Círculo de Poesía felicita al poeta salvadoreño Jorge Galán (1973) por haber merecido el Premio Iberoamericano de Poesía Jaime Sabines con el libro “El estanque colmado”, publicado por Visor en 2010. Galán ha publicado además La ciudad (Ed. Pre-Textos; Valencia, 2011). Aquí dos poemas del libro ganador.
El muchacho detrás de la ventana
Ahí donde crecí, en ese sitio
bajo el techo de zinc, a la orilla
del río que era una respiración a media noche,
nadie me habló de la primavera,
de las colinas hechizadas como una mujer
tendida sobre la hierba tibia, rodeada de setos
o de arces, colmada por el aroma
de lo bienaventurado, y su falda de diez tonos
y su cabello rojo y azul y sus ojos azules también
y su piel blanca como el perfume de la plata
recién tomada de la piedra.
Nadie me habló tampoco de la nieve
que cae sobre los campos
semejante a un pedazo de pan blanco
desmigajado sobre una sopa.
Nadie me habló ni del marino ni del hada
ni de los nidos que cuelgan
entre el follaje como argollas,
ni de la brisa que, de octubre a diciembre,
hace de las ramas delgadas sus repentinos látigos,
y no puedo decir que hubo necesidad
de hablar sobre estas cosas
pero sí hubo necesidad de hablarme de la muerte,
de esa sombra que cae como una luz extraña,
más densa, casi húmeda, inquebrantable,
inviolada, oscurísima, semejante a la piel del universo,
igual de inmensa y fría, y hubo necesidad
de mencionar el miedo, esa piel más enorme,
y de dónde venían esas viejas campanas,
de qué torres hundidas al final de la niebla,
y todas esas aves que eran solo siluetas:
alas que no son alas, picos que no son picos,
graznidos que se elevan por lenguajes nefastos,
y la sirena, el grito
que emerge de la noche para colmar la noche,
la mano en la garganta, el silencio más tarde…
Sí hubo necesidad pero nadie me dijo ni una sola palabra
de aquello que se ha vuelto cotidiano
y por ello todo lo que aprendí
lo hice a través de lo vivido y lo negado a vivir,
de la visión que se dejó palpar por una mano fría
– mi propia mano, erizada, repleta de temblor-,
del olor nauseabundo que se eleva del cuerpo estremecido,
de la sombra, del grito, de la textura del gemido,
del ruido que producen los labios al cerrarse…
Nadie me habló jamás de las cosas lejanas o inmediatas,
hermosas o terribles,
así como tampoco nadie me dijo el nombre
de esas flores pequeñas, casi insignificantes,
que nacen en los viejos tejados de esas casas
donde ya nadie habita…
De pronto pensé en ellas
como pensé en noviembre como pensé en las lluvias
como pensé en el viento colmando los cabellos
de no recuerdo quién…
No importa quién…
El retorno
Con el corazón aplacado, vuelvo siendo llovizna,
lento como el lenguaje de los árboles,
pero no vuelvo como viniese un hijo pródigo
sino como el viento salino del norte o del sur,
alisando la arena con una nueva mano
como el niño que alisa la melena del león
y no siente miedo porque desconoce aquello que acaricia.
La antigua fe es el extenso mar que quedó atrás.
El desierto besó mis pies con sus innumerables labios,
sus alacranes prosperaron entre mis dedos,
bajo mi lengua aún persiste una cicatriz de lo que fue ese sol
que pasó de la niñez a la vejez en una sola noche inexplicable,
los cactus florecieron sobre mi espalda,
sus agujas me parecieron suaves como el pico del colibrí,
sus serpientes me rodearon al final de la noche,
rocé sus escamas como quien pasa su mano sobre el fuego,
su siseo no era el siseo de los árboles
sino el de quien susurra un secreto terrible.
Sé que las piedras no olvidarán mi rostro pues también fue su rostro.
Y luego del desierto fue el bosque, negro en la tarde,
sombrío en la madrugada, pero fresco y amigable en las horas de luz,
y luego la montaña y más tarde otra vez la marisma
repleta de cangrejos y conchas que me parecían
desfiguradas monedas de plata o lágrimas petrificadas de sirenas,
un llanto de amor por los viejos marinos que no volvieron más,
y las gaviotas arriba, suicidas, hundiéndose en las aguas,
y lo que creí era la canción de las ballenas,
que venía en la madrugada, cuando el silencio era más hondo
y el océano parecía querer contar viejas historias,
pero todo pasó y ahora regreso a esta casa, a este centro
del frío, a esta ciudad, a las costumbres que una vez aprendí,
cuando niño, rodeado de penumbra, en el desván
desde donde escuché un solo estallido
repartido en cientos de miles de estallidos
en esos años nuestros cuando la guerra se volvió nuestra madre
y nuestro padre y nos alimentaba y bautizaba en sus aguas oscuras,
casi sin darnos cuenta, porque el horror entonces no era horror
sino algo parecido a una emoción más enorme,
y ahora camino a la orilla de este estanque lleno de peces,
esta frontera que separa lo venidero del pasado,
una vena inflamada por el invierno,
y veo mi rostro reflejado en el agua, uno más con los astros,
uno más con las ramas que parecieran asomarse
como tímidas niñas que casi no se atreven,
y ya no sé qué es lo que viene, pero sí sé que el agua es fría
y que hacia el norte veo una cordillera de cerros nevados
donde el ciervo y el viento parecieran tener la misma descendencia
y donde el lenguaje del pino no es distinto al sonido de la flauta
y donde el hogar del oso y de la liebre es semejante
a aquello que los hombres olvidaron un día.
Regreso de todos los puertos destruidos por el agua,
de todas las ventanas que arrancó el huracán,
de todos los mantos que no fueron tocados por la mano que resultó
muy corta,
regreso como el ojo del pez que se da cuenta que lo que observa
es una inmensidad inusitada,
pero no trato ya de pronunciar lo que no puede ser pronunciado,
solo dejo mis manos sobre las aguas frías
y siento lo que solo uno que está vivo puede sentir:
lo que no se detiene, lo que irremediablemente avanza,
lo que sin duda fluye…
De El estanque Colmado (Visor, Madrid, 2010)