Galería de ensayo mexicano: Vida y obra en Jorge Cuesta, por Francisco Segovia

Francisco-Segovia

En esta entrega de la Galería de ensayo mexicano, Francisco Segovia se enfrenta al yo ficticio y al yo real que Jorge Cuesta infundió a su obra y a su vida. Segovia es autor de libros de poesía y de ensayo, entre estos últimos, podemos mencionar: SobreEscribir y Jorge Cuesta: La cicatriz en el espejo.

Vida y obra en Jorge Cuesta

Jorge Cuesta quiso escribir una poesía objetiva; o, como él mismo decía, una “poesía como ciencia”. Su idea —que provenía de las de Gide y Valéry— implicaba que el artista pusiera en reserva a su persona real y hablara sólo desde un Yo ficticio (el Yo virtual desde el que narra un novelista, digamos). Sólo apartándose del Yo real y de sus accidentes (la subjetividad, la pasión, el sentimentalismo) podía el poeta aspirar a la objetividad, a una forma de expresión que, libre de ataduras psicológicas y atendiendo sólo a las restricciones de un método, fuera sin embargo capaz de producir una emoción. Esto suponía que el arte sólo debía conceder al Yo, y a la realidad que habita, el valor de una ficción, pero no que el Yo pudiera abandonarse inmoderadamente a la expansión que su deseo le depara. Para Cuesta, las leyes de la ficción no son menos estrictas que las de la ciencia. Y si en algún sentido puede decirse que son, con todo, “leyes morales”, es porque en ellas se concibe al Yo como un escrúpulo; esto es, como materia del pudor. El arte todo se ve así como un ejercicio de la circunspección o la reserva, cuyo fin es ocultar al Yo que sin embargo lo define. En suma, se trata de un método para hacer que las verdades enunciadas por un sujeto no sean por ello simples verdades subjetivas, relativas. Si el sujeto no es real sino ficticio, sus verdades pueden ser llamadas con razón ficticias, pero no subjetivas. Es así, creo yo, como deben entenderse “el arte por el arte” y la “poesía pura” en la versión que defiende Cuesta, porque ésta es la manera típica de él, la que lo distingue del resto de su generación, que rara vez dejó sospechar que veía en el arte ya no sólo una posición estética sino además una disciplina psicológica.

No es exagerado decir que Cuesta llevó esta “despersonalización” artística al extremo; esto es, que la practicó metódicamente hasta el delirio, dejando casi en los puros huesos de su forma los versos de su último poema. Pero acaso tampoco resulte exagerado servirnos de esa despersonalización estética para dar al menos una imagen de la despersonalización de su Yo real. Conceder esto tendría cuando menos una ventaja: nos permitiría describir la locura de Cuesta en su propio lenguaje, sin necesidad de introducir una teoría extraña a su pensamiento (como la que él mismo rechazó, para su caso, en la famosa Carta al Dr. Lafora). Así, por ejemplo, se podría decir que Cuesta enrocó su Yo real y su Yo ficticio. Es decir, que se convirtió en otro. Y no, por cierto, en alguien como el que quizá su método previera, sino muy seguramente en su contrario: no en el púdico y sereno Valéry sino en el último Nietzsche, loco a todas luces. Su Yo real se hizo ficticio, pero su Yo ficticio se hizo real, harto real. Esto sería en él —como él mismo dice que lo fue en Nietzsche— “la represalia del ‘vencido’”.

En este sentido, el suicidio de Cuesta no representa el punto culminante donde naufraga una vida finalmente, sino todo lo contrario: el naufragio constante de esa vida, que culmina en un punto sólo porque los naufragios no pueden ser eternos. No se trata pues de que un hombre, engañado por la intensidad de un momento de locura, arrastre al fracaso su vida entera, desconociendo o negando sus éxitos y sus alegrías. No. El suicidio de Cuesta, si hemos de verlo a la luz de sus propio pensamiento, implica que hasta su alegría era originariamente fracaso, que la felicidad era fracaso. Guillermo Sheridan lo ha dicho bien: “Cuesta se decepciona a sí mismo”. Eso es parte de su método —quizá el meollo mismo de su método— y va mucho más allá de la consoladora tibieza con que a veces afirmamos que las cosas buenas son todas vanas e ilusorias, pues muestra su radicalidad aceptando sin ambages que la felicidad es real, bien real, pero sólo para repudiarla a continuación con toda su fuerza vital. Lo que quiero decir es que un suicidio como el de Cuesta no puede echar raíces sólo en la debilidad o la desesperación de un último momento. Al contrario, es un acto que se funda en las raíces mismas de la vida y la abarca toda. Cuesta se suicida en el último momento —según dicta una obviedad lógica—, pero también en el primero: se suicida como hombre y como niño, como poeta y como in-fans, como loco y como cuerdo.

Gilberto Owen quiso prevenirnos contra el peligro de aquilatar a Cuesta sólo por su suicidio. Repitiendo palabras de Oscar Wilde, se lamentaba de que a los hombres se les recuerde siempre sólo por sus últimos actos. Es verdad que la prensa cebó su corazón amarillista en el suicidio de Cuesta, y que sus enemigos lo aprovecharon como comprobación de sus “desviaciones” y “depravaciones” personales. Pero lo desagradable de este asunto no obsta para reconocer que “el rescate” actual de Cuesta no ha sido todo lo inocente que Owen hubiese querido, y que no deja de haber en él un tinte mórbido, morboso. No creo que esta calificación vaya a desanimar el interés de nadie por Cuesta, como no ha desanimado —¡al contrario!— el interés por Frida Kahlo. Creo, en cambio, que la crítica académica, timorata como es, soslaya el tema demasiado a menudo. No es que no entienda que con ello busca conjurar el riesgo de parecer sentimental y de caer en la abominable tentación de extraer de todo ello una lección moral. Lo entiendo, y me parece justo. Pero con ello pierde la mejor oportunidad que pueden ofrecerle las letras mexicanas para reflexionar sobre uno de los problemas más espinosos de la literatura —y más en general, de la filosofía—; a saber, el que intenta discernir cuál es la relación que liga la vida de un escritor con su obra. En cuanto interés histórico-psicológico, esta liga plantea un problema de origen romántico (es difícil imaginarse a un acadio preguntándose por los avatares biográficos y psicológicos del autor de la Epopeya de Gilgamesh), pero su expresión popular se impone hoy perentoriamente —y justifica no sólo la redacción de todos esos libros y conferencias cuyo título comienza por “Vida y obra de …” sino también la impresión de todas esas revistas que exhuman cuanto chisme existe sobre el mundo de la farándula y sus estrellas.

El caso de Cuesta es algo más serio, desde luego, pero nuestro interés en él no deja de tener un corazón morbosamente romántico. Es a este corazón a quien “el caso Cuesta” le cuadra como ningún otro en la vida pública mexicana. Quizá por eso ha tenido tanto éxito el epíteto que suele acompañar al nombre de nuestro autor: “el único poeta maldito de México”. Me importa señalarlo porque tal epíteto no se refiere en principio a un tipo especial de poesía sino a un tipo especial de poeta. Esto es, creo, lo que Verlaine tenía en mente cuando acuñó el término: el poeta como héroe moral, sí, pero en este caso conducido a la última orilla de lo humano, lo posible, lo sano, lo cuerdo. ¿O no es éste el punto de vista que adoptamos nosotros al decir que Cuesta es un poeta maldito? ¿No lo vemos acaso desde las palabras con que explica el pobre Pobre Lelian cómo se ve a sí mismo; es decir, cómo se ve a sí mismo Verlaine? En el duelo que sostienen Verlaine y su pseudónimo (su doble) se escucha una frase que muestra de bulto la situación en que ambos se encuentran. La cito textualmente: “En lugar de abstracciones, nos vamos a limitar a tomar a nuestro poeta como campo de batalla”.

No quisiera extenderme sobre el imperio que este duelo con el doble ejerció sobre las ideas estéticas de Gide y Valéry, ni sobre el efecto que éstas surtieron a su vez en las de Cuesta, pero vale la pena mencionar, siquiera a la pasada, que estos dos maestros no fueron herederos de los poetas malditos porque hayan adoptado su forma de vida sino porque adoptaron su estilo literario; esto es: son sus herederos en cuanto simbolistas, no en cuanto malditos. Pero ¿qué simbolismo podríamos hallar nosotros en la poesía de Cuesta? No niego que en ella sea fácil rastrear una buena dosis de influencia simbolista, pero recordemos que su poética se declaraba abiertamente contra el símbolo: él quería una poesía objetiva. Y es así, poniendo en reserva su simbolismo, como enuncia “La ley de Owen”, que lanza al rostro de Juan Ramón Jiménez: “Cuando el aire es homogéneo y casi rígido / y las cosas que envuelve no están entremezcladas / el paisaje no es un estado de alma / sino un sistema de coordenadas”.

Cuando decimos que Cuesta es “el único poeta maldito de México” nos referimos pues a su vida, no a su obra. Hablamos del poeta por su vida, no de su vida por su obra. En cualquier caso, hablamos de la obra de Cuesta en razón del escándalo que fue su vida. No sobra ver en ello la tragedia —o mejor, el drama— del pudor más extremado de las letras mexicanas convertido en pasto seco para el fuego de la prensa amarillista. Cuesta apunta contra el Yo real y sus vanas presunciones, y entonces su Yo ficticio lo prende en la realidad y lo hace literalmente trizas. No hay nadie en México más despedazado que él —ni siquiera Frida Kahlo—, porque él se fue despedazando poco a poco. Y por mano propia.

Juan García Ponce advirtió esta condición de Jorge Cuesta: una vida calificada por la locura y el suicidio, una obra calificada por la locura y el suicidio. Tenía razón. No se puede mirar cómo se despeña desde su cima la vida entera de Cuesta sin mirar que con ella se despeña también su literatura. Si la crítica académica no suele sacar una lección de todo esto es quizá porque ella misma debe mostrarse pudorosa ante los asuntos más espinosos de su objeto. No hay lecciones ahí para la academia, dicen, porque las únicas lecciones que la academia puede tomar no son lecciones para la vida sino lecciones para la academia. Es lo saludable, sin duda. Pero los lectores comunes no leen académicamente y no tienen por qué tener ese pudor al referirse a una vida y una obra. Y menos aún los escritores. Ambos saben bien que la interpretación de una obra según la biografía de su autor es sólo una de las miradas posibles, y que es posible también interpretar la vida por la obra. Intuyen quizá que aquello que liga estas dos visiones contrapuestas suele aparecer como una opción moral (o inmoral, o amoral, según se vea), de donde es posible sacar una lección, o al menos una conclusión. Eso es, creo yo, lo que explica nuestra curiosidad por la vida, y no sólo la obra, de los poetas, en especial si son poetas malditos. En ellos vemos el ejemplo de una vida que avanza al dictado de una obra, y no al contrario; vemos el ejemplo de una vida que se despliega a la vista del público como una actuación, y casi siempre para su morboso escándalo … Otro loco, Antonin Artaud, lo dijo de este modo: “Soy hijo de mis obras“ … Cuesta abordó el tema en el ensayo que dedicó a Mae West, aunque difícilmente pudo haberse imaginado entonces que también su vida aparecería en los periódicos, reducida al último de sus escándalos.

El caso de Cuesta es ejemplar en este sentido. No sólo porque no es difícil concebir su suicidio como un acto consecuente con su obra sino porque no es fácil extirpar de ello un juicio común sobre las dos dimensiones que se mientan cuando hablamos de “Vida y obra de Jorge Cuesta”; es decir, cuando no podemos negar que también en su caso prevalece “la represalia del ‘vencido’” ni podemos dejar de ver en el fracaso de una estética el naufragio de toda una vida. Porque a veces no basta la prudencia metodológica de separarlas para dejar de ver que la una arrastra a la otra.

Casi no necesito recordar aquí la frase con que Camus empezaba El mito de Sísifo: “No hay más que un problema verdaderamente serio para la filosofía: es el suicidio”. La cito, sin embargo, para mostrar que el problema obsesionaba a los contemporáneos de Cuesta, especialmente a los existencialistas, y que muchos de ellos intentaron darle una respuesta filosófica. Al hacerlo, Camus pensaba sin duda en el suicidio como un acto libre y consciente, y en el dilema moral que plantea. Es verdad que la locura pareciera excluir a Cuesta de esta consideración, pero quizá valga la pena recordar que el título que él mismo pensaba dar a sus poemas, si alguna vez aparecían en un libro, era el de Sonetos morales. Parece un título arbitrario, pues sería difícil hallar en ellos la sustentación o siquiera la defensa de una moral, pero acaso no lo sea. Los poemas de Cuesta son morales en el sentido fiscal del término; es decir, son morales como las “personas morales”, en oposición a las “personas físicas”. Quien habla en ellos no es el Jorge Cuesta real sino el ficticio, aquél que ha puesto en reserva la realidad del sujeto para escribir una poesía científica, libre de las veleidades del Yo real, pero también de su determinación moral. Ésta es su elección. Y no por ser estética en principio deja de ser también una elección moral; es decir, lo contrario de una determinación. En esto Cuesta se comportaba como los ascetas: quería regir su vida obedeciendo “la vigilante usura” de su método. Este ascetismo era dueño de todas sus actividades, de la poesía lo mismo que de la química … Hasta que un día la realidad rompió sus diques y sobrevino el colapso.

Sé que suena a tópico repetir aquí el dogma freudiano según el cual lo reprimido vuelve siempre, pero a ello nos autoriza el propio Jorge Cuesta. No fue de otro modo como él mismo cifró el destino que vio cebarse en Nietzsche: “la represalia del ‘vencido’”. El Yo que el ascetismo había puesto en reserva se libera de pronto y vuelve para sentar sus reales sobre la vida del escritor. Es como si su imagen, secuestrada momentáneamente en el espejo, rompiera de pronto el vidrio y saltara al mundo real, cuchillo en mano. El psicoanálisis lacaniano quizá podría decirnos en qué sentido este “pasaje al acto” es una irrupción de lo real en lo simbólico. Yo me contentaré con ver en ello la derrota del impulso por decir a manos de la forma de lo dicho, el dominio del ritmo sobre el sentido de la poesía, y la victoria material del mineral sobre la sobrenaturalidad del lenguaje. ¿Que esto contribuye a la mitificación de la figura de Cuesta? Es posible. Pero yo no puedo dejar de creer que todo poema es a su manera un mito y que el acto que mejor define a la poesía es la mitificación. Se entenderá que con esto quiero reivindicar el mito en cuanto configuración de un misterio, pero no en cuanto vehículo del engaño o la mentira. O, por decirlo de otro modo, quiero reivindicar una mirada analógica para comprender algo que analíticamente se me escapa, pues sólo de esa manera puedo atisbar un sentido posible en los últimos versos de Jorge Cuesta, escritos sin duda frente a las puertas del infierno, cuando en la realidad ya había abandonado toda esperanza pero en la ficción todavía conservaba la forma. Son versos que recuerdan a los que pronuncia Nemrod en el Infierno de Dante, mezclando las lenguas que él mismo hizo distintas tratando de alcanzar el cielo con su Torre de Babel. Son versos acaso sin sentido, forma pura, pronunciados en el tormento del infierno. Pero ni siquiera el infierno mismo evita que sean también los versos de alguien, los versos que pronuncia un alma:

En la sempiteromia Samarkanda

urge una extenua charamusca ilesa

la estreptococcia de una burinesa

con miríficos buergos de charanda.

Mi pedúnculo cálido tropieza

con el ropijo númido de organda.

Datos vitales

Francisco Segovia nació en la Ciudad de México en 1958. Ha trabajado como lexicógrafo (Diccionario del Español de México, Proyecto de Gramáticas y Diccionarios en Lenguas Indígenas de Chiapas, Enciclopedia Británica, Oxford Spanish Dictionary, Fichero de Dudas del Español de México, etc.), como profesor de literatura (Universidad Nacional Autónoma de México, Universidad de las Américas, Instituto Tecnológico Autónomo de México, El Colegio de México, etc.) y como traductor independiente para editoriales españolas y mexicanas (Fondo de Cultura Económica, Anagrama, Destino, Versal, etc.). En 1998 el International Board on Books for Young People (IBBY) lo incluyó en su “Honour List” por la traducción de El libro apestoso, de Bebette Cole (FCE, México, 1994). Ha formado parte del consejo de redacción de varias revistas mexicanas de literatura (La Orquesta, Diagonales, Fractal) y en algunas otras ha tenido una sección fija (Vuelta, Librero). En 1976 recibió la Beca “Salvador Novo”, del Centro Mexicano de Escritores; en 1988, una del Consejo Británico para escribir en el King’s College de Londres un libro sobre Thomas Malory. En 1992, el Fondo Nacional para la Cultura y las Artes le otorgó la beca de Creadores Intelectuales, y el Sistema Nacional de Creadores entre 1999-2005 y 2008-2011. Actualmente es investigador del Diccionario del Español de México, en el Centro de Estudios Lingüísticos y Literarios de El Colegio de México. Sus últimos libros son: Sequía (poesía), Ediciones Sin Nombre, México, 2002. Bosque (poesía), Fondo de Cultura Económica, México, 2002. En el atrio (plaqueta de poesía), Taller Martín Pescador, Tacámbaro, México, 2002. SobreEscribir (ensayos), Ediciones Sin Nombre, México, 2002. El aire habitado / Rellano (poesía), Universidad Veracruzana, Jalapa, México, 2003. Sarta de abalorios (prosa), Ediciones Sin Nombre-Conaculta, México, 2003. Jorge Cuesta: La cicatriz en el espejo (ensayo), Ediciones Sin Nombre-Conaculta, México, 2004. Ley natural (poesía), Ediciones Sin Nombre, México, 2007. Elegía (poesía), Ediciones Sin Nombre, México, 2007.

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