En el marco de la serie “Cuento chileno actual”, preparada por Reinaldo Marchant, presentamos un cuento de Pablo Vásquez Donaire. Es narrador y ensayista. Actualmente radica en Santiago.
Quintero flying chicken
Llegué a Quintero el martes; a nadie se le habría ocurrido pensar que yo iría a un lugar así. Llovía a cántaros. Aparte de la boletería, una caseta y un kiosco, el terminal era un sitio triste y sin la menor ornamentación. Un tipo que me vio bajar del bus preguntó si acaso traía algún bulto aparte del bolso que colgaba de mi hombro. Cuando dije que no, se quedó mirándome con cara de desamparo; probablemente pensó que podría ganarse una propina.
— Busco alojamiento —dije al chofer del taxi.
Le expliqué que necesitaba una cabaña.
—El problema de las cabañas, amigo —dijo—, es que le va a salir un ojo de la cara; con la misma plata usted podría arrendar un departamento, o en último caso irse a un hotel.
Me recomendó uno en donde, según él, servían el mejor pescado frito de la región.
Pero yo necesitaba una cabaña y tenía dinero. Tampoco quería ganas de dar explicaciones.
Se detuvo frente a una casa. La calle era muy empinada y el agua escurría como si el asfalto se estuviera desangrando. Me despedí del tipo y toqué el timbre. Por la ventana se asomó una mujer, casi una anciana, delgada, de pelo corto, ondulado y teñido rubio. Arrendaba cabañas, sí, pero no estaba preparada para recibir gente en invierno. Seguramente dijo eso para excusarse por la falta de aseo, pensé después.
Abrió el paraguas y gritó hacia adentro a una tal Nina, para que trajera la llave de la dos. Nunca conocí a Nina, no supe si era hija, hermana o amiga de la dueña, sólo escuché su voz y vi su mano con la llave.
Entramos a una cabaña que estaba a pocos pasos de la casa principal, junto a otras cabañas idénticas, igualmente desoladas. Caminamos en puntillas por el barro, rodeando una gran poza que se había formado entre la entrada y un árbol sin hojas. Adentro todo estaba sucio, olía a encierro y el piso de madera estaba blanco de polvo. Al fondo había una cama, un velador, una cocinilla de dos platos ligada a un balón de gas, un estante, una mesa y una puerta que daba al baño.
— ¿Cuánto tiempo va a quedarse? —preguntó.
Le respondí con otra pregunta.
— ¿Cuánto vale el alojamiento por día?
— Once mil —respondió sacudiendo el paraguas, con un tono que daba a entender que no estaba dispuesta a recibir menos.
Hice un cheque por seiscientos sesenta mil pesos y, antes de que pudiera decir cualquier cosa, le expliqué que con eso le estaba adelantando dos meses. Miró incrédula el documento a contraluz, me entregó las llaves y se fue a su casa.
Reconocí visualmente mi nuevo hogar. Dejé mis cosas sobre la cama (chaqueta de mezclilla, bolso con ropa interior, un libro de Vargas Llosa que estaba por terminar), y salí.
El taxista me había explicado que en Quintero todas las distancias pueden hacerse a pie. Le hice caso. Llegué a la plaza en menos de cinco minutos, por ir en bajada, claro, porque la vuelta en subida me tomó más de veinte. Entré a un pequeño supermercado. Me gustan esos supermercados de provincia, su aspecto de bodega, con aserrín en el piso y dos o tres pasillos estrechos. Todo olía a detergente y uno de los tubos fluorescentes pestañeaba. Compré lo más urgente: cloro, insecticida, cera, jabón, shampoo, papel higiénico, una cortina de baño, pasta y cepillo de dientes, un tarro de Nescafé, cigarrillos y una bolsa de azúcar. La cajera y el empaquetador no me quitaban la vista de encima; debí ser el primer cliente del día.
Después pasé a un bazar y pedí un cenicero de vidrio, un encendedor y una pequeña radio a pilas. Ya había dejado de llover y me preguntaba por qué no se oía el rugido del mar, como en todos los balnearios.
Volví para dedicar el resto del día a la limpieza y orden de la cabaña. Dejé todo impecable. Me duché y luego me dejé caer en la cama sin sábanas. Terminé la novela de Vargas Llosa. La cama olía a humedad. Puse a hervir la tetera para el café y prendí la radio. Estaba lloviendo otra vez. Un locutor mencionaba ofertas en el supermercado que yo acababa de visitar.
Fue la noche más larga y fría de toda mi vida.
Desperté temprano. Tuve esa sensación de vértigo que se tiene al despertar de golpe en un lugar al que no se está acostumbrado. La cama era durísima y crujía hasta con los pensamientos, igual que las tablas del piso. Me vestí y fui de nuevo a la plaza. El cielo ennegrecido anunciaba más lluvia para el resto del día. Entré al único banco y le expliqué a un guardia que quería hablar con el gerente. Me hizo pasar hasta una oficina, no sin antes advertirme que don Rogelio un hombre muy ocupado y que siempre hacía cosas importantes.
Rogelio Mora era un tipo de mediana estatura, semi calvo, delgado y vestía muy bien. Luego de saludarme preguntó en qué me podía ayudar. Le expliqué que tenía una cuenta corriente con varios millones, y una una línea de crédito que los triplicaba. Se reacomodó los lentes y apagó la pantalla de su computador. Tomó el teléfono y pidió a una tal señorita Marta que trajera dos tazas de café.
Hablé de la intención que tenía de quedarme un tiempo en la ciudad por razones que prefería omitir, que necesitaba hacer inmediatamente un giro de dinero, y que temía que alguien me ubicara husmeando mis movimientos bancarios.
— Toda la información comercial, ya sea saldos, créditos o giros, son de carácter estrictamente confidencial —dijo—, sin embargo entiendo su preocupación; sé que hay personas inescrupulosas que pagan buenas cantidades de dinero por acceder a estos datos. No puedo hacer otra cosa que encargar a mi gente que ningún procedimiento asociado a usted se lleve a cabo sin mi supervisión.
— Conforme —respondí—, no satisfecho, pero sí, conforme…
Miré la fotografía enmarcada que adornaba su escritorio. Salía él, con bastante más pelo, al lado de una mujer de rostro inexpresivo y de una niña de ojos celestes. Me gustó la sinceridad del tipo, cuando se tiene dinero uno debe acostumbrarse a lidiar con los mandarines que no lo tienen, pero que sí lo huelen de lejos: genios, enfermos, artistas, pelafustanes hablando de proyectos, charlatanes, llorones. Cualquier otro se hubiese ofrecido de perro guardián.
Al salir, divisé en la fila de público general a la mujer que me arrendaba la cabaña. Noté el error de no haberle avisado al gerente que alguien cambiaría un cheque mío, pero como el tipo dio muestras de tener una mediana inteligencia, me desentendí.
Saqué medio millón; por el momento no necesitaba más que eso. Entré a una pequeña fuente de soda que estaba al lado de la fila de colectivos que van a Viña del Mar. Tenía sed. Había dos tipos sentados en la barra bebiendo schops, además del encargado del local y un anciano ubicado en la última mesa haciendo figuritas con las servilletas de papel.
Pedí un whisky. El encargado debió limpiar la botella de Ballantine’s con un paño, pues estaba cubierta de polvo. Era casi un adorno; probablemente ahí nadie pedía tragos fuertes. La carta era apenas una hoja impresa y plastificada. Me puse a leerla cuando de repente vi que el anciano estaba sentado frente a mí.
— ¿Ha oído usted hablar de “La Gran Erika”? —preguntó con el ceño fruncido y una mirada que me asustó un poco.
Los tipos de la barra dejaron escapar una risotada.
— No los oiga —dijo el viejo—, son unos ignorantes.
“La Gran Erika” sonaba a número de circo pobre, pero no quise decirlo, sólo lancé un patético “no estoy seguro”.
— La Gran Erika —interrumpió, como si mi respuesta le diera lo mismo—, es la gallina más singular de este planeta, ¿por qué?, pues es la única gallina que puede volar…
Hablaba con un tono falso y grandilocuente. Los de la barra carcajearon otra vez y el encargado, al mismo tiempo que preparaba mi whisky, me hizo una innecesaria seña alusiva a la locura del anciano. Cuando dijo la palabra “volar” miró hacia el cielo falso del local como si estuviese viendo a su gallina en pleno revoloteo.
Me puse de buen humor.
A ver —dije—, hay gallinas que saltan muy alto; uno cree que están volando, pero volar, lo que se dice volar, imposible; las alas son cortas y el cuerpo no es aerodinámico…
El anciano me miró como si yo acabara de escupir su rostro. Los de la barra se dieron vuelta para ver qué respondía él a lo que yo acababa de decir. Se puso de pie y gritó.
— ¿Y usted cree que yo no sé la diferencia entre un salto grande y un vuelo?, ¿usted cree que no conozco a mi gallina?, ¿usted cree que…?
El encargado tomó al anciano del brazo y lo dejó en la calle, pese a al frío y a que estaba lloviendo. Se disculpó mientras dejaba mi vaso en la mesa. Confirmé que nunca antes había servido otra cosa que no fueran schops; el vaso traía las tres cuartas partes de whisky y un hielo que apenas se veía.
— No se preocupe —dije tratando de rescatar el hielo con los dedos—, nunca está de más una muestra de que pese a todo uno no está tan mal…
Fui a recorrer la ciudad, aunque lo visto ya era más que suficiente. Quintero es una ciudad pobre y vieja, sin edificios, con calles empinadas y casas decoloradas, antiguas e irregulares. El whisky me abrió el apetito y calmó un poco mis ansias. Sabía que debía hacer cualquier cosa por evitar llamar la atención, pero como tampoco tenía ganas de cocinar, entré a almorzar a un restaurante.
Salí pasadas las tres. Me dolía el estómago. La lluvia no me molestaba en lo más mínimo; todo lo contrario, me relajaba. Seguía con la duda: ¿por qué no se oía el mar? Esa misma tarde quedé de bajar a la playa a averiguarlo.
Entré a la cabaña, prendí la radio y me recosté un rato con la intención de dormir, pero a los pocos minutos sonó la puerta. Era la dueña. Tenía otra cara, una sonrisa maternal, una ternura de casita de muñecas.
— ¿Cómo está, mi niño? —dijo— Fíjese que hoy fui al banco. ¡Muchísimas gracias!
— No agradezca, es lo que corresponde…
Seguramente mi presencia, a mitad de año, había sido una impensada y bienvenida inyección de dinero.
— Dígame una cosa, mi niño, ¿está bien?, ¿le gusta la cabaña o quiere ver las otras?, ¿necesita algo?
— Nada —respondí—, aunque en realidad sí, hay algo…
Entró y cerró la puerta para dar a nuestra conversación un recargado toque a privacidad. Fui a mi chaqueta de mezclilla y saqué algunos billetes.
— Esto —dije mirándola fijamente—, es un bono extra que le estoy dando…
Abrió los ojos como si se encontrara frente la Virgen María.
— Escúcheme: hay unas personas que me buscarán, que tarde o temprano llegarán hasta Quintero y tal vez a esta casa. No se preocupe, porque yo no he hecho nada malo, ¿entiende?
— Sí —respondió mientras contaba los billetes
— Nadie puede saber que estoy viviendo acá.
Tomó mi mano entre las suyas y juró por su vida guardar silencio. Me recosté otra vez, y de nuevo sonó la puerta. Era ella, traía entre sus manos un pequeño televisor. Antes de que yo le explicara que no deseaba el aparato, entró y lo dejó sobre la única mesa.
— Blanco y negro —dijo—, pero es muy bueno, se lo aseguro, una joyita.
Agradecí el gesto y volví a la calle. Se me habían espantado las ganas de descansar. En la esquina pregunté a un tipo por dónde podía bajar a la playa.
El agua con barro bajaba por las escalinatas y quiebres como si fueran una gran catarata de chocolate. Tendría que comprar zapatos, o unas botas de agua, porque los que llevaba puestos difícilmente sobrevivirían a esta primera expedición. El mar era una inquieta y plomiza sombra sembrada de rocas y arrecifes. Las nubes se confundían con el agua y era imposible divisar la línea del horizonte. Ver llover en el mar es uno de los espectáculos más melancólicos que puede ofrecer la naturaleza, algo digno de encuadrar en los mejores recuerdos de toda una vida. Intuí que los cerros no resistirían mucho tiempo en estado sólido, porque llovía como si fuera la última lluvia, la definitiva, y yo me sentía como el último hombre parado al borde de un último abismo.
Me resfrié. No era para menos, pues estuve alrededor de cuatro horas parado ahí, mirando el mar, llorando, imaginando cosas que ya no recuerdo. La dueña de la cabaña dijo que estuvo a pocos minutos de salir a buscarme. Me preparó limonadas con miel y mantuvo todo el tiempo un guatero caliente debajo de mis pies. Reconozco que sin ella a lo mejor me hubiese muerto. No me dejaba solo salvo para ir de vez en vez a su casa a ver el almuerzo o cuando sonaba el timbre. Se sentaba al lado de mi cama y tejía y veía esas telenovelas venezolanas mientras yo trataba de dormir. Al cuarto día de convalecencia dijo que esa mañana un anciano había preguntado por mí.
— ¿Qué anciano? —pregunté sobresaltado, tratando de sentarme.
— Uno que hablaba de una gallina que vuela —explicó.
Respiré aliviado, tan aliviado que no pude evitar reírme. Seguramente el viejo me había seguido.
Me levanté el sábado, pero la dueña me prohibió salir a la calle. Tenía razón, ya no tenía edad para andar jugando con la salud, además era innecesario pues ella me abastecía de todo. Le pedí que fuera a comprar cualquier libro. Me desesperaba estar acostado sin leer y ya empezaba a sentirme tentado de prender el televisor para retomar la telenovela venezolana, pues entre sueños algo de la trama alcancé a entender. Le di un poco de dinero y prometió hacer el mejor esfuerzo por traer algo de mi gusto, pese a que en ningún momento nombré a algún autor. Las posibilidades de que la mujer trajera un buen libro eran risibles, sin embargo, esa misma tarde apareció con una antología poética de Pierre Jean Jouve.
Luego de un riguroso sondeo en el dial di por fin con la Radio Oasis y su nostalgia envasada. Los años cincuenta y sesenta, el sueño americano de la post guerra, esas melodías dulzonas, inocentes y bellas, retenidas en la voz de Frankie Avalon, Neil Sedaka, Johnny Mathis, esa música exquisita, íntima y taciturna, que pese a su simpleza mantiene intacto el espíritu de los años dorados del mundo, el olor a perfume de la jovencita virgen, la loción del joven universitario y respetuoso, el baile de fin de año en la cancha de básquetbol.
Salí a la calle el martes, una semana después de mi llegada. La lluvia no daba tregua. Compré una revista deportiva y me encaminé hacia la fuente de soda. En la segunda esquina me salió al paso el anciano chiflado.
— Con usted quería hablar —dijo.
No estaba para tonteras; le expliqué que no tenía el menor interés de hablar con él, y que por favor dejara de seguirme.
— Usted no entiende —respondió—, debe creerme; Erika vuela como las gaviotas. ¿Qué estoy diciendo?, ¡mejor que las gaviotas!
Me habló sobre la posibilidad de ser yo el manager de la gallina. Pregunté por qué no lo era él mismo.
— Yo estoy exclusivamente dedicado a su entrenamiento —reveló—, además necesito a alguien que entienda de espectáculos, y me da la impresión de que usted sí entiende, ¿verdad?
Supe que no escucharía razones así que acepté su propuesta, sólo para librarme de él.
Llegué a la fuente de soda. Me puse a hojear la revista mientras traían mi pedido, pero no pude concentrarme; el viejo y su gallina habían logrado colarse en mi cabeza. El encargado me explicó que tenía a medio Quintero cansado con el tema de la gallina, que estaba empecinado en hacerse rico y montar un show.
Después vinieron las preguntas de rigor, que quién era yo, de dónde venía y cuánto tiempo me iba a quedar en Quintero. Respondí como pude; es difícil rehusarse a hablar de uno mismo sin levantar sospechas, sin que después lo anden mirando a uno como a un extraterrestre.
— Soy escritor y vine a terminar una novela —mentí—; pueden ser seis meses o varios años los que estaré acá; todo depende.
— ¿De qué? — preguntó con interés.
— De la inspiración.
Tuve muchísimas ganas de bajar otra vez a la playa, pero me contuve. Como pregunté a la dueña de la cabaña dónde compró el libro de Jouve, fui después a una miserable feria artesanal cuyo único stand de libros tenía sólo algunos best sellers del momento, textos de exigencia escolar y un curioso volumen de cocina finlandesa. No entendía cómo un libro original de Jouve pudo llegar ahí, cómo lo habrían obtenido, a qué precio lo vendieron (la mujer nunca me dio vuelto), y cuánto tiempo permaneció ahí sin que alguien medianamente entendido lo viera. ¿Se habrá imaginado alguna vez el bueno de Jouve que uno de sus libros terminaría ahí, a miles de kilómetros de París?
Esa tarde volví a pensar en Jouve. Me di cuenta que no sabía mucho de él. Lo leí por primera vez en la universidad, y de eso habían pasado ya varios años. Recordaba su cara, en realidad la fotografía de la contraportada de los libros; sus facciones puntiagudas, emergiendo de una negrura total, sus lentes de marco grueso y redondo, el bigote, la frente sembrada de pecas. Se parecía a Gandhi, pero un Gandhi sin dulzura, un No-Gandhi deambulando por pasillos oscuros, poeta, católico y moralista.
Compré ropa; era inevitable, pues no podía andar con la misma prenda todo el tiempo. Volví a la cabaña a cocinar. Hice tallarines con salsa y una sopa de pollo con verduras. No estuvieron nada mal, pero me sobró más de media olla de cada cosa, y como no había refrigerador tuve que deshacerme de todo.
El baño era pequeñísimo, la ducha era un rectángulo de loza de un metro por dos. La ventanilla daba al patio y era posible mirar el mar y ducharse a la vez, si es que dejaba de llover, claro.
Saqué la basura a la calle. Casualmente la dueña estaba haciendo lo mismo. Le pregunté si era normal que lloviera de esa manera. Dijo que no.
Lunes, diez de la noche. Ya varias cuadras antes, y pese a que los organizadores trataron de mantener el lugar del evento en secreto, se ven las camionetas de los canales de televisión, las pequeñas antenas parabólicas instaladas en el piso, los camarógrafos e iluminadores, los noteros con sus micrófonos, el mundillo ése, plagado de payasos y fosforescencias, de gente capaz de escarbarle la mierda a alguna celebridad con tal de hallar algo y hacer noticia.
Armando maneja y Claudia está nerviosa; sabe perfectamente que la están esperando a ella. Se repasa la pintura de los labios y se mira en el retrovisor, como si no se convenciera de lo que ve, impregnando el vehículo con su perfume parisino de quinientos dólares y reprendiendo por tercera vez a Armando por su desafortunada combinación de mocasines con calcetines blancos. Ni que fueras Michael Jackson, dice.
Al llegar al enorme portón de la casa, los flashes acribillan las ventanas del auto y Claudia levanta una mano y saluda, para que la gente no ande diciendo que es una engreída. Se abre el portón y entran. Atrás quedan los camarógrafos, el tipo que lleva el cable enrollado, el iluminador, el notero que grita desesperadamente una pregunta, como si Claudia pudiera responder desde ahí.
Adentro de la casa hay otro mundo, un mundo que la gente común y corriente no conoce ni está preparada siquiera para entender, un mundo en el que se rompen los esquemas y las máscaras públicas son dejadas en el perchero de la entrada, un mundo irreal en el que se da rienda suelta a la verdad. El futbolista baila apretadamente con el protagonista de la teleserie; el profesor Campusano seduce al joven que Armando ha visto en algún sitio, pero no recuerda dónde; la tipa del programa infantil está drogada.
Una voz en off anuncia la llegada de Claudia, y todos corren hacia ella como si acabase de anotar un gol, sí, y las amigas le dan un abrazo fraterno y los hombres la miran; qué bueno que viniste, bienvenida.
Nadie ve a Armando, uno que otro se fija en sus mocasines, pero en general es como si fuera transparente. Claudia no le suelta la mano; quedaron en eso antes de salir. Entre risas, luces de colores y manifestaciones de alegría son guiados hasta una mesa sembrada de botellas, vasos, ceniceros, cosas para comer y serpentinas plateadas. La música está demasiado fuerte, piensa Armando, todos gritan para comunicarse y pareciera que eso los hace ser más felices de lo que ya son.
Armando no deja de preguntarse qué hace ahí. Todos esos rostros le son totalmente ajenos; los ha visto miles de veces en la televisión y en la primera plana de los diarios, pero más allá de ese reconocimiento estrictamente visual y, dejando de lado la figura de Claudia, no hay nada entre ellos y él.
Claudia es la sensación de la fiesta, todos le miran el trasero, la alaban, le tocan el pelo rubio, le hablan de su belleza. Armando la observa desde su pequeña isla y percibe en ella la incomodidad por tener que permanecer a su lado. El protagonista de la otra telenovela aparece con una botella de champaña, llena las copas y brinda a la salud de Claudia, la mujer más preciosa de este puto país, dice. Aplausos y risas, sí, por Claudia.
Armando mira lo hora; van a ser recién las once. Sabe que esas fiestas duran hasta las diez de la mañana del siguiente día. Necesita decirle algo a Claudia, retomar por un instante la intimidad que los une, verificar que el “nosotros” existe incluso en ese lugar, pese a todas las veces que ella la ha explicado que nada en su vida es más importante que él, que todo lo de ahí es volátil, una tremenda mentira en la que desafortunadamente hay que mezclarse. Armando necesita creer en eso y por momentos lo logra, sin embargo es incapaz de lidiar con el hecho de que ella se comporte de una manera tan diferente, que cambie el timbre de su voz, la risa, los intereses, el modo de reaccionar. Siempre ha sabido que Claudia no es brillante, de hecho estuvo de acuerdo con que ella aceptara la propuesta de modelar en vez de seguir tratando infructuosamente de aprobar el tercer semestre de universidad. No supo prever que las cosas llegarían hasta ahí, y por más que le busca el acomodo a la situación, no se perdona. Perfectamente podría ser feliz con el hecho de estar con ella, ser su dueño, verla desnuda todos los días, sentir sus ronquidos, lidiar con sus periodos, oler sus pedos, besar su boca amarga en las mañanas. Pero no, no soporta que la vean, que la deseen, que le miren el escote, que se llene de amigos y confidentes, que la llamen a todas horas. Sabe que ningún hombre en este mundo podría ser amigo de Claudia sin esconder detrás de la amabilidad el deseo de montársele encima.
La música suena más fuerte que hace un rato. Como Claudia no se separa de Armando, los demás integrantes de la mesa se ven obligados a bajar de la nube para preguntarle cosas que no les despierta el menor interés. Saben que es el esposo de Claudia, nada más, un pelafustán incapaz de contar a su favor otra cosa más espectacular que el hecho de haberla conocido antes que ellos. ¿A qué te dedicas?, pregunta el protagonista de la otra telenovela. Armando se siente como un insecto, repentinamente todos esos rostros de la farándula se posan en él. Geología, responde. ¿Geografía? No, corrige, geología. ¿Qué es eso?, dice la tipa del informe meteorológico. Armando explica brevemente lo que es la cristalografía, la espeleología, la diferencia entre petrología y petrografía, pero al momento de exponer lo que es la geología planetaria nota que la atención de todos se ha ido a otro sitio tal como una polilla va de una ampolleta a otra sin avisar.
La fiesta está que arde. A Claudia se le hacen agua los pies por ir a bailar y a Armando no le queda más remedio que aceptar el desafío. Van juntos hasta el centro de la pista. Claudia responde a todas las preguntas y saludos, a las manos que le acarician los hombros. Baila como una Artemisa, sus movimientos despiertan inmediatamente la atención de todos, las luces se detienen sobre su figura gloriosa, y la música da la impresión de haber sido hecha para ella. Armando piensa en los cientos de penes erectos y vulvas humedecidas ante el movimiento de caderas de su esposa; observa su barriga perfecta, sus piernas largas y torneadas, sus hombros, sus ojos, inocentes y sensuales, su boca, y por más que quiere estar a la altura de la circunstancia, no pude seguirla; apenas mueve las piernas, repitiendo una y otra vez el mismo y patético paso de baile, disfrazándolo con los brazos arriba o con los hombros encogidos. Su cuerpo es una pieza inanimada sin la menor articulación, gracia o sentido del compás. Sigue mentalmente la canción tratando de concentrarse o de por lo menos encontrarle el ritmo, una entrada al placer de moverse, una rendija abierta que le permita aunque sea mirar.
No van ni dos minutos de baile, y ya lanza a Claudia una mueca de auxilio, esa mueca que ella conoce muy bien y que significa “basta, por favor”. Decepcionada, Claudia abandona la pista y se sientan otra vez mientras la mujer del informe del tiempo aspira violentamente dos líneas de cocaína de la superficie de la mesa. El tipo de la otra telenovela, que es más disimulado, aspira pequeñas cantidades que va sacando regularmente del bolsillo de su camisa. Todos están felices e inquietos, menos Claudia, que mira de reojo a Armando y suspira.
De repente llega a la mesa un tipo que Armando no conoce ni de vista; debe ser director de algo, intuye, porque todos se ponen de pie para saludarlo respetuosamente y adular su ropa, su cabello plateado, su última producción. El de la otra telenovela lo abraza y le dice “maestro”. Claudia también es parte de este ritual, sin embargo hacia ella la respuesta es diferente; el tipo la mira a los ojos y le sonríe más que a los otros, muchísimo más. Le habla al oído algo que al parecer saben, han visto, comparten, algo que los une, y los separa de los demás, una complicidad, un secreto. Claudia le presenta a Armando sólo porque el protocolo así lo estipula. El tipo borra la sonrisa agraciada de su rostro y lo mira como a un mojón de perro, observando detalladamente sus mocasines y conteniendo la ironía.
Tras un superfluo gesto de despedida, el tipo se va a otro sitio, su figura desaparece aunque permanece viva en la retina de Armando. Ahora Claudia se ve más incómoda que hace un rato, hace actos nerviosos e innecesarios como palparse los bolsillos del bluejean, prender un cigarrillo que ya está encendido, toser y mirar la hora.
Armando siente que un barranco se abre a sus pies, pero no se atreve a mirar la profundidad, prefiere hacer el ejercicio de pensar que todo está bien, como debe ser, que los celos le están jugando otra mala pasada y que todas esos gestos de confabulación no existen, aquel maldito intercambio de miradas, los secretillos al oído, la mujer del informe meteorológico que de la nada viene y le pide que baile con ella.
Armando asiente, pero no le resulta fácil disimular la angustia que le produce alejarse de Claudia, dejarla sola en un lugar como ése. Le cogen la mano y lo llevan lejos, bastante más lejos del centro de la pista. Armando sonríe y a cada diez pasos mira hacia atrás para verificar que su esposa permanece donde mismo.
Salvo por el detalle de haber quedado dando la espalda a la mesa, al principio todo va bien; la mujer finge un repentino interés por él, por sus estudios en el Norte, sus publicaciones, clases y avances. ¿Sabías que en el Litoral van dos días seguidos de lluvia? Armando sonríe ilusoriamente y deja que su alma se oxigene por última vez pensando en que eso de que pese a todo, Claudia es de él; bailar ahora no le resulta tan difícil ahora, puede incluso hacer una simpática combinación de dos y hasta tres pasos diferentes que se le ocurren. Pasan varias canciones ligadas por un ritmo en común que cierra la posibilidad de renunciar a la danza. A pocos metros, el profesor Campusano se besa con el joven conocido cuyo nombre Armando aún no recuerda; el futbolista apenas se mantiene en pie, las dos modelos se acarician, y la mujer del programa infantil muestra sus diminutos senos a la multitud generando aplausos, vítores y gritos de aprobación. Armando suda, su acompañante también; de no ser ella la pulcra señorita que dice si acaso va a llover o va a hacer calor, pensaría que le está coqueteando, o tratando de desviar su atención de la mesa de atrás.
Agotados los últimos recursos de paliación mental, Armando empieza de a poco y progresivamente a sospechar lo peor, esa palabra que ni siquiera su loca cabeza se atreve a pronunciar. Ve a las demás parejas bailando, pero no las ve a una velocidad normal, sino sumergidas en una densa lentitud, como si estuvieran bailando bajo el agua, inmersos en una turbia expansión de dedos tocantes, manos que buscan algo, un trasero, el pene del futbolista, un par de senos, una pelvis, las caderas de alguien, pieles canela, ardientes y empapadas. Armando repara en lo sencillo que sería ir a manosear a la mujer que se le antoje, pero no, no lo desea, ni siquiera para poder contárselo después a algún colega. El nombre de Claudia se altera, ahora suena hueco, lejano, perteneciente al sueño de otra cultura, un mundo remoto y desconocido. Necesita desesperadamente mirar hacia atrás para comprobar que está ahí, dejándose adular y esperándolo, pero algo le dice que no es así.
Milagrosamente termina la canción dejando un pequeño espacio de tiempo suficiente para abandonar el baile sin siquiera excusarse. No fue tan grande la impresión de llegar a la mesa y no ver a Claudia. Se sienta y bebe un poco de whisky. Se da tiempo, cuenta hasta diez, mentaliza el límite de un par de minutos, luego se pone de pie y mira hacia todos lados. La fiesta está en su mejor momento, la pista es un enjambre de gritos de jolgorio y voces que repiten desordenadamente la letra de la canción. Va a los baños, al segundo piso, los dormitorios, la entrada, el patio trasero, la piscina, el antejardín, incluso a la cocina y nada, sólo rostros “conocidos”, caras de la televisión, el deporte, la música y uno que otro político.
Claudia no está, se repite, cobijando la desesperación en el eventual alivio que sentirá al momento de verla aparecer y correr hasta él para darle un beso, en lo ridículo que se sentirá cuando le narre la búsqueda por toda la casa, sin embargo todo se desfigura en la medida que pasan los minutos, va tomando otras dimensiones; ya no será una agrado sino un disgusto, una demostración ilustrativa de su irresponsabilidad y falta de compromiso, un implícito “anda a buscar tus cosas porque nos vamos”, una semana de enojo y sin palabras, una promesa que se rompió.
Diez para las tres de la mañana, Armando es un saco biológico y perturbado, sentado en una silla bebiendo whisky de la botella, contemplando su propia desdicha. No hace mucho botó el último aliento de dignidad preguntando por Claudia a un par de personas seleccionadas al azar. Su estómago es un nudo de nervios, de fluidos glaciares y ganas de gritar, una angustia espantosa que aún debe esconder. En un improvisado ataque de decencia se hace espacio y sale al estacionamiento a buscar su vehículo. Se sube y deja que el silencio de adentro calme sus emociones al punto de poder manejar sin tener que atropellar a alguien. Afuera, los periodistas siguen en lo suyo y le bloquean el paso sólo hasta que uno de ellos confirma que Claudia no va adentro. Maneja con desgano, soportando a duras penas un desfile de imágenes mentales que le corroen el espíritu.
Llega al departamento, ese espacio que pese a la buena ubicación, el lujo y la grandeza, no pudo contener a una persona como Claudia. Había guardado el último cartucho de esperanza en la posibilidad de que ella estuviera ahí, durmiendo; me dolía la cabeza y como no estabas pedí un taxi y me vine. Observa la cama deshecha, la ropa preseleccionada botada en la alfombra, el escenario que dejaron montado antes de salir. Va a la cocina, toma la cafetera y se sirve una taza. Un remolino de voces le hablan, lo aconsejan, haz esto, no, eso no, mejor esto otro. Toma un par de aspirinas y vuelve al dormitorio. Es increíble, pero siente una pequeña excitación al imaginar a Claudia con el tipo, haciendo acrobacias sexuales sobre una cama sedosa.
Instintivamente toma el bolso, guarda en su interior varios calzoncillos, calcetines, sus documentos, la chaqueta de mezclilla, y un libro de Vargas Llosa que hay sobre uno de los veladores. Más tarde se arrepentirá de no haber llevado otros libros, clásicos, poesía y literatura norteamericana.
Llama al conserje para que le consiga un taxi, pero antes decide bajar a ofrecerle al tipo una buena cantidad de dinero para que finja no haberlo visto llegar ni mucho menos pedir un taxi.
Llega el taxi. Ordena al chofer que lo lleve al aeropuerto, pero a mitad de camino se arrepiente y opta por el terminal de buses. Amanece.
El terminal está casi desocupado, tranquilo, sin montañas de bolsos repletos, filas ante las cajas, abrazos de despedida ni sonrisas de despreocupación. Armando no sabe adónde ir, no está capacitado para pensar o tomar decisiones importantes. La zozobra apenas le permite respirar y moverse de allá para acá. Necesita gritar, pero aún no quiere concederle eso al destino. Mira a un auxiliar que trae una revista en cuya portada sale la cara de Claudia. ¿Cuántas personas sabrán que es casada?, dice en voz alta.
Busca al azar entre todos los nombres de ciudades y recuerda lo que la mujer del informe meteorológico le dijo sobre el Litoral. Sí, piensa, eso necesito, una buena lluvia, desgarradora y triste. Lee en los carteles la palabra Quintero. Conoce Viña, Valparaíso, ha estado en Concón, sin embargo nunca ha ido a Quintero. Compra el pasaje y espera en el andén, luego sube al bus y se acomoda; afortunadamente le toca el asiento que da a la ventana.
Hoy, en un típico bus interprovincial medio desocupado con destino a la ciudad de Quintero, un hombre improvisa una huida irrevocable. En medio del viaje deja de leer a Vargas Llosa y, luego de dos horas de dura resistencia, llora por amor.
Entré a la cabaña e instintivamente prendí el televisor. Vi de principio a fin un capítulo del “Chapulín Colorado”, de la mejor época, cuando estaba el reparto de oro, con Ramón Valdés y Carlos Villagrán. El Chapulín ayudaba a un padre (Valdés) a buscar a su hija (Florinda Meza) entre los escombros de un terremoto, y simultáneamente (fue invocado desde dos lados) ayudaba a la hija a buscar a su padre, pero sin llegar en ningún momento a darse cuenta de que la mujer era la hija del anciano, ni que el anciano era el padre de la mujer, pues en todo momento, salvo al final, ambos aparecían en situaciones diferentes. El desarrollo y desenlace de los capítulos siguen siempre una misma línea, son sencillos y repetitivos, sin embargo nunca he logrado entender cómo es posible que, pese a que puedo verlo mis veces, y a que los recursos humorísticos sean tan básicos, siga causándome la misma gracia que hace veinte años. Me gusta el Chapulín, sí, más que cualquier otro personaje de Gómez Bolaños; llama profundamente mi atención el hecho de que pese a su torpeza, a su estupidez y a que es un alfeñique, se enfrente de igual manera a los conflictos y al peligro, que tenga buena voluntad y acepte realizar cualquier trabajo con tal de ser un aporte a la solución de los problemas, que asuma la desgracia ajena como propia y que siempre esté de parte de los necesitados. Es un idiota, sí, y la mayor parte de las veces enreda los conflictos más de lo que estaban antes de que él llegase, no obstante su contribución más valiosa es el préstamo desinteresado de su compañía, y su mayor mérito es nunca estar dispuesto a transar su dignidad de superhéroe.
Esa misma tarde el viejo fue a la cabaña. Traía puesta una de esas capas de nylon amarillo, botas de agua y un paraguas que dejó estilando en mi pequeña tina. Yo estaba acostado, releyendo a Jouve. La radio estaba prendida y Jeanette Frazier mencionaba algo de la carrera de Gilbert O’Sullivan. Mi sorpresa fue mayor cuando el viejo sacó de debajo de la capa a la mismísima Erika. Me paré asustado y casi doy un grito. Dejó caer la gallina y ésta se puso a husmear debajo de la mesa.
— ¿Está loco?, ¿cómo se le ocurre traer una gallina a mi casa?
El viejo prendió medio cigarrillo que yo había dejado en el cenicero.
— Si va a ser el manager, entonces debiera conocerla. Erika —dijo—, este es el señor de quien te hablé, ¡saluda!
Erika picoteaba el suelo buscando vaya uno a saber qué. La imaginación me había llevado a creer que sería una de esas Arbor Acres, pero no, era la típica gallina.
— Bueno, ya está —dije, aunque luego fui picado por el bicho de la malicia— Espere, ya que estamos acá podría aprovechar de ver cómo vuela, ¿no cree?
— Imposible —sentenció—, se niega a volar cuando llueve.
— Lástima —respondí, con cara de decepción.
El viejo tomó a Erika y volvió a guardarla debajo de su capa, como mago preparándose para un acto.
— Nos estamos viendo —dijo antes de salir—; ya pronto dejará de llover.
Esperé un rato, fui donde la dueña y le dije que de ahora en adelante cada vez que viniera el viejo ella le dijese que yo no estoy, bajo ninguna circunstancia. Aceptó y me preguntó si en verdad la gallina volaba.
— No sé —respondí sonriendo—, no la he visto, pero tengo mis dudas.
La mujer estaba en su cocina, que era mucho más grande que la mía. Preparaba almuerzo para el resto de la semana: pescado y arroz. Según ella, un amigo le traía el pescado directamente del mar, sin intermediarios. Me ofreció un café y acepté, era lo mínimo que yo podía hacer después de tanta atención. Los vidrios estaban empañados y se notaba que alguien había estado haciendo dibujitos con los dedos. Con las manos embetunadas de carne de pescado me indicó un estante con tazas, otro donde estaba el café, y la tetera hirviendo en la salamandra. De adentro se oía un televisor y una voz que comentaba algo. No sabía cuántas personas vivían ahí, ni si había otros residentes en las demás cabañas. Mientras bebía el café, tomé casi por instinto un periódico que alguien había dejado encima de una mesa.
— Es de ayer —advirtió.
Entonces empezó la pesadilla: un anuncio de media página que decía:
“Armando, vuelve de donde estés, te necesito. No seas leso, ésta es tu casa.”
Me disculpé y fui corriendo hasta la plaza. Busqué un kiosco y compré un ejemplar de cada diario. Todos traían el mismo mensaje. No quise preguntar desde cuando venía saliendo, pero era evidente que se trataba de ella. Podía haber miles de “Armandos” escondidos por ahí, huyendo de algo, sin embargo algo había en aquella distribución de palabras, el “leso” lleno de falsa ternura, la intención de mostrarse desesperada cuando seguramente en ese mismo momento estaba moviendo con un dedo el cielo, el mar y la tierra para encontrarme, acudiendo a sus contactos, definiendo plazos y haciendo amenazas. Lo suyo no era un sentimiento sino un capricho, una apuesta, un “vas a ver cuánto me demoro en tenerlo de vuelta”.
Entré a la fuente de soda. ¿Cuánto tiempo pasaría antes de que apareciera mi foto? Pedí un whisky doble. El encargado me preguntó cómo iba la novela.
— ¿Qué novela?
— La que estás escribiendo.
— Ah, sí, la novela; bien, hoy decidí incluir al viejo de la gallina.
— ¿En serio?
— Así es, me parece chistoso y pintoresco, ¿no crees?
— Por supuesto que sí. No lo había pensado…
Me bebí el whisky de un sorbo y dejé un billete sobre la mesa.
— Ese es el problema —dije mientras me encaminaba a la salida—; la gente se pasa la vida sin darse cuenta de lo que tiene enfrente.
Afuera me abrazó la lluvia el viento y el frío. ¿Cómo hubiera reaccionado Jouve ante una situación así? Seguramente se habría lanzado al mar, dije en voz alta. Me di cuenta que estaba borracho.
Volví y decidí quedarme indefinidamente en la cabaña hasta que se me ocurriera algo o hasta que cayera un meteorito y todo se fuera a la mierda. Había logrado desligarme un poco de la noción de mis problemas, en ningún caso un olvido total, no, pero por lo menos podía proyectarme de un día a otro sin tener que darle vueltas al asunto ni andar con el estómago apretujado, la garganta oprimida y la cabeza podrida de tanto pensar. Pude separar las angustias unas de otras intercalando entre ellas momentos de reposo mental cada vez más largos y verdaderos, y a veces hasta una que otra alegría, pero la lectura del mensaje me llevó al inicio de todo, sin ninguna consideración ni respeto; el desconsuelo volvió a subirse a mi espalda, el dolor sin lógica, el llanto sofocado, el ahogo nocturno, la masturbación furiosa y por supuesto la exasperante tentación del teléfono o el correo electrónico, que crecía dentro de mí como un cáncer.
Los anuncios en los diarios se repitieron durante una semana y supuse que debía estar gastando una fortuna. Ya me había aburrido del libro de Jouve y no me atrevía a pedirle a la dueña que fuera a comprar otro. No tenía el menor deseo de nada y sentía que daba lo mismo. Prendí el televisor; era mediodía y los canales nadaban en la farándula nacional. Curiosamente, y pese a haber estado un buen tiempo ligado indirectamente a ese mundo (me negaba a aceptar que en el fondo yo era una víctima), nunca sentí que me molestara la farándula tanto como a otros que sí les molesta y no pierden la oportunidad de decirlo. No es que me crea inteligente ni especial, pero creo mejor forma de despreciar algo es ignorándolo, no hacerlo tema de conversación ni crítica recurrente.
En esos días dormí largas siestas y me magneticé con el sonido de la lluvia y la Radio Oasis, claro, el ejercicio ése de poner atención a las letras de aquellas canciones, tan ingenuas y siúticas. Hasta tuve la idea de escribir en verdad una novela. ¿Qué me costaba comprar un laptop y empezar?, ¿cuánto escritor hubiera dado un pulmón por tener lo que yo tenía ahí? Cabaña, soledad, cigarrillos, café, lluvia y mar… Así cualquiera se inspira, pensé, cualquiera menos yo.
Hasta que me animé a salir. Cuando se está mucho tiempo encerrado, algo hace creer que el mundo hizo una pausa, pero no; es imposible no decepcionarse al ver lo prescindible que se es, notar que pese a todo, la vida y el tiempo siguieron su rumbo con naturalidad.
Pasé al banco, no sé por qué, quizás a saludar a Rogelio, a ver si Marta ya había servido el café que pidió cuando fui a explicar mi situación, aquel café que nunca se preparó y que existió sólo en la boca del gerente y su intención de ser cortés, o tal vez en su deseo de oírme decir “no, gracias, no es necesario”.
Rogelio me hizo pasar. Me gustaba su frialdad, su mirada calculada y sin márgenes de error.
— ¿Se siente bien? —preguntó— Le recomiendo que se mire en un espejo antes de salir a la calle; si no lo conociera habría pensado que venía a asaltarnos.
— Me siento fantástico —ironicé—, esta mañana decidí que antes de ir a colgarme asesinaría a un gerente de banco de provincia.
Sonrió. Me senté y él apago el monitor del su computador.
— ¿Cómo le ha ido? —dijo.
— Bien —respondí sin mirarlo a los ojos, con un tono que establecía firmemente mi deseo de no entrar en detalles.
— Es bueno que haya venido —agregó.
— Ah, ¿sí?, ¿por qué?
— Porque me di cuenta de que no tengo cómo ubicarlo.
— ¿Y para qué quiere ubicarme?
— He seguido muy de cerca su situación —dijo—; ya hubo una primera intención de rastrearlo.
Me puse de pie.
— Explíquese… Por favor.
— Llegaron correos electrónicos de los altos mandos del banco, consultando por un cheque por seiscientos sesenta mil de pesos emitido supuestamente por usted a nombre de una tal… —leyó de una carpeta— Lourdes Marina Ibáñez García, y cobrado en esta sucursal. Yo —prosiguió—, haciéndome el desentendido pregunté cuál era la necesidad operativa de tener antecedentes de un cliente aparte de los que se pueden obtener por sistema; “sumarios internos”, respondieron concisamente. Hice una descripción física de usted, expliqué que yo mismo, bajo exigencia suya, le había atendido, y que según sus propias palabras se estaba preparando para dejar el país.
Tuve ganas de abrazarlo. Le di la dirección de la cabaña y además lo felicité. No quiso aceptar dinero, lo que en cierta medida me tranquilizó aún más.
Estaba tan eufórico que fui a la fuente de soda; adentro los muchachos hablaban de fútbol y el encargado me preparó un sándwich de carne con mayonesa. Conversamos hasta muy tarde y yo invité varias corridas de schops y cosas para comer. A eso de las dos de la madrugada el encargado trajo la cuenta y pidió que nos fuéramos.
Salimos a la calle y a la lluvia. Estaba ebrio y contento. ¿Nunca deja de llover en este pueblo maldito?, pregunté, pero no a mis acompañantes, sino al cielo, con los brazos abiertos y una convicción de pastor evangélico en pleno Te Deum.
Tras una estridente y exagerada disputa sobre la letra de una canción que no recuerdo, dejé a mis compinches en un taxi y después me encaminé hacia a la cabaña, pero antes pasé a comprobar si había alguna posibilidad de bajar a la playa. Al principio me preguntaba por qué en Quintero no se oye el mar; la respuesta es muy simple: porque en Quintero no se producen olas, el mar es como una laguna bordeada de arrecifes que amortiguan su fuerza hasta amansarla y dejarla convertida casi en un estanque. Me quedé mirando el cielo nublado y oscuro, a milímetros de una quebrada que terminaba varios metros más abajo, en unas rocas afiladas.
Tenía ganas de ver estrellas, pero era imposible y porfiaba conmigo mismo. “Las rocas afiladas o la cama”, pensé. “La cama”, decidí, por ser más blanda y cálida. Sopesé por última vez la posibilidad de lanzarme a las rocas, pero ya estaba muy cansado.
Romina detesta las fiestas y actividades del colegio; en realidad detesta todo desde que sus padres se mudaron a Quintero. No logra adaptarse al cambio, ni tampoco quiere hacerlo. No tiene amigos, sí algunos pretendientes que se sienten atraídos por su apatía con el mundo. Pese a su corta edad es muy atractiva, tiene unos ojos celestes muy provocativos, aunque también es muy delgada y frágil.
Debuta sexualmente a los catorce años, con un vecino de quince, un muchacho que no tiene la menor idea de nada, ni siquiera de cómo masturbarse. Le atrae eso, la posibilidad de tomar a una persona lo suficientemente estúpida como para manejar la situación a su antojo. Sabe de sobra qué hacer y cómo hacerlo, pues de muy niña ve a escondidas las películas pornográficas que sus padres esconden en la repisa alta del clóset. Lo que Romina no prevé, es que esa primera vez será muy dolorosa. El muchacho, enfermo de excitación, no tiene la menor delicadeza y termina dañándola.
Ante este primer fracaso, prueba suerte con el profesor de educación física. Le fascina su cuerpo atlético, su voz de mando, su estatura. Romina, que ya maneja muy bien el arte de seducir a un hombre, arma la excusa para llevar al docente hasta su casa y de ahí al dormitorio de sus padres, que a esa hora nunca están. Hacen el amor varias veces, durante dos meses. Pese a la diferencia de edad, el tipo se enamora de ella; la llama y le escribe poemas. Abandona a su esposa, a sus dos hijas y renuncia al colegio, y Romina termina la relación amenazándolo con ir a decir la verdad a los carabineros. Luego viene un periodo en el que Romina lleva una vida aparentemente normal, sale a algunas fiestas con compañeras de curso y participa en una obra de teatro escolar. Todo anda bien hasta que conoce a Maximiliano Urrutia, de cuarenta y dos años, antiguo socio de su padre y amigo de la familia, que vuelve a Chile luego de dos décadas de vivir en los Estados Unidos. Romina se obsesiona con él, lo va a buscar a su oficina, le envía patéticas cartas de amor; incluso llega a pensar que se le está devolviendo la mano por haber hecho sufrir al profesor. Por las noches lo desea, piensa en él y acaricia su propio cuerpo. No puede concentrarse en otra cosa, vive en un permanente estado de ardor. Urrutia se siente entre la espada y la pared, no le faltan ganas, no obstante pesan más la amistad con el padre de ella y por supuesto la minoría de edad de la muchacha. Romina se desespera, deja de asistir a la escuela, se enferma, fuma marihuana, usa ropa negra y se muestra desinteresada con la vida. Sus padres invierten grandes cantidades de dinero en tratamientos siquiátricos. Un día, Romina acorrala a Maximiliano a la salida de su trabajo y lo amenaza con ir donde su padre y decirle cualquier barbaridad. Maximiliano no lo piensa ni un minuto más y la lleva a su departamento. Si Romina necesitaba sexo, Maximiliano se lo da en exceso; es un amante experto, capaz de satisfacer a mujeres mucho más experimentadas. Romina experimenta ahí los más altos grados de placer, pues al ser pequeña y delgada, Maximiliano la pone en todas las posiciones que se le ocurren. Romina por fin araña la superficie de la palabra felicidad, sin embargo no le dura mucho. Maximiliano también se enamora y pierde la cabeza. Romina lo deja, valiéndose de la misma amenaza que hizo al profesor. Destrozado, Maximiliano vuelve a los Estados Unidos, y Romina queda flotando en un extraño estado emocional. Quiere ser niña otra vez, pero es imposible enlazarse con el mundo de las muchachas de su edad que mucho fingen y poco saben. En un desesperado intento por despejar su cabeza, intenta escribir poesía, pero no le dura mucho la inspiración y al final quema todos sus textos. Decepcionada, busca refugio en su madre, que está cien por ciento dedicada a su carrera de fotógrafa. Se convierte en algo así como su asesora, renovándole las pilas a los flashes, subiendo las fotografías a Internet, cargando los atriles y lentes durante las sesiones. Un día, Romina comete la torpeza de pedirle a su madre que la fotografíe desnuda. Asumiendo el asunto como una inquietud artística de su hija, la mujer acepta, y no necesita más de diez segundos para darse cuenta de que ése no es el cuerpo de una niña de quince años, sino el de una mujer que conoce los sabores de la vida. El quiebre es inevitable. La madre, que nunca estuvo muy bien, cae en un profundo estado de depresión del que jamás se recupera. Romina pierde todos los derechos, se le permite vivir en la casa, pero no le pagan estudios ni nada. Ante esto decide matar el tiempo recorriendo la insípida ciudad de Quintero, sentándose a mirar el mar, esperando sin fe cualquier oportunidad de huir.
El lunes por fin dejó de llover. Todo daba la impresión de florecer, las ventanas de las casas, las alfombras colgadas en los marcos, las vecinas quitando el barro con mopas y escobillones. Incluso yo me sentía mejor.
El sol era una abatida mancha amarillenta que se divisaba entre las nubes, unas nubes que dejaban en claro que el escampe era sólo una pequeña tregua para que las personas pudieran hacer cosas, salir a comprar o respirar un poco de oxígeno nuevo.
Aproveché de ir a conocer Horcón. Me subí a una de esas liebres Mercedes Benz y llegué allá a la una de la tarde. La terraza de la playa era un muestrario de negocios cerrados y clausurados, con planchas de cholguán sellando mostradores y barras, cajas de bebidas amontonadas en todos lados, cartones flotando en el mar, carros de helados encadenados a algún poste. Corría mucho viento y la arena de la playa estaba negra, diseminada de cochayuyos y algas, trizas de concha de mar y peces muertos. Todo me resultaba fantasmagórico, la niebla que tocaba la superficie del mar, las primeras gotas de lluvia.
De repente divisé otra cosa flotando en el mar, a varios metros de la orilla. Al principio pensé que eran lobos marinos, pero no, eran tres personas bañándose, jugando con las olas, dejándose llevar por el vaivén marino. Me pareció una locura. Bajé a la arena para comprobarlo y grande fue la sorpresa cuando uno de ellos me gritó si acaso quería unirme a su grupo.
— ¿Estás loco? —vociferé con las manos magafoneadas—, ¡salgan del agua inmediatamente!
Eran muy jóvenes, el mayor habrá tenido veinticinco años.
— ¡Venga para acá, oiga! —respondieron haciéndome señas— ¡El agua está tibia, se lo juro!
Vino una ola tremenda. Se zambulleron antes de la detonación y emergieron luego dando gritos de triunfo.
No aguanté la tentación, toda la vida me regí por normas y convencionalismos así que sin pensarlo dejé la ropa sobre una roca y corrí hasta ellos con la fascinación de un niño entrando a un parque de diversiones. Era cierto, el agua estaba tibia, pero había que mantener el cuerpo sumergido lo más posible, porque arriba corría una brisa muy helada. Tenían esos trajes de goma y cuerpo entero, propios de los surfistas. Me explicaron que las olas se dividen en cuatro etapas, partiendo de la orilla hacia adentro. La primera, dijeron, es para los niños y ancianos, la segunda para las mujeres, la tercera para los valientes y la cuarta para los suicidas. Pregunté en cuál nos encontrábamos y me respondieron que en la tercera, pues la cuarta se veía muy peligrosa.
— Voy a la cuarta —anuncié— ¡Síganme los buenos!
Se quedaron mirándome incrédulos. Es peligroso, advirtió uno, pero no lo quise escuchar. Braceé afanosamente contra la corriente dejando atrás los últimos centímetros de la tercera etapa. Por suerte soy buen nadador.
Esperé la ola, tranquilo, manteniéndome a flote sin mucho esfuerzo. Los gritos de los muchachos apenas llegaban ahí, eran como un zumbido de mosca, o como la típica escena del espíritu que avanza hacia una luz y aún oye a los médicos que tratan de revivirlo. El mar se recogió con fuerza, pero no me dejé intimidar. Se levantó una ola gigantesca sobre mi cabeza, una ola apocalíptica que rugía respondiendo a mi insolente desafío. La dejé formarse y caer, pero antes de que todas esas toneladas de agua reventaran sobre mí, me sumergí tal como los muchachos y salí intacto por atrás, aferrándome luego a la marea y dejando que ésta me arrastrase hasta a la orilla.
Corrieron hacia mí para comprobar mi integridad.
— Tranquilos —dije—, estoy bien; es más, creo que nunca estuve mejor.
Me prestaron una toalla y me vestí. Pregunté si conocían algún lugar que estuviera abierto. Fuimos a almorzar a un boliche. Los insté a pedir lo que les diera la gana, pero aún así, no abusaron. Eran egresados de medicina y estaban cumpliendo el sueño de recorrer todas las playas de Chile antes de dar el examen de título. Uno de ellos, al parecer representando a los otros dos, me dijo que la gente no sabe disfrutar bien las playas, que las usan sólo en verano, cuando el calor es insoportable y todo está lleno de ruido.
— Por mí, mejor que sea así —dijo el otro, soplando su empanada de mariscos.
Después preguntaron por mí, y no sé por qué, pero me sentí en confianza y decidí contarles mi verdad. Tal vez suene ridículo, pero creí que el mar había sellado algo entre ellos y yo. La conocían a ella, claro, habían visto mil veces sus fotografías en revistas y en la televisión.
— Por una mujer así —dijo el que hasta ese momento había hablado muy poco—, yo aguantaría cualquier cosa.
Les expliqué que estar con una mujer hermosa es un hecho apenas circunstancial, porque detrás de la belleza uno se encuentra con las mismas deficiencias de las otras, y al final todo se convierte en una patética disputa entre la cabeza de arriba y la de abajo.
Rieron.
— El problema —agregué—, es que si bien la cabeza de abajo suele tener muchísima más voluntad que la de arriba, aquélla sólo busca una cosa, y después, cuando esa cosa ya se ha obtenido y la cabecita se va a descansar satisfecha de su labor, la de arriba se queda con los problemas, con la arrogancia, la indiferencia y la mentira.
La palabra “infidelidad” me estremecía, así que la omití, pero sí mencioné el vacío enorme que produce el hecho de que toda la gente le diga a uno lo hermosa que es su mujer, que lo miren con envidia y morbosidad.
— El sexo con una mujer atractiva es exactamente igual que con una común y silvestre —dije—, se siente lo mismo; la única diferencia es que con la atractiva no es necesario cerrar tanto los ojos
— ¿Así que tú eres el famoso Armando? —preguntaron.
Por supuesto que habían leído el mensaje.
Tenían pasaje para esa misma tarde. Me invitaron a ir con ellos, pero no quise, sólo les advertí que no se tomaran muy en serio la meta y que no se olvidaran del examen. Los acompañé al terminal antes de volver a Quintero. Les ofrecí dinero. No quisieron aceptarlo y no me quedó más remedio que guardarlo disimuladamente en una de las mochilas mientras esperaban el bus.
Sentí unas leves ganas de llorar cuando se fueron. Me hicieron “adiós” por la ventana, y una señal con la mano, que no conocía.
No quería estar un segundo más en Horcón. Empecé a extrañar mi auto, la comodidad de ir rápido a cualquier parte y a cualquier hora. Al volver a Quintero fui a la fuente de soda, pero antes me encontré con la desagradable sorpresa de que el viejo había estado pegando carteles fotocopiados que anunciaban el inminente vuelo de Erika ése próximo sábado en la playa El Manzano, y que mi nombre (el que inventé) estaba impreso al pie.
Los muchachos se rieron de mí. Acá viene el gran manager, hagan espacio, por favor. Se burlaron hasta el cansancio. Oye, dijo uno, fíjate que tengo un caballo que camina en la cuerda floja, ¿crees que puedas representarlo?, y yo, dijo el otro, conozco a un gato que canta y toca guitarra.
Me dejé embestir. ¿Qué más podía hacer aparte de fingir que me reía con ellos? Todo era fruto de mi propia irresponsabilidad, y lo mejor era dejarlo tal cual. Ir por todo Quintero sacando los carteles me resultaba aún más patético.
Fui después a la feria artesanal a comprar cualquier libro, pero el stand estaba cerrado tal como los negocios de Horcón. Una niña que trabajaba o estaba a cargo del stand del lado, me explicó que el señor de los libros no había pagado la pensión alimenticia de sus hijos, y que se lo habían llevado los carabineros. Miró hacia todos lados y farfulló que la esperara un minuto. Se dio la vuelta por detrás de la feria y entró no sé por dónde al stand de los libros. Se sintió un ruido de bolsas de nylon y cajas de cartón. Volvió con un montón de libros bajo el brazo. Elija el que quiera, dijo. No había mucho para regodearse. Opté por “Los borradores de la muerte”, de Guillermo Blanco, unos cuentos ilustrados de Francisco Coloane, y algo de un tal Ampuero que leí hasta la mitad y cuyo nombre me niego a recordar.
No supe nada del viejo en esos días. Algunas personas me miraban de reojo sin poder contener la risa. Un día, al entrar a la cabaña encontré un papel debajo de la puerta. Era la letra de la dueña y decía textualmente: llame a don Rojelio a su casa. 346698.
Fui a la panadería de la esquina. Me embriagó un sabroso olor a pan amasado. Temía que el gerente me estuviera esperando con malas noticias. Contestó una mujer que supuse era su esposa. Rogelio se demoró en atender, probablemente tenía que desplazarse a un estudio privado o dormitorio.
— Hola —dijo—, ¿cómo está?
Su tomo era ameno, casi familiar. Se notaba que dejaba el rol de gerente colgado en algún sitio antes de entrar a su casa.
— Nervioso —respondí.
— Despreocúpese. Esta noche viajo a Santiago por unos asuntos y encontré pertinente avisarle por si se le antoja algo de allá.
Me puse inmediatamente a idear un proyecto de estatua para Rogelio Mora.
— Sí —dije. Las palabras se atolondraban en mi boca, desesperadas por salir— Libros, necesito libros.
— ¿Algún autor?
— Capote, Pound, John Steinbeck, Paul Auster, alguna antología de Whitman…
— Veo una fuerte debilidad por los norteamericanos —comentó mientras yo me quedé pensando en eso de la “fuerte debilidad”.
— Así es, de siempre.
— Haré lo que pueda —dijo.
— ¿No tiene nada que me pueda prestar para leer esta noche?
— Venga a mi casa. Nos estamos casi, yendo, pero de todas maneras está mi hija.
Anoté la dirección y tomé un taxi. De todos los días que estuve en Quintero esa fue la lluvia más torrencial que recuerdo. Rogelio vivía en la calle Luis Acevedo, en una de esas casas ampliadas y con portón para el auto. Salió una muchacha de ojos celestes que se puso un cartón sobre la cabeza para no mojarse; su ropa era negra y estaba maquillada con tonos igualmente oscuros. Me descolocó un poco, pues yo sólo había guardado la noción de la niña de la fotografía.
— Mi papá le dejó esto.
Me entregó un libro envuelto en una bolsa de nylon. Los guardé debajo de la chaqueta y agradecí. La muchacha me miró con ojos de pantera, preguntó si acaso deseaba pasar un rato a tomar algo fuerte, y yo, que por esos días ya empezaba a ver todo blanco, no pude resistirme.
Estoy legalmente casado con una de las mujeres más hermosas y deseadas de Chile, no obstante juro, por lo más sagrado, que jamás experimenté con ella el placer que sentí esa noche con aquella muchachita gótica de dieciséis años. Pero claro, después del placer me vino una demoledora sensación de vergüenza y remordimiento. ¿Cómo podía responderle así al hombre que, aparte de ayudarme, se tomaba pequeñas molestias que me conmovían? Hice las musarañas necesarias para vestirme e inventé una excusa para poder salir de ahí. A la muchacha no pareció importarle mucho si me quedaba o me iba, sólo me encargó que dejase el portón bien cerrado y que no me olvidase de devolver el libro. Tras salir del baño me despedí y ella se quedó viendo un dvd de de esos grupos de rock medieval.
El libro de Rogelio era “No habrá más penas ni olvido”, del escritor argentino Osvaldo Soriano. Una novela muy amena e inteligente que leí esa misma noche. Me encantó, un buen recordatorio de que no hay que ser ni muy retórico, ni muy profundo, ni muy oscurantista para escribir un buen libro.
Por la mañana llegó la noticia del accidente. El automóvil, un Toyota Yaris automático, del 2006, que se desplazaba a mediana velocidad hacia la ciudad de Santiago, patinó por la autopista en una confusa e indeterminada maniobra, yéndose de costado contra las ruedas delanteras de un camión petrolero que venía en dirección contraria. El chofer del camión, un tal Salvador Reyes, no vio el vehículo sino cuando estaba a pocos centímetros, lo que, según sus palabras, imposibilitó cualquier intención de evitar el choque. Salvador Reyes fue llevado de inmediato al hospital de Valparaíso para constatar lesiones; los cuerpos de Rogelio Andrés Mora Acevedo, gerente general de la sucursal de Quintero del banco Estado, y de su esposa Ana María Edwards Venegas, fotógrafa aficionada, trasladados a la morgue del mismo recinto, en donde no hace mucho su hija, Romina Alejandra Mora Edwards, los reconoció.
Corrí a la calle para poder vomitar. Rogelio y su mujer morían horrorosamente mientras yo me culeaba a su hija menor de edad. Sin querer pensé en esa palabra: “culear”; creo haberla leído muy pocas veces en algún libro. “Culear” es tener sexo, pero con un extraño aderezo de triunfo, gol a estadio lleno o meta por fin cumplida. La conjugación del verbo culear es diferente a la de otros verbos, no es: yo culeo a María, tú culeas a María, él culea a María, sino yo me culeo a María, tú te culeas a María, él se culea a María, nosotros nos culeamos a María, vosotros os culeáis a María, ellos se culean a María.
Bajé a la playa a buscar oxígeno; en el camino vomité otras dos veces. Lloré, pero mis lágrimas eran borradas de mi rostro por la brisa marina y la lluvia. Grité, maldije, escupí, blasfemé hasta caer derrotado en la arena barrosa y oscura.
No sabía si ir a ver a Romina. ¿Cómo llegar?, ¿con qué cara?, entrar y decir “lo siento”, saltarme los comentarios de la gente que a esa hora estaría acompañándola, y abrazarla. No era capaz de algo así, ni en un millón de años, pero, ¿y si la muchacha, golpeada emocionalmente por la muerte de sus padres, sufría un repentino ataque de madurez y decidía denunciarme?
Lo único que podía hacer era tranquilizarme y esperar.
Una semana después volvieron a aparecer los anuncios en los diarios, aunque ahora ocupaban una y en algunos casos hasta dos planas, aparte de traer una cuota de dramatismo.
“Armando, ya es suficiente. Te amo y te necesito. Estoy enferma. Perdóname”
No podía creer que pudiera caer tan bajo. Supongo que ésa fue mi primera sonrisa después de varios días. La función de Erika se había suspendido por mal tiempo, eso me dijo el encargado de la fuente de soda, como si hubiese estado hablando en serio.
— ¿Qué sucede? —preguntó—, tienes cara de cadáver.
— Soy un cadáver —contesté— un cadáver que sale a pasear y trae la mala suerte, te aseguro que cuando me vaya de Quintero el sol brillará y se llenará de turistas.
— A la gente no le gusta Quintero. No hay olas y todo es viejo…
— Tú lo has dicho —dije alzando mi vaso de whisky.
— ¿Has leído los anuncios en los diarios?
— ¿Cuáles? —pregunté haciéndome el tonto.
— Esos dirigidos a un tal “Armando”.
— Ah, sí…
— Yo creo que es un mensaje implícito —sentenció.
Me sorprendía que una persona como él fuera capaz de conocer y usar la palabra “implícito”. Le pedí que me explicara dónde estaba el mensaje y cuál era.
— En ninguna parte —confesó mirando para otro lado como si algún agente de la CIA pudiera estar escuchando la conversación— Es un código de alerta militar, no sé si tú sabes, pero yo fui cabo segundo hasta los treinta años.
Se puso a hablar de regimientos, campañas, soldados conscriptos, fusiles y anécdotas. Yo miraba al tipo con un interés tan sobreactuado, que no sé cómo no se dio cuenta.
Al salir, me tomó del brazo el mismo guardia que me había llevado a conocer a Rogelio en el banco. Me asusté, andaba a la defensiva. El tipo iba vestido de civil y tenía cara de querer pegarle a alguien. Pensé que iba a hablarme de Rogelio, pero no, me preguntó si sabía algo de computación.
— Algo sé, pero no soy experto —respondí.
— Fíjese que hace una semana le compré un computador a mi hija, con Internet y todo, y ya se echó a perder.
Para conocer los detalles que determinaban el “se echó a perder” lo acompañé hasta su casa. Me habló de la tienda, que son unos sinvergüenzas, venden las cosas y después no responden a las garantías, que el computador lo había comprado en 36 cuotas, y que estaba a punto de demandarlos.
La casa no era mucho grande que mi cabaña. Todo olía a humedad, esa humedad acumulada de años y que se impregna en la ropa, en el pelo, en los sillones y cortinas. Había una estufa a parafina, con una tetera hirviendo encima, y un gato ovillado sobre la alfombra. La hija tenía diez años y una cara que me recordó a la madre del personaje que hace Danny de Vito en la película “Bota a mamá del tren”.
— Hija —dijo el guardia, con voz sumisa—, el señor vino a revisar tu computador.
— Dile que se vaya —gritó— Esa porquería no tiene arreglo.
Entré al dormitorio; las paredes estaban empapeladas con fotos de los Jonas Brothers. Me senté frente al equipo y me puse a revisar. En efecto, no andaba bien, demoraba varios minutos en reaccionar a un doble clic, los archivos tenían las extensiones modificadas, y no había forma de conectarse a Internet. Revisé el “administrador de tareas”, y claro, había tres antivirus funcionando simultáneamente, aparte de algunos procesos de nombre sospechoso.
Demoré casi dos horas en limpiar todo, pero quedó impecable. Aproveché de buscar en Internet algunas fotografías de Ana María Venegas, la esposa de Rogelio. Tenía su propia página web con fotos personales y artísticas, pensamientos y reseñas a su trabajo en algunos diarios locales. Las fotos no eran malas, pero tampoco eran para volverse loco. Insistía con los ocasos y las naturalezas muertas en sepia.
Fui al living y expliqué a la niña que hay que evitar bajar cosas de Internet e instalar juegos. El guardia no cabía de agradecimiento. Quiso pagarme, pero obviamente no acepté. Me fue a dejar afuera. Había un Pontiac del 73 azul marino y bastante mal conservado; me sorprendió no haberlo visto cuando llegamos.
— Es mío y está a la venta —comentó el guardia—, pero nadie quiere pagar el precio.
— ¿Cuánto es?
— Millón y medio —dijo—, ya sé que por fuera se ve feo, pero el motor anda de maravillas, lo viera.
Me ofreció las llaves para ir dar una vuelta y dije que tenía cosas que hacer. La lluvia había cesado un poco, dejándonos frente a un ocaso muy parecido a las fotografías de Ana María Venegas.
Y de repente, de la nada nos empezamos a reír, primero tímidamente, luego a carcajadas, apretándonos el estómago, casi doblados por la mitad, ahogándonos en contracciones y estornudos. Reímos ininterrumpidamente durante quince minutos. No había un motivo o algo chistoso de por medio, no, sólo ganas de reír, suspender por un momento todo y reír hasta que nos dolió el cuerpo y las quijadas, hasta que se hizo tarde y se puso otra vez a llover.
Por suerte la dueña de la cabaña nunca llegó a asociar la muerte de Rogelio Mora al mensaje que dejó bajo mi puerta. Estaba recostado pensando precisamente eso, esperando a que me volvieran las ganas de ir a la calle a hacer lo de siempre, dejándome seducir por la Radio Oasis, que era el único elemento que se mantenía parejo en mi vida. Llevaba casi una semana sin leer nada, pero no me importaba. Golpearon la puerta. La dueña había agarrado la costumbre de pedirme dinero prestado, así que no me extrañó que me fuese a molestar.
Abrí y en efecto era ella. Estaba nerviosa y tenía la cabeza embetunada de tintura fresca.
— Mi niño, disculpe que lo moleste, pero este viejo me tiene histérica; dice que va romper las ventanas si usted no habla con él.
Me puse los zapatos y salí.
— ¿Dónde se había metido? —gritó el viejo.
— En ningún sitio —respondí—, no me he movido de acá.
— Mañana es el gran día, y no tenemos nada listo. Erika está nerviosa y temo que no pueda volar.
— Usted dijo que no vuela con lluvia.
— ¡Mañana no lloverá! —vociferó.
— ¿Qué tengo que hacer?
— Llegue a la playa a las diez en punto. La función es a las doce, pero usted entiende que hay que recibir al público, llevarlo hasta su asiento, ofrecerle alguna cosita, explicarle los pormenores del show.
— Muy bien —dije—, mañana a las diez en la playa.
A las once cincuenta del siguiente día, pese a que no quería seguir prestándome para estupideces, sucumbí ante la vertiginosa e inexplicable necesidad de ir a la playa a ayudar al anciano. Tuvo razón, no estaba lloviendo, pero hacía frío. Le dije a la dueña que iba a la playa y que volvería antes de la hora de almuerzo.
Al llegar a la playa vi diez sillas de madera, una al lado de la otra, ordenadas de modo que el espectador quedaría mirando hacia el mar. El viejo llevaba un arrugado terno azul y una corbata de un color indeterminado. Estaba muy alterado y miraba la hora en un inexistente reloj de muñeca.
— ¿Estas son horas de llegar? —me gritó.
Me disculpé como pude. A unos metros de él estaba Erika, encerrada en una jaula para transportar canarios. De pronto se sintieron gritos y risas en los cerros. Eran los muchachos de la fuente de soda, el encargado y unas mujeres que nunca había visto. En total eran doce personas. Corría un viento helado que obligaba a todos a encogerse y cruzar apretadamente los brazos sobre el pecho.
El anciano se negaba a iniciar la función si dos de sus espectadores quedaban de pie, y como yo era el que vivía más cerca, fui a buscar sillas a la cabaña. Apúrate, gritaron los risueños asistentes.
Mientras subía pensé que todo iba para bien y que pasaríamos un buen rato; estaba por fin contento, como si todos mis pesares se hubiesen ido con la lluvia.
Pero mi despreocupación no alcanzó a florecer por completo. La dueña de la cabaña dobló la esquina y al verme aceleró el paso. Venía llorando.
— Mi niño —gritó—, mi niño. Perdóneme, no sé qué hice…
Esperé a que se calmara.
— Es su esposa —dijo—, la que sale en televisión; está acá.
Me mostró avergonzadamente un puñado de billetes arrugados.
— Me ofreció esta plata y yo le dije todo; por favor, mi niño, soy tan estúpida…
La abracé. No paraba de llorar. Sigilosamente caminé hasta la esquina y me asomé. Vi el Peugeot rojo estacionado, y a ella apoyada en la puerta, fumando impaciente. Llevaba una parka corta y unos jeans ajustados. El pelo lo tenía tomado con uno de esos tiburones de plástico y no tenía ni una partícula de maquillaje. Esa era la cara que nadie le conocía, el privilegio que Dios me reservó sólo a mí. Se veía muy enferma, era como si su espíritu agonizara detrás de la gruesa cortina de su belleza. Los mensajes de los diarios decían la verdad. ¿Pero qué podía hacer? Debatirme entre el deseo instintivo de ir a abrazarla, o improvisar una huida. Por suerte opté por lo segundo. Tuve fuerza de voluntad y no le miré el trasero; hacerlo hubiese sido muy riesgoso. Tampoco era prudente perder tiempo averiguando cómo la dueña logró zafarse de ella. Recogí los billetes arrugados del piso, los ordené y se los devolví.
— Es suyo —dije— No se preocupe, lo hizo muy bien. Ahora necesito un último favor…
Corrí sin pensar en las cosas que estaba dejando en la cabaña: los libros, la pequeña radio a pilas, la ropa. Felizmente siempre tomaba la precaución de andar con mis documentos. Di la vuelta más absurda del mundo para llegar a la plaza, la única que me libraba de la mirada inquisidora de mi esposa, que en ese instante debía estar aceptando la invitación de entrar a la cabaña a esperar mi llegada.
Entré al banco buscando al guardia. Lo encontré ayudando a una anciana a llenar un formulario.
— Te compro el Pontiac —dije.
Se le alumbraron los ojos, pero me advirtió debía trabajar hasta las tres.
— No puedo esperar, es ahora o nunca.
Me pidió un minuto para ir a decirle al nuevo gerente que tenía una emergencia familiar. Yo aproveché de hacer la fila de clientes y retirar gran parte de mi dinero.
Llegamos a su casa, él entró para sacar las llaves y unos documentos. Le ofrecí dos millones con la condición de que se olvidara de mí, y de hacer cualquier trámite. Aceptó. Nos despedimos con un apretón de manos y él insistió en entregarme un papel con un teléfono; para que lo llamara en caso de que el auto tuviese algún problema.
Era verdad, pese a lo feo que se veía por fuera, el auto andaba muy bien y casi no sonaba. Necesitaba hacer un último movimiento antes de partir. Tomé Luis Acevedo yendo contra el tránsito. Estacioné frente a la casa e Rogelio y al ver la puerta abierta entré.
Ahí estaba Romina, con sus ojos celestes hinchados, mirando al infinito y aguantando la compañía de una tía. Dejé el parqué manchado con barro e hice ladrar al perro de la casa contigua. Al verme se puso de pie.
— Me voy lejos —dije— ¿Quieres venir?
Subió corriendo al segundo piso, pasó un minuto y volvió con una mochila. Abrazó a su tía o lo que fuera, y contra toda la lista de advertencias que la mujer hizo, salió y se subió al Pontiac.
Partimos. Llené el estanque y luego, en una sencilla combinación de calles tomé la autopista. Hacía frío, pero no iba a llover, de eso estaba seguro. La carretera estaba vacía, húmeda y desafiante.
— ¿Dónde vamos? —preguntó, sólo por saber; aparentemente cualquier destino le deba igual.
— Hay unos amigos recorriendo playas en el Norte.
— ¿Podrás encontrarlos?
— No sé, ahí veremos.
Aceleré. El Pontiac rugía como un león, pero no como cualquier león, sino como un león mitológico, un inmortal rey de la selva, mascota de los dioses, celoso vigilante del sueño de las ninfas. Las ansias por dejar Quintero aplastaban el acelerador y casi no sentíamos la velocidad.
De pronto, Romina advirtió que había algo en el cielo. Activé las luces de emergencia y detuve el auto a un costado.
Salimos del auto para ver mejor. Era un pequeño cuerpo emplumado que volaba. Daba la impresión de haber obtenido recientemente una añorada libertad. Muy grande para confundirlo con una gaviota, demasiado pequeño para tildarlo de avión.
Es un pollo, dijo ella, como si estuviera refiriéndose a algo de lo más natural. Entrecerré los ojos y reconocí a Erika. Me había olvidado completamente del anciano, del show, y mientras seguía con la vista la trayectoria del aquel vuelo no pude evitar reírme imaginando las caras de asombro de los mis amigos del bar, la expresión de triunfo del viejo, y a todo Quintero mirando hacia arriba tal como nosotros, con la boca abierta.
Erika planeó elegantemente sobre los cerros, dio un par de vueltas por encima del litoral y luego subió verticalmente, como un cohete. Me subí al techo del Pontiac para aplaudir y silbar. Pese al apuro, no quise perderme ni un segundo de aquel hermoso espectáculo. Romina dijo que estaba aburrida y que por favor nos fuéramos, pero no le hice caso; hipnotizado y sin decir nada, vi cómo el cuerpo de Erika se empequeñeció hasta desaparecer entre unas nubes tan oscuras como el futuro.