Reyes y Rulfo, mexicanos universales

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El poeta y narrador colombiano José Luis Díaz Granados nos presenta su homenaje a dos figuras fundamentales de la literatura mexicana: Alfonso Reyes y Juan Rulfo. Ambos, según Díaz Granados, “resultan ser los símbolos literarios más representativos de México en la pasada centuria”.

 

 

 

REYES Y RULFO, MEXICANOS UNIVERSALES

 

 

No pueden concebirse seres humanos más opuestos en todo sentido ni escritores más antípodas que Alfonso Reyes (1889-1959) y Juan Rulfo (1918-1986). Sin embargo, vistos desde la perspectiva de este inicio de siglo, resultan ser los símbolos literarios más representativos de México en la pasada centuria.

Los dos representan, cada uno a su manera y en su idioma particular, la forma de ser del mexicano, su modo más cabal de pensar y de sentir. Cada trazo del estilo de Reyes refleja la cortesía y la elegancia del alma azteca. Por su parte, cada expresión de la prosa rulfiana, identifica al mexicano llano y raso, al niño que lleva dentro de sí todo adulto que sueña o que ha perdido la esperanza.

Reyes era un polígrafo único en su especie. Y si el diccionario no miente, poligrafía es “el arte de escribir por diferentes modos secretos o extraordinarios”, lo cual resulta una definición inventada por o para don Alfonso. En cambio, Rulfo insistía una y otra vez que él no era un intelectual, sino “un simple y mero proletario”.

Reyes publicó 170 libros (más de treinta mil páginas) sin contar la inconmensurable cantidad de artículos dispersos, poemas circunstanciales, prólogos, conceptos y ediciones comentadas. Rulfo sólo publicó dos libros, El llano en llamas y Pedro Páramo, tan breves que al juntarlos con el resto de sus textos narrativos, no alcanzan a sumar 350 páginas.

En 69 años de vida, Alfonso Reyes alternó su fecunda actividad de lector, escritor y profesor con el desempeño de altos cargos públicos y académicos: fue Ministro Plenipotenciario en España y Francia, Ministro en Suiza, Embajador Extraordinario y Plenipotenciario en Argentina, presidente de la Junta de Gobierno de El Colegio de México, Embajador ante la UNESCO en París, en 1949, Presidente de la Academia Mexicana de la Lengua hasta su muerte y miembro honorario de centenares de instituciones en todo el mundo. Además, recibió decenas de distinciones, condecoraciones y diplomas a lo largo de su vida.

Juan Rulfo, al contrario, en sus 68 años de vida, fue renuente a toda figuración. Se negaba a ser entrevistado, huía de foros, simposios y mesas redondas en su honor y rechazaba invitaciones a congresos y conferencias sobre su obra. Jamás ocupó un sillón en academia alguna y sus únicos empleos fueron: agente de Inmigración en la Secretaría de Gobernación, agente vendedor de cauchos para automóviles en Ciudad de México, empleado del Departamento de Publicidad de la Casa Goodrich, promotor de la Comisión del Papaloapán sobre el sistema de riego en Veracruz y funcionario del Instituto Nacional Indigenista.

Pero tanto el portentoso polígrafo de Monterrey como el genial narrador de Sayula, multiplican día a día el estudio y la investigación de sus obras por parte de devotos lectores y admiradores en diferentes latitudes, y los mexicanos sienten la más orgullosa emoción cuando en el extranjero nombran al uno o al otro.

Escritores relevantes como Octavio Paz y Carlos Fuentes, reconocen el magisterio de la  palabra visionaria de Reyes hacia el más profundo conocimiento raigal de “la región más transparente del aire”, pero también creen que Rulfo ha creado un “Ulises de piedra y barro” (Fuentes) y una nueva versión del paraíso, “el páramo de Pedro” (Octavio Paz).

Pero en este reconocimiento de los influjos y magisterios intelectuales no se quedó atrás Rulfo, pues siempre comentó a sus amigos que le gustaban mucho los versos de Don Alfonso, especialmente la “Glosa de mi tierra” que comienza: “Amapolita morada / del valle donde nací: / si no estás enamorada / enamórate de mí…”, cuarteta que algunos serenateros amanecidos de México y de ciudades y villorrios de América Latina, utilizan al comienzo de la canción “Las mañanitas”.

La magia poética y el asombro a que nos conduce la expresión literaria de cada uno de estos autores, consiste en la reinventada belleza de su fiesta verbal. Reyes, por ejemplo, siente que una flor se puede convertir en mujer:

           

            Flor de las adormideras

            engáñame y no me quieras…

            Flor de las adormideras.

            Una se te parecía…

            Y tiemblo sólo de ver

            tu mano puesta en la mía:     

             tiemblo no amanezca un día

             en que te vuelvas mujer…”.

 

            Y por su parte, Rulfo, a través de su personaje central, Pedro Páramo, expresa el más exacto sentimiento de amor cuando dice: “Miraba caer las gotas iluminadas por los relámpagos, y cada vez que respiraba suspiraba y cada vez que pensaba, pensaba en tí, Susana…”.

Ambos escritores vivieron para una sola obsesión: encontrar a través de las palabras el significado de las sombras. Para ello, Reyes construyó una inmensa biblioteca, la Capilla Alfonsina, verdadera catedral del saber, “de la que cuelgan tímidamente pequeñas recámaras”, según decía Jules Romains. “Verdaderas olas de volúmenes, —contaba Elena Poniatowska— que amenazan con revolcarnos y llenarnos la boca de letras”.

Y Rulfo, en su laboratorio secreto y nocturno, pulía, reescribía y se desvelaba “con ardiente paciencia” hasta lograr el texto escueto, preciso, deslumbrante. No en vano, días antes de morir en 1959, Alfonso Reyes resumió para la posteridad la entraña verbal de Pedro Páramo en un concepto  que resultó a todas luces consagratorio por provenir precisamente de este mexicano universal con destino a otro mexicano que ya empezaba a serlo. Decía don Alfonso: “Puede considerarse realista la novela de Rulfo porque  describe una época histórica, pero seguramente su valor reside en la manera peculiar con la que supo manejar esa historia, donde la narración lanzada sobre distintos planos temporales cobra un valor singular que intensifica la condición misma de los hechos. Una valoración estricta de la obra de Rulfo tendrá que ocuparse, necesariamente, del estilo que este escritor ha logrado manejar, en forma tan diestra, en su extraña novela Pedro Páramo”.

 

 

 

Datos vitales

José Luis Díaz-Granados (Santa Marta, 1946), poeta, novelista y periodista cultural. Su novela Las puertas  del infierno (1985), fue finalista del Premio Rómulo Gallegos. Su poesía se halla reunida en un volumen titulado La fiesta perpetua. Obra poética, 1962-2002 (2003).

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