El ensayista Rafael Toriz (1983) nos presenta la siguiente reflexión en torno al fantasma del futuro y sus relaciones con la literatura. De Johannes Kepler a Robert Zemeckis y su Volver al futuro, Toriz repasa distintas concepciones de lo que en su opinión “es una trampa del lenguaje y el más soberbio delirio del presente: apariencia no nacida con deseos de permanencia”.
EL ESPECTRO DEL FUTURO
A Federico Vite
Todos los tiempos son este presente
Octavio Paz
Si con alguna palabra tuviera que referirme al futuro –de entre las variadas posibilidades que podrían dar cuenta de su esencia vertiginosa– diría que se trata esencialmente de un fantasma. Ausencia presente y promesa diferida el futuro, como la vida, es la proyección de una esperanza: la de aquello que, para bien y para mal, aún no ha sucedido.
Por tal razón hablar del futuro, por paradójico que parezca, es hablar de un lugar imposible, sugerencia temporal que no ocurrirá más allá de las palabras que lo nombran (la existencia se revela entonces como una espera continua en pos de un territorio evanescente).
El futuro, en mi opinión, es una trampa del lenguaje y el más soberbio delirio del presente: apariencia no nacida con deseos de permanencia.
La más fiel de las amantes
Acostumbrada a trabajar y cohabitar con espectros, la literatura ha sido una de las principales compañeras del futuro, prótesis que lo recubre e incluso lo justifica. La literatura es el territorio de lo que, pudiendo ser posible, no se conjugará más que en la temporalidad engañosa y presente del lenguaje. El futuro, en su inminencia, es a un tiempo anhelo y desgracia.
De allí que el término ciencia ficción sea de estirpe netamente literaria, como podemos recordar con algunos ejemplos precisos.
En 1634 se publicaría Somnium del astrónomo alemán Johannes Kepler, viaje onírico a la Luna de un alumno (Duracotus) de Tycho Brahe durante un eclipse lunar con la ayuda de su madre, una bruja. Este relato ocasionaría no sólo que Carl Sagan concibiera a Kepler como el primer escritor del mundo en hacer ciencia ficción sino que incluso llevaría a la madre del astrónomo a la cárcel y casi a la hoguera por parecerse al personaje descrito en las fantasías de su vástago.
Años después, en 1657, se publicaría de manera póstuma la Historia cómica de los estados e imperios de la Luna de Cyrano de Bergerac, escritor francés mejor conocido por la obra de Edmond Rostand que por su propio trabajo, y a quien debemos una frase ferozmente contemporánea: “Un hombre honesto no es ni francés, ni alemán, ni español, es Ciudadano del Mundo, y su patria está en todas partes”.
Posteriormente, en 1785, Rudolf Erich Raspe recopilaría, afinaría y publicaría Las sorprendentes aventuras del barón de Münchhausen, inspiradas en los relatos fantasiosos del militar papanatas del mismo nombre durante sus gestas, que incluyen, entre otros disparates, la montada de una bala de cañón y –¡oh pasiones monotemáticas occidentales– un desopilante viaje a la luna.
Ya entrados en el siglo XIX la británica Mary Shelley legaría un ícono para los tiempos (para el presente): Frankenstein o el moderno Prometeo no sólo es un altísimo ejemplo de la novela gótica sino que inaugura la tradición moderna de la ciencia ficción. Conviene recordar que el monstruo del doctor Frankenstein es un ser compuesto de cadáveres animado por electricidad, temática que entonces se discutía en los círculos de popularización científica debido a las investigaciones de Erasmus Darwin (abuelo de Charles) y Luigi Galvani. El libro de Shelley toma información y conceptos de la ciencia y origina un híbrido pavoroso y sublime sobre lo que cabe esperar del futuro, lo que por otra parte demuestra que la ciencia y la literatura, sobre todo las excelentes, siempre han estado entreveradas.
Otro par de personajes obsesionados con las posibilidades del futuro serían Edgar Allan Poe y Jules Verne, que a mi parecer no requieren mayor presentación. Su descendencia (in)directa serían, entre otros, Arthur C. Clark, Stanislaw Lem, Ray Bradbury, Isaac Asimov e incluso el Michel Houellebecq de Las partículas elementales.
Casa abierta al tiempo
Queda claro que intentar un acercamiento a las complejidades del tiempo es una tarea elefantina que ha consumido las neuronas y alegrías de buena parte de la humanidad más inclemente a través de los siglos. El tiempo es una interrogante que pese a las lúcidas tentativas de Heráclito, San Agustín, Einstein, Borges o Stephen Hawking estamos condenados a vivir pero a no conceptualizar: el tiempo, en su espesura, es pura trascendencia.
En ese presupuesto considero que la trilogía de Robert Zemeckis Volver al futuro (Back to the future) consigue ubicar, a través de personajes memorables –Michael J. Fox como Marty McFly y Christopher Lloyd como el doctor Emmett Brown– ese lugar intangible a partir de una suposición tan sencilla como desquiciada: viajar en el tiempo.
Como todo aquel obsesionado con los ochentas podrá recordar, el argumento de la película es bastante sencillo. Corre el año de 1985 y Maty Macfly, chico californiano de17 años para quien ser comparado con una gallina es el equivalente a una mentada de madre, tiene como amigo al “científico loco” interpretado por Lloyd, quien le comparte su flamante invento: una máquina del tiempo, el De Lorean, automóvil con alas de gaviota y símbolo cardinal de la década manufacturado por la irlandesa DMC entre 1981 y 1983. (Aún recuerdo la conmoción que me causó aquella tarde adolescente, en algo similar a la de Aureliano Buendía al conocer el hielo, el ver a tan solo un par de metros “la máquina de tiempo” en los estudios Universal y comprobar, como aseguraba mi padre a la menor provocación, que el De Lorean era exactamente del mismo color chicle masticado que su Chevy Nova Concourse del 77).
La máquina en cuestión funcionaría con una enorme cantidad de energía, que en primera instancia sería provista por el plutonio robado por el doctor Brown a unos terroristas libios, y ocasionaría, para desencadenar las peripecias, el viaje de McFly al pasado, donde intervendría en la vida de sus futuros padres ocasionando hilaridad, conatos de incesto y agradables desatinos.
De esta manera tan sencilla, y según entiendo la única probable, es que es posible asimilar el futuro como un lugar concreto: un presente que se abandona en pos de un pasado y al que, eventualmente, se quiere o se necesita volver. Desde otra perspectiva viajar al futuro es más bien una ucronía, un juego más o menos estéril de suposiciones y adivinanzas.
Y es que, como sostuviera san Agustín, “el pasado ya no existe y el futuro aún no es”, por lo tanto el tiempo sólo existirá en el espíritu del hombre, un presente continuamente actualizado y con fecha de caducidad: únicamente el instante del latido, la respiración o el parpadeo; o para decirlo en sus términos, el presente del pasado, el presente del futuro y el presente del presente.
Esta idea de la temporalidad como un instante permanente es muy cara a la poesía metafísica y, en el contexto mexicano, a la poesía de Octavio Paz, quien se empeñó a lo largo de su nutrida obra en hacer de la existencia un relámpago vigoroso y fugitivo. De allí los versos que se leen en las monedas de veinte pesos que de alguna manera lo inmortalizan (busque el lector el presente perpetuo en sus bolsillos). O lea en este instante las palabras finales de su ensayo “Los signos en rotación”: “En el poema, el ser y el deseo de ser pactan por un instante, como el fruto y los labios. Poesía, momentánea reconciliación: ayer, hoy, mañana; aquí y allá; tú, yo, él, nosotros.
Toda está presente: será presencia”.
De alguna manera incierta el futuro, como los fantasmas, está condenado a repetirse. Por algo las brujas de Macbeth, esas aves de mal agüero, son conocidas como las hermanas fatídicas; es decir, las que traen con sus profecías el canto de la noche y la mañana.
Seamos sordos a esas voces, a esa inquietud y a esos cantos. Todos los tiempos por venir, como bien vaticinó Nietzsche, no serán justos ni verdaderos. En ese sentido estricto ni siquiera tendrán lugar.
Es una verdad lapidaria: la única certeza del futuro de los hombres es la muerte y el silencio.