La poesía como talismán, libro de Federico Díaz Granados

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Apareció recientemente en Bogotá el libro de ensayos “La poesía como talismán” (Colección Ex Libris, No. 4) del poeta Federico Díaz Granados (1974). Presentamos aquí el texto “Voces que me leyeron”, que da cuenta de la manera en que puede formarse un poeta en sus primeras lecturas. Un texto conmovedor que traza una vía de acceso a la poesía.

 

 

 

VOCES QUE ME LEYERON 

 

Mi padre tenía una inmensa biblioteca llena de libros de todos los colores, tamaños, texturas y contenidos. Había en esa estantería algo de misterio y de maravillosa fascinación, quizás, porque pensaba que allí se escondían mundos, personajes y sucesos que despertaban en el niño que era entonces una intensa curiosidad por escarbar y esculcar. Algo de verdad oculta había detrás de esos objetos organizados por un extraño y arbitrario azar y por ese territorio de páginas, fino polvillo y nombres de autores que de tanto verlos se volvían hogareños y cotidianos.

 

De allí salían voces, aventuras y personajes que mi padre y mi madre interpretaban y lograban que para mí, la literatura fuera una enorme montaña rusa de emociones y vértigos. Fue así como empecé a deslumbrarme con los libros y las letras. Había títulos que me gustaba que mi padre pronunciara como si se tratara de un sortilegio o un sésamo que me abriera las puertas de mundos insospechados. Las nieves del Kilimanjaro, En noviembre llega el arzobispo, Tentativa del hombre infinito, Luz de agosto, La región más transparente, Canaima, Trópico de capricornio serían, entre otros, el correcto santo y seña que poblarían de luz la casa. De aquella fascinación por cuanto escuchaba llegó la urgencia por aprender a leer para poder vivir yo también en aquel espacio con independencia y libertad. Desde entonces, la literatura, los libros, fueron la más hermosa manera de ocupar la soledad.

 

La voz de mi padre era la poesía misma y fue así como muchas caminatas por la carrera 7, por Chapinero, La Soledad y el viejo barrio Sears se impregnaban de poemas universales. Caminábamos, a veces sin rumbo definido, y agarrado de su mano escuchaba poemas de Neruda, Silva, García Lorca o lo que era mejor relatos y anécdotas sobre sus vidas. La vida de Neruda era mi favorita y durante esas caminatas visité y revisité innumerables veces la cordillera chilena, los exilios, los viajes por Asia y la militancia irrestricta del inmenso poeta de América. Le pedía  que me repitiera, como si se tratara de una novela de terror (que efectivamente lo fue) los sucesos del 11 de septiembre de 1973 hasta desembocar en la muerte del poeta 12 días después.

 

También le tuve mucho afecto a un tomo color crema de la enciclopedia “El mundo de los niños”: el primer tomo “Poesías y canciones” fue algo mejor que un buen verano. Allí entre ilustraciones y palabras conocí algunos de los poemas que todavía me acompañan:“Por el mar de las antillas anda un barco de papel /anda y anda barco barco / sin timonel” o “Cielo Azul sin una nube / mar azul sin una vela / solo la espuma sobre la arena” o “Manuel Flórez va a morir / eso es moneda corriente / Morir es una costumbre / que sabe tener la gente / Mañana vendrá la bala / y con la bala vendrá el olvido / lo dijo el sabio Merlín / Morir es haber nacido”. Estos versos de Nicolás Guillén, Gregorio Castañeda Aragón y Jorge Luis Borges en la voz de mi madre tenían otro matiz y otro color y la poesía una vez más llenaba de sentido una infancia, que como muchas, estaba llena de primos, tíos, abuelos y abrazos.

 

Quizás por esas manías y costumbres de aquellos días leía fragmentos de novelas en voz alta. Me encerraba en mi cuarto y modulaba mi voz para darles vida a esos personajes de aventuras. Así apunté a manzanas como Guillermo Tell, maté siete moscas como un pobre sastrecillo, froté la lámpara de Aladino, tuve botas de siete leguas como Pulgarcito y caminé descalzo a orillas del Mississippi con Tom Sawyer y Huckblerry Finn mis dos mejores amigos que llenaron de ilusión y lealtad esos días.

Recuerdo las voces de los escritores que iban a mi casa, y así la voz de Luis Vidales, Héctor Rojas Herazo, Mario Rivero, Germán Espinosa, Manuel Zapata Olivella y Arnoldo Palacios,  retumban en mi memoria como un eterno tambor de afectos. 

No hace mucho un compañero de colegio recordó mi vocación de lector o docente. Cuando un profesor faltaba a clase yo me tomaba la hora  y repetía las vidas de los poetas narradas por mi padre o leía para todos fragmentos de textos escolares como Así es Bogotá de Isabel Holguín de Gómez (un bello libraco que tenía una foto de Bogotá desde el funicular de Monserrate), Cuentos del amanecer de Hernando García Mejía en una edición de Editorial Bedout, Historia de Colombia del padre jesuita Rafael María Granados (con quien preferíamos mis amigos y yo confesarnos debido a su avanzada sordera) y las biografías de matemáticos y astrónomos que aparecían en los separadores de capítulos de la Aritmética y el Álgebra del cubano Baldor.

Hoy leo en voz alta a mi hijo de 12 años. Intento prolongar en Sebastián  algunos de esos momentos irrepetibles de mi infancia esperando que Tom Sawyer, Huckblerry Finn, Holden Caufield, Alicia, Robinson Crusoe, Simbad el marino o Demián alegren sus días infantiles y encuentre tal vez, en mi biblioteca, alguna de mis risas o mis lágrimas detenidas en alguna página para siempre.

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