Galería de ensayo mexicano: Un museo poético: sobre la Antología del Centenario, de Daniel Orizaga

Daniel OrizagaEn el marco de la galería de ensayo mexicano, presentamos un texto de Daniel Orizaga Doguim (México, 1983). Es cofundador del Seminario itinerante de crítica y literaturas.

 

 

Un museo poético: sobre la Antología del Centenario

 

La crítica que postula antologías como ordenamiento del pasado y resistencia a la dispersión en el futuro, cuenta en la Antología del centenario. Estudio documentado de la literatura mexicana durante el primer siglo de Independencia con el precursor velado, y a veces, incómodo. Es cierto: esta obra es del mismo calibre que las demás “celebraciones” emprendidas por Porfirio Díaz, cien años ha; pero ésta, hay que decirlo ya, se salva frente a las demás, logra sobrevivirlas.

Lamento leer la Antología como un síntoma. De entrada, la labor de archivo que constituye es impresionante, heroica. Pero como los mismos artífices lo reconocen, el juicio tuvo que suavizarse para que el documento pudiese mantener su carácter de cartografía literaria. La exhaustividad metódica y la estética conformadas con un pragmático empate. En efecto, Henríquez Ureña, Rangel y Urbina tuvieron que replantear un espacio del que se conocían los contornos imperfectos, trazar sobre un mapa antiguo de conquistadores asombrados—lo fueron antes Azcárate, Eguiara y Beristáin—donde las leyendas de autores pantagruélicos convivían en gacetas con proclamas y sátiras imperfectas—emblemas de los tiempos políticos de México durante el primer siglo de Independencia. No critico los probables errores de bulto o de apreciación según nuestros ojos. Toda antología es una apuesta perdida: tiende a ser sopesada más por aquello que deja fuera—en lo que se equivoca— que por sus aciertos. Pero surge cierto desconcierto aunque deseemos ser imparciales. La Antología se antoja por momentos un desfile cívico. Junto a Fray Manuel de Navarrete, Anastasio de Ochoa; junto a José Joaquín Fernández de Lizardi, José María Cos. O Fray Servando Teresa de Mier, siempre trepidante, junto a un tibio Francisco Manuel Sánchez de Tagle. El aporte fundamental de la Antología no es nada más el rescate de obras dispersas sino la consagración del crítico como mediador del gusto y la memoria, con la vista puesta dentro de un campo cultural de acción—por incipiente o frágil que demostrará ser en breve, en ese mismo año. No sólo compilar, sino comprender la historia en lo fugaz y viceversa. O al menos intentarlo.

Las empresas y tribulaciones de un Henríquez Ureña, de un Luis G. Urbina, de Nicolás Rangel habrían de comenzar apenas con el encargo que los mantuvo entre papelerías sobre un pálido escritorio, bajo la dirección de Justo Sierra entonces Ministro de Instrucción Pública y Bellas Artes. Estamos en 1910 y de espaldas al clamor revolucionario. La disciplina para entregar el espíritu en la lectura de pliegos de vida escasa e intermitente—y a veces, de dudosa valía—entre las varias publicaciones en México entre 1800 y 1820, son la forma del suplicio laico que el clérigo en ciernes debe padecer. Esta mistura de paciencia monacal con optimismo positivista marcará hasta muy entrado el siglo XX la imagen del intelectual metido a anticuario, y tocará al más querido Alfonso Reyes en sus Letras de Nueva España. Si la humilde recopilación es crepuscular, la exegesis va por el lado triunfante, a veces por el comentario de epíteto fácil, por ejemplo, cuando Urbina habla de Juan Wenceslao Barquera,

incansable escritor público, tan activo como Bustamente, emprendedor, atrevido, dispuesto a la lucha, incorrecto pero fecundísimo, de ilustración enciclopédica, aunque superficial, no exento de gracia en sus burlas ni falto de intención en sus malicias, individuo de significación y relieve en la historia del periodismo mexicano.

Y por ahí va el estilo. Pero en él no reside el valor de la Antología. A pesar de estas salidas, el gesto del intelectual del centenario radica en la construcción de un espacio para la crítica literaria que habría de cimentarse con instrumentos afines a la filología emergente, sin renunciar al afán por la educación en el gusto refinado. Su tesis principal es la misma Antología. Incluso visto a la distancia, el modo ateneísta alimentará las formas de entender nuestra literatura en otros proyectos de restitución. ¿Qué ocurre con la Antología de la poesía moderna (1928) de Cuesta o Poesía en Movimiento (1966), cómo se insertan en la posible tradición de la del Centenario?

Y vamos a un aparte. Anotemos con ironía este trabajo pendiente, en el espíritu de Martínez cuando publica en la Revista Historia Mexicana su programa para los operarios de la crítica llamado “Tareas para la historia literaria de México”, del año 1953. José Luis Martínez detecta allí áreas de estudio—por periodos o zonas geográficas, instrumentos necesarios—por supuesto, los de la estilística—, pendientes ineludibles. Años después el mismo Martínez considerará que algunos de ellos habían sido resueltos o estaban en vías de estarlo, como lo referente a los periodos virreinales y del siglo XIX. No me detendré en cada una de estas tareas. Me interesa observar cómo con este artículo se inaugura, sin embargo, otra forma de pensar la historiografía y la crítica: la escolar, en el sentido más pedestre del término, carente de la tensión específica que podemos encontrar en la Antología del Centenario y en otros intentos de cartografía. Martínez reconoce y se sirve de otros intentos pero arriesga muy poco, en comparación con Henríquez Ureña o Reyes, sus maestros lejanos. El intelectual del centenario construye un museo letrado, habitable, sobre el cual es posible intervenir. El curador de las letras mexicanas habrá de decorarlo pero no apostará por dibujar un nuevo plano crítico, de ahí su caducidad.

Nada más alejado de los ateneístas, donde la intuición y la creatividad sostenidas ayudan a equilibrar el peso del cientificismo. Recordamos la Antología por las tensiones internas que permiten recolocarla, que la hacen susceptible de reapropiaciones. La Antología es generosa. .

Las primeras páginas de la Antología del Centenario nos hablan de monumentos, la estatua del rey Carlos IV localizada en la Plaza de Armas  y develada en 1803, ya en vísperas de las insurrecciones. Si la tentación me hubiera vencido diría que así ocurrió con el culto a la personalidad porfirista: las Celebraciones son la maliciosa despedida de un régimen que cae. Si el Palacio Legislativo de Díaz queda como monumento trunco de un sistema en ruinas, los poemas del siglo diecinueve habitan la Antología como en un museo: quedan como efigie de un proyecto—político o cultural—sustraído al inmediato vaivén de las revoluciones. Ese proyecto, sin embargo, habría encontrar otro eco en la nueva realidad histórica, por su misma calidad inacabada, proteica. Así como el Monumento a la Revolución puede leerse como un palimpsesto, como un caso de reciclaje arquitectónico por la ideología triunfante, la Antología del Centenario  cobra mayor sentido si la insertamos en los debates por las letras en los periodos inmediatamente posteriores: no un punto de llegada sino de cierre y nueva partida. Un ajuste de cuentas.

El tiempo constituye el tópico íntimo de la Antología. Sueltos, a los poemas o fragmentos narrativos los caracteriza la fugacidad: en la ingeniería del crítico, restaurarían un espacio ideal. Tienen un sentido, y tal vez una dirección. Curiosamente, muestran las pautas para una evolución espiritual de la literatura según los términos de la época. De nuevo, y como en un museo, los textos estarían colocados para ser visibles, iconos sin carácter sagrado. Es decir: en el trasfondo podríamos leer el paso de las etapas literarias, de la cual la propia Antología sería epítome. En el proyecto y en la organización de la obra el crítico ejerce la función del especialista en ciencias humanas. Leemos la Patria por la letra, por la cual habla el espíritu.

Sin embargo, la Antología  es museo que conserva y obstruye el paso al tiempo del olvido. Es un celoso ejercicio de memoria que se sabe no perecedero. No representa un canon—y ésta es una de sus virtudes—sino un paradigma intelectual que sobrepasa el mero acontecimiento celebratorio y las ideas del momento. Es una apuesta, tal vez involuntaria e inconciente, para conformar un campo que habría de institucionalizarse décadas después. Rastreando genealogías Rangel, Henríquez Ureña y Urbina resultarían los patriarcas fundadores de la crítica contemporánea en México. Aquí hacer es decir: las horas de estudio entre frágiles papeles autorizan la preeminencia del memorialista que trabaja sobre ellos. La Antología promete algo y revela otra cosa: más que la historia sintética de un siglo y sus letras, la posibilidad de intervenir en esa historia desde la crítica. La lección de los maestros ateneístas tendría que ser recogida a partir de este gesto.

 

 

Datos vitales

Daniel Orizaga Doguim (México, 1983) es miembro del Consejo de Redacción de la Revista de Literatura Mexicana Contemporánea (UT El Paso/Eón) y autor de Minuta: ensayos sobre literatura (2007).

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