Presentamos el trabajo de José Carlos Yrigoyen (Lima, 1976), el poeta peruano más representativo de su generación. Ha publicado poemarios como El libro de las moscas (Lima,1997), El libro de las señales (Lima,1999), Lesley Gore en el infierno (Lima, 2003), Horoskop (México, 2007).
7
Es difícil saber
qué tienen las caderas de Santiago
que me recuerdan
los ángulos perdidos
por donde una tarde entró
la muerte al mundo.
No es la misma sensación contemplar
el Arbol que anida en medio del cielo
(que algunos poetas griegos
llamaron “La puerta de la Muerte”)
que mirar una tarde sus piernas en el bar
y decir, por ejemplo,
que ellas son un corral de caracteres antiguos
que anuncian la caída de nuestra época
a manos del padre sonoro
segador de razas
que es el Orden impuesto
a los ojos de Dios.
Decir, por ejemplo, en un desolado
café de Montmartre
donde los surrealistas japoneses viajaron durante
muchos años
para probar fortuna
decir que las piernas de Santiago persiguieron
durante muchos años
a un muchacho celta
que tenía la extraña facultad e convertirse en el
ave-lira
y hacerse invisible
en las ciudades donde grandes mujeres
riegan sus flores en los balcones
mientras en el hospital militar
se pinta un gran mural contra el Cáncer
que no sabe nada de pintura
y sigue pastando por las vísceras
a su voluntad
decirlo no es lo mismo
porque toda señal que deja el cuerpo
sobre la tierra o sobre las artes
suele ser fugaz
así nuestro paso sobre la noche sea pesado
como el de los grandes animales
toda señal del cuerpo es inútil
yo recuerdo
un país que mandó a sus muertos a pelear
a sus muertos negros y a sus muertos blancos
los primeros eran pertrechos los segundos
se alborozaban mirando en el cielo
estrellas de cinco y seis puntas
los muertos conocen su cuerpo
mejor que nadie
porque en él habitan todas nuestras culpas
y por eso no le dan la importancia
que los otros le otorgamos
o simplemente lo desprecian
porque con él no puedes dejar una señal
que llegue a la noche
porque él no permite ser invertido a voluntad
para mostrar lo que en realidad somos
porque todo cuerpo invertido
tiene el dudoso privilegio
de permanecer secreto
y entonces lo que nos queda
es comparar nuestro cuerpo con algún
objeto perdurable
acostarnos con la idea de que en nuestros
omóplatos y en nuestras tibias
están escritas las leyendas de los monasterios
más perdidos de las estepas
mejor aún
ser solidarios y comparar nuestras partes
y las de nuestros semejantes
yo digo las caderas de Santiago se parecen
a los ángulos por donde entró la muerte
y Santiago dice las ancas de José Carlos
son la más alta distinción del hombre moderno
y así pasar la noche jugando cartas
bebiendo vino y plagiando versos
que son signos
circulando dentro de un cuerpo
que nada señala
claro que ciertos pueblos
pueden contradecirme escribiendo
con la sangre de sus muertos
sobre el papel o sobre la piedra
otros dejando la piel iluminada en una lámpara
y los menos decorando con huesos
amarillos y verdes los grandes arcos
de los conventos
pero yo no dejo señales-
nada indicaron por ejemplo
mis sollozos amargos cuando r. me dijo
sentado en una perdida escalera
que planeaba dejar su virginidad
como quien se hunde
entre los cartílagos ruedas
y tejidos
de un cuerpo que parte
o se oscurece
nada significa el rastro de esperma
que dejo cada mañana en las sábanas
excepto su parecido a la silueta
de una isla malaya
que en la tarde se evapora
y tampoco el aire que muevo por la calle
cada noche para llegar al restaurante
nada de eso perdura
al fin y al cabo
nuestro paso por la historia no es otra cosa
que el viaje de los muertos futuros
dentro de nosotros mismos-
ellos saben cosas
de las que nosotros no tenemos idea
mi padre por ejemplo
asegura sobre la cama donde sus huesos
se desordenan como islas
que la señal de los cuerpos de nuestra época
es la música de la carne pasada por el cuchillo
demostrando que tanto lo que se guarda dentro
como fuera de ella
es igual de sucio.
Pero no basta nuestra voz para decirlo:
toda señal que procede de nosotros
es efímera y sin importancia
pues el Tiempo nos ha despojado
de toda significación
y ahora nuestra época más que sombría
es muda
-Y a cambio nos ha dado
eso que llaman susurro de la vida
que nos da tanto miedo
como el pequeño pájaro que come carne
el canto victorioso de los cerdos
o la iluminación mortal del cuarto de baño
viajando dentro de nosotros
con el lento paso de una horda de fantasmas
por una bodega inglesa
(de El libro de las Señales, 1999)
Álbum familiar
Regresando tarde a casa, ya entregado
a los favores de la hierba quemada y a las horas de trabajo,
volviendo entre la dispersa luz de una calle desierta,
hoy he sentido, y no sé por qué, algo que me arrastra
a escribir la historia de la pareja que duerme a cinco pasos
de mi cuarto: hombre y mujer que tiempo atrás
se dispusieron en medio de una gran cama, cercándome
con el rumor de sus cuerpos, siguiendo con los ojos
y con las manos el recorrido de un río blanco y caliente
por el que yo pasé, sigiloso entre ellos, orgulloso
como un muerto que a besarlos se niega.
Quizá sea hora de volver a sumergirme en ese río.
Quizá ha llegado, pienso, el momento de ser bueno,
de salir a la noche y liberar el corazón
del mismo modo en que la mano suelta al pájaro,
de apartar por fin de mi mente este humo prohibido
donde mi cuerpo agotado casi siempre se extravía.
Pero hoy, con mi definitiva desnudez entre los dedos,
sentado en el suelo, frente a la ventana, escribiendo
bajo una luna que no tiene ninguna intención de perdonarme,
prefiero contar la historia que comenzaba todos los domingos
cuando él la recogía en su auto, a las cuatro de la tarde,
en una esquina cercana a su casa, esperando verla llegar,
y ella aparecía con la sonrisa del acróbata que no le teme al cielo.
Sin embargo su alma temblaba tanto como el caballo
a punto de saltar a través del aro ardiendo.
Pero por ese entonces lo único que les importaba
era llegar a ese hotel barato cercano al aeropuerto.
Dentro del cuarto, una mesa de palo y un áspero lecho
eran testigos de sus ceremonias, sucio asunto de blancos.
Ella se desnudaba. Bajo el vuelo de los aviones.
Luego retorcía su cola de mono entre las piernas de mi padre.
Y su cuerpo como un libro que no se me ha permitido leer.
Y un par de horas después debían vestirse de nuevo y salir,
dejar el cuarto para alguna otra pareja que, como ellos,
hizo guardia esperando su turno en el frío de las afueras.
Volvieron a ese lugar un par de veces más, eso es seguro,
sucedieron cosas que he olvidado, que han preferido
no contarme, sino guardar para el tiempo de alabanza.
Pero ahora les digo que ese tiempo nunca llegará,
y es a este lejano lugar levantado para el reposo debido
que hace más de veinte años ustedes esperaron,
padre Jorge, madre Marisol,
donde he vuelto para que miren a su hijo nacido en un cuarto de hotel,
para que lo miren a los ojos y acepten juntos estas palabras,
manos pálidas que a través del aire nos trajeron compasión,
misericordia,
y otras cosas que aún no hemos entendido.
Lesley Gore en el infierno
a carlos torres rotondo
Somos ahora parte de la oscuridad. En ella
nos encontraremos en un paisaje que depende de nosotros,
una playa donde vagábamos en silencio, por primera vez
sin decir nada, tropezándonos de cuando en cuando
con rebaños de maricas que a nuestro lado pasaban riendo,
portando antorchas, dorados vestidos de noche.
Sus cabezas brillaban intensamente como anémonas.
Esta es mi fiesta y lloro si quiero, dijo una de ellas,
mientras yo le demostraba mi desprecio,
juzgándolos como hombres donde la duda había escarbado
y hecho su dominio de la misma forma en que una rata
destroza la pared acolchada del cuarto de un loco.
Pero míralas ahora y dime si no son todavía dignas
echadas en las camas del pabellón del hospital.
Toman entre sus manos las plumas que se les han caído
por el tiempo, y nos muestran los retratos
de los que alguna vez entregaron la vida por el oficio.
Uno de ellos en manos de un bruto en un garito.
Otro colgado de un farol por un cinturón de cuero.
Y ésta es la foto de Miguel, a quien le gustaba
mirar en secreto postales de estudiantes japonesas.
De él no sabemos nada. Pero era seguro que algo escondía.
Sangre de los viejos hombres y de los hombres jóvenes
caía de sus manos como si fuese dinero perdido.
Y hasta aquí vinieron unas chicas delgadas y algo ebrias
-de las que te despiertan el ánimo y a mí la rabia-
afirmando haber visto a Lesley Gore caminando
por las calles del balneario, cargada de pulseras,
y con los anillos y las palabras sabias de la serpiente
que en la tarde rebosa en mi plato y no puedo alcanzar.
Las notas pasadas de su vieja canción resonaban
en la memoria, y de pronto alguien habla de la sangre
de los jóvenes y de los viejos y aquí no se entiende nada.
Solo sé que cuando las aguas del despertar levantaron
a esos hombres dudosos de sus camas, mareados,
yo los vi decaer y los puse en un poema que hablaba
de su rutina de animales, de la simple virtud del abandono.
Ellos me rodearon y se lamentaron de esa triste posición
y entonces les dije: esta es mi fiesta y lloro si quiero.
Con estas palabras abandoné la rabia y pasé al lado de los gimientes.
Hotel Amazonas
Esta es la canción, respiramos, es la canción del padre
que golpea al hijo, la del hijo que golpea al padre,
es la canción que ambos escribieron luego de caer por las escaleras
enredándose con la violencia de dos amantes que jamás sonríen,
y si sonríen lo hacen hundiendo la cabeza entre los imprecisos
signos del lavabo:
ciudad suspendida en la esperanza de poseer algún día
la breve alegría de un sueño favorable donde pueda encontrar
el reposo que la libre de sus malos pensamientos
-como por ejemplo el levantar la mano contra el padre
que tiene el rostro secreto de lo que hemos olvidado.
Pero de ti no me olvido. Lesley Gore no cantará esta canción.
La vieja radio de esta habitación ajena no la pasará jamás.
De ti recuerdo sobre todo tus viejos apuntes sobre morirse.
Es como salir de un país para entrar en otro, decías.
¿Entraremos como la luz en este cielo de papel mojado?
Tú sabes de lo que hablo: luego de tu accidente
en la carretera, te observé cerrar y abrir los ojos echada
en una mesa de disección y veías luego de cada parpadeo
una imagen diferente. Tenías el cráneo abierto a la vista
como las entrañas de una máquina fotográfica. La boca
repleta de ceniza. Y así como se inician habitualmente
las aventuras policiales despertaste una mañana a mi lado,
mientras escribía una canción, la del padre, la del hijo,
la que nadie entonará, la que pasa entre nosotros
como el reptil que sin ánimo imita el movimiento de un río,
me hablaste de una pintura que te gustaría hacer,
Ladrón en una tienda de discos rogando por su vida.
Será un gran cuadro del que no habrá nada que decir.
Expresar la muerte en un cuerpo temeroso que suplica
sobre las baldosas negras y blancas, sumido en el llanto
sería entonces para ti una fría, inesperada venganza.
¿Y la cubano-alemana? me preguntaban por ti los otros enfermos.
Aquí está, echada en su litera, pintando, cubriendo
de cuando en cuando con delgadas y sucias sábanas
a los robustos hombres que se descomponen a su lado
como si fueran ensangrentados países sobre grandes camas.
Que el padre golpee al hijo hasta matarlo. Que luego
lo haga pasar por mujer y lo deje a la suerte del viento,
pues toda muchacha es hermosa cuando ha visto a la muerte,
y tú ya te la has encontrado tres veces -qué más puedo decir.
Aquí el pasado tiene sus habituales pretensiones de distraernos
para que no hagamos daño. Admiremos su fracaso.
O mejor solo recuerda lo que te contaba cuando éramos
desnudos en el baño del hotel, el incienso nos protegía
igual que la bondadosa mirada de un santo, y nosotros reíamos
fumando y fumando en el baño. El sufrimiento del alma
y el dolor al orinar eran así tan fácilmente confundibles.
Esta luz amarilla sobre nosotros -no hay brillo en nuestra piel,
somos piedras gastadas en un templo- y yo sobre ti
como el acróbata que desde arriba sonríe a un público cansado.
Que el hijo golpee al padre. Tomémosle una fotografía.
Alguien llamó a la puerta entonces, tú te cubriste con las mantas
y yo salí al encuentro del uniformado que en el umbral esperaba,
con su perfil sombreado como la carátula del disco que perdimos,
muy serio, a que termine mi poema con esta triste letanía:
Señor policía, por favor, no es este más que el humo
que brota teatral de mi espíritu sumido en el cansancio,
Señor policía, le ruego, debe usted comprenderme,
mi cuerpo está demasiado blando como para poseerla,
qué hacer si como un Cristo de Guinea me espera en el lecho
con la mirada piadosa y burlona, los brazos extendidos.
Nada queda por decir, oh Señor policía, sino que ella es inevitable
como el doble sueño que separa a los enfermos de la vida.
Entrevista a Lesley Gore
Sobre esto no sé que decir: de pronto pienso que habría
sido mejor no hacerle caso a esos tipos que decían
que el mundo se mantiene precisamente en la mirada
de quienes no creemos en él. Habría sido mejor aceptarles
un trago o dejarse quebrar entre sus manos como el esqueleto
de un pez, usted sabe, no pensar mientras paseo por calles
y tiendas que en un párpado soporto toda la isla de Wallis
y que cuando tenía quince años y cantaba en la escalera
de emergencia de mi edificio, colgándome de las manos
del viejo hierro, mantenía en equilibrio con mi nariz -respingada
como la de toda inmigrante rusa- la ínsula completa de Pahoa.
Cada parte del mundo está asignada a un descreído.
Las ciudades santas están, por supuesto, fuera de este asunto.
Rostros libertinos me distrajeron a los veinte años
de estos persistentes pensamientos, cuando los vi recorrer
mis piernas al son de la música del organillo en el curvado
escenario de un club sensual, y luego sentía, de la misma forma
a la que una se acostumbra a estos blancos zapatos de tacón alto,
cómo iban sacándome la memoria como una víscera más
de una copa de sangre. Cantaba porque me gustaba:
porque cantar es describir a mi manera las sombras
que a escondidas me hacían llorar encerrada en el baño
luego de alguna llamada telefónica,
llamadas telefónicas plagadas de partos clandestinos,
de nombres echados de sus departamentos a la mitad de la noche.
Al alba llegaba a mi azulado dormitorio con media lengua afuera
por el cansancio; más allá el paisaje de avisos luminosos
competía con mi brillante lengua. Entonces daban ganas
de poner en práctica el consejo de mi madre, ese de dejarse caer
sobre el sillón que daba a la ventana, y sentir el corazón pudriéndose
en su rama como la manzana que nadie ha querido recoger.
Permítame decir algunas palabras sobre mi madre.
Ella tuvo unos cuantos hijos motivada por la creencia de que,
cuando creciéramos, podría ver leyendas en nuestros ojos.
Y aunque luego lo único que encontró en ellos fue a sí misma
hurgando en los espejos de su primer rasgo de locura,
a pesar de eso y de su comprensible decepción,
a mí y a mis hermanos nos alejó del mal. Por eso le doy gracias.
También quiero darle gracias por esa permanente oscuridad,
que, como dicen por ahí, nos pertenece apenas la descubrimos
brotando del cuerpo inmóvil que poseímos en un camastro
pegando nuestra cabeza a su pecho y oyendo sólo
un rumor de piedras,
o en aquella que con poca habilidad nos arrojó al mundo,
ensangrentados y viles, como una mala entraña.
Pero sobre todo agradecerle por esta forma de escribir poesía:
hablar siempre, siempre sobre uno mismo, hasta hacerse daño.
Lesley Gore y la sicodelia
1
Los creativos éramos nosotros. Y como la escena
había sido reclamada por las dulces niñas del pijama-party,
la pusimos en el primer plano del poema: Lesley Gore
saliendo del infierno. Largo camino fue el suyo, óyelo bien,
largo camino hizo ella saliendo de esos sitios
donde iba con la billetera en la mano, pensando
en la continuidad del mundo como la proyección
de miles de películas en movimiento a nuestro alrededor,
por ejemplo en el fondo de una calle londinense donde un abuelo
se rompe le cabeza contra el venerable cemento de la acera
-imagínate qué películas nos estaremos perdiendo
si es que no cambiamos nuestro camino para la otra esquina.
No quiero otra cosa. Saliendo del infierno Lesley Gore
exigió demasiado y tuvo que volver a la tierra
ensayando un nuevo lamento: al salir del infierno
una siempre queda ardiendo, mírame, estoy ardiendo,
qué no harías tú por este cuerpo lamido por el fuego
-y después me agarraba la mano en la oscuridad
y suplicaba no me dejes así, pero qué podía hacer,
tanto rato sacudiéndola entre mis manos y nada sucedía.
Hubiera querido morirme en ese instante
para que se me pusiera rígida de una vez por todas.
Al fin y al cabo vivir es filmar una película
con un argumento que apenas alcanza para hacer una pintura.
Es sentir el corazón incinerado como un puñado de billetes
en el fondo del retrete. Incierto fondo donde un grito
significa tantas cosas y a la vez ninguna:
“He sido el hermano mayor, pero también el más miserable”
2
Luego pondremos en segundo plano la propaganda
de un hotel sudafricano de los años setenta, con un negro
que entra a una blanca habitación para servir
a una pareja de europeos dichosos. El tercer plano
puede ser un cuerpo que entra y sale de otro cuerpo,
la imagen de un cuchillo por ejemplo. Pero
volvamos la vista al primer plano, donde reposas,
donde te haces la que se viene por primera vez
y dices cómo no hay una orquesta detrás de mí
para mostrarte cómo me siento. Te lo habían advertido:
no se puede ser un buen ejemplo para los hermanos menores
cuando estás todo el tiempo con los pantalones abajo.
¿Pero acaso escribir un poema no es precisamente eso,
no es solamente la imagen obsesionante de la humillación,
del retorno a un lugar donde todo, hasta los arbustos,
es malo? Has regresado entonces bajo ciertas condiciones.
No será tuyo el asiento junto a los poetas importantes
ni se te concederán los oficios inútiles y mal pagados
con los que soñabas en tu juventud. Solo poseerás
la oficina vacía, la cama compartida y compartida hasta el tedio.
Pero nos tendrás a nosotros a la hora del consuelo,
cuando llores por las fiestas donde ya no puedes ingresar.
(de Lesley Gore en el Infierno, 2003)
Esta mañana con Beatriz Eguren
Comparar, yo lo sé bien, nunca ha sido tu estilo,
pero ahora sabes qué cierto es eso que cuando la vista
le comienza a fallar a uno, no queda sino fijarse
en los objetos que se han ido acumulando poco a poco
dentro de esta casa hace más de cincuenta años.
Por ejemplo, el sol. El sol, dices señalando el espacio
gris de la ventana, rueda por el cielo, bruscamente
y sin saber a dónde ir, al igual que mi lengua,
la que se debate en silencio, mientras voy leyendo
mentalmente el poema encontrado en una revista europea,
escrito en un idioma que desconozco,
pero del que de todos modos algo nuevo podemos
rescatar. Si estamos frente a una declaración que insiste
delante de nuestros ojos en tener algún significado
que no logramos desentrañar, como la canción
interpretada por un desconocido encerrado en el baño,
y nos rendimos a la mitad del intento, somos
dueños de una libertad algo incómoda, que primero
nos mantiene frescos y libres de toda influencia,
como si de pronto fuéramos colores primarios.
Y si estamos comenzando a flotar de esa manera,
a través del humo de los arbustos y los incineradores,
no podremos dejar de reparar en una sensación subterránea
que se separa de sí misma para no correspondernos,
igual al enloquecido capitán de un bote salvavidas
al que rogamos un sitio dentro de su embarcación,
flotando, con nuestros organismos remontando
este mundo tan hermoso como un tumor hermoso.
Por supuesto que no podemos estar así mucho tiempo.
Lo incomprensible —amplios y minuciosos planos
para una boca antigua clamante, digamos, entre las hojas—
no es un goce que se pueda mantener más que unos pocos minutos.
Luego todo se vuelve obvio, como sentir el amanecer
y con él otro día que viene. Cielos siempre azules,
los simples pájaros negros —no los pájaros de la Historia—
como débiles símbolos de algo que conocemos
pero de lo que no estamos muy seguros. En la esquina
oigo cómo una mujer detalla a otra, enseñando la cicatriz,
la mastectomía que le practicaron la semana pasada.
La realidad es un crimen que se comete siempre en nuestro nombre.
Apunte para un poema sobre el matrimonio
1 de octubre. Si este amor puede crecer, sólo lo hará
debidamente en el Orden. He dormido hasta muy tarde,
como la primera vez que desperté contigo, hace tres años:
a diferencia de aquellos cuerpos ocasionales que amanecían
a mi lado, desordenados como tablas viejas en la orilla,
recuerdo bien nuestra posición sumisa al abrir los ojos,
que en algunos países pudo ser una forma de rezo.
He dormido hasta muy tarde, he pasado la noche apenas
sostenido en la lectura de la primera oeuvre de Ernst Zundel,
The Hitler we loved and why. Leyéndola puedes encontrar
la gozosa disposición de quienes fueron desnudados en la puerta,
lavados y purificados al igual que los veloces ratones
del sembrío, amontonados sobre el fuego solamente para destruir
el elemento mortal que heredaron de sus antepasados.
Zundel imagina esas almas liberadas escapando por el ducto,
como por una especie de vacío circular. Yo pienso, más bien,
que el exterminio es un río que acepta la perfecta sincronía
de unos muchachos sobresalientes en el manejo de los remos.
El exterminio es mi negativa a respetar lo imperfecto.
(Y si la variación continua es el estado natural de la mente,
Zundel de esa manera convierte las flores en sonido.)
Nada de esto servirá cuando me encuentre frente a ti.
Sólo me salvará llevar el poema hasta sus propios márgenes,
pedirte perdón por todos esos vicios en los que te inicié,
aceptar que se necesitaron dos para hacer de este amor
algo tangible o al menos verificable, que no pude hacerlo solo.
En el interior de la Iglesia aguardan nuestros padres,
nuestros amigos, la nostalgia del guardián de la torre de vigía,
los horribles nombres de los sobrevivientes. Aquí quedan
todas las cosas que para ser definidas deben estar ausentes. Aquí
mi plegaria entre los automóviles estacionados. 1 de octubre.
Los muchachos de la calle Torre Ugarte
Soñar nuestros sueños no significa necesariamente
poseerlos. Y no necesariamente se cumplen como uno
en cierto momento lo planea. Esta noche, por ejemplo.
Bajo esta noche extrañamente móvil, mano recién cortada
de una joven en la playa, a pesar del invierno, de la presión
de las corrientes de aire que se deslizan sobre el mar,
hemos salido los tres a jugar pelota, esquivando los autos,
dividiendo la calle sólo con la consonancia y la conveniente
lejanía de nuestros cuerpos, rotando, inquietos como si alguna bala
fuera a salir disparada por una de las ventanas. Tractores.
Sergio no sonríe, pone la pierna cuando es necesario, con eficiencia.
Podría ser defensa de una pequeña selección nacional. Ceilán, por ejemplo.
Pienso ahora en el Estadio Sugathadasa, en Colombo, Ceilán. Otro sueño.
Pienso en el horror de los aficionados locales después de cada resultado.
Caos psicológico, temblor de labios, montones de vidrio quebrado.
Francisco, más esforzado, su cabeza convertida estos últimos días
en una vasija repleta de historias tristes, de libros no leídos,
de libros inventados, le hace un pase largo, de veinte metros
al guardián del edificio que está frente a su casa. Pero, un momento:
¿Francisco Melgar no estaba muerto? ¿Y esa pelirroja no lo había matado?
¡No todavía! me grita, desde el fondo de la calle, haciéndome
un pase débil, desviado hasta el desgaste herboso del malecón,
sumando a nuestro juego a los transeúntes, a los niños muertos
y violados que algunos esperan ver salir del fondo del pastel
de sus despedidas de solteros, a Nikolaos Michaloliakos, poeta de raza superior,al que convocamos luego, sudorosos, con un puñado de velas negras
para hablarle de nuestros sueños. Que no necesariamente se cumplen.
Un día en la vida de Bonnie Consolo
1
Ninguna desesperación como mi desesperación.
Y nadie como Bonnie Consolo, en esa lucha desigual
mantenida contra su joyero, frente a la cámara. Aunque
esta imagen viaja conmigo hace más de quince años,
recién tiene hoy lugar en el jardín de mis pensamientos.
La recuerdo doblando las piernas, ante la pequeña caja cerrada,
accionando su propio mecanismo al arrodillarse, alargando
el pie hasta abrir la cerradura con los dedos —hasta atrapar
con los dedos el collar. Endereza la columna vertebral
—una alineada sucesión de máquinas de afeitar. Lo que aquí
quiero decir no tiene nada que ver con la distribución del dolor
entre los hombres, ni con las absurdas limitaciones
de la literatura oral —con sus propias piernas logra colocárselo
alrededor del cuello. Ella ha salido airosa y yo no, pero mi lucha
es mucho más fuerte. Porque, Señora Consolo,
a los muchachos de trece y catorce años todavía les muestran
el cortometraje donde hace éstas y otras cosas, adoptando
involuntariamente en sus acrobacias toda clase de formas:
camarero entre las fieras, mar de sangre, monstruo que no puede
vivir en la tierra pero tampoco entre las aguas. Y les dicen
que usted es un ejemplo para los demás debido a su irritante
lealtad a lo imposible. Nadie dice que tuvo a su ladotres esposos
y dos hijos: pero yo esto tengo que enfrentarlo solo. Su vida
es una rutinaria sucesión de dos o tres maravillas, seguramente
ejecutadas sin considerar las reglas del stasis y la repetición,
mientras aquí mi cara ha comenzado a cambiar, sumergida
en la oscuridad de las preguntas más simples: ¿es que acaso
significa algo la dolorosa mordedura que descubrí esta mañana
cerca de aquella parte de mi cuerpo donde alguna vez fui feliz?
Pero de eso, señora Consolo, la verdad es que casi no recuerdo
nada. Mejor imaginemos un momento a
2
Horoskop sin brazos; Horoskop presidiendo los mitos y ritos
iniciáticos, Horoskop dejando un rastro de monedas dentro
de los edificios del insomnio, Horoskop sonriendo a los niños;
Horoskop construyendo, haciendo cantar a sus manos, Horoskop
construyéndose cicatrices que luego ante la autoridad no sabrá
explicar, Horoskop reconstruyendo los instrumentos de Harry Partch
cuando Harry Partch era su sitio secreto, el resto de los regalos,
la ciudad cerebral. Horoskop evocando la respiración helada
del padre contra su mejilla ese sábado en el garaje de la casa
—contra la rectitud de su cintura desnuda. Y la luna arriba
oficiando como vínculo entre las preguntas que siempre se hizo
y las respuestas que nunca llegaron, demandándole
una metáfora zoológica que jamás le pudo conceder. Varios fines
de semana perdidos intentando olvidar todo esto a bordo
del auto de cualquier chico que sea un auténtico sol ario.
Te sonreirá hasta que descubra tus uñas sucias. Si tus dioses
son la pobreza y el mal gusto no esperes que te dé un beso.
Un mar guardado para ti. Dolorosa mordedura. Flores de madera.
Pero sobre todo este gran manojo de hierba. Te llevarás esta hierba
a los labios y le dirás que la deseas más que a todas las chicas
que alguna vez deseaste. Y no mentirás. Y así me recordarás
que hoy no hubo grandes noticias para nosotros, y seguramente
tampoco las habrá mañana. Con ella no hay salida, no hay ni siquiera
la ternura engañosa que tiene el barbado hombre en las duchas
por ese amante de ocho años de edad —un centelleo insolente—
que se arma y se rearma con la luz. Ni eso. Más desdeñosa que ella
no hay ninguna. Usted siempre tuvo a su lado alguien con quién
conversar antes de dormir. Pero yo esto tengo que enfrentarlo solo.
—Hemos cocinado hasta sus huesos, querida Horoskop,
pero no hubo nada tan insolente como este centelleo insolente.
—(Eso no tiene importancia. Igual dormí con él.)
Ninguna desesperación como mi desesperación.
(de Horoskop, 2007)
Datos vitales
Ha publicado los libros de poesía El libro de las moscas (Lima,1997), El libro de las señales (Lima,1999), Lesley Gore en el infierno (Lima, 2003), Horoskop (México, 2007).