A continuación presentamos un acercamiento a la poesía del escritor chileno Dionisio Vivanco (Santiago, Chile, 1956). Estudió teatro en la Universidad de Chile. Ha publicado el libro de poemas “Oscuraclaridad” y mantiene inéditos varios trabajos.
Poemas del libro “Oscuraclaridad”
I
Yo soy Caín,
soy el hombre,
soy el hermano del muerto,
el que trata de explicar lo inexplicable
con la boca llena de tierra,
con la sensación de la sangre en vano,
con el dolor de lo que está hecho
y ya no tiene remedio,
porque siempre es nunca,
y nunca
es volver a empezar.
Cometí este crimen,
en el momento
que el cerezo perdía sus flores,
la vida parece caer desde entonces
girando sobre sí misma,
hasta extraviarse en palabras
que no tienen sentido,
y se rompen de repente en mil pedazos,
como el sordo cristal
donde se refleja mi alma.
II
Yo no ultrajé el cadáver,
lo miré largamente con una sonrisa equivocada,
le robé los zapatos… es cierto,
pero también es cierto, que besé su boca lúgubre
y bajé de la montaña con los ojos agonizando,
cargado con lirios para que se marchitaran en otra parte.
Escondí su cuerpo entre las enredaderas
y revisé sus bolsillos,
con la esperanza de encontrar algo de valor,
mientras un perro ladraba desde sus entrañas
y su rostro se llenaba de oscuridad.
Sus ojos me miraban desde la muerte,
y quise huir…
huir del llanto y la confusión,
pero me quedé entre las espinas y la tierra,
entre esos esqueletos que esperaban la resurrección,
el perdón de los pecados, la absolución de sus desvelos.
XIII
Todo lo que encontré
es todo lo que perdí,
Lo que parecía tener
y se lo llevaron otros,
sin decir esta boca es mía.
Mis recuerdos se extraviaron
entre el luto y la tierra,
entre unos papeles sin remitente
que volaban húmedos y vacíos.
Nada fue mío…
ni siquiera lo que fui
o lo que podría haber sido,
y hasta mi sonrisa
se transformó en despedida
XXIII
Maté a mi hermano…
y comí en el mismo plato
que otros hombres.
Busqué el placer de otros cuerpos,
para confundirme, para despedirme,
para que me olvidaran
y me dejaran oscurecido y distante,
entre la bruma de una larga noche.
Grité como un loco
para tratar de despertarlo,
pero todo fue inútil,
estaba profundamente muerto
y un hilo de sangre brotaba de su boca,
como un manantial siniestro
que va dejando una huella triste
por donde caminan las hormigas.
Dije Levántate y anda
mientras degollaba un cordero,
pero él se quedó inmóvil,
envuelto en un dolor de noches
y de tiempos apolillados,
de lágrimas que van contagiando
una extraña sensación de ausencia…
que me confina en mis desvelos.
XXX
Soy el que acuchilla y el que recibe el tajo,
y nadie grita o llora cuando me hieren.
El dolor me derriba y la angustia
me atraviesa con su filo preciso,
y su certero movimiento se mete en mi carne
como una pesadilla de garras sonoras
que matan y mueren.
Soy el verdugo y el condenado,
el que muere al momento de cometer el crimen,
Soy el culpable sacrificado,
y mi sangre se mezcla con barro y sudor,
con los orígenes y con la agonía,
con la furia y el amor,
que dormían abrazados sin darse cuenta.
Empuño la mano y parece que la vida…
toda la vida cabe en ella,
parece que el tiempo y los sueños,
el éxtasis y el desconsuelo amenazan y sonríen,
escupen y besan,
y cuando la abro de par en par,
se eleva el delirio de la resurrección y de la muerte,
envuelto en un vuelo de palomas liberadas.
XXXII
Encuéntrame…
encuéntrame porque estoy descarriado.
Olvida a los otros,
porque estoy perdido en el desierto
y no sé como volver al camino.
He perdido de vista las estrellas
y estoy a merced del viento y de la arena,
y tengo miedo y hambre, y me han negado
la sal y la levadura, la palabra y el agua.
Olvida al rebaño,
ellos caminan uno detrás del otro
mordiéndose los talones,
y aunque yo he robado y asesinado
algo grita en mi interior,
y trato de entender el movimiento de las cosas,
lo inexplicable, las flores y el mar,
las moscas y el universo.
Estoy solo y sin consuelo,
apenas sostenido por débiles hilos,
y ya casi no tengo fuerza…
encuéntrame a pesar de todo lo que he hecho.
Encuéntrame antes que sea demasiado tarde
y me rompa contra el abismo
de mis propios besos…
Búscame en la noche más oscura,
ahí estaré esperando con los brazos abiertos
y mi corazón lleno de otoño.
XXXIX
Lo que queda y lo que sobra
lo recojo con mis manos,
aunque sean restos o cenizas,
y disputo con los perros
los huesos arrojados
en los rincones de la noche.
Y en esa oscuridad
que parece que nunca volverá a despertar,
sepulto a los muertos,
y me derrumbo lentamente,
como unos labios
que besaron sin estar enamorados.
Es como si mi propia muerte
viniera a verme antes de tiempo,
y me encerrara en una ventisca
que deja sólo residuos y distancias,
mientras alguien,
oculto entre las sombras,
endulza el agua, para que nos dé más sed
XLI
Cuando no estoy, duermo,
y mis sueños caen como flores,
como palabras de una oración llena de viento,
de zapatos sucios
que dejan pisadas apagadas y distantes.
Miro alrededor y no sé si volver o quedarme
entre los ciruelos, entre los naranjos,
entre los huesos llenos de silencio,
en los que se columpia la muerte de vez en cuando.
Pero yo conozco el camino de regreso…
ese camino incierto
que se abre como mil preguntas o mil respuestas…
ese camino por el que corro,
como un perro que huye…
después de morder la mano que le dio de comer.
XLIV
En mi pecho
arde una extraña sensación
que no logro entender,
que me oscurece de pies a cabeza
y me deja a la deriva,
mientras una lluvia torrencial
cae de mis ojos sin motivo aparente.
Tal vez sea,
porque enviudé sin casarme
y nunca me detuve para mirar atrás
y no borré mis huellas,
o porque me robé los frutos
del árbol equivocado
y el fuego perpetuo
se apagó entre mis manos.
O porque,
en lo más hondo de mis abismos
llevo un dolor que hace sangrar mi hombría,
o porque asesiné a mi hermano,
y desde entonces,
estoy condenado a ganarme
el pan con el sudor de mi muerte.
Tal vez sea, porque me enredo
en el silencio de la tarde,
en ese mismo silencio que presiento
como un sonido que no se escucha,
que se resigna a su afonía de uvas mojadas,
de hojas que revolotean
mientras despierto entre las sombras…
confundido por la ausencia de Dios.
XLVIII
Mi mano se estrelló contra tu cráneo,
con una fuerza incontenible y perpetua.
Tu herida fue una catástrofe
que se reventó contra mi pecho.
Tu sangre manchó mi cara,
mi ropa, mis palabras
y tus ojos llenos de cielo
se fueron apagando lentamente,
mientras te escupía y juraba
que no te volverías a levantar.
Traté de entender este turbio sacrificio,
y me puse a temblar de pies a cabeza
y la desesperanza brotó de mi piel
desordenando las sensaciones,
las ideas, los cariños irreparables,
que parecen perderse en esa rutina,
que una y otra vez,
es interminablemente lo mismo.
Y me visto de luto y llevo flores
y me hago preguntas que anidan en mi desconcierto
y no me dan tregua,
y me dejan entre palomas y labios fatigados,
entre rastrojos, esqueletos y simetría,
entre heridas llenas de silencio
que arden en mis voluptuosidades,
mientras miro al revés la oscuridad
y me devuelvo sin que pueda evitarlo.
IL
Y tú y yo hermano mío,
hijos del mismo padre y de la misma madre,
de las mismas arterias y de los mismos paisajes,
de la misma tierra y de la misma estirpe,
quedamos solos frente a la eternidad,
atados a la inercia de los milagros,
de esas seducciones
que se van deshaciendo entre los dedos.
Traté de secar el agua derramada
con la mortaja con que envolví tu cadáver,
y para que nadie me viera
me escondí en la profundidad del dormitorio,
en esas distancias que no se pueden medir
porque lloran y maldicen,
hasta que se transforman en una herencia
que no quisiéramos para nosotros,
pero que son inevitables como la risa o la tristeza,
como un alarido o el estremecimiento que provoca.
Porque vamos con el rebaño,
uno detrás del otro, y nos extraviamos en el frío
y orinamos contra el viento envueltos en un sacudida
que nos hace mojarnos los pantalones.
Y a pesar que tu seas la víctima y yo el homicida,
estamos los dos encerrados en este crimen,
estamos manchados con el dolor de lo inexplicable,
como un mensaje telegráfico que queda a la deriva
hasta que alguien lo encuentra, y lo abre,
y se da cuenta que lo dice todo y no dice nada.
LIX
¿Te acuerdas de mí?
Soy mi padre muerto,
la sonrisa de mi madre,
al que crucificaron ayer
y al que crucificarán mañana.
Soy un ángel sin oficio,
un silbido, un propósito
y sus dimensiones,
un hombre y su silencio.
Soy la negación
de mis propios pasos
y trato de inmortalizarme
en fotografías que reparto
en las esquinas y que pego
en las murallas,
como si fuera un ídolo
que tarde o temprano
se derrumbará, provocando
un estruendo de fusilamientos.
Soy lo que cabe
en tu memoria,
porque después no existo,
me deshago lentamente
como las orillas de un río,
como un pájaro
que atraviesa la noche
y se pierde en un grito terrible.
Soy como una sonrisa
que cae lentamente
entre las manos del olvido.
¿Te acuerdas de mí?
LXI
Yo no busqué matar a nadie…
tampoco explicarme la crucifixión,
los clavos, las espinas,
el dolor que heredamos sin ser parte
de esta agonía eterna y santa,
de esa sangre, de esas lágrimas
que caen sobre nosotros,
como un ciclón que inunda
nuestros sentimientos…
que inunda todo lo que somos y lo que quisimos ser.
El último amanecer se despide
y es como morir por la espalda
y una carambola de átomos
se dispara y nos atraviesa el aliento
con su potencia desgarradora.
Yo no quisiera hablar de esto,
sin embargo, me obligaron al sacrificio,
a venerar la sangre derramada,
me arrastraron al vacío,
y miro a un muerto en mi corazón
como si fuera el único paisaje posible.
Porque nuestro dolor
está clavado en la misma madera,
y no somos capaces de dar la vuelta
y empezar otro camino,
porque nuestras creencias son lágrimas
que caen mojando las mañanas inevitables,
en la que nos levantamos
inventando oraciones que no dicen nada,
que nos desnudan y muestran nuestras culpas,
nuestras heridas artificiales,
que alguien puede adivinar en una ecuación
que coincide con su contrario.
LXVI
Grito ¡Abel! ¡Abel!… pero nadie contesta.
Mi voz se oye como un eco desordenado,
que se devuelve y se pierde en los
campos de guerra, entre los ejércitos,
entre las trincheras,
entre los hombres que caen de rodillas
llenos de súplicas, de palabras atravesadas
por las miradas de los orangutanes.
Te llamo pero nadie responde,
es como si no existieras,
como si nunca hubieras estado entre nosotros.
Voy gritando por veredas llenas de huesos, de barro,
de despojos, de ropas quemadas,
de carne asesinada contra las alambradas,
de maderas y salmuera,
de vientos y raíces, de vidrios y agujas,
de países devastados por nuestras propias manos.
Te llamo con palabras ciegas,
con aullidos que se pierden
en las encrucijadas de una arquitectura sucia,
en el gesto religioso y maquinal que no dice nada,
y después se desmaya entre las señoras
que se crucifican en sus camas,
mientras las tijeras sueltan las costuras
que nos atan a la vida.
LXXVI
Ayer tu guardarropa
fue saqueado por una multitud
muerta de frío y de hambre.
Buscaban algo para comer, o para vestirse.
Total tú, ya estabas muerto…
Pero se encontraron
con tu dentadura suelta por el golpe terrible,
se encontraron con las flores marchitas de tu funeral,
que fue simplemente infinito,
como el zumbido de una mosca
extraviada en una catedral.
Así es la muerte,
como un nacimiento equivocado,
como una complicada geografía
que hay que recorrer,
como si fuera un sueño que se derrama inundando
todo lo que encuentra a su paso,
con la constancia de un beso
que cae inesperadamente sobre los labios,
y nos deja inexplicablemente lluviosos.
Se llevaron el colchón, donde dormías,
aún manchado con tu sombra.
Cortaron los alambres
que sostenían algunas fotografías
y se escupieron y se golpearon
en el exilio de esa habitación
anochecida repentinamente,
mientras crecía un sollozo
que parecía una prédica manchada
con aceites humanos y fluidos de ídolos de barro.
LXXXVI
Yo soy Caín…
¿Soy el hermano del muerto?
¿El que bajó de la montaña cargado con lirios?
¿Soy el mismo de ayer, el de mañana?
¿El que vuelve con la boca llena de tierra
y la mirada turbia, cada vez que intenta cruzar el mar,
o el viento, o el silencio?
¿Yo soy Caín? ¿O soy el muerto?
O soy una imagen recién llegada
que se derrama sobre las olas, sobre la arena,
sobre los dolores que quedaron olvidados para siempre
en los jardines, en los bosques, en las raíces soñolientas
y mojadas de los cisnes, de los pájaros y sus vuelos,
de sus noches llenas de anteojos y zapatos.
Maté a mi hermano…
y comí en el mismo plato con otros hombres.
busqué un beso para confundirme, para despedirme,
para que me olvidaran entre las enredaderas
oscurecido y distante, con un ruido de insectos
que me aturde y me atraviesa,
que me llena de lluvias, de hojas adormecidas.
Grité como un loco intentando derrumbar al invierno,
pero sus ruidos inagotables, sus aguas, sus relámpagos,
su ojo por ojo, su violencia de vientos infinitos
me dejaron tiritando de frío, lleno de naufragios.
traté de resucitarlo para volver una vez más,
para olvidar el hilo de sangre que baila sobre la luz
y se escurre entre los dedos.
¿ Soy Caín, o soy el hombre?
Datos vitales
Dionisio Vivanco (Santiago, Chile, 1956). Estudió teatro en la Universidad de Chile. Ha publicado el libro de poemas “Oscuraclaridad” y mantiene inéditos varios trabajos. “Oscuraclaridad es un extenso e intenso poemario pleno de humanidad. El mito bíblico de Caín es el hilo conductor de un verso poderoso, profundo y reflexivo sobre nuestra condición. Los poemas poseen una vigorosa oralidad. Son textos que debieran ser leídos de lugar en lugar. El oxímoron que construye el título del libro es elocuente: vivimos perpetuamente en una oscura claridad”. (Oscar Aguilera, Sociedad de Escritores de Chile).