Poemas de Marco Antonio Campos

Marco Antonio Campos

El poeta chileno Mario Meléndez nos ofrece, a continuación, una selección de la poesía de Marco Antonio Campos (1949). Ha merecido premios como el Xavier Villaurrutia (1992), Nezahualcóyotl (2005), Casa de América (2005) por su libro Viernes en Jerusalén y el Premio Internacional de Poesía Ciudad de Melilla. Se le distinguió con la Medalla Presidencial Centenario de Pablo Neruda. En París es miembro de la Asociación Mallarmé.

 

Inicio

 

Cada uno de mis poemas pretendió

ser un instrumento útil de trabajo.

Pablo Neruda (Estocolmo, 1971)

 

Las páginas no sirven.

La poesía no cambia

sino la forma de una página, la emoción,

una meditación ya tan gastada.

Pero, en concreto, señores, nada cambia.

En concreto, cristianos,

no cambia una cruz a nuevos montes,

no arranca, alemanes,

la vergüenza de un tiempo y de su crisis,

no le quita, marxistas,

el pan de la boca al millonario.

La poesía no hace nada.

Y yo escribo estas páginas sabiéndolo.

 

 

 

 

Álbum infantil

 

En fotografías de los años cincuenta,

a Carlos puede vérsele con cara

de angustiado o de tristemente escéptico,

que luego borraría del todo.

Ricardo tiene ojos de tigre listo

para lanzarse a través de la selva

o a la calle o adonde fuese.

Gabriela disfraza de gorrión en fresno

porque las hojas son ala natural.

Él mira en el álbum el niño que fue:

el niño gesticula, grita, golpea, hace

ademanes, anhela ser visto, siempre

y nada más y siempre, el gran payaso.

Ve lo mal que vestían, si vestir es eso,

y si ropa ésa. Ve la casa agrietándose,

ve la cara y la casa.

 

Andando el tiempo ha andado por el mundo.

No cambió, o mínimamente, de cara,

de máscaras o de hábitos. Sólo una leve

tristeza, sólo un leve dolor que le ha minado,

que le ha sangrado el cuerpo, el corazón, el alma,

como si hubiese enfrentado parsimoniosas fieras,

como si hubiese cabalgado ferozmente solo

entre las patas de los caballos.

 

 

 

 

Cefalonia

 

Era agosto. Era 1988.

Yo veía desde lejos, como si estuviera

en cubierta, la línea verde, la línea larga

verde y sinuosa de la isla de Ítaca.

Oía el silbido de las embarcaciones

a punto de partir.

 

Bajo el sol en fuego de las cuatro de la tarde

a diario subía la colina para contemplar Ítaca

y oía los versos de los líricos arcaicos en el murmullo

de plata de los olivos. E imaginaba Ítaca.

 

En los caseríos de la isla miraba a las ancianas

tejer asiduas a la hora del atardecer y a los viejos

hablar como sólo lo hace el rumor de las olas.

Oía pláticas de los ancianos (que me sonaban 

pero no entendía) frente a puertas y ventanas

de pequeñas casas albas que fulguraban más

con la fulguración del sol. E imaginaba Ítaca.

 

Con dos barcelonesas en las noches

cenaba cordero y ensalada,

mal gustaba del vino de resina, y decía que sí,

con seguridad decía que al día siguiente

me embarcaría hacia Ítaca: me esperaba el barco

en el que iría a la isla que era el final de la navegación.

La isla donde pensaba llegar. La isla

donde siempre pensé llegar.

Pero al alba siguiente posponía el viaje

para el alba siguiente y al alba siguiente

para el otro día. Mientras tanto,

subía a diario las colinas, visitaba en el bus

precipitados pueblos, saludaba

de mañana a los recién llegados,

los despedía al partir, y miraba

de tarde desde la colina

la costa esmeralda y ligeramente sinuosa

de la isla de Ítaca.

 

 

 

 

Madrugada en Atenas

 

Anoche, en el jardín de los sueños,

te vi:

         estabas en las ruinas y en los arcos

Hoy, al levantarme,

me asomé a la ventana,

y en las ruinas y en los arcos

había un manantial

           de pájaros

 

 

 

 

Grabados españoles (2)

 

Silencio, por favor, cambien de acto. “¿Recuerdas –me dices–, recuerdas aquella vez cuando oíamos las hojas del olivo como música verde en aquel valle griego, recuerdas, recuerdas, cuando te dije: ‘Tu poesía es muy amarga, no entiendo por qué tu desamparo’…?”

Y renace iluminándose el rostro dulcísimo y triste de Paulina en el instante que era el universo.

Bah, todo es cierto y no es cierto, tan cierto como este coñac que bebo hondo, como este hombre que habla de diciembre y del dolor como algo ajeno. No es para rasgar las vestiduras pero escúchame: uno es hermosamente infeliz y así lo dice, así lo escribe para el oído y los ojos de las generaciones que pasan como hojas. Uno actúa o simula actuar, o mejor, decide o cree que actúa, como el príncipe Hamlet, lleno de luz y lucidez, hasta que otro, ignorante del libreto, opina inopinadamente que el personaje o su disfraz no tienen ni heroísmo ni nobleza mínimos. 

Y la función no continúa.

Uno es hermosamente infeliz, como te he dicho, como te digo, Paulina, con mexicanísimo modo de aguzar el grito a media sombra, huyéndome del cuatro en el caballo apocalíptico, ¡huyéndome! Al blanco, al negro, al culpable, al soñador, ¡huyéndome! Exacto: el pez astralmente se me impuso y el agua calló a mi cuerpo hasta volverme sol bajo el olivo en aquel valle desolladamente griego en la mañana terminal cuando oíamos las hojas como música verde.

¿El cielo? ¿Escuchas en el cielo? ¿Crees en verdad que exista un paraíso para culpables? ¿Lo crees? Soy el infierno de mi cielo ético. Me he vuelto flébil, fino, elegante en ocasiones, yo que juré por la llama y la gloria corporales. ¿Me escuchas?, ¿me quieres escuchar? Quizá si te grito me alcances a escuchar: “Yo quise –anhelé—que mi Reino se hiciera en este mundo”.

 

 

 

 

Arles 1996 – Mixcoac 1966

 

                            El estado más puro de nuestra

                                      vida es el adiós.

                                      Péter Dobai, “Campanas apagadas”

 

Ahora el mistral en su furia agarra todo, lleva todo,

arrebata todo: follajes, olas, olores, el color de las

faldas de las mujeres, las miradas desde

las ventanas, el amarillo quemado de las casas.

Miro desde el muelle el puente de un extremo a otro,

de un barrio a otro, a una ciudad que se desvae,

a una soledad que crece, que no ha dejado de crecer.

Teníamos diecisiete años y el patio de la escuela

era inclinado y grande y no necesitábamos decir

ayer porque mañana ilusionaba todo.

¿Qué ayer puede tenerse a los diecisiete años?,

pienso, mientras el Ródano se aleja bajo el puente

y las golondrinas se ponen de amarillo

para medir el trigo y llamean de azul

para anidar el cielo.

¿Y qué pájaro sabe decir adiós como las golondrinas?

¿Qué pájaro mide treinta años en un adiós sin fechas?

Entre ella y las golondrinas quedaba

el verano a la distancia.

El mistral se contrapone a las ventanas,

las miradas huyen, y yo lo oigo, y hay algo

en él, algo, algo en el viento poderoso

–la fuerza, la fiereza, el combate–

que yo hubiera querido comparar a mi vida

–mientras el viento golpea los plátanos, la fachada

del cine y golpea de nuevo la fachada de

la capilla. Golpea.

¿Hubiera sido? Hubiera sido, sin duda.

Pero hoy sólo oigo el mistral sobre el follaje,

la rabia del mistral tremendo en pandemónium,

y el puente se ahuyenta, la ciudad se borra,

antes, claro, de esos diecisiete años, cuando

yo decía en el patio: “Eres la reina”, y ella

me decía: “No sé…tal vez…”                                      

 

 

 

 

Birkensiedlung1

                   

a Brigitte Winklehner

 

Jesucristo caía inclinado y azul

       desde el cielo azul.

Moró lleno de lluvia entre abedules

y bosques y praderas en invierno

eran intransitables por el lodo.

Sin hojas, los árboles parecían

de pronto figuras atroces o fantasmales.

Rememoraba el rumorar del arroyo,

las voces cayéndose de agua del Untersberg.

Las grises nubes bajaban difuminándose,

esfumaduras leves levemente en el

ramaje azul abrumado por un paisaje áspero;

en días de sol hacía que la piel

se hiciera hierba al rozarse en la hierba,

oía pasos y hormigas como astillas crepitantes,

saber que la sangre consumía fuego,

que el cielo eran praderas y libertad y sol,

y sólo eso queda, y sólo eso nos queda,

porque los años nos van dejando

como los abedules en invierno.

 

1 Barrio en el límite del sur de la ciudad de Salzburgo.

 

 

 

 

La muchacha y el Danubio

 

Como rama al romperse en el invierno blanco,

corazón lloró a la estrella; triste era el olmo,

y hace muchos años; cuánta fuerza y fiereza

en la adolescencia sin dirección; quién se atrevería

a decir: “Por aquí pasó el vendaval”; Dios creció

las ramas y cortó las hojas para que supiéramos

de la felicidad, si la luz pasa. ¡Ah el Danubio!

Estrella lloraba el corazón. Ella era agua

que sabía a vino; donde llegaba se oía

la luz. Era la estrella en el invierno blanco.

Era blanca y hermosa como el pueblo donde nació.

Ella me queda, me vive en mí, me llama

como un remordimiento.

 

 

 

El país (2)

 

Donde quiera que vayas o vivas,

de modo sorpresivo o secreto,

algo llamará para llevarte

a un país más hermoso que es el tuyo,

a una ciudad tan hermosa que era casa.

Ningún reino o república dará lo suficiente

para olvidar lo suficiente mares despoblándose,

montañas altas, desiertos claros que son como

fotografías que iluminan leves, pero

que ahondan la piel, el corazón, el alma.

 

México será el dragón que devora

las doncellas del reino que perdiste.

 

 

 

 

¿Quién leerá mis versos?

 

Quem sabe quem os lerá?

Quem sabe a que maôs irâo?

Alberto Caeiro, O guardador de rebanhos

 

¿Qué será de mis versos? ¿Quién los leerá?

Pronto me iré, y así será, y me iré ¿y qué pasa?

Me he resignado a irme, como me resigno

a los dolores de la tendinitis, a los cólicos            

que arquean el cuerpo y a la mala circulación.

Qué importan las novelas, los cuentos,

las crónicas o ensayos ¿pero mis versos?

Si en el futuro alguien los lee, tal vez perciba

que los escribí con la llama del sol en la hoguera del mediodía

sobre los girasoles, con los matices múltiples

del púrpura y del violeta en la disminución del crepúsculo,

con el grito doloroso del tigre lanceado

en el momento de fallar la red,

con gotas de sangre del pecho de las golondrinas

que no lograron completar el vuelo.

 

 

 

 

 Marco Antonio Campos (México, D.F., 1949). Poeta, narrador, ensayista y traductor. Ha publicado los libros de poesía: Muertos y disfraces (1974), Una seña en la sepultura (1978), Monólogos (1985), La ceniza en la frente (1979), Los adioses del forastero (1996) y Viernes en Jerusalén (2005. La editorial El Tucán de Virginia volvió a reunir en 2007 su poesía en un solo tomo: El forastero en la tierra (1970-2004). Es autor de un libro de aforismos (Árboles). Ha traducido libros de poesía de Charles Baudelaire, Arthur Rimbaud, André Gide, Antonin Artaud, Roger Munier, Emile Nelligan, Gaston Miron, Gatien Lapointe, Umberto Saba, Vincenzo Cardarelli, Giuseppe Ungaretti, Salvatore Quasimodo, Georg Trakl, Reiner Kunze, Carlos Drummond de Andrade, y en colaboración  con Stefaan van den Bremt, Miriam van Hee, Roland Jooris, Luuk Gruwez, André Doms y Marc Dugardin. Libros de poesía suyos han sido traducidos al inglés, francés, alemán, italiano y neerlandés. Ha obtenido los premios mexicanos Xavier Villaurrutia (1992) y Nezahualcóyotl (2005). Y en España, el Premio Casa de América (2005) por su libro Viernes en Jerusalén. En 2004, se le distinguió con la Medalla Presidencial Centenario de Pablo Neruda otorgada por el gobierno de Chile. En París es miembro de la Asociación Mallarmé. http://amediavoz.com/campos.htm

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