En el marco de la serie “Cuento chileno actual”, presentamos varios relatos breves de Reinaldo Marchant (Santiago, 1957). Ha merecido el Premio Internacional Nuevo Cuento Latino, EE.UU., 1985; Premio CMI de Novela, Suiza, 1986; Antonio Pigafetta, 1987; Andrés Bello, 1988, etc.
INSTANTE
Si viniera mi padre y jugara conmigo apenas cinco minutos.
Si viniera mi padre… Si llegara súbitamente, a la manera de un mago, arrullara mi hombro, estrechara sus ojos en los míos, y pasara su áspera mano por mi rostro. Si llegara mi padre…
Si apareciera en este preciso instante en que lo recuerdo y desvanezco por conocer la textura de sus ojos y el piso de su estatura.
Si viniera mi padre desde el valle de huesos secos.
Y se soltara desde brasas donde no se oyen cantos de aguas verdes.
Si asomara, a la manera de un fantasma redimido, y se hiciera escuchar en bendición extraordinaria. Y escuchara un pequeño vocerío, notara el movimiento de las manos, el sonido de una risa que desahoga el imberbe que soy.
Si llegara don César Mario… – supongamos que así se llama-.
Si viniera hasta la hendija en que contemplo la consagración de nubes que juegan para seres solitarios y meditabundos. Y me saludara desde lo impalpable, diciendo dos palabras, sólo dos palabras que nunca le oí: hola, hijo…
“No me diga así”, contestaría.
– Dígame: hola, bastardo….
EL MAR
Cuando la madre llevó a sus cinco hijos a descubrir el mar, él imaginaba que era como un cielo bañado en lluvias. ¡Tonto, es de agua!, precisó su hermana.
Entonces imaginó que era como una piscina pero más colosal. ¡Tonto, tiene olas!, repitió la hermana.
¡Y tiene peces, sirenas, ballenas, tiburones…!
Comenzó a temer. A esconderse en la falda de su madre.
– ¡No pasa nada, son aguas que tocan música!,lo consoló ella.
Y el bus trabajosamente se lanzó a descender hacia el fabuloso piélago.
Pelícanos y gaviotas danzaban en la planicie azulenca.
Su pequeño corazón saltaba a la manera de una ardilla.
¡Ahí está!, gritó la hermanita, apuntando con la mano la traza marina.
Pudo ver ese gigantesco pecho celeste, agitándose, soltando espumas blanquecinas, jugando con algas y otras especies. Su rostro quedó embutido en el vidrio de la ventana. Nunca necesitó más ojos, oídos y visión que lo ayudaran a observar la majestuosidad más grande del universo.
– Lo que no ha inventado el hombre es muy perfecto-, dijo la madre.
Y él la abrazó fuerte, por ese premio azul, las aguas del océano infinito.
Desde ese día, pidió más vista para observar, más sentidos para escuchar y más espíritu para recibir los regalos que descienden de las habitaciones galácticas.
EL CRESPÚSCULO
Juan Solitario jugaba con un crepúsculo.
La tarde era brillante y el niño daba vueltas por el parque jugando con el crepúsculo. Asomaron las estrellas y el niño llamaba Peter al redondo y luminoso crepúsculo.
La gente no podía creer lo que Juan Solitario lucía entre los jardines del parque. Aquello no le importaba. Seguía corriendo con el crepúsculo en las manos. El crepúsculo a ratos le sonreía. Y su boca rojiza tenía dientes de conejo.
Juan Solitario ofrecía crepúsculos a la gente de paso. No había interesados.
Él continuaba jugando con el crepúsculo a la manera de un ente imaginario.
Hacia la tarde, el crepúsculo acariciaba las lágrimas de Juan Solitario. El muchacho pensaba unir las lágrimas de él y del crepúsculo para crear un lago de aguas sonoras.
El crepúsculo lo acariciaba con tristeza: nadie se detenía a mirar la escena.
Juan Solitario seguía incansable corriendo con aquel montoncito de sombras transparentes en las manos.
Y, sonriente, lo ofrecía a los increyentes.
Los únicos interesados eran los ángeles multicolores.
AMOR
Quisiera amar a aquella chica que me movió los ojos.
Quisiera amarla como amo lo que no tengo. La chica, bella y de ojos grandes, lee mis pensamientos, y se alegra. Sabe que quisiera amarla como amo lo que no tengo. Y se marcha en busca de un patán que la amará con todo el dominio material de lo que tiene. Yo quedo feliz de su dulzura y triste en su determinación. Aquella chica no sabe lo que pienso. Cree que soy un ángel indecoroso. Algún iluso que todavía se mueve con buenas intenciones. Nadie nunca le dirá algo tan simple como el pan: que en una mirada profunda está la paz o la guerra de una vida.
La chica, bella y de ojos grandes, se fue sin conocer que en lugares vulgares un niño medita con las manos aferradas a la mandíbula. Que el niño piensa en el mundo, y que jamás entenderá que el mundo no pensó un solo instante en él.
Así la pienso a ella. Pero la chica nunca podrá saberlo.
AROMO
Me duele la vida. La vida de los demás. Puedo soportar el dolor de mi vida. Es la vida de los demás la que me duele. Esa vida de un pájaro con hambre, de un hombre sin legumbre, de una mujer que perdió la fe, esas vidas duelen.
Cuánto me duele el dolor de las cortezas.
Se pueden cansar mis piernas, mis brazos. El corazón. Es mi alma la que debe estar robusta, bien alimentada. Si alguna vez se cansa, entonces habrá terminado la brisa y la efímera historia que comenzamos alguna vez.
Me duele eso que no duele a los demás.
Jamás pido nada a la vida, para que la vida no me reclame deuda alguna. A la manera de los animales, silbo y pernocto en parques o valles. A veces digo: si no inventas cosmos fabulosos te recibirán las ruinas.
Doliente, busqué al sol y al musitar de las aguas para que me traspasen sus sonidos: un día tú no andarás por ahí y el sol y las aguas andarán por ti, pensé.
Los menesterosos crecen y nacen como los aromos: solos.
ENCUENTRO
No he visto su rostro y lo quiero.
Jamás lo he atendido y le hablo. He soñado que sueña conmigo.
He imaginado que tocó sus manos y siento que palpo la piel de una corteza inocente. He soñado que sueño con él, que cubre mis pies descalzos y me ofrece para beber leche de paraíso.
Cuando camino una sombra esplendorosa se agita en mi interior. La sombra me divierte con su vestuario nevado.
Nunca lo conoceré y es mi mejor amigo.
Sí, nunca lo conoceré y no tengo tristeza.
Sin decir una palabra ha sido compañero de ruta.
Ahora mismo siento una voz y creo que es su voz: entonces bajo la voz, pienso, especuló, suelto mis ojos a un carrusel que traslada a doradas nubecillas. Y sigo.
Sigo buscando rastros de este amigo que viaja conmigo, que me acompaña en la oscuridad bastarda, me evita tropiezos cotidianos y me hace saltar de esos agujeros que aparecen como engaños de un mundo feliz.
La vaca y él
Era un amor de esos que ya no existen; era un amor profundo, frenético, sincero, natural ante los ojos de Dios. Ella, una espléndida vaca, robusta, de gigantescas ubres y ancas infladas, dueña de unos ojazos celestes que recordaban a una púber demasiado mansa. Él, un tipo lacónico, con indicios de idiota, el cual no tenía ni un pelo de tonto pues era aparatosamente calvo, de un aspecto tan esmirriado que no pasaba día en que no pedía perdón por estar vivo, y acaso le sucedía por ser brutalmente humano.
La historia es, como todos saben, increíblemente cierta.
Pernoctaban en una casucha situada en la putrefacta geografía del Zanjón de la Aguada, donde rara vez se veía a alguna criatura viva, y sí merodeaban soberanamente las vulgares ratas colilargas, que en época estival se daban públicos chapuzones en la barrosa agua del famoso canal, generando asombro y temor en los repentinos transeúntes.
La singular pareja llevaba una vida bucólica. Como la vaca no podía tomar un bolso y salir a comprar pan y verdura al barrio, estaba obligada a quedarse pastando por entre maleza y las hierbas crecidas. Él la acompañaba echado sobre un tronco, sin pensar en repetir la experiencia de zampar pasto igual que ella: tenía colon irritable. A decir del gentío, el atorrante poseía un “hígado fino, educado para recibir alimentos de la civilización, y no cochayuyos y callampas de sitios despoblados”. Eso aseguraban con insistencia los parroquianos del bar La Aguada. Lo que no significa que sea verdad. O mentira.
Hay que apresurarse en precisar algunas cosas. La vaca, que llegó soberanamente a aquel lugar luego de huir de un toro que no le daba descanso, tuvo serias dudas -al principio- de involucrarse con su hombre: éste la adulaba en demasía cual si fuera animal en celo, restregándole los lomos con ternura, mirándola enloquecido casi, musitándole canciones de cuna, quejándose de su soledad y de aquel eterno peregrinaje que siempre acababa con dejarlo en un mismo punto de San Miguel. Cualquiera se enamoraría de una vaca de ojazos celestes, por muy bestia que sea, diría después cuando se justificaron los hechos.
La verdad era una. Y fue transcrita así: ella resultaba ser tan bella que hasta un sano del alma la habría tomado por esposa. Puramente le faltaba escribir, realizar sus necesidades donde corresponde, no contar con orejas ni cola (el hocico era subsanable), es decir, no haber sido tan estereotipadamente animal, para cumplir con los requisitos básicos que exige la sempiterna dialéctica del amor. Lenin y Marx se habrían enamorado locamente de ella, afirmaban los contertulios del boliche La Agua.
Contra todas aquellas costumbres, ella contaba con un mineral anhelado por muchos hombres sanos de juicio: pensaba y hablaba lo justo y necesario, es decir, lo hacía maravillosamente, lo que hace resumir que el ¡mundo se halla necesitado de vaquitas! Y entre más féminas sean, mejor. Aquello indicaban los entendidos en el tema. Y los populares sabios que visitaban La Aguada.
Ya sé que aquí comenzarán los problemas terrenales. Como enseñaba mi abuela, que en paz descansa, el mundo se inventó con los delirios de la razón, y tal vez sea este chascarrillo un ejemplo de carácter bíblico.
Como los pensamientos son volutas de misterio, no se dará fe en qué escrutaba realmente la vaca. Sí existen motivos para explicar que tenía una voz límpida, no pastosa, y que al guturar cada vocablo no sacaba la lengua. Hablaba, en efecto, apretando dulcemente la comisura de los labios. Urge decir, en honor a la verdad, que lo hacía riendo a la vez, y sólo Dios sabe cuán hermosos se ven los seres felices mientras parlotean con una purísima sonrisa en la comisura de los labios. Máxime sin son de vaquitas adorables, como esta en comento.
Pero aquellas cualidades de la vaca tampoco eran todas, falta indicar quizá la más extraordinaria: sabía leer. Así de simple. Mientras que él -no por ser aparatosamente calvo se supone que era sesudo- había aprendido torpemente a repetir las vocales gracias a ella, leía gracias a su misteriosa sabiduría y también logró balbucir en inglés my dear friend, mi querido amigo. Cualquiera no enseña tantas cosas, eso es evidente y basta de explicaciones. Ahora al grano.
Él, que llevaba puesto los pantalones pero no la evolución de las cosas, suministraba de libros y revistas a la vaca –las robaba en la biblioteca de la municipalidad-, la cual de inmediato cesaba con su mastique e iba a tumbarse bajo las sombras de los chopos, cruzada de patas (no resulta anómalo decir piernas) y poníase a hojear el material, para de ahí plantarse a leer según el texto. El atorrante, cuyo mérito esencial fue descubrir, primero que muchos, la distancia -crucialmente nimia- que media entre los animales y el hombre, la escuchaba como un devoto, con la mirada puesta en los siglos venideros, embobado, tarareando de vez en vez narraciones infantiles sobre las vacas. Y se reía.
Cuando la vaca hablaba, temblaba de amorío su corazón:
— El problema del hombre es que será siempre hijo de la mujer.
Pronto corrió la historia que daba cuenta de una vaca espléndida que entregaba catorce litros de leche al día, tenía los ojazos celestes, un inenarrable trasero, varias libras de peso y que, por supuesto, hablaba y leía a la manera del más reputado ciudadano.
Sin embargo, los primeros que llegaron a constatar el hecho fueron unos obscenos y desubicados burros, quienes trataron de enamorarla torpemente, sin hablarle al oído del corazón, sin transmitirle sentimientos, creyendo que les bastaba y sobraba con el lenguaje de sus músculos concupiscentes. La vaca, preocupada de mejores detalles, los ignoró. Rebuznando contra natura se marcharon los burros. En todas partes abundan los insensatos.
Enseguida aparecieron los airados toros. Llegaron en grupo, como diciendo: “nos han mandado acá para solucionar un entuerto sensual de la vida…”. Uno de ellos divisó a la pizpireta vaca, tumbada sobre un jardín de flores abiertas, de cara al sol, meditabunda. Quizá elaboraba mentalmente una poesía, vaya uno a saber. Pero que estaba hundida en unos abandonados pensamientos, ni siquiera el Señor lo ponía en duda. El jefe o general de los toros, se le acercó peligrosamente, inflando las condecoraciones albas de su pecho, piafando a modo de amedrentamiento. No logró acoquinar a Imelda. El corpulento toro giró en torno del bello animal tumbado bajo el jardín de flores, buscando sin duda la crucifixión sanguínea del instinto… Empero la habilidosa vaca los despidió hablándoles seriamente, esto es con un idioma seudo animal, que era una mezcla de español con inglés, lo que le rindió sabrosos frutos: sus coterráneos huyeron dando largas zancadas, maldiciendo también a la Naturaleza apátrida, mientras Imelda y Aulalio reían a mandíbula batiente, sabiendo -por lo demás- únicamente Dios cuál risa sería más humana y quién de los dos representaba mejor al brutal género de los homos erectus…
Datos vitales
Reinaldo Edmundo Marchant (Santiago, Chile, 1957) se dio a conocer en la década de los ochenta como integrante de la Nueva Narrativa. Desarrolló en esos años una prolífica labor literaria y periodística. En 1988 remitió cinco novelas inéditas al concurso Andrés Bello, logrando el primer lugar con su libro El Abuelo; dicho certamen se dirimió sólo días después del histórico “Triunfo del No del 5 de Octubre”. Con la publicación del texto ganador, sedujo de inmediato a la crítica especializada, la buena prosa le brota espontánea a Marchant; tiene buenos reflejos de lenguaje narrativo y su escritura lleva la marca de la alegría, (Ignacio Valente, Revista de los Libros, El Mercurio), ”pareciera estar escribiendo o pensando, es un escritor que no escribe, que no redacta. Será uno de los grandes escritores de Hispanoamérica” (Enrique Lafourcade, La Tercera), “La obra de Marchant nos hace pensar la lengua de modo distinto y ver el mundo con otros ojos” (Jaime Hagel, La Epoca). Junto a su actividad creativa, escribió durante años los días domingo en la Revista Temas del diario La Epoca. También fue articulista de revistas políticas y editor de dos semanarios municipales. En 1994 es nombrado agregado de cultura y prensa en la Embajada de Chile en Uruguay, donde realizó tres Antologías de autores binacionales, una de ella en co-autoría con Mario Benedetti, trabajo que le significó ser nombrado Miembro Correspondiente de la Academia Uruguaya de Letras ( 1997), siendo el más joven en su historia. En 1998 ocupó el mismo cargo en Colombia. Hijo de familia políticamente de izquierda, el menor de cinco hermanos, Reinaldo Edmundo Marchant se destacó primeramente en el fútbol – ”La pelota, mi primer oficio”, semanario Artes y Letras, Uruguay, 1995, formando parte de la serie inferiores de Palestino y del plantel Cuarta Especial y Reserva del Club Deportivo Aviación, actividad que abandonó a los 17 años luego de salir exiliado el 10 de mayo de 1974 junto a un sobrino del diputado socialista Mario Palestro y otros jóvenes dirigentes. A su regreso a Chile, realizó estudios universitarios en la Facultad de Letras de la Universidad Católica y, posteriormente, obtuvo un Diplomado en Comunicación y Gestión Cultural. Sus libros y cuentos merecieron más de una docena de premios literarios, entre los que destacan el Concurso Universidad Católica, 1983; Concurso Nacional “Cuentos de mi País”, Bata, 1984; Premio Internacional Nuevo Cuento Latino, EE.UU., 1985; Premio CMI de Novela, Suiza, 1986; Antonio Pigafetta, 1987; Andrés Bello, 1988; Premio Asociación Uruguaya de Escritores, 1994; XV Concurso Anual de Novela Ciudad de Pereira, Colombia, 1999.