Cuento chileno actual No. 1: Miguel de Loyola

Miguel de Loyola

Presentamos, en el marco de la serie Cuento chileno actual, preparada por Reinaldo Marchant, dos cuentos de Miguel de Loyola: “El último sobreviviente” y “La agonía del fantasma”. Su último libro es “Esa vieja nostalgia”, 2010, Bravo y Allende Editores.

 

 

EL ÚLTIMO SOBREVIVIENTE 

Atracado al mostrador como un barco viejo  a un muelle abandonado, y aturdido por la soledad imperante en el interior de su emporio, don Pepe se dejaba arrastrar a ratos por la resaca de esas épocas de gloria vividas por su negocio antes de la llegada del Gigante, al tiempo que su cachimba desprendía en el interior del recinto, círculos azules como fumarolas volcánicas.

Hasta hace algunos años, su almacén cubría todas las necesidades del vecindario. Estaba considerado el más importante del sector. Ubicado en el corazón del barrio, servía también de constante punto de encuentro entre los vecinos. Sus altas estanterías pasaban abarrotadas de alimentos de las más variadas especies, y se vendían a diario en un ininterrumpido entrar y salir de la gente.

El ruido característico producido por la campanilla de la mampara, no dejaba de repicar desde la mañana al almuerzo, y después continuaba sonando de igual modo durante la tarde. Don Pepe subía la cortina de lunes a sábado, antes de las siete de la mañana, hora en que ya se encontraba gente esperando por leche y pan fresco para el desayuno cotidiano. Cerraba  pasadas las nueve de la noche. Cubriendo así el horario corrido con la ayuda de su mujer y de un par de ayudantes, pero igual le faltaban manos a veces para atender con prontitud los requerimientos de su clientela habitual. Sólo el día domingo cerraba al medio día y no abría por la tarde.

En los primeros años de existencia de La Esquina, algunos clientes pedían a veces minucias difíciles de empaquetar. Señoras de moño y empingorotadas, solían comprar un cuarto de azúcar, un octavo de aceite, cien gramos de comino, medio de harina tostada, doscientos gramos de nueces y otros tanto de almendras dulces. Pero don Pepe no se hacía ningún problema, contaba con un carácter apropiado para atender, y también con la chispa suficiente para encender una sonrisa en sus clientes más apáticos. Tampoco le faltaba la muletilla precisa para entablar una conversación. Tanto solía hablar de fútbol, como de política y religión, temas que siempre ardían al rojo vivo en el país.

Sin embargo, sus comentarios no pasaban más allá de lo prudente, y remataba siempre su opinión con algún chiste, haciendo reír a los más ofuscados por algún giro de la conversación. Por eso el “clinch” producido por el cajón de su vieja máquina registradora al abrirse, tampoco dejaba de rechinar durante el transcurso del día. Y a la hora de hacer caja al final de la jornada, contaba con una suma respetable de dinero en efectivo producto de las ventas. Gracias a ello, pudo comprar en esos años afortunados la propiedad, junto con la modesta casa interior existente detrás del local, rematando en un patio rodeado de murallas que don Pepe usaba de bodega para guardar cajones vacíos. Todavía el matrimonio vivía recluido en esa misma casa interior, sobre la cual caía ahora la sombra implacable de un edificio de veinte pisos, construido poco antes de la llegada del Gigante.  

Esa mañana, los recuerdos de don Pepe se sucedían en olas cargadas con la espuma nostálgica del esplendor pasado, mientras veía a través de los vidrios de la vieja mampara a sus antiguos clientes, pasar con bolsas repletas de mercaderías provenientes del supermercado. 

Desde la llegada del Gigante, algunos vecinos le habían quitado el saludo. Concretamente, aquellos a quienes en las épocas más difíciles del país, don Pepe les abriera cuenta corriente para sacar de su negocio lo necesario para vivir, con el compromiso de pagar a fin de mes. Muchos de ellos, cuando se inauguró el Gigante en medio de la avenida principal, y a solo una cuadra de su emporio, se fueron y no volvieron a pagarle las deudas pendientes.

Aurora, su mujer, a veces le echaba en cara estos hechos, como si de ellos dependiera el estado actual de la pobreza que poco a poco iba avanzado hacia el interior del inmueble, llevándose los pocos objetos de valor reunidos por el matrimonio como capital activo de su trabajo. Sin embargo, para el corazón cansado de don Pepe, esas deudas resultaban ya insignificantes.

Ahora, su único anhelo consistía en huir de allí, bajar la cortina para siempre. Pero por causa de no haber sido un hombre previsor -cruz que también le ponía encima de vez en cuando su mujer- calculaba que no tenía ninguna posibilidad de recibir alguna renta para pasar el resto de los días, de una existencia encaminada hacia el fin. Su local, gracias a la gentileza del Gigante, carecía ahora de valor comercial, y mal podía arrendarlo como tal. De hecho, lo estuvo intentado en repetidas ocasiones, pero apenas le ofrecían cuatro pesos para usarlo de bodega. Así, su situación se complicaba cada día más. Y aunque comprendía mejor que nadie que el hacha del verdugo estaba sobre su cuello, y que en cualquier momento su cabeza rodaría por el suelo, permanecía impávido detrás del mostrador, mirando las estanterías vacías, las romanas en punto cero, la registradora sumergida en un silencio mortal…

Y don Pepe no era ningún tonto tampoco. Las pocas veces que movido por la curiosidad visitara al Gigante, le bastó para calcular que sus días estaban contados. Esa enorme bóveda iluminada mejor que un estadio, contrastaba con la tenue luminosidad existente en su local, donde parpadeaban moribundos los tubos fluorescentes. Para nadie resultaba difícil comprender que allí, en el interior de aquel palacio de abastos, modernamente alhajado con los muebles apropiados, la vida le sonría hasta a los clientes más pobres. Las señoritas jóvenes ofreciendo cecinas, junto a otras invitando a degustar vinos, café y postres, constituían un centro de atracción que él jamás podría conseguir para su negocio. Los hombres con tal de mirarles su trasero despampanante, se iban de cabeza tras ellas, comprando cualquier cosa.

Además todo olía mejor allí dentro. Las carnes rojas y las aves abrían el apetito y los deseos obsesivos de hacer asados. Lo pescados, aunque congelados, con los ojos vidriados y abiertos, parecían recién sacados de un bote atracado a la caleta. Los vinos alineados como ejércitos uniformados con cascos rojos y verdes, producían la sed suficiente para meter un par de botellas en el carro sin más trámite. Lo mismo pasaba con la variedad de licores procedentes de los rincones más increíbles del planeta, y algunos con precios hasta más económicos a los nacionales. Qué decir del pan y los pasteles exhibidos por doquier, y a quienes atacaban verdaderas hordas de gente desesperada y hambrienta. Los confites y los helados recordando a cada instante a los niños, impulsaban a mamás,  papás,  abuelitas y de vez en cuando también a los tíos, a depositar más de algún paquete en el carro. Y por supuesto, las verduras, las cuales también brotaban allí como en las chacras aledañas a la ciudad. Las señoras elegantes las escogían una por una, lanzando luego las desechadas con el desenfado de quien tira piedras al río. 

Así, las señoras más exigentes, se paseaban de una punta a otra por los amplios pasillos, altaneras, orgullosas, metiendo en sus carros los productos como si los estuvieran regalando. Allí no regateaban, ni contaban el vuelto frente a la caja. Salían siempre conformes y satisfechas.

A Don Pepe a veces le daban deseos de prenderle fuego al gigante, pero el deseo no pasaba más allá de una idea alucinante, abortada al poco rato junto a una larga bocanada azul de su cachimba.

 

*** Del libro Esa vieja Nostalgia, Ed. Bravo y Allende, 2010

 

 

 

 

La agonía del Fantasma

 

“Una mala mujer es como un yugo de bueyes

mal amarrado; tomarlo de la mano es como agarrar un escorpión.”

Sirácides, 26, 7.

 

 

Pasadas las diez de la noche el poblado duerme, y sólo a ratos la voz lastimera del Fantasma intercepta el silencio nocturno, entonando esos dos versos de un corrido mexicano aprendidos en su juventud. Después, se lo oye gemir como si un puñal le clavaran en el centro del corazón.

 

              “A la luz de una vela de cera

               me he sentado a escribir estas letras…”

 

La gente sostiene que desde que María Estela lo abandonó, el hombre suele pasar la mayor parte del tiempo ebrio, recostado bajo la sombra de una higuera durante el día, y de noche vagando de casa en casa, pasando a horcajadas a través de las alambradas de púa que separan los deslindes de los patios.

Algunos todavía le temen, a otros en cambio, el Fantasma les infunde lástima, pura lástima confiesan. Era un buen hombre, reclaman. Un hombre trabajador hasta que se enamoró de esa.

Los niños se asustan cuando se cruzan con él. Aunque otros, más pillos, le tiran piedras para alejarlo como a un animal repelente. Los menos, en cambio, suelen regalarle en el verano alguna rebanada de sandía, y en invierno un pedazo de pan o charqui, envuelto en pura solidaridad.

El Fantasma tiene la costumbre, la mala costumbre, reclaman, de aparecer en los momentos y lugares menos esperados. Camino al pueblo, a veces, su chupalla color amarillo tostado emerge detrás de un árbol, o bien por detrás de una loma. Al rato después, se lo oye recitar los mismos versos que para quienes lo identifican, suenan como un viejo santo y seña.

-Apréndete otra canción, leso-, le grita a veces Don Vincho, cuando se le aparece de improviso por detrás de los perales del huerto. Pero el no responde. Nunca responde cuando alguien le dirige la palabra. Continúa con su sonsonete, o bien se aleja en silencio. Sus pisadas son las de un puma, blandas, amortiguadas, no dejan huellas.

También intercepta repentinamente a los caminantes cuando cruzan en diagonal el espeso bosque de pinos para acortar camino hacia Quillaycillo. Allí la mayoría se asusta, porque el bosque es oscuro y la voz del “Fantasma” se oye lúgubre en medio del silencio y de las sombras oblicuas que caen de los árboles. Por la noche se cruza a veces también ante la gente que sale de sus casas en dirección al retrete de cajón. Por eso los niños opinan que el “Fantasma” está en todas partes, y cuando sus padres los mandan al patio en busca de alguna cosa a la hora del crepúsculo, algunos se resisten por el temor de verlo.

Su madre, que es una anciana de más de ochenta años, siempre ha sostenido que Ricardo, porque así se llama, Ricardo Candia Gutiérrez, perdió el juicio por causa de la negra esa. Antes de conocerla era un hombre normal, totalmente normal. Sostiene. La desgracia vino con ella. Ella lo arrastró al vino, a la perdición, al infierno, reclama entre sollozos la anciana.

Sin embargo, otros declaran que no, que a Ricardo le fallaba algo desde niño, porque un hombre normal por una mujer no va a perder el juicio, todo el juicio, claro que no, sostienen.

Lo cierto es que ahora su anciana madre es la única que lo socorre todavía, la que le da un plato de comida toda vez que se allega hasta su casa. También procura mantenerle ropa limpia, aunque Ricardo se la cambia muy de tarde en tarde.

El Fantasma suele entrar a las casas por los patios. No  usa la puerta principal, siempre llega por la de atrás. Es cierto que la mayoría de las casas del villorrio tienen más actividad por ese lado que por otro. Los moradores pasan gran parte del día pendientes de sus aves, de sus animales, de sus árboles frutales, de sus chacras. Rara vez en el pueblo alguien golpea una puerta de entrada, salvo los días domingo, cuando la gran mayoría amanece vistiendo su mejor calzado y su mejor traje. Sólo entonces salen por la puerta principal en dirección a la pequeña capilla existente.

Ricardo solía ir también. El sábado antes de acostarse dejaba lustrados los zapatos y la ropa limpia sobre una silla frente a su cama. Al día siguiente se levantaba de madrugada como de costumbre. Se afeitaba, se cortaba los pelos de la nariz, se echaba agua de colonia en el cuello y en las muñecas. Después salía a buscar a María Estela para asistir juntos al oficio religioso cuando venía el párroco.

Bajaban de la mano camino a abajo, muy juntos, rozando sus cuerpos jóvenes y alegres. Ella siempre demostrando ternura, amor en buenas cuentas. Ricardo risueño, enseñando una dentadura blanca de alegría y de juventud, de felicidad completa. Para él María Estela era todo lo que podía soñar un hombre en el mundo. Se iban a casar. Eso lo daban por seguro. Se casarían ese mismo fin de año. Comenta siempre la gente. Hasta que llegó la cuadrilla de hombres a construir el puente nuevo que cruzaría un brazo del río. Entre esos venía Canales. Dicen que María Estela se enamoró apenas lo vio con su casco amarillo y su overol azul flamante. Y un sábado en que Ricardo había viajado a la ciudad a comprar unas herramientas que necesitaba para su trabajo en el aserradero, Canales se la levantó sin más trámite.    

 Los más sostienen que el hombre la invitó a bajar hasta el pueblo, y que ella, la muy zorra, aceptó la invitación de buenas a primera.

 Por allá los vieron de la mano. También los vieron bailando corridos en El Central. Y después, alguien los vio también perderse juntos en los cerros, para el lado de los bosques nativos, espesos todavía de avellanos, robles y quillayes. Pero el lunes cuando llegó Ricardo, nadie le dijo nada. Lo vieron llegar ufano, ansioso de ver a su novia. Antes de ir a su casa pasó por la de ella, pero no la encontró. Le dijeron que andaba en las casas del bajo, buscando afrecho para los chanchos.

Por la tarde, después del trabajo regresó a buscarla. Volvió a decirle doña Adela que la María Estela andaba en las casas del bajo. Donde la Justa, explicó.

Recién entonces, dicen que Ricardo paró las antenas. Se dio el trabajo de ir hasta allá mismo, para que doña Justa le saliera diciendo que a la María Estela no le había visto ni la sombra ese día, ni otro.

Volvió desconcertado, explican. Pero no se atrevió a insistirle a doña Adela por el paradero de su hija. Se fue directamente a encerrar a su casa, donde sus hermanos le soltaron el cuento sin más trámite.

 Al otro día no se levantó, se quedó enterrado en la cama igual que un muerto en su lápida.

 -¡Sale a pelear, hombre! -lo espetó uno de sus hermanos. Pero Ricardo no respondió nada. Pasó el día tieso, amortajado por el desconcierto y los celos.

Ese mismo fin de semana el puente estaba terminado, así que la cuadrilla de hombres partió, pero Canales se quedó un par de días más pagando pensión en la casa de la Chela Norambuena. Después se largó también, llevándose a María Estela.

 Aseguran que cuando a Ricardo le fueron con el cuento que María Estela se había largado con el afuerino, su reacción fue un aullido parecido al de los perros cuando les da por llorar de noche para sublevar a las ánimas. Después, en la madrugada, se puso a tomar, a tomar todo el vino que encontró en la casa, y que cuando se acabó, salió a buscar a las casas de los vecinos.     

-¡Se volvió loco, Ricardo, mire que andar así y a esta hora pidiendo vino! -le dijo la Cholina cuando lo reconoció esa noche con el rostro transformado, asomado en la ventana de su casa.

 Ricardo andaba en calzoncillos largos y en camiseta vagando por el camino, entonando de vez en cuando ese viejo corrido mexicano que tanto le gustaba.

Ahora han pasado más de treinta años. Treinta años seguidos, y Ricardo continúa en la misma situación, recorriendo las casas del pueblo cantando, ocultándose durante el día bajo la sombra de los árboles, y apareciendo otra vez durante la noche. Pero está viejo, incluso más viejo que cualquier otro hombre de su misma edad.

Lo cierto es que María Estela regresó sola cinco o seis años después, pobre, vieja, con tres críos a cuestas, y que Ricardo al verla no la reconoció. También dicen que cuando hay luna, a veces se pone cantar ese estribillo mexicano frente a la ventana de la pieza de María Estela. Y que ella se asoma en algunas oportunidades para hablarle. Pero el “Fantasma”, cuando la ve, se esconde, y después se larga por el camino hacia otro sitio. Cantando, por supuesto, cantando todavía ese pedazo de canción que se le quedó pegada en la aguja de la vitrola del cerebro, como dicen.

 

Del libro Cuentos del Maule, Editorial Bravo y Allende, 2007.                        

 

 

Datos vitales

Miguel de Loyola es Profesor de Estado mención Castellano por la Pontificia Universidad Católica de Chile desde 1981. Magister en Letras mención Literatura por la Pontificia Universidad Católica de Chile, 1991. Secretario de redacción de la Revista Literaria Proa, Argentina. Miembro del Círculo de Críticos de Arte de Chile. Editor de crítica y ensayo de la página web www.letrasdechile.cl Blog: www.migueldeloyola.wordpress.com. Correo: deloyola@hotmail.com Ha publicado: Bienvenido sea el día, cuentos, 1991, Ediciones Mar del Plata; Despedida de Soltero, novela, 1999, Lom Ediciones; El desenredo, nouvelle,2004, Bravo y Allende editores; Cuentos del Maule, 2006, Bravo y Allende Editores; Esa vieja nostalgia, 2010, Bravo y Allende Editores.

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