eso no es lo grave.

            –No me diga que tampoco hay agua.

            –No. Sucede que el transformador que está afuera explotó.

            –Bueno, eso no será problema; los de la luz vendrán a cambiarlo.

            –El transformador sí, el problema es que luego de explotar cayó en su coche.

            Escucho esa frase y siento vértigo, mi pulso se alenta un poco y luego acelera aún más. Debo cambiar de color, porque don Chucho me toma del brazo y me sienta en mi pequeña salita.

            –Le voy a echar aire –dice, y toma la toalla tendida en la mesita de centro.

            Al hacerlo riega por todo el piso la onza nuevecita en la que invertí la mitad de mi salario. Veo cristal por cristal caer al suelo, como si fuera maná, como granizo pulverizado, como confeti de cuarzo. Escucho el tintineo de cada partícula de coca romperse contra el pinche piso que no aseo desde hace dos semanas.

           –Disculpe joven, ya le regué el talco para sus pies.

           No contesto. Desde el pasillo escucho risas apretadas. Alguien sisea. Hay días en los que el destino se empeña en joderte. Hoy lo hace conmigo. Mi pulso sigue acelerado. Estoy enojado, confuso, turbado. Quisiera que la tierra se abriera y me tragara con todo y don Chucho y los mirones de allá afuera. Pero aunque lo desee con todas mis fuerzas sé que no sucederá. Y en efecto, no sucede.

           –Enseguida bajo don Chucho, permítame cambiarme.

           La sala me da vueltas. Los güevos me suben a la garganta y el corazón a las sienes. No por lo que vaya a pensar Frida porque no llegue a la cita, sino porque el auto en el que cayó el transformador es –o era– el de ella. Siento el pecho tasajeado por un dolor. Inmenso. Potente. Pienso en Frida. Y luego ya no pienso nada.

 

 

⊲⊲

 

Un día antes. Mediodía. Nublado. 18 grados centígrados. Frida ha accedido a comer conmigo al día siguiente. Le pregunto si quiere ser mi novia y responde que me dirá al día siguiente. Pero este arroz ya está cocido. La traigo en la mira desde hace seis meses cuando la vi salir de la oficina de enfrente. En ese instante quise que mis anteojos tuvieran integrado unos binoculares y rayos equis. Con un cuerpo simple y sencillamente violable, más un rostro de querubín, removió algo dentro de los circuitos internos de mi pecho. El amasijo de arterias y carne que tengo por corazón se aceleró tanto, que hasta me dolió. Eso me incitó, primero que todo, a saber su nombre.

            Frida. Cuando lo supe, hasta se me olvidaron los argumentos radicales que tanto pregoné contra la obra de Kahlo, los cuales me ganaron la expulsión del diplomado de arte en el que estaba inscrito. Frida. Compré una de las millones de copias de Las dos Fridas y se la envié en un sobre a su oficina, con un mensaje tan cursi, del cual me deslindé cuando la conocí. Seguro fue uno de tus tantos admiradores, le dije entre vapores de café, cuando salimos por vez primera. Frida. En su cumpleaños le regalé unos Converse Frida All Star, los cuales conseguí tras sobornar a mi primo que vive en Matamoros, para que pasara del otro lado y los consiguiera, en virtud de que ninguno de los fayuqueros sabía de su existencia. Frida. Para que al final de cuentas sólo dijera: “están lindos” y se los pusiera una vez que lavamos su cochera. Frida. Mi Frida.

            Y ahora está a punto de decirme que sí. Volveré a nacer. Y también volverá a nacer el sol que quema como la rechingada. Y también nacerá el cielo oxidado de smog; y los árboles mendigos de hojas; y los animales condenados a la indigencia; y la ciudad enferma de gente y autos; y la lluvia que lava la mugre del año anterior; y las calles ansiosas de soledad y silencio; y los amigos tan defectuosos como yo.

            Armando está feliz por mí. Hay que celebrarlo, propone.

            Tengo un año sin beber ni esnifar. Pero hoy es un motivo más que justificable para hacerlo de nuevo. Mi conciencia –una señora chocosa y gritona a la que últimamente le he puesto atención– me recuerda que llevo un año totalmente limpio. Sólo será hoy, porque mañana Frida aceptará mi amor, el cual será la receta mágica para reanudar mi abstinencia. Sólo será la última peda, una sola, y una no es ninguna.

            Apuro mi trabajo. Armando también. Antes de las 8 de la noche estamos listos. Enfilamos al bar que frecuentaba sólo para recordar antiguas batallas. Entramos. Todo está casi igual. Salvo la barra que se ve más vieja, las dos meseras nuevas, ese feo beige en las paredes, el piso más manchado y el aumento de los precios, el Híldaros sigue igual.

            Los mismos clientes: hombres buscando en el fondo de su tarro el hilo de una literatura que jamás escribirán; viejos añorando épocas pasadas, cuando su hígado era de acero y el ácido úrico les hacía los mandados; morras que sueñan con que algún día su príncipe azul –con la cartera llena de billetes, claro– entre a ese bar y les proponga matrimonio; maricones ansiando que la verga más grande del mundo llegue hasta ese lugar y los atraviese ahí, frente a todos. Los mismos músicos: con los mismos covers, los mismos instrumentos, la misma greña, las mismas botas y los mismos jeans; como si la música fuera una carrera de resistencia o la detención eterna de un instante. El mismo dueño que añora a sus clientes que sin saberlo, le empeñaron media vida, sin conocer la tasa de interés.

            Bebo. Saludo a un poeta que ha ejercido los más inverosímiles oficios: stripper, pepenador y político, son sólo algunos. Bebemos. Distingo a una antigua amante, con la que hicimos un pacto de que el número de nuestros encuentros nunca rebasaría al número de coitos; hoy viene con un hombre, hago como que no la veo y ella hace lo mismo. Beben. Saboreo el inigualable cuerpo de la cerveza, sus perlas gasificadas y su abrumante temperatura. El deseo de esnifar aumenta: Estómago se estruje porque conoce su cercanía. Pupilas buscan ávidas la cara del dealer, ese rostro tantas veces visto. Cartera está impaciente por deshacerse de unos billetes a cambio de polvo. Fosas nasales se dilatan en espera del primer llavazo. Lo veo. Le hago una seña. Me contesta con otra. Afuera empieza a llover.

            La compro. El hecho de ser la despedida de mis vicios amerita una onza. Salimos del Híldaros para que me entregue el producto. Hacemos rápido el trueque bajo la lluvia. De regreso al bar veo a alguien en la entrada. Alguien conocido. Muy conocido. Es Frida, que platica con su amiga del alma. La lluvia se detiene un momento para no mojarme mientras corro hacia ella. La saludo. Me abraza. La beso en la mejilla. Arrepega sus tetas a mi pecho. Mis ganas de esnifar se esfuman. Lo que quisiera en realidad es besarla y penetrarla. Meterle mi verga hasta que mi eyaculación sólo sea una escupida de aire. Pero sé que hoy no es el día, sino mañana. No lo es porque vengo preparado para esnifar, no para cortejarla. Mezclar ambas sólo aseguraría el fracaso de una. Me queda una salida: optar por una tercera opción: beberé, sólo beberé.

            Entramos. Brindamos. Por habernos coincidido entre los millones de humanos que habitan el tercer planeta. Por elegir este día para salir a beber y sin querer, encontrarnos. Porque está estrenando carro. Por todo lo que está por venir. Por mi vida, la suya, ambas. Pasan dos, tres, cuatro horas. El alcohol, la lluvia y la noche sólo nos ha acercado más. Salimos del bar. Me pide que la lleve a su casa y después, para no empaparme, que me lleve su auto. Al fin y al cabo nos veremos mañana, dice. Está bien, respondo. Enciendo el motor y partimos.

 

 

Datos vitales

Paul Medrano, Ciudad Victoria, Tamaulipas, (1977) Es alérgico a los políticos de cualquier partido, padece incontinencia sexual, no habla inglés, no tiene televisión, es acrofóbico y americanista recalcitrante. En sus momentos de lucidez ha colaborado en La Insignia, Replicante, Los noveles, Palabras Malditas, Milenio Diario, La Mosca, Plátano Verde, Punto de partida, Tierra Adentro y Narrativas. Ha sido becario del FOECA en Guerrero y Tamaulipas. Ha escrito dos libros de cuentos: La bala podrida y Flor de Capomo, por fortuna, ambos inéditos. Su primera novela, Dos caminos, estuvo entre las tres finalistas del concurso Caza de Letras convocado por Alfaguara y la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Todas sus demás minucias suele desecharlas en su bitácora personal: www.2caminos.blogspot.com

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