Presentamos a continuación una muy interesante muestra de la poesía de Luis Armenta Malpica (D.F., 1961). Ha merecido, entre otros, los premios Clemencia Isaura, Efraín Huerta, Ramón López Velarde, Benemérito de América, Alí Chumacero, Amado Nervo, etc. Expremio de poesía Aguascalientes, en 1996, y Premio Jalisco en Letras 2008.
Excavación del aire
Allá lejos —Là-bas— hubo una piedra hundida
donde el aire pareció detenerse.
Un trozo de basalto —vestigio de cuando los volcanes
eran los dictadores del reino mineral y las plantas
(todas desconocidas) peleaban con el humo
por la tierra—
parecía milagroso entre la lava ardiendo.
Piedra mayor que el polvo diamante de lo intacto
se mojaba de musgo; al aire
ardía.
Con sus huellas verdosas resbalaba un camino
de ceniza y de fuego:
escritura de calcio rupestre y cuneiforme
en los huesos del aire
la voz —de primigenia hechura—
se solidificaba.
Y qué decía —Là-bas—
que allá lejos
en el mundo ficticio de los tiranosaurios
las migalas intentaron asirla
con sus dientes.
Cómo la tradujeron los nuevos celacantos
si allá lejos —Là-bas—
en las profundidades
ningún megalodonte vio el signo
del basalto.
No decía nada que pudiera explicarse
sobre el mundo:
el hombre no había nacido aún
de la espina del pez
del huevo
de la piedra.
Era tan solo el aire
presagiando las alas que vendrían a surcarle
quien lo buscaba al fondo del basalto.
Era un aire —Là-bas—
que viajaba lentísimo: inmóvil
pero adherido al polvo que iba adquiriendo el humo
al convertirse
en roca.
Y no era piedra
porque entonces (y más si era basalto)
contuvo la ceniza —pez óleo volcánico—
de lo que sería
el agua.
Así toda placa tectónica que removió la tierra
fue bautizada al fuego
bajo el nombre del aire.
Tuvimos de esperar que Dios hiciera el agua
para creer en los peces.
Ciudad de mar interno
a mis padres y hermanos
Yo fundé esta ciudad a los quince años:
qué lentos, tibios ojos conquistaron la piedra
levantaron un muro, fundieron la argamasa
con el pecho caliente de quien llegaba
a ciegas, tropezando su cuerpo
con la vida.
Concebí esta ciudad contra mi vientre, como una madre
indómita y soltera.
Nodriza de estas calles
quién pudiera decir que no son mías
si han secado mi pecho con la sed portentosa
de los recién nacidos
si por sentirme madre recuperé mi nombre
las estrellas robadas al insomnio
de cuando rompía el mar en mis cabellos.
Llegué apenas un niño
pero reconociendo el mineral en piedra que cuajaba:
adamita, geoda, piel de víbora y ónix
mercurio y flor del diablo.
Nada salía de mí
sino el polvo antiquísimo que todo lo destruye.
El silencio: aquel ruido interior que tanto duele
hizo en mi paladar su madriguera.
Pero el mar pernoctaba solamente porque se oía en las gárgolas.
Animal de baldío, descendía de mis cejas a los labios.
En la abierta aridez del horizonte
la piedra que encontré era una flor volcánica.
Contra las telarañas del hastío su fulgor parecía
arrebatar los ojos a mi cara.
Entonces me di cuenta que morir es quedar uno
inmóvil
mirando lo que ya no se mueve.
Bajo la lluvia ajena de esos años
¿quién abría su paraguas
quién me ofreció un sombrero?
La ciudad, sobre todo, que cerraba sus árboles
para que ni una gota mojara mis mejillas.
Pero me pongo triste
y no tengo intención de mencionar la lluvia:
son las cosas sin nombre las que dañan.
Ahora soy de cantera: soy la cantera
que cubre con sus trinos
un doble campanario.
Fundamos la ciudad —dijo mi madre
sobre nuestros abuelos.
Y porque la nostalgia es un mar que regresa
de las otras ciudades sumergidas
salí a nombrar el mundo y fui nombrado
pájaro aguacero infinito
era el mar, no mi memoria.
Y nadie me esperaba: nadie más
que yo mismo.
Mi madre remarcaba con su amor —inocente— los troncos de la cerca.
¿Cuál árbol genealógico quedó de las astillas
con que ella nos miraba hacer la casa?
Todavía no sabíamos del viento, las tormentas
la tribu de jejenes que habrían de ambicionar
nuestros relictos.
Atrás venía mi padre: soportando la artesa
las hogazas; las migas
del trayecto
nuestros pasos.
El mar era el instinto de una raza
la sangre que nos latía en las sienes.
Y la que no mirábamos (la ciudad, por ejemplo)
había que pronunciarla para que fuera cierta.
En esta fortaleza no ha habido vencedor ni derrotado.
Cuando llegué, llegamos: mi sombra, mi reflejo
las tantas veladoras que traen un muerto ardiente.
Sahumábamos la noche con un coro de espuma:
el rosario inconcluso de amar
el nuevo exilio.
No vayan a decir que no me pertenece, porque entonces
los cuervos de mi vista devorarán sus ojos
y ladrarán mis galgos a tanta piedra suelta
y una mantis enorme invocará el veneno
de todas las migalas que anidan en mi boca
y entonces —solo entonces—
regresaré mis pasos
al océano natal
de donde vine.
Hace un mundo de tiempo que esta ciudad es mía:
la he mirado crecer, como a los árboles
hacerse de ladrillos
de gotas que deambulan
de los rojos tejados
hasta la filigrana de algún cancel de hierro.
Mis ojos adquirieron su forma de planetas
al mirarla: girasoles
que siguieron sus pasos en el día;
y en la noche, dormidos, la aguardaban
porque habría de llegar
de una tibia maceta en mi memoria
aquella rosa
náutica.
También nací en febrero.
El amor se me vino como una enredadera
y conocí los rumbos del colibrí en verano, sus breves picotazos a un cuerpo milagroso.
Esta ciudad abierta como una rosa virgen
me dejaba contar mis aleteos, el olor a membrillo
de la noche, la luna de narciso.
Habito lo que observo sin moverme
en el quieto vaivén de los jazmines.
Por mis ojos algún escarabajo sale y vuela:
atisba por los pozos de la tarde
por si la luna asoma.
Una vez que la encuentra, retorna a mis pupilas
con esos resplandores que presagia el insomnio.
No duermo si la noche —impredecible niña— derrama su rocío sobre mis manos
por si puebla de grillos y luciérnagas el patio de mi casa.
Nada es desconocido por mis labios
porque cuento la vida
con la voz asfaltada, repleta de motores.
En cambio, cuando la vida cuenta
me dice
¾esto es lo cierto.
Con tantas oraciones que me caían del alma
vertí amor y ciudad (piedra con piedra)
por casi cinco siglos.
Habito esta ciudad desde mis ojos.
No existe agua tan sucia que la esconda
o que no la refleje.
A veces piedra viva
y en otras rosa en llamas
dejo escapar el humo por sus hombres.
«Mi corazón es la ciudad más grande que conozco»
me oí decir un día. Pero el amor
la piedra en el camino
tuvo que ser labrada y sostenida
para que ella, otra vez, me sostuviera.
Las piedras de mi casa no sirvieron
para afilar cuchillos. Me hicieron rajaduras, moronas
talco rojo.
Qué tiempo tan lejano: la soledad
se fue como una mosca
al entreabrir la puerta. No quedó ni un zumbido
para oxidar los muebles
para habitar la piedra
de voz
pulverizada.
Las paredes eran más que la tierra: los límites del aire.
Del adobe encarnado, la piel amurallada
protegía un centinela en posición de rezo:
¿qué mantis religiosa vino a comer de mí después
de amarme tanto?
¿cuántos betas (igual que un cabo amarra el aparejo)
con sus rojas espinas fortifican mi sangre y mis tejidos?
¿cómo romper el cerco al bogavante
sin que algún cachalote se suicide en mis ojos?
Esto es, sin más, la vida: la parte del planeta
donde los peces nadan, los insectos fornican
y los grandes crustáceos forman otra ciudad
lejos del hombre.
Pero qué hay de la vida en la ciudad
del hombre
si no un montón de moscas y algunas ratoneras.
La ciudad era un gato que maullaba.
Allí quedó el zapato que había de regresarme:
azul, sin agujetas
sin un rastro de chicle que pudiera pegarle
a lo vivido.
Aprendí de los gatos a no ser fiel al hombre.
Una escolta de pájaros anidó en mis costillas.
Alguien fue en mi silencio larga cuerda.
Anclado al papalote de esta ciudad
al aire
¿qué voy a asir de mí
qué de la vida
de lo que no conozco?
Yo tuve una encomienda:
vigilar a los gatos de mi vida.
Pero los quise libres, alejados del techo y de los muros
encendiendo la noche
en sus maullidos.
El humo —desde entonces— también conquistó el viento:
primero en las hogueras, después en los carruajes
las fábricas
los hombres…
Yo también soy del humo un vástago viajero.
Estoy en los durmientes, porque en el sueño tuve
convalecencia y fuga: nada más animal que el humo
que el hollín, la ceniza…
rescoldos de ciudad en ciudad
inmolada.
Anduve por los bosques de mi mano.
Mi amor era un serrucho que todo lo partía.
Cuando los ríos de savia colmaron mi antebrazo
intuí que ya era tarde
para morir a solas.
Así que levanté otra enredadera
una cerca de trigo, algunos pastizales.
Y esta ciudad que miro —buey echado— tuvo para beber
lo que yo tuve
de agua.
A pesar de los sapos que manejan las charcas a su antojo
esta ciudad es casi transparente.
Nada más de beberla, los hombres resucitan.
Cuando tenía quince años, el río de entre las piedras
me fue desconocido.
Hoy resuenan las lajas de la lluvia y corro
con mis manos en cáliz
contenidas
por un poco de arena.
A la ciudad envuelvo en cuatro alfaidas
—mis mareas cardinales—
para que, al fin, retorne
hasta mi fuente
por grietas y acueductos.
Mis manos cicatrizan los callos del inicio
de ese tocar la piedra y desgajarla
humedecer los muros de una mirada
triste.
No ha nacido la muerte
que me impida escudriñar el agua
en su entrepierna
el levísimo incienso
que viene con los pájaros.
Mi lengua, una llave ambiciosa, ¿en dónde se perdía
que no me recobrará su cuerpo de jacinto?
Amor: eso es el miedo, el desconcierto
en sílabas.
Ser pobre es estar solo
sin otra alma en el alma en donde guarecernos.
Oír caer la lluvia. No mojarnos.
Toda el agua es terrible cuando la sed es nula…
pero la tierra es tanta que en la muerte nos sobra.
La ciudad no comienza ni termina con uno.
Llegué sobre mis pies: no sé de otra manera
de caminar despacio.
Sin embargo al marcharme seré un intruso
anónimo
que se trague la tierra.
La luz en las paredes ocupará la sombra que no se echó
a morir sobre sus versos.
Esta ciudad ya no tiene memoria.
El amor se le evade
como se fuga el humo de la carne quemada.
La ciudad es de todos
los que no naufragamos.
El mar imaginario está en la piel del hombre.
El mar está en los ojos: lo que miro regresa
se va tras las gaviotas.
Las crestas de lo visto se mojan con la lluvia blanquísima
celeste
que rompe entre las nubes.
Entonces Dios existe.
Entonces alguien llora: esta vez de alegría
porque sigue creciendo
lo que mira…
porque sigue mirando
lo que crece…
La ciudad es el hombre
al que uno siempre vuelve
de uno
mismo.
(Poemas tomados de Voluntad de la luz. Conaculta y Verdehalago, colección La Centena, 2006.)
Cante hondo
El amor envejece con el cuerpo.
Aunque en la desnudez perfecto es siempre.
(Es la carne. Es la espada.
Toda fiesta bravísima donde nos reencontramos
uno enfrente del otro
—con la bestia).
Sabemos lo que dura:
media tarde, un insomnio, seis años
una vida. ¿Cuánto podría durar hasta que no se agota?
(En el amor los hombres se montan a otros hombres
les hincan las espuelas, los jalan de la brida.
Y ya después, cansados, sudorosos, les dejan en los belfos un bote de cebada.)
Es por eso que quiero humedecer despacio la tierra de tu nuca
los lentos girasoles de tu pecho
tu vientre, tus rodillas, cualquier páramo en llamas donde habites.
Decir ahogadamente cuánto te amo
—mis brazos en tu cuello
horca de sal mis manos—
y por qué la razón de repetirlo.
(Uncidos los caballos con un yugo
a la par
sometidos y sedientos
no serán pieza fuerte del tablero
ni quien enfrente al hombre con el toro.)
Que no me falte el agua es lo que pido:
que no me coma viva la sed que me atraganta.
El amor dura el tiempo necesario
para decir tu nombre y me respondas.
La última consecuencia del olvido es el silencio.
La forma más antigua de estar solo.
Estocada
El amor es un toro que apresamos
con las manos desnudas
sudorosas
Una estocada al fondo desde el cóccix
pone fin a la vida
pero arrastra en la arena esa insana costumbre de recordar que nos sentimos
alguna vez amados
y muriendo.
Elocuencia del humo
Todo ese ropaje de polvo, ese velo de piel
ferroviaria oscurecida…
Allen Ginsberg
Los rieles, afianzados al suelo, se estremecen
con el presagio de una locomotora insumisa de ruedas
acercándose, con desmedido impulso
a la estación de origen.
Ya se escucha el piafar de sus caballos
con sus crines al viento.
Esos humos oscuros, tan remotos
trotaban por el aire; en las nubes añiles
(de reflejos metálicos porque, tal vez, las ruedas destellaban
el acero cromado, el manganeso
esa armazón de rayos primeriza, luego placa, al fin rotor
que probaba correr a ciento veinte kilómetros por hora
dejando en los durmientes un suave hollín por rastro y pesadilla)
unas coces violentas reseñaban la huida
de quién
por qué
hacia dónde…
Uncidos por una larga brida de cuero, herraje y clavos
los vagones se avientan con premura, se abrazan y jadean
se estorban, pisan, saltan sin que jinete alguno los controle
(no hay un caballerango que sostenga el cabestro
la montura está suelta, el ronzal cuelga a un lado de la locomotora;
no hay pie sobre la espuela, ni manos en la albarda).
Qué sería del jinete
en cuál vagón buscarle
y desde cuándo…
Los rieles se encabritan ante un muro de piedra que pregona
con un fuete de polvo, el final del camino.
Un relincho angustioso relampaguea en las nubes.
Es el humo que tose y asfixia a la caldera.
El humo en que se inmola
el tren de mis caricias
por mi cuerpo.
No recordaba —torpe— que a partir de mi infancia
juré prestar ese tren de vapor
a mis amigos.
con Steve Reich
(Poemas tomados de Cantara, incluido en El mundo era un prodigio. UNAM, colección El Ala del Tigre, 1998.)
Credo
En la noche con la luz apagada
es más fácil mirar que creer en los ángeles.
Su lejanía (si existe) es de palabras:
lo que se dice a solas
lo que en la lengua duele.
Algunos son visibles todavía al final de la costa
—pero poco después desaparecen (la distancia
se vuelve una pupila);
tardos buques nocturnos
que dejan un silbido entre las manos:
mudanza de uno mismo de ausencia
el equipaje
por huesos flautas dulces
si alguien nos toca
ansioso.
—Si acaso sucediera, imagino
el naufragio del silencio.
Ángel gárgola hostiles dos tan cerca
somos cada palabra que decimos
porque este nuestro amor se cae de cera ardiente
donde Dios (solo Dios) pasa
despacio.
Hay otra anunciación tras los ojos del ángel
la última profecía de su ceguera:
la tierra es más redonda por los ojos redondos
con que la contemplamos y la hacemos girar con nuestros pasos.
No es por la luz del sol ni del infierno:
es un aceite impío azogue esperma que la voz estrangula.
Adónde están los solos a quienes una
—solo una— vez quisimos
ángeles de un instante de un ala
terriblemente quieta. Es la muerte el amor inalcanzable fuego
contraseña: el silencio es el rojo cuchillo de los besos.
Quiero no ser este animal que la humedad sostiene
entre sus alas. La ballena suicida por cuyo aceite peleen los marineros.
Sea el mar o ni siquiera la palabra que moja los rompientes.
Lejos quedan los solos: los hombres desplumados.
Muy lejos esas manos que buscan en un pozo
las plumas del amor en que flotaban.
(De otros amantes solos desnudos de zozobra
al fondo de mi cuerpo su casa nos espera).
Lejísimos los ojos de la vida
mirándonos
desde cualquier espuma.
El infierno también nace de un ojo y del aceite.
No iré allá. Solo tomo su llama.
Bajo un quinqué apagado veo lo que soy no añado no lamento
(pero ¿quién al mirarse no se quema?).
Busco a los marineros que siempre me asustaron:
los lobos están solos —son los solos.
Con ellos dejaremos este mundo de cicatrices largas
la rueda de la muerte y el dolor que da vueltas y naves y naufragios.
Nunca más seré un lobo del océano porque yo creo en los ángeles.
Entre la luz que pasa por la lluvia nos vemos
y nos basta.
Con su alma en media sombra
y la tierra girando muy despacio.
Un silencio más hondo que el cantar de los grillos
corre por nuestras venas:
mi sangre que en un árbol reencuentra sus raíces;
su voz que de madera invicta habla del árbol.
No todo lo que amamos se ha perdido si es que cantan los ángeles
con sordos resoplidos de ballena.
Toda la historia es falsa.
Solo es cierto mi amor.
Sanctus
El ángel está hecho a imagen de los pájaros.
Se parece a mi madre —o mejor:
es mi abuela.
Ella es irrepetible.
Tal vez desde la muerte
no regresa, como vuelven los pájaros —ángeles terrenales
de tibia cera y nubes,
pero, quizá por eso, Dios inventó a los ángeles.
El ángel es exacto:
cuando la luz escurre, humedece su cuerpo.
Quien lo ama no está solo. Sonríe
a los otros ángeles.
Pero mi abuela ha muerto.
Zarabanda: retumba su tambor sobre tu tumba.
Es el desconocido, el
vulnerado.
Ángel ebrio de Dios, caído —un par de veces; el ángel
amoroso
cuyo vuelo guardó bajo la nuca —le decían
«contrahecho»
nomás por jorobarlo.
Por el mismo desierto de la vida, sin más agua en su boca
que sus manos, también se fue mi abuela
con el fardo de Dios
sobre su espalda.
Mírame ahora, mírame Tú con los ojos de animal de los ángeles.
Márcame para siempre entre los hombros.
Hunde mi cicatriz como señal de vuelo.
Morir es solamente tener un punto negro en la mirada.
Yo sé que moriré, pero no
ahora que estoy en vida de tocar las alas de los ángeles.
Mi vuelo ya no será inconcluso: estoy ebrio de Dios
para igualar los pasos de mi abuela.
Mírame, Dios, cómo me vuelvo un ángel:
semejanza e imagen de tus pájaros.
Desde casa, mis padres
me custodian.
Zarabanda: retumba su mirar sobre mis ojos.
para Eduardo Langagne
Offertorium
Nadie más que la mano desarmada,
la tenue palma
y este dolor…
latido de muerte insomne.
Jaime Gil de Biedma
Estoy alerta mientras mi padre duerme la mitad de su cuerpo entre las sábanas.
Déjenme que murmure el encaje de una oración que crece de esta aguja
en las horas de estos huesos callados que hacen su ruido adentro
para que no se escuchen por mi casa.
Tengo así como un aire que se escapa de mi ojo
que naufraga en su intento por drenar su mirada de otra mirada
triste que así se le recuerde.
Afuera de mi cráneo hay una veladora
que grita en llamaradas la salvación de un hombre.
Adentro millones de velitas apagadas
estorban a éstas mis manos frías que hurgan por si he dejado de antes
otro cirio allá afuera.
¡Qué oscuridad tan larga en tan poquito tiempo!
Hoy he visto que un parecido a vidrio llevamos en las manos.
Parecieran romperse
—frágiles escudillas para cargar la sangre—
pero solo se ensucian o se rayan.
Tiemblan las manos inconteniblemente
después de pronunciada la trombosis.
Callo ante esta palabra que vuelca nuestras vidas.
Después de oída en el oído profundo que el corazón conecta
con los huesos
ya no son más los huesos ni el oído
los que duelen.
(Entre los ojos queda una pequeña película de sal
donde los hijos somos los actores del miedo.)
Déjenme solo un rato con mi cuerpo.
Quiero sentirlo a plenitud ahora que duele.
El cansancio es un dolor mayor de lo que había temido.
Y la angustia es una invalidez que se aloja en mis manos.
Los dedos torpes para cargar un cuerpo que parece
que muere pero lucha
teclean unas letras inmóviles ruidosas haciéndose a la idea de una larga caricia.
(No quiero la caricia dilatada
sino el abrazo fuerte que en sus olas rompía
cualquier adiós posible.)
Con la especial tristeza de las cosas comunes
las que ambos —a la par— mantuvimos hundidas en la frente
digo que para amar es necesario haber
estado solo.
Lo sé tan bien ahora que por sentirme solo
puedo decirle «te amo»
tan solo
con el tacto.
Nunca fueron más torpes estos dedos
que ahora que recorren las últimas doce horas
de este día que comenzó de pronto
con la mitad del cuerpo
desvalido.
Mi padre está aferrado a su mitad
—aunque se duerme.
La otra mitad le corresponde a Dios
pero aún no despierta…
(Poemas tomados de Des(as)cendencia / Des(as)cendance. Traducción al francés de Gabriel Martín y Jacky Santos Da Silva. Écrits des Forges y Mantis editores, 1999.)
Ebriedad de Dios
1
Uno vuelve, siempre, a los viejos sitios
donde amó la vida.
César Icella
Esa tristeza lenta del recuerdo
se nos va desdoblando por la cara.
Y en lugar de los ojos
se humedecen dos profundas hogueras
en donde alguna vez frotamos nuestras manos
con las de un ser querido.
Entonces el amor era un barril de pólvora.
Una mecha muy corta nos unía.
Nuestra casa era un papel periódico
con un asombro nuevo en las noticias.
Pero llegó la lluvia y sus relámpagos.
Las hojas de la casa no fueron suficientes para formar un barco
que nos sacara a flote.
Intenté resistir escribiendo en las hojas nuestra casa quemada.
Naufragué por mis dedos.
Luego encontré en el vino las múltiples razones
para escapar de todo:
de mi madre y mis hijas, de ti
mi propia sombra.
Era increíble ver que en un vaso cupieran
la luz que yo buscaba y el fondo
inacabable
de lo que yo no quise.
Me alejé de la lumbre
para hallar en los hielos que enfriaban mis angustias un barrio conocido.
Allí, dueña de las paredes, las sábanas del vino me negaban los cláxones
el timbre del teléfono
el puño que golpeaba mi nombre por la puerta:
el contacto caliente con el piso.
Yo solo pedía tiempo, no a Dios.
Le pedí alguna calle, otra lepra en un vaso
otra memoria.
Me fui acabando entera
sin terminar el vaso —tan lleno— de mi vida.
Lenta, en verdad, la vida
a pesar del galope del inicio.
Apuro lo que bebo
y no se acaba
al contrario: es más lo que me culpa.
Cada uno se despide del mundo
como puede…
Yo pretendo el sigilo, para no avergonzarme
de no enfrentar los ojos de los tantos que me aman.
El vino es otra herida
inflamatoria
para que el hombre sepa de la muerte.
Sin embargo, cuando empiezo a morirme
Dios hace mucho ruido
y me despierta.
Y en lugar de ir a la cocina por un vaso
voy a la habitación de mis tres hijas, para mirar si duermen…
y besarlas, si puedo.
2
De niña me enseñaron que yo era una manzana
y el hombre era el cuchillo.
Las mujeres teníamos que lograr que nos pelaran
se hundieran hasta el mango en nuestra carne
y le dieran salida a las semillas.
Ya en espiral
—con nuestra piel deforme, oscura por el tiempo—
el amor podía ser algún mordisco
un apretar los dientes
y ser mujer
callando…
Pero yo no callaba… me decía en los poemas.
A golpes —como aprendió su madre—
fue lección de mi madre: la cocina es el mundo
de la mujer que calla.
Entre especias, vinagres y embutidos
esa dulce manzana de mi vida se llenó de gusanos.
No callaba: mis hijas me costaron, cuando menos, un grito.
El amor, esa lata carísima
se quedó en la alacena.
Un día, por buscarle acomodo al aguardiente
lo tiré a la basura.
Sé lo que hacen los lazos en todas las mujeres
aunque sean familiares.
Al encender el horno (¡ay, Sylvia Plath, te envidio!)
al picar la cebolla
lo recuerdo…
Las profundas estrías de la garganta
son mi paso de Dios
a la intemperie.
Perdí mi casa
cuando llegó el alcohol como el mesías.
Después perdí a mis hijas, una a una.
Pero rezaba, así, como callando: «Señor, ésta es tu sangre…»
Tu madre se nos muere les digo a mis tres hijas
luego de cada sorbo.
Ellas tan solo lloran, muy quedito
como diciendo: ¿cuándo!
3
Jamás voy sola a misa;
me llevo los pecados de mi esposo
y su esposa, uno o dos
de mis hijas, alguno de mi hermano
todos los de mi madre…
hasta llenar el bolso que hace juego conmigo.
Y Dios, distante y sin moverse
parece consternado ante mis confesiones.
Rezo en latín —como hacen las mujeres pecadoras—
y en español castizo, un sacerdote (sin mirarme a los ojos)
me da por penitencia un par de aves marías
que lanzo, pronta, al vuelo.
En casa
sin bolso ni tacones
me sirvo alguna copa de aguardiente
y observo largo rato un crucifijo.
Y sé que a Dios tampoco le hace gracia
el que vivamos juntos.
(Fragmentos tomados de Ebriedad de Dios. Ediciones Monte Carmelo, 2000)
Uno es solo la imagen de una nube
a la que el viento mueve.
Sin saber hacia qué cielo va
cuál tormenta ha dejado
qué figura.
Uno cierra los ojos
—por si estaban abiertos—
y sabe que la luz no está allá afuera.
Que no es un animal visible en lo invisible;
el primero [según Lezama Lima].
Uno sabe
—bendito en su ignorancia—
que el aire es el camino que han trazado los pájaros.
No existe ave que vuele
con un ala.
Ni aire
que le abra paso.
Uno dice saber todos los días
lo que el tiempo ha dejado en los troncos del árbol.
Mira un círculo y cree que es superior a las raíces porque (quizá) es perfecto.
Uno se asoma al nido y le parece pobre el mobiliario.
En cambio, uno tiene en su casa lámparas de cristal, sillones de caoba
cortinajes y alfombras del oriente.
Pero el árbol, tocado por el aire, también es una nube
cuya sombra cada minuto cambia.
El árbol niega el tiempo en sus hojas y pájaros.
No se deja apresar con sus anillos.
Las anclas de cristal y sedería
hacen que uno carezca de las plumas
con que vuelan los árboles.
Entonces solos, lentos y vulnerables
exhalamos las nubes
—vahos de la tierra—
que nos dicen adiós.
Y arrepentidos, vulnerables y solos
una locomotora (la nuestra, la de siempre) nos deja
—vaya culpa—
con las ventanas rotas.
Si las jaurías del viento detrás de uno
casi quiebran la tierra
el horizonte
—la línea de los ojos—
refuerza su ventana:
la transparencia también es una nube
la sombra
entre dos árboles.
Uno es raíz de muchos. Lo sabe uno.
No deja de ser piedra.
Polvo después (como antes), uno cabalga en las hormigas rojas
que habrán de conducirlo hasta su muerte.
No hay otro fin que el agua.
Uno vuelve a la nube cuando es nadie (entonces llora).
Cuando uno ya es ninguno
la luz está en los otros.
a Javier Narváez
En las certezas de la vida
en su espacio íntimo
podemos ser
y estar
solos.
Pero el dolor
¿escapa con la luz
cuando al cerrar los ojos muere desamparada
la imagen que tenemos sobre el mundo?
Aquí estuvo la luz
hace millones de años, parece que nos dice el párpado obturado del dragón de Komodo, el pétalo marchito de la rosa o la veta con hongos de la piedra caliza. Su desaparición no fue inmediata. Primero fue una niebla la que amuebló las huellas de los seres que se movían despacio por el agua. Después el fango que escurrió de sus cuerpos al ir quedando inmóviles. Al final era polvo lo que sobresalía de sus tumbas. Así nació el olvido.
Si olvidamos la luz, siempre regresa.
Apenas se abre un ojo, su creencia se extiende y lo ilumina. Ni la muerte que recubre los párpados con el azul del agua puede negar que existe. Ni los hongos que ennegrecen la voz en el esófago. La luz es la memoria que se olvidó un instante y se volvió infinita. Pero siempre regresa, desde la negación del pensamiento, a la naturaleza, a la carne, al instinto. Inclusive la roca, que una vez se movió (al inquietar sus pasos), quedó clavada en tierra para siempre por el astil de luz de sus preguntas.
Así como la luz es un cuestionamiento
el dolor es un ojo que nos ve desplazarnos o desplegar raíces. Posee, de la misma manera, su neblina y su mosto. Es de la arcilla pálida que le sobró a la piedra, al polen y a la escama. Carece, por lo tanto, de toda cualidad de la salivación de los dragones y puede ser pinchada por la rosa del llanto sin encontrar consuelo. El dolor se acomoda en los hombres en su costilla falsa. Pero nada es más cierto que el dolor que produce en los pulmones o la incapacidad del canto en su garganta. Es el parto de sangre para la última rosa. El réspede que lo une a lo ancestral, a lo más primitivo de las piedras. La calcificación de la luz hace de nuestro cráneo el hogar prodigioso para los caracoles que pueden ser los ojos. Siempre cambian de concha, pero nunca de luz.
El dolor de la luz se ha forjado en el fuego de todas las preguntas
entre todos los hombres. No hay ningún inocente. Tampoco responsables. La vida es ese andar oblicuo del cangrejo (también un ermitaño) que busca alguna cuenca para formar su casa. En su inmortalidad imaginaria parece desdecir lo que ha vivido: cada paso que borra es el paso que ha andado. Igual hace la piedra (de modo sigiloso). Podemos suponer que la roca es un cangrejo muerto que ha tapado el olvido con su polvo, que confundió la cuenca con la tumba. Pero sería inexacto. La roca, mientras más ignorante, más se mueve. El animal más sabio se convertirá en piedra. Sin más por descubrir. Sin nada que lo inquiete. Ni siquiera la luz, pues su divinidad es indolora (los hongos necesitan de lo oscuro, de la humedad del pecho, por donde corre el llanto de lo que no se dijo).
Así llego al dolor: ¿por qué tu enfermedad me ha convertido en roca, pero una roca
oscura, con ceniza del cielo?, ¿el amor no nos basta para sellar el pecho al dragón que es inmune a los otros dragones o al polvo que reseca el estambre con el que nos tejimos? ¿Debe morir la flor sin darse cuenta? ¿Era extensiva la maldición genésica a todos los reptiles? El hombre no renace del humus de sus muertos. El hombre no camina. Se arrastra por la tierra. Hasta quedar exhausto, como roca… sin su sabiduría. Convidado a la luz de un fuego primitivo que siempre le resulta doloroso, que incendia su garganta aunque guarde silencio. Y derrite sus huesos y su sangre. Y lo que prolifera son los hongos de una mala experiencia de la infancia, el rencor, la impotencia, los duendes que crecieron a costa de una risa que se nos va apagando, de los ojos que casi se nos cierran, del ogro al que le queda chico nuestro cuerpo y el amor que pudiera atravesarlo. No hay astiles. No hay luz. Lo que fue en el silencio cubre otra vez al mundo.
Dejo la flor de la esperanza en estas páginas que yo mismo enveneno
antes de darles vuelta (en nombre de la rosa).
Debo cerrar el libro marchito de mis ojos.
Y sin embargo
(como todo se mueve)
me pongo de rodillas
(lo más quieto que puedo)
y busco algo de Dios en tu mirada.
Si tu fin está cerca (la parte de tu muerte)
pido al dios del dragón que me permita realizar entre mis huesos fláccidos
una antorcha
para arder el veneno
que te apaga
suplico al dios de la rosa alguna espina (que yo puse)
para rehacer con ella mi costado
ruego al dios de la roca hacer un zapapico con mis ojos
para llenar el mundo de agujeros (la parte de tu muerte) por donde entre
la luz de la esperanza (que me doy).
Si todo fuera inútil
(por el dolor inútil)
pido al dios de los hombres que me otorgue una muerte
(la parte de tu muerte que me doy)
tan cierta como lo sea tu muerte
(la parte de tu muerte que yo puse)
para estar los dos
juntos
(ya muy quietos):
el uno iluminado por el otro
compartiendo una piedra
inmarcesible.
N. A. Las itálicas forman parte, a modo de sampleo, de la “Conversación” con Jaime Gil de Biedma.
(Fragmentos de Luz de los otros. Universidad Juárez Autónoma de Tabasco, colección Carlos Pellicer, 2002.)
Datos vitales
Luis Armenta Malpica (D.F., 1961) radica en Guadalajara, Jalisco, desde 1974, donde ha desarrollado su vocación literaria y de promoción. Poeta, ensayista y traductor del francés, es miembro del Consejo Estatal para la Cultura y las Artes de Jalisco y director de Mantis editores. Ganador de diversos reconocimientos nacionales e internacionales en cuento, novela y poesía, entre los que destacan los premios Clemencia Isaura, Efraín Huerta, Ramón López Velarde, Benemérito de América, Alí Chumacero, San Juan del Río, Amado Nervo, de San Román, e iberoamericano de poesía Continentes (Unesco). Mención en el Premio Iberoamericano de Poesía Pablo Neruda (Chile, 2000) y en el VIII Premio Internacional de Poesía Nicolás Guillén (México-Cuba). Expremio de poesía Aguascalientes, en 1996, y Premio Jalisco en Letras 2008. Por su labor editorial recibió la Pluma de Plata, en 2006. Libros y poemas de su autoría han sido traducidos al inglés, francés, portugués, alemán, italiano, catalán, rumano, árabe y ruso. Autor de trece poemarios: Voluntad de la luz, Des(as)cendencia, Ebriedad de Dios, Luz de los otros, Ciertos milagros laicos, Mundo Nuevo, mar siguiente, Sangrial, El cielo más líquido y Cuerpo+después, entre otros. Ha participado en recitales de poesía y diversos encuentros nacionales (casi todo el país) e internacionales en Trois-Rivières (Quebec), Moscú, París, Islas Canarias, Barcelona, Madrid, Iasi (Rumania), Mainz y Weisbaden (Alemania), La Habana, Sao Paulo, Río de Janeiro y en algunos congresos de literatura en San Diego, Kentucky, Ohio, Charlotte (Carolina), Virginia y El Paso, en Estados Unidos.