Foja de Poesía No. 250: Luis Roberto Vera

Luis Roberto Vera

Presentamos a continuación un acercamiento a la poesía del escritor chileno Luis Roberto Vera (Linares, 1947). Es poeta y ensayista, traductor e historiador del arte. Reside en México desde 1972. Verdehalago, junto a la BUAP, han editado El vacío y la espiral (poemas 1968-2004).

 

 

 

Serena Cinosura

 

a María Carolina Geel

 

 
I
 

Cifra en el agua, el plan de la ciudad:

túneles entreabiertos hacia el gris,

alquimia del lugar y un pentagrama,

puentes y escombros, muros en el mar.

 

La nota con su tiempo era el peldaño

de una cartografía celestial.

Canales, pasadizos revolventes

en espiral, la melodía en gozne

de un instante que escribe su retorno.

 

La música de un piano cada noche

insistía en traerme el mismo tema

tocado para mí por otras manos

en los inicios de la adolescencia.

 

 

II

                           

Ya por la escalinata del Pausania

podía oír los ecos del teclado

y al entrar a mi cuarto, de regreso

en la penumbra, también con los sones,

marcada por el plomo y los cristales,

la luz cruzaba un patio abandonado

viniendo a iluminar el cuarto en sesgo.

 

Por el abierto resquicio del ritmo

aflora en un relámpago el pasado,

todo se vuelca en el presente histórico

y se esfuma la urgencia del futuro,

era y será en el es: tiempo indiviso.

 

Este sonido y el eco del viento

que cimbraba las ramas de unos álamos

plateados contra un amplio ventanal:

los instantes que en Providencia crearon

el mismo denso y misterioso encuentro

de un espacio infinito que se escapa.

 

                           

III

 

Y allí, de pie en el claroscuro, incierto

testigo, como en la primera noche

oía su insistencia en los acordes;

sus frases tan cercanas, no creyera

que era todo producto del azar.

El paso de la música que huye,

lugar límite, es fin e inicio, vuelta

de la razón y de sus geometrías,

también del infinito más allá,

también de la ilusión de los sentidos.

 

Concentrado en la misma extraña furia,

ajeno y vivo nuevamente en mí,

presente en los acordes de una frase,

regresaba al momento que vivía.

 

 

Hipódromo Condesa, Ciudad de México, marzo de 1984

– Albuquerque, Nuevo México, noviembre de 1987

 

 

 

 

Monet: glicinas sobre el puente de un estanque

 

Red de pámpanos sobre el agua clara

esta bruma celeste se alza en arco

saturando el espacio de un estanque.

 

Llovizna hecha tamiz

sus escamas plateadas

bajo la verde fronda del follaje.

 

La diagonal florida cruza el disco

en donde se refleja, azul, la nube,

acorde arracimado de otra bóveda.

 

Abanico de plumas

atesora otra carga de perfume

perdida entre la gasa del color.

 

Apenas sostenida por el tallo,

campana quieta, muda, es mariposa,

pez o anfibio en el hilo de su anzuelo.

 

Blanco en la cresta de un oleaje malva,

de las yemas al ápice

sus granos tiernos bajo el emparrado.

 

Notas de un pentagrama:

una silueta de nudos alados

brilla con otros tonos.

                             

Dorados o sombríos contra el cielo

alternan sus escalas de matices

sobre la superficie del estanque.

 

La mancha, la certeza repetida,

recuperada en el azar de un gesto

ya materia indistinta en la memoria.

 

Pez alado, madera, nube o flor,

un violeta que se desploma en gris:

su vacío el silencio de otro espacio.

 

 

Reuilly, París, diciembre de 1982

– Hipódromo Condesa, Ciudad de México, junio de 1983 

 

 

 

 

Tesserae: fragmentos de un poema veneciano 

 

I

 

Es el hueco de un ala de paloma,

pero paloma ensangrentada, el sol

entre la bruma, un vellón carmesí

envuelve al campanile y a San Marco.

 

El aire húmedo lleno de reflejos,

sabía el aire, olía cada cuerpo,

la ciudad, sus rumores y sus roces,

su presencia a través de los sentidos.

 

 

II

 

Pasos y voces aún resonaban

por las calles y dentro, en mi cabeza,

miles me habían precedido, pero

yo estaba solo con mis experiencias.

 

Fragmentos de un escombro bizantino:

nadie podía ayudarme a observar

este espacio ofrecido en sus imágenes

como un puñado de signos dispersos

que ahora reordenaban su sentido

en el momento único del viaje.

 

Puro azar el inicio, igual su fin,

Venecia en soledad me respondía,

pero cada respuesta era otra incógnita

que al disiparse alzaba un nuevo hallazgo

tartamudeando respuestas sin fe

y en ese instante yo era parte de ellas:

el pasado disuelto en la apariencia

decrépita y roída del presente.

 

 

III

 

Atracaderos, pilones y góndolas

de tablas carcomidas por el moho,

líneas puras y un viento de banderas,

cada recodo un primer plano audaz,

casi disuelta toda perspectiva,

imbricada de reja y rosetones

sobre un pequeño espacio atiborrado.

 

Santa Cecilia, el Rialto y Academia,

sólo tres puentes sobre el Gran Canal,

pero su red de pasarelas, pasos

y pontones insólitos, a Dédalo,

en Creta, bajo Minos, siglos antes,

pudiera haberle dado su modelo

de haber llegado con Enrico Dándolo.

 

                           

IV

 

Anclado, no miraba, estaba inserto,

caminaba hacia dentro, contemplaba

preso en un laberinto vertical:

las fachadas de los palacios grises

y de un rosa quemado y amarillo

reflejándose azules en el agua.

 

Plazoletas con norias de altos muros,

a la distancia el color de sus tonos

se pierde en el moaré de los reflejos;

sólo en el agua recobran el brillo

raído por el mate del salitre.

 

Sus edificios de estrechas veredas,

arriba los balcones suspendidos,

cada uno con su arco trilabiado

y un toldo como tienda de beduino

o vela de galera en alta mar.

 

La gente en corros o cruzando en fila

entre los cuadriláteros de mármol

por cada corredor y puentecillo;

el pasto en los antiguos pasadizos

y en las lentas baldosas bamboleantes

la transparence de l’eau malgré l’ordure.

 

                           

V 

 

Hay un momento vacío en la tarde

cuando al final de un día de verano,

sin viento y entre rojo y gris el cielo,

un puñado de polvo de oro vibra

por un instante en el crisol del aire.

 

Una coraza gris, el mar bruñido,

apenas martillado por las olas:

el sol es una fragua que se hunde

bajo la concha azul del horizonte.

 

 

VI

 

La hora en que las luces se dispersan:

una amatista es capa del cenit,

como arena mojada tras la ola

se fuga la blancura por los bordes

y la espuma del día y sus afanes,

sin prisa como el agua en la resaca,

vuelve a la misma informe oscuridad.

 

 

VII

 

Exhausto, casi en plena madrugada,

después de visitar palazzi, campi

desiertos en la noche y como ellos

igualmente mojado por la lluvia,

cada recodo de Venecia abierta

y ofrecida a una búsqueda exaltada,

descubriendo en caminos apartados

pasadizos del agua en los resquicios,

las iglesias, las más lejanas piazze,

lleno de lo que no quería hallar:

la causa de esta antigua sensación

que oscura me bañaba los sentidos.

 

La cama desplegándose hacia el ángulo

de abultada tersura: ancla y refugio

casto en lo albo, su manto al envolvernos,

una hoja doblada por los dedos

en donde el cuerpo escribe oscuros sueños;

cada durmiente, mariposa en ciernes,

deposita su tinta en la blancura

y es un página invisible el sueño

sólo leída al trasluz de la luna.

 

                           

VIII

 

Al alba reiniciaba mis paseos

por la ciudad apenas repoblada

con el lento fluir del veneciano.

 

Desde un nicho, la estatua de San Pedro

presidía el mercado bizantino.

 

Última imagen frutal del otoño,

los rojos persimonios de Sicilia,

qué otra cosa podría haber querido;

con ellos me acerqué a una vieja fuente

de piedra y mármoles enmohecidos,

girando bajo la cortina de agua

su peso lentamente madurado

me devolvía un ocre opalescente,

frágil brasa calcárea su eco umbrío,

una joya sienesa entre mis manos.

 

 

IX

 

Ragazzi del mercado de Venecia,

cada muchacho en su puesto de venta,

un atlético enjambre, como antaño

entregado al comercio de perfumes,

raros frutos, especias, sedas y ámbar.

 

Precisos, fuertes y ágiles, a gusto

en el vaivén del gentío con cestas

—más quizá en la cubierta de un velero—,

conversando entre sí y al mismo tiempo

dedicados al trato del cliente,

loando en alta voz las mercancías,

por igual discutiendo los partidos

de fútbol, la derrota electoral

y el precio exorbitante de la carne:

prontos a la respuesta inesperada,

como basquetbolistas en el salto

al enviarse un objeto sin aviso.

 

 

X

 

Así los vi jugando en lo que fuera

el convento de la Misericordia

y en la intrincada y larga Mercería,

al elevarse sobre los demás

a pesar de las aspas de sus brazos,

con las piernas abiertas en compás,

las firmes plantas de sus pies en tierra

y en el aire la huella de su cuerpo

en busca del balón para embocarlo,

sin dejar de correr cruzan la cancha

con jirones de oxígeno arrancados

al remolino que gira y se vuelca

para encontrar su lugar sin tocar

a nadie: cortesía del que puede

pasar a solas por la muchedumbre,

en cada jugador su centro unánime.

 

                           

XI

 

Alejado del resto, un muchacho

descargaba las cajas apiladas

contra la columnata del mercado;

todo de blanco: de los pies al tórax,

excepto en la rodela de un bonete

—igual que la fajilla en la cintura—,

lila, como la línea en cada tenis;

 

brazos y hombros mojados de sudor,

la camiseta sobre el tronco esbelto

marcaba un límite a la piel oscura:

bloque de bronce y mármol bien pulido;

entre los fuertes y amplios pectorales

la mariposa húmeda de un triángulo

prendía su ala en cada medallón;

las piernas enfundadas en los jeans,

abiertas y flectándose al compás

de un ritmo propio impuesto a su trabajo,

los amplios movimientos al cargar

sin esfuerzo las cajas revelaban

la forma de los músculos y el sexo

reclinado en un muslo tras la tela;

 

el cuerpo alerta y la mirada errante

—ese incierto reflejo en las pupilas

del que viaja por dentro de sí mismo—,

se detuvieron al cruzar enfrente:

sin apuro, con una caja en vilo

y una intensa resaca en los dorsales,

sonreía dejando el paso libre.

 

Aceptación y reconocimiento,

en su mirada no había la búsqueda;

se reconocía en mi aceptación,

me aceptaba en su reconocimiento:

por un instante el reflejo era idéntico.

 

(¿Pero quién era yo?

                            Una conciencia

apátrida carente de asidero;

exiliado de toda convicción,

sólo a ratos vislumbro una certeza:

 

misterio revelado en poesía,

cuántas veces hallada en los demás,

allí en donde la imagen y la idea

se alían y despliegan con el ritmo;

casi nunca en la propia; y sin embargo,

entre el artificio y los simulacros

hay aquellos rescates aislados

que iluminan visión y entendimiento;

 

cierta música y unos pocos cuadros,

algunos edificios y paisajes,

la danza y unas cuantas esculturas;

sé que a veces, también, hay el afecto

que surge de una oscura afinidad

o el que viene de un claro desacuerdo,

como una disonancia temperada

que hace de un sitio ajeno, nueva patria;

                           

un padre y una madre transitorios,

no menos que uno, ¿dos o tres amores?,

miles de encuentros pasajeros, son

huella del cuerpo en el agua que fluye

 

o el súbito espejismo del deseo,

el camino que va de contemplar

a una apresurada posesión …

 

¿cuál posesión?, el placer se disipa

en el origen mismo de su urgencia,

frágil infatuación se sacia artera

para surgir de nuevo en otros cuerpos;

 

olvida la memoria, el cuerpo añora,

pero queda el recuerdo de una piel,

el sabor de unos labios y su olor

en los pliegues del cuerpo humedecido.)

 

Había allí la plenitud del día:

me reconocía en su aceptación,

se aceptaba en mi reconocimiento;

por un momento fijo el torbellino

de lo que en tránsito dejó su muda:

la ciudad para siempre en la mirada

afirmando un instante soberano.

 

                           

XII

 

Y sin quererlo hallaba mis respuestas:

sedas crujientes y plumas al viento,

volví a encontrarla, dama siempre joven,

la condesa Alessandra Morosini

de pie en la oscuridad de su palacio.

 

Los grises orquestados junto al galgo

que estiraba su hocico bajo el guante

perla de su ama enfundada en el negro

de su traje provisto de fedora.

 

Luz que fractura y roe la penumbra,

negro vestido, también el sombrero;

blancos la piel, chaleco, plumas, galgo

y el gris del aire apenas vislumbrado.

 

Allí estaba el retrato original,

el mismo cuya copia recibiera

resguardada en un viejo marco de oro.

 

Regalo de María Carolina,

no era de Sargent, Whistler o Boldini

el enigma irresuelto para Alone

que ahora se congela en un salón

oscuro y frío del Museo de Arte

Moderno de Venecia, de regreso

a la inconstancia de un sereno olvido.

 

Testigo de un desastre inevitable,

no eran de su incumbencia mis hallazgos.

Impenetrable, la ciudad seguía

frontal como un paisaje pompeyano,

distante y orgullosamente ajena.

 

                           

XIII

 

Las hileras rayadas de los toldos

igual que un débil pecho sofocado

comban sus barras al golpe del viento

marcando un latigazo en la cretona.

 

Más fuerte que la luz, el viento frío

infla y ondea sus cintas azules

como en las curvas de un broche de plata:

vacíos, húmedos y oscuros dentro,

capullos de crisálida resecos

junto a la playa del Hôtel des Bains.

 

 

XIV

 

Silencio en el abismo suspendido,

caverna azul, la ola cuando estalla

envuelve al nadador en blanca espuma,

igual que a Lázaro entre los vendajes,

el infinito sudario del mar.

 

 

XV

 

Y una luna de ópera aparece

envolviendo en violeta su blancura,

con una tiara vespertina, en gasas

como entre los jirones de un telón

al reflejarse en medio de las nubes,

su arco multiplicado sobre el agua.

 

                           

XVI

 

Adolescentes de largos cabellos,

les caían en bucles las melenas

húmedas y brillantes de sudor,

rápidos tras la pelota de fútbol,

nada más vivo que su eco en los muros

cuando crucé la calle de la Muerte.

 

                           

XVII

 

Pasan cantando los jóvenes ebrios,

tres o cuatro muchachos de San Bárnaba

enfundados en sus estrechas botas

—sólo en las ingles abrían sus bordes—

cada muslo un pecíolo de carne.

 

El capellino veneciano en lo alto

como a cualquier muchacho israelita

les daba a su perfil un aire antiguo:

solideo en la crisma patriarcal

(kippah del exilarca en Babilonia,

ahora en las cabezas de la Diáspora;

del Sefarad a las estepas rusas,

del Maghreb a las Indias: nuevo éxodo)

con una oscura aureola ensortijada

sus cabellos tapándoles la nuca.

 

 

XVIII

 

Y de nuevo la luna en los canales,

también a solas cuando la ciudad

inicia el desalojo de las calles:

 

su sombra azul multiplicada en blancos,

como en el lapislázuli del mar,

en donde se reflejan cielo y nubes.

 

 

XIX

 

Unas cuantas parejas en los puentes:

murmullos y siluetas percibidos

bajo la luz de yodo de un farol

y el ruido sordo y lento de las máquinas

de un vaporetto por el Gran Canal.

 

 

XX

 

Y son banderas húmedas las sábanas

infladas, golpeándose entre sí,

que estilan todavía en sus cordeles

azotando los muros dei Gesuati;

 

caminé por el viejo ghetto en ruinas,

junto a una fuente me detuvo el eco

de lo que pudo ser un llanto o sólo

el choque de las góndolas desiertas.

 

 

XXI

 

Un templo palafito del Adriático,

su bóveda te augura un orbe incierto;

cada columna continúa inversa

el ritmo que las une a los islotes,

se alza, contiene en los arcos y expira

donde la piedra iniciara su vuelo.

 

Cabelleras de un cráneo serenísimo,

sobre cada columna los acantos

desbordan sus labrados capiteles

repitiéndome, alternos, el oleaje

como el suspiro en el pecho de un náufrago.

 

Y son blancos tentáculos foliados

al aplastar su dorso en el relieve

con una espina en lo alto de sus hojas

se alzan henchidos combando el envés,

conchas que arriba reciben la lluvia.

 

Mientras abajo, al borde del canal,

prendidas a las gradas resbalosas,

las algas verdiazules desparraman

sobre la superficie la medusa

de sus cabellos como una madeja

dispersa por las olas contra el mármol.

 

 

Hipódromo Condesa, Ciudad de México, marzo de 1984

– Las Cruces, Nuevo México, marzo de 1985

 

 

 

 

 

Carlos Torres: el prestidigitador snob

(Adivinanza de la cerda prieta o elogio de la acidia) 

 

in memoriam Charlie, peintre parisien

 

La muerte quieta, 

salvo el color que transa

la cerda prieta.

 

La adivinanza

—que es metáfora en ciernes—

oculta, avanza:

 

no porque niegues                                         

los colores o ahorres

planos y pliegues,

 

ni porque borres

saber, concepto, acción …

¿en cuáles torres

 

la inspiración

que con la forma deba

suplir pasión,

 

si allá en la cueva                                          

—refrito de Platón—

hay pura hueva?

 

Blanda invención                                          

meteca, Maldoror

sin ton ni son:

 

 traza un color

y lo tapa, se hastía

(¡fuera el dolor …!);

 

bosteza, estira

los brazos, aburrido,

prestidigita

 

mundos vacíos.                                             

Color y oscuridad:

puros oídos. 

 

Inanidad,

glosolalia del eco:

blablablablá. 

 

 

Mixcoac y Olivar de los Padres, Ciudad de México, mayo de l989

 

 

 

 

El vuelo del águila con la lluvia

 

para Vicente Rojo

 

Sombra en la altura 

planeando su caída

o, por ventura,

 

memoria hendida

que en su color sutura.

Patria perdida,

 

no las figuras                                     

ni el goce de un desnudo,

las formas puras

 

rotando en nudos:

triángulos y cuadrados

se piensan mudos.

 

¿O son los dados

que le avienta un azar

multiplicado?

 

Sierpe y nopal,                                              

su plumaje de grecas

en diagonal

 

sobre la presa:                                   

isla y laguna el cuadro,

el ave azteca

 

cae despacio …

la lluvia sobre México:

gesta un espacio. 

 

 

Barrio de San Juan, Malinalco-Hipódromo Condesa, Ciudad de México, abril de l989 

 

 

 

 

 

Tres variaciones sobre una octava real encomendándose a La Araucana

 

para Vicente Rojo

 

  

 

                                                                            No las damas, Amor, no gentilezas

                                                                            de caballeros canto enamorados,

ni las muestras, regalos y ternezas

de amorosos afectos y cuidados,

mas el valor, los hechos, las proezas

de aquellos españoles esforzados

que a la cerviz de Arauco no domada

pusieron duro yugo por la espada.

 

Alonso de Ercilla y Zúñiga,

La Araucana, Canto I, vv. 1-8.

 

 

 

I

(El mundo o la memoria)

 

No el desnudo pintado con largueza,                                              

imagen del deseo enamorado

—espejo de la muerte cuando empieza,

ruina de sí en la cárcel del cuidado—,

sino el valor del que renuncia y reza

sin fe, mas por los actos amparado:

México bajo la lluvia es la llaga

abierta y restañada, hisopo y daga.

 

 

II

(La tela y su aventura)

 

No el desnudo pintado con largueza,                                              

imagen del deseo enamorado,

sino el valor del que renuncia y reza

sin fe, mas por los actos amparado

(espejo de la muerte cuando empieza,

ruina de sí en la cárcel del cuidado):

México bajo la lluvia es la llaga

restañada y abierta, hisopo y daga.

 

 

III

(Dudas, encuentro y persistencia)

 

No el desnudo pintado con largueza,                                              

imagen del deseo enamorado,

sino el valor del que renuncia y reza,

ruina de sí en la cárcel del cuidado,

espejo de la muerte cuando empieza

sin fe, mas por los actos amparado:

México bajo la lluvia es la llaga

abierta y restañada, hisopo y daga.

 

 

Hipódromo Condesa, Ciudad de México, mayo de l989

 

 

 

 

Frente a las estelas solares de Quiriguá, todavía…

 

para Marco Antonio Campos

 

Crepita el aire

en su espiral de gloria:

fronda caída.

 

 

El Buen Tono-Aztacalco, México-Tenochtitlan, diciembre de 1997

 

 

 

 

 

Espejo cegado

 

para José Emilio Pacheco

 

 

I

(Persistencia de Tezcatlipoca)

 

Aún humeante

la cuenca de cemento:

hoy su antifaz.

 

 

II

(La otra cara de Coyolxauhqui)

 

Vaciado el lago

Ombligo de la Luna:

su espejo es polvo.

 

 

El Buen Tono-Aztacalco, México-Tenochtitlan, enero de l998

 

 

 

 

Cuarta noche de Sor Cirina

 

a Pura López Colomé y Alberto Darszon

 

Es un rumor a criptas ya selladas

este eco que resuena en la escalera

y me devuelve un sonido en imagen:

marmórea blancura del sudario.

 

Pero un cono de sombra es más ropaje

que el presente de luz al que resbala

por el inerme embudo de las manos

alzadas como el grito tras el parto.

 

Después de cuatro días con sus noches

vi al mundo entre las manos de una virgen:

fruto maduro cimbrado hasta junio

en el árbol de las generaciones.

 

 

Ex-Hacienda de la Soledad, Cuernavaca, Morelos, noviembre de l997

 

 

 

 

 

El eco en el acuario de los Dióscuros

(Parlamento de Cástor / Pólux)

                                                          

Cada vez más oscuro hacia el fondo,

“tú eres yo”,

                     dijiste la última noche:

una gran poza translúcida

—también la mirada y la voz—,

el acuario de los gemelos

reverberando en la superficie,

pero cada vez más oscuro hacia el fondo

y, sin embargo, siempre reflejante:

                                                       acá es allá:

“yo soy tú”,

                  dijiste la última noche:

abajo es arriba:

                       “tú soy yo”,

                  dijiste la última noche:

no hay afuera, todo es dentro

—nada en él—,

allí es aquí y ahora

—es nuestro presente—,

nada en él

                y bucea en este espejo vacío

para encontrarte a ti mismo

                                               reflejado

en lo más profundo de mí mismo:

                                   “yo eres tú”

                                                      y es de día.

 

 

Dioscurion, enero de 2001

 

 

 

 

Requiem en forma de pera: homenaje a Poulenc y Sánchez Cotán

(Tres haikai sobre un bodegón de Briones)

 

 

I

La medialuna

y el velo de la noche:

la pera islámica.

 

 

II

 

Para un oscuro

manto, la luna, un garfio:

a(A)-l(l)a-(h) es-pera.

 

                                              

III

                                              

La medialuna

ríe; bajo el shador,

la pera insomne.

 

 

 

Cuetlaxcoapan-Puebla de los Ángeles de Zaragoza, septiembre de 2001

 

 

 

 

 

Abnegación de Ariadna

 

para Bedzhe, Daninisa y Yekaterina Yeroslava Contreras Boríslova

                                                          

Mecida entre la fronda de la vid,

espuma de un exilio voluntario

(y a salvo de las olas en su nácar:

isla dispersa, concha fragmentaria)

que oscila del insomnio a la ilusión

 

—laberinto hiperbóreo

o cadena en la roca—,

 

velo y red de una subsistencia anónima

 

téchne poietiké—,

 

también la telaraña es (z)arpa y prisma:

cada perlado nudo vuelto nota

 

—cada rectángulo, marco de nada,

celda vacía, ventana al silencio

todavía no roto por los círculos

del eco que a su grito se anticipa

en la oscura llamada aún no oída—

 

pentagrama del tacto concentrado,

la brisa impulsa su hilo tornasol:

“en cada paso enhebro la ignominia,

mi guía fue la tejedora Aracnis”.

 

 

El Buen Tono-Aztacalco, México-Tenochtitlan, junio de 2002

 

 

 

 

Magnanimidad de Dionisos

                                                          

Postdata de Dionisos al oráculo

sobre su amada Ariadna:

“de no ser por Teseo, todavía

se encontraría unida al Minotauro;

luego de su abandono

en la isla de Naxos

mis besos absolvieron sus excesos”.

 

 

Cañada de los Limones, Cuernavaca, Morelos, junio de 2002           

 

 

 

 

 

El defensor del tiempo

 

para Carlos Payán Velver

                                                          

Bien plantado en su espacio,

terso, desnudo en su armadura de oro

—eje encordado de los elementos—,

el autómata distribuye el tiempo

contra el aire y la tierra, contra el agua:

brújula o imán de un triple remolino

o el golpe de un destino manifiesto.

 

Sea llama la espada

—“¡sea!”, llama la espada—

y justicia la voluntad del fuerte;

como en su helado entorno, despojado,

preserva sólo un corazón vacío.

 

 

Quartier de l’Horloge, Beaubourg-les Halles, París, diciembre de 2002

 

 

 

 

Noli me tangere

(Desfile griego y un Shiva sedente)

 

para Augustin Lunda

                                                          

Dioses y semidioses del Olimpo:

solar y esbelto, el reflexivo Apolo

fuera un dardo lanzado al infinito;

Dionisos es un lánguido racimo

de pechos y caderas como uvas;

pero brilla y embriaga más el mar

que se acaricia en la piel de Afrodita.

 

Desde la sombra observa a su gemelo

y en su epitafio se lamenta Ificles:

“Deyanira y su manto

cubrieron con veneno

las hazañas de Heracles”.

 

Ídolo bajo la luz cenital,

recita para sí los versos truncos:

entregado a la búsqueda

no de lo abstracto, ni de los sentidos

—no a la ley sobrehumana y apolínea,

ni al caos primigenio y dionisíaco,

tampoco al espejismo del amor—,

sino al orden del cosmos:

trono y empuñadura todo el cuerpo,

tenso y erguido, pero castamente

afinado en el triunfo

y el dominio de sí.

 

 

Museo del Louvre, las Tullerías, París, enero de 2003

 

 

 

 

 

Sauces nevados de una verde proa

(L’Île au Juif)

 

para Adriana Menassé

                                                          

Tarde en ruinas vacía de sonidos,

sauces nevados de un verde galante:

la blancura en el hueco de la sombra

trenza un festón en sus ramas caídas.

 

 

Square du Vert-Galant, Île de la Cité, París, enero de 2003

 

 

 

 

Fluctuat nec mergitur

                                                          

Flota la insignia y tras suyo la estela

de una capa raída por la usura

 

—fénix real en su manto de escamas—

 

sin reposo y distinta, siempre igual

en la espiral de luz que no se hunde.

 

 

Square Barye, Île Saint-Louis, París, enero de 2003

 

 

 

 

 

 Datos vitales

Luis Roberto Vera (Linares, Chile, 1947). Poeta, traductor e historiador del arte, reside en México desde 1972. Luego de estudiar las licenciaturas en Lenguas Clásicas, Teoría e Historia del Arte, y Estudios Bizantinos y Neohelénicos en la Universidad de Chile (en donde asimismo ganó por concurso de oposición los cargos de Ayudante de Docencia en Historia del Arte Primitivo  e Historia del Arte Moderno, así como el de Ayudante de Investigación en Paleografía), obtuvo una beca de la UNESCO para cursar la Maestría en Estudios de Asia (área de China) en El Colegio de México, de donde es egresado. El Colegio de México lo envió a Stanford para tomar un Curso Intensivo de Chino Clásico  durante el verano de 1973. Su carrera académica comprende, además, la licenciatura en Letras Clásicas (Mención Honorífica) por la Universidad Nacional Autónoma de México, 1977; la maestría en Literatura Española por la Universidad Estatal de Nuevo México (Las Cruces, NM), 1985; y el doctorado en Historia del Arte por la Universidad de Nuevo México (Albuquerque, NM), 1994. Actualmente se desempeña como Profesor Investigador, Titular “C” de Tiempo Completo, en la Facultad de Filosofía y Letras, Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, en donde imparte clases en la Maestría en Literatura Mexicana, en la Licenciatura en Lingüística y Literatura Hispánica y en la Maestría en Estética y Arte. Ha publicado poesía y ensayos sobre arte en El Zaguán, Sábado de Unomásuno, Vuelta y la Revista de la Universidad de México, entre otras publicaciones. Pertenece al Sistema Nacional de Investigadores.

 

 

 

Tercera de forros

 

Otras obras de Luis Roberto Vera

– Coatlicue en Paz: la imagen sitiada. La diosa madre azteca como imago mundi y el concepto binario de la analogía/ironía en el acto de ver. Un estudio de los textos de Octavio Paz sobre arte. Puebla, BUAP, 2003.

– Reportes consulares estadounidenses en Colima durante la guerra cristera (1927-1932). Puebla, BUAP, 2004.

– El vacío y la espiral (poemas 1968-2004). México, Verdehalago/ BUAP, 2005.

-Roca del Absoluto: Coatlicue en Petrificada petrificante de Octavio Paz. Puebla, Pue., BUAP, 2006.

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