En el marco de “Mundos paralelos: Antología de jóvenes narradores argentinos, preparada por Mercedes Álvarez, presentamos un cuento de Jorge Chiesa (La Plata, 1969). Es poeta y narrador. Publicó las plaquetas de poemas La Pesquita (Dársena 3, 2007) y Los Libritos (Goles Rosas, 2011).
La manga del saco
No había pasado ni siquiera un mes desde que la doctora V. Chic se arrepintiera de sus mentiras, retractándose de las acusaciones promovidas en mi contra por violación, cuando ocurrió un lamentable accidente. No soy de corregirme, pero más que mentiras fueron falsas imputaciones; todo sea por hablar con propiedad, ¡con criterio jurídico! Sólo que a veces olvido quién soy, aunque de quien en realidad preferiría olvidarme es de la doctora V. Chic, que no merece ningún recuerdo, y concentrarme en aquel accidente tan desafortunado. Cierta mañana, con las sombras de la calumnia ya disipadas o a punto de convertirse en algo menos que sombras, entré en el despacho del doctor Zabala, mi jefe. Buscaba unos papeles de relativa importancia. No los encontré, pero mi espíritu diligente me obligó a retirar un pocillo de café, abandonado sobre el escritorio Quiso la casualidad o el destino conjurarse en mi contra y abrirme los ojos: toda mi vida había sido un verbo mal conjugado. Paso a enumerar la combinación de elementos que, justo en ese instante, le estaban dando forma al más negro de los futuros: la torpeza de mi mano, la proximidad entre el pocillo y un portarretratos, restos de café. Gracias a Dios existen los vidrios que protegen las fotografías de las esposas de nuestros jefes. La esposa del doctor Zabala era treinta años menor que él y diez años menor que yo. Posaba en bikini a la orilla del mar y era evidente que ella acababa de salir del agua porque su cuerpo tenía un brillo deslumbrante: ¡ay con la voluptuosidad de la carne! Dejé el portarretratos, salí al pasillo y pasé frente al escritorio de la secretaria. Sabía que me arriesgaba inútilmente, exponiéndome a la mirada de los demás. Pero tenía que ir al baño para buscar algo con que limpiar aquel desastre. No tuve suerte: no había toalla ni papel higiénico. Volví a entrar en el despacho del doctor Zabala. No descartaba la posibilidad de que alguien me hubiera visto ir y venir. Una vez adentro miré a mi alrededor. Vi el saco del doctor Zabala colgado en el respaldo de una silla. Era de color marrón; nadie notaría una mancha de café que la tela absorbería demasiado rápido. Tomé el portarretratos y me acerqué a la silla. Tomé una de las mangas del saco. Colgaba fláccida como si fuera el brazo de un hombre vacío. Yo estaba un poco nervioso y la suavidad de la tela me tranquilizó. Tenía las mejores intenciones: limpiar el portarretratos. Miré la foto y una oleada de resentimiento brotó, como dicen los cultores del sentimentalismo barato, desde lo más profundo de mi ser. Es hora de que alguien lo diga: el doctor Zabala era bajo, calvo y gordito pero tenía la autoestima por las nubes; y pienso que yo, si hubiera tenido apenas el diez por ciento de su actitud, me habría llevado el mundo por delante. No lo mencioné antes pero Zabala, en malla y barrigón, posaba en la foto junto a su esposa. Ella, muy por el contrario, pertenecía a esa raza inaccesible de mujeres que el mal gusto del habla popular ha caracterizado como Diosas del Olimpo. No sé si fue la mecánica muscular de pasar la manga del saco por la superficie del vidrio en forma de pequeños círculos o qué, pero el hecho es que al soltar la manga sentí que la necesitaba, que necesitaba esa manga y nada más en el mundo. Con una mano sostenía el portarretratos y con la otra empecé a masajearme la entrepierna, ejerciendo una presión intermitente a la altura del cierre del pantalón, sobre la punta del glande. No contento con esto, fui por más. Por algo más que me ayudara a canalizar la angustia: Diana, mi novia de toda la vida, se había enamorado de otro. De un hombre de verdad, según ella. Por eso me bajé los pantalones y me envolví la pija con la manga del saco. Sin decir agua va, comencé a masturbarme. La tela era tan cálida y estaba tan lejos del animal de sangre fría que era Zabala. Fue muy extraño ver esa manga hueca y solitaria dándome aquel bendito placer, totalmente desinteresada, a cambio de nada. En ese momento en lo que menos pensaba era en las consecuencias. Pasados apenas dos o tres minutos, Zabala abrió la puerta y me encontró como me encontró: eyaculando contra el vidrio.
– Entiendo que esté molesto -dijo Zabala.
¿Molesto? Digamos que molesto no era la palabra adecuada. Estaba avergonzado y dolido. Necesitaba hablar con alguien de lo ocurrido con Diana pero no tenía a nadie con quién hablar. Era algo demasiado íntimo para contárselo a Zabala. Y a pesar de que ya habían pasado cinco meses y veintidós días, para mí era como si apenas ayer ella hubiera pronunciado aquellas palabras tan duras: Me enamoré de otro, de un hombre de verdad.
– Intentaba desquitarme y me la agarré con su mujer. Le pido perdón.
Zabala me pasó por al lado y yo pensé que iba a golpearme a traición. Pero no. Dio la vuelta, con la vista clavada en la fotografía de él y de su mujer bañada en esperma, chorreante de semen, la mirada de pronto encendida. Lamenté profundamente el hecho de que la mayor parte de la descarga lo hubiera alcanzado a él, justo en la cara que sonreía desde la foto. Era la imagen de un hombre sin rostro, una ameba, una baba blanca. Pero eso no era todo. Faltaba lo peor: la manga del saco.
– ¡Qué significa este guascazo! -gritó.
Tenía la mirada sacada, a miles de kilómetros de distancia de las órbitas que parecían dos huevos fritos, y me dio la impresión que estaba pasado de cocaína. De la misma cocaína que en una oportunidad Zabala me había ofrecido y yo terminé por aceptar. Claro que fue un error, porque el hecho es que no sentí nada. Mucho más estimulantes son las pastillas de anís. Sin embargo a Zabala las pastillas de anís siempre le parecieron cosa de pajeros. Lo suyo era la cocaína y se jactaba de que una simple rayita lo pusiera a punto caramelo, que fue lo que pasó cuando vio la manga del saco. Al verlo fuera de sí comprendí que a causa de la droga algo se había sublevado dentro de su mente jurídica, excitando sus fibras más íntimas: las fibras textiles del saco.
Como dije, pasó a mi lado pero se contuvo, y me palmeó fraternalmente el hombro. Acto seguido, abrió un cajón que estaba cerrado con llave. Me quedé mirando su brazo extendido hacia mí. Pensé que sacaría un revólver pero no: me estaba alcanzando un sobre.
Yo tomé el sobre y él se quedó, ahora sí, estupefacto mirando la manga del saco toda enchastrada. Era un engrudo secándose sobre la tela que había perdido toda su magia, toda su plasticidad.
– Sos un aprovechador. Ella se negó y vos igual te abusaste -dijo con la manga en brazos -. No te preocupes, querida, ya pasó, ya pasó. Todo es culpa mía: yo tomé algo de este hombre y ahora él ha tomado algo que es mío. Espero que algún día puedas perdonarme.
Dentro del sobre había fotos. Fotos íntimas de Diana y Zabala. Para qué negar las evidencias: estaban desnudos. Sentí un puerco espín creciéndome en el corazón. Estos eran los pormenores: los inicios de su relación como amantes se remontaban a los inicios de mi compromiso formal con Diana. Íbamos a casarnos. Zabala dijo que lo estaban chantajeando.
– Estas fotos me están costando una fortuna -se quejó.
Sospechaba de la doctora V. Chic, que más de una vez había estado de licencia con carpeta psiquiátrica. Ella era un cachivache y nadie en su sano juicio le habría tocado un pelo, lo que la había convertido en una resentida. Según Zabala, sólo ella podía ser capaz de semejante bajeza y para demostrarlo mencionó el incidente del ascensor. Cómo olvidarlo. La doctora V. Chic y yo íbamos al mismo piso cuando a causa de un corte de luz el ascensor se paró y yo, sin querer, le toqué una teta. Eso fue lo que ella dijo:
– ¡Uy! Me tocó una teta.
No fue un comentario feliz. Yo hubiera preferido que dijera pecho o alguna palabra por el estilo. En la oscuridad del ascensor le pedí moderación.
– Vamos, no sea ganso, qué espera. Tóqueme la otra.
Pero como yo me negué ella me acusó de haberla querido violar. No me preocupé demasiado porque en la empresa todos conocían a la doctora. Sin embargo nunca me gustaron los escándalos.
– Esa gorda infame -dije mecánicamente por decir algo, por negar las evidencias.
Más que sentimientos de rabia o ira, de pronto me sentí abatido. Agobiado por el peso de una verdad enorme y una sola comprensión: Diana me había tomado por un estúpido.
– Ya no podemos seguir trabajando en estas condiciones. Ella nunca me lo perdonaría -dijo Zabala, señalando la manga del saco-. En caso de que las necesite, quiero que sepa que obtendrá de mí las mejores referencias.
Quise sacar alguna conclusión pero me fue imposible. ¿Podía ser la doctora Vanesa Chicharro una chantajista? Es posible que estuviera loca de remate pero era una gorda buena porque al final se había arrepentido de haberme acusado injustamente. Quizás tuviera algo en contra de Zabala. Me pregunté cuál sería el sentido de pagar por esas fotos cuando mi relación con Diana había terminado. A Zabala la noticia lo tomó por sorpresa. Al principio fue como si le hubiera quitado un peso de encima pero enseguida noté que la desilusión le cambiaba la cara. Creo que la idea cruzó por su cabeza. ¿Podía ser Diana una extorsionadora? ¿Sería Zabala “el hombre de verdad”? ¿O se trataba de otro a quien yo no conocía, tal vez una mente retorcida, el verdadero ideólogo del plan para sacarle dinero a Zabala? Me pareció que responder estas preguntas carecía de importancia. Lo único importante es que Diana ya no me amaba. Zabala, a todo esto, se llevó la manga del saco toda acartonada a los labios y la besó. Cuando se cansó de besarla, empezó a refregársela por el cachete.
– Se da cuenta por qué la quiero tanto. Ella sería incapaz de hacerme una cosa así.
Yo asentí y miré las fotos. El culo de Zabala era blanco y peludo. Tal vez Diana nos había engañado a los dos y fuera una mujer ambiciosa y sin escrúpulos. Tal vez ella y la doctora Vanesa Chicharro…no. Eso sí que no.
– ¡Noooooooo! -grité.
– No se torture más, hombre -dijo Zabala arrancándome las fotos de la mano y haciéndolas pedazos.
Me había dicho hombre. A lo mejor por eso lo miré agradecido. Me habría gustado que Diana lo hubiera escuchado.
– Diana -dije como llamándola.
– Mujeres -dijo él.
– Perras desalmadas -dije yo.
Datos vitales
Jorge Chiesa (La Plata, 1969). Es abogado. Actualmente vive en Mar del Plata. Publicó las plaquetas de poemas La Pesquita (Dársena 3, 2007) y Los Libritos (Goles Rosas, 2011). Permanecen inéditos Dinamarca (cuentos), Nilsen (poemas) y Balcones marplatenses (novela).