Aniversario de Góngora

Quevedo, Garcilaso, GóngoraUn día como hoy, en 1561, nació el poeta cordobés Luis de Góngora. Presentamos un maravilloso ensayo de Arnulfo Herrera, especialista en la literatura de los siglos de oro, que lo retrata de cuerpo entero. A través de este ensayo podemos advertir las disputas legendarias con Quevedo que hacen de los pleitos contemporáneas un inocente juego de niños.

 

 

La historia de una desafortunada impresión de Góngora

 

Casi a finales de 1627, un tal López de Vicuña madrugo a todos los amigos de Góngora que pretendían imprimir las obras del autor andaluz desde muchos años atrás. La edición estaba dedicada al cardenal Antonio Zapata, “inquisidor de todos los reinos de España”. Fue impresa en Madrid por la viuda de Luis de Sánchez ­­–conocida imprenta de la ciudad-, a costa del librero Alonso Pérez, hijo del editor más famoso de los siglos de oro. Pese a que llevaba dos aprobaciones y el correspondiente privilegio real, el libro no alcanzo a salir de las bodegas. Sorpresivamente, la Santa Inquisición mando recoger los ejemplares por no tener impreso el nombre del autor (sólo decía que eran obras del “Homero Español”) y llevar una dedicatoria falsa. Sería necesario esperar hasta el año de 1633 para que el proceso tuviera resolución definitiva. E fondo de este caso fue bien conocido por los contemporáneos que siguieron su curso, pero para nosotros el asunto ha quedado muy oscuro por el hermetismo que hubo en el entorno y por alusiones indirectas de los comentadores. Un hombre muy poderoso y al parecer ensañado con Góngora estaba detrás de la operación. Parte de la crítica gongorina moderna ha reconstruido una historia de contenido siniestro sobre la denuncia y el desarrollo de los avatares que sufrió esta malograda edición. Aunque se trata de una especulación apoyada en pruebas ambiguas, vale la pena rememorarla porque incluso entre los expertos es poco recordada pese a que tiene el interés de un cuento policiaco.

Los poemas de Góngora tenían una enorme demanda y circulaban manuscritos –al igual que los de muchos otros poetas de la época- en todo el mundo hispánico. Se vendían caros entre los aficionados y los coleccionistas. Esta era la idea de “publicación” que entonces prevalecía entre los escritores, sin la mediación de la imprenta. La razón de que los precios de los manuscritos fueran altos en el caso del “Apolo Andaluz” se deba tal vez a que la empresa de “estampar” fue largamente desdeñada por el autor de Polifemo. Por fin, en 1623, se decidió a reunir sus textos dispersos y mandarlos a imprimir como una solución a sus problemas económicos. La edición estaría dedicada al valido de Felipe IV, Don Gaspar de Guzmán, entonces conde de Olivares –a partir de 1625 seria Duque de San Lúcar la Mayor y agregaría a sus títulos la distinción de “Grandeza”. Por lo menos Góngora parecía creer que su suerte cambiaría con esta publicación, así lo expresaba en la correspondencia dirigida a sus amigos cordobeses durante los años de mendicidad en la Corte –dice Alfonso Reyes que con esta actitud ingenua “era hombre para repetir la fábula de la lechera”. Como es sabido, el Cordobés se trasladó a Madrid en 1617, después de ser nombrado “capellán real” (15 de octubre), una de las intensas campañas publicitarias iniciada unos tres o cuatros años antes con el envió de algunos fragmentos de la primera Soledad y del Polifemo, así como de otros poemas. Esto avivo como es natural una guerra de la república de las letras que don Luis atizaba desde su cálida tierra.

Encendió de nuevo el viejo odio de rivales tan temibles como Lope y Quevedo (y por supuesto sus compañías). Por otro lado, produjo las apasionadas defensas de los “cultos” (don Antonio de las infantas, don Pedro de Cárdenas, don Antonio de Paredes, Francisco de Córdoba (el Abad de Rute), Andrés de Almanza y Mendoza, Pedro Soto de Rojas, Hortensio Félix Paravicino, etc.) y de algunos poetas aristócratas como el conde de Villa Mediana y Juan Bautista Manso, Marqués de la Vila y fundador de la “Academia de los Ociosos”, que contaba con la protección del conde de Lemus. Con su enorme superioridad y la enorme vena satírica que jamás nadie pudo igualarle Góngora contesto:

A los que dijeron contra las soledades

Con poca luz y menos disciplina

(al voto de un muy crítico y muy lego)

salió en Madrid la Soledad, y luego

a palacio con lento pie camina.

Las puertas le cerro de la Latina

Quien duerme en español y sueña en griego

Pedante gofo que, de pasión ciego,

La suya reza y calla la divina.

Del viento es el pendón pompa ligera.

No hay paso concedido a la mayor gloria,

Ni voz que no la acusen de extranjera.

Gastando, pues, en tanto la memoria

Ajena envidia, más que propia cera,

Por el Carmen la lleva a la victoria.

Este esplendido soneto impresiona por el ingenia de sus virtuosas anfibologías. Es muy probable que se haya escrito a finales de 1614. Habla simultáneamente del recorrido que llevaba la Virgen de la Soledad en su procesión desde lo que hoy es la avenida Carranza de San Jerónimo hasta el palacio real. Subiendo por el convento de Carmen Calzado y el hospital iglesia de La Latina para luego regresar por la pequeña calle del Carmen a la iglesia de la Victoria. Esta victoria es también la de su poema. La soledad salió con “poca luz”, “menos disciplina” de corrido porque no llevaban una procesión muy grande.

Había poca gente con velas encendidas y mucha menos gente encapuchada golpeándose las espaldas o “disciplinándose”[1].

El segundo verso alude a Lope de Vega quien, además de ser tildado de ignorante, se había hecho sacerdote en la primavera de ese mismo año. Lope escribió a Góngora una carta anónima (“De un amigo”) en la que, atacando a Andrés de Almansa y Mendoza (critico del teatro lopesco y discípulo del cordobés), le pego de soslayo a don Luis; éste respondió con energía: “y agradezca que, por venir su carta con la capa de aviso y amistad, no coro la pluma en estilo satírico”; es un texto con el que la crítica moderna ha constituido el manifiesto de la poética gongorina. El segundo cuarteto se refiere a Quevedo, sin duda el “pedante gofo” que le cierra las puertas de La Latina a la virgen y al poema (La Latina debe ser la iglesia y también la lengua, puesto que, según el poeta madrileño, la “enredada” Soledad no tenía nada de la claridad latina que pretendía imitar en la sintaxis). Es el “que sueña en español y duerme en griego”, por eso Góngora lo había llamado en otro soneto “Anacreonte español, no hay quien os tope/ que no diga con mucha cortesía, que ya vuestros pies son de elegía, que vuestras suavidades son de arrope”. [2] Siempre se burlo de él diciendo que no entendía el griego (“Con cuidado especial vuestros antojos [loa anteojos de Quevedo eran muy famosos]/dicen que quieren traducir al griego, no habiéndolo mirado vuestros ojos. [Quevedo era miope] / Prestádselos un rato a mi ojo ciego, / porque a la luz saque ciertos versos flojos, / y entenderéis cualquier gregüesco luego” [Góngora podía ser más escatológico que Quevedo]).

Finalmente, a elección del soneto de defensa a la Soledad primera es que a pesar de la envidia y la incomprensión, la Virgen y el poema llegan, a través del Carmen (Carmen es “poesía” o “poema” en latín, pero también es la calle donde está el convento), hasta la Victoria (el convento de la Victoria y el triunfo de su poema). Y el viento les hace, a la Virgen y a la Soledad, lo que a las banderas: agitarlas para su mayor gloria. El triunfo definitivo de la “poesía culta” se logró en1616, cuando el “Homero español” ganó un certamen para consagrar la capilla de Nuestra Señora del Sagrario en la imperial Toledo. Tal vez estuvo “arreglado” por Fray Hortensio Félix Paravicino, amigo y discípulo del poeta, o cierto es que las fiestas habían sido patrocinadas por el cardenal Sandoval y Rojas, tío del duque de Lerma, el valido de Felipe III y el más poderosos de los hombres en ese momento. Góngora se encontraba el en punto más álgido de su carrera literaria y en plena campaña política, medrando para obtener un cargo palaciego.

Por lo que respecta a la guerra de los poetas, Góngora acostumbraba darle una “pasada” a Lope cada vez que le asestaba un golpe Quevedo. Por esta causa en algún momento el autor de El Buscón le reclama:

Y al pobre Lope de Vega

Te lo llevaste de paso

Sólo por llamarse Lope

De tu consonante esclavo.

(Poeta de “oh, qué lindico”)

A los cincuenta y seis años de edad Góngora se lanzó, pues, a la aventura de la Corte. Era ya muy viejo para pretendiente y sin embargo se creyó apoyado por su indiscutible fama literaria y por tres personajes importantes: don Rodrigo Calderón, marqués de Siete Iglesias; don Pedro Fernández de Castro, conde de Lemos; y el inquieto de don Juan de Tassis, conde de Villamediana, quien, según cuenta la leyenda, envió su coche para transportarlo de Córdoba a Madrid.[3] Seguramente Góngora no tuvo conocimiento de la bella Epístola que tanto gustaba al argentino Jorge Luis Borges y que el capitán Andrés Fernández de Andrada -un hombre que “quiso callado pasar entre la gente” y hoy es apenas una sombra – escribió por esos años a don Alonso Tello de Guzmán, corregidor de la Ciudad de México y también pretendiente de la Corte de Felipe III:

Fabio, las esperanzas cortesanas

Prisiones son do el ambicioso muere,

Y donde al más activo nacen canas;

El que no las limare o las rompiere,

Ni el nombre de varón ha merecido,

Ni subir al honor que pretendiere.[4]

El poeta andaluz quería ser chantre de la catedral de Córdoba y obtener un hábito para Francisco de Cárcamo, su sobrino. Desde la Corte, en su calidad de capellán de los reyes, seguramente le sería fácil obtener éstas y otras dádivas. O al menos así lo creyó Góngora. En Madrid se instaló “en una casilla agradable… aunque estrecha… en el tamaño es dedal y, en el precio, de plata”, escribía don Luis. Se compró una “carroza de vaqueta leonada” y hubo de esperar cerca de dos años de permiso para que circulara. Tenía a su servicio un cochero, dos pajes y dos criadas. Su renta, dicen algunos autores, era suficiente para vivir bien una vida cómoda pero modesta; dicen otros que el buen don Luis debió buscar menos lucimiento con sus amistades y, sobre todo, olvidarse de esa pasión por el juego que lo dominó desde muy joven. Este le costó muy caro. Quevedo no desaprovechó la oportunidad para satirizarlo: “Tantos años, y tantos todo el día, / menos hombre, más Dios, Góngora hermano…” Los “tantos” son las fichas para puntuar –explica Dámaso Alonso. El “hombre” o “juego del hombre” no es el futbol sino un juego de naipes muy popular en el siglo XVIII. El soneto termina con un punzante epitafio imaginario:

Yace aquí el capitán del rey de bastos,

Que en Córdoba nació, murió en Barajas

Y en las Pintas le dieron sepultura.

El chiste está en que Barajas era y es un distrito de Madrid(hoy es un centro industrial y sede del aeropuerto internacional), y en que las “pintas” son las pequeñas figuras que tienen las barajas en las orillas para distinguir tanto el palo como su valor sin necesidad de descubrir toda la carta. El desquite del Cordobés estuvo en recordar la fama de borracho que –al parecer justificadamente- envolvía a Quevedo: “Cierto poeta, en forma peregrina…” El soneto fue escrito con motivo del nombramiento de Quevedo como caballero de la Orden de Santiago. De “Santrago” diría Góngora, entre muchas otras alusiones al conocido vicio del madrileño.

Un año después de su llegada, a finales de 1618, ya se quejaba el poeta andaluz de la estrechez económica: “ha cincuenta días que me paso con 400 reales”, debía recibir unos mil quinientos pero los obsequios a sus parientes y los anticipos hechos por su administrador lo ahogaban. La situación no mejoró nunca. Sus deudas fueron creciendo hasta llegar a extremos verdaderamente vergonzosos para una persona de la categoría de Góngora. En 1619 ya hablaba del regreso a Córdoba, pero la imposibilidad de satisfacer a sus acreedores no se lo permitía. Para colmo de todos los males, entre 1621 y 1622, sus tres protectores directos desaparecieron casi de golpe. “¿A qué escarmientos me vincula el Hado?”, dirá en un típico soneto “culterano” que habla de esta enorme desgracia:

Al tronco descansaba de una encina,[5]

Que envidia de los bosques fue lozana

Cuando segur[6] legal de una mañana

Alto horror me dejó con su rutina.

Laurel[7] que de sus ramas hizo digna

Mi lira, ruda sí, más castellana,

Hierro[8] luego fatal su pompa vana

(Culpa tuya Calíope[9]) fulmina.

En verdes hojas cano el de Minerva

Árbol culto, del sol yace abrasado,

Aljófar,[10] sus cenizas, de la hierba.

¡Cuánta esperanza miente a un desdichado![11]

¿A qué más desengaños me reserva,

A qué escarmientos me vincula el Hado?

El soneto habla de las muertes de sus tres protectores. Primera, la encina simboliza a don Rodrigo Calderón, marqués de Siete Iglesias y conde de Oliva, quien, caído en desgracia, fue sentenciado a muerte y degollado[12] el 21 de octubre de 1621. En realidad había sido malquisto de la reina Margarita de Austria, esposa de Felipe III, y al morir ésta de sobreparto en 1611 varios miembros de la nobleza señalaron a don Rodrigo como culpable. La protección de duque de Lerma lo salvó del complot y le valió diversos cargos públicos de importancia. A la caída de Lerma, se alió con el duque de Uceda, el nuevo privado real, pero finalmente se le acusó de matar a un plebeyo (Francisco Xuara); mero pretexto para conseguirlo y encarcelarlo. Durante los últimos días del reinado de Felipe III, se revivió el viejo cargo de haber envenenado a la reina. Permaneció prisionero desde principios de 1620 hasta el día de su ejecución que dejó una huella muy honda en toda España por la dignidad con que recibió el castigo. Uno de sus enemigos más notables, el conde de Villamediana, escribió un soneto que refleja el sentimiento del pueblo que habría de recordarlo por muchos años e inmortalizarlo por este hecho en algún refrán:

Éste que en la fortuna más subida

no cupo en sí en él su suerte,

viviendo pareció digno de muerte,

muriendo pareció digno de vida.

¡Oh Providencia nunca comprendida,

auxilio superior, aviso fuerte,

el humo en que el aplauso se convierte

hace la misma afrenta esclarecida!

Purificó el cuchillo los perfectos

medios que religión celante ordena,

para ascender a la mayor victoria,

y trocando las causas sus efectos,

si glorias le conducen a la pena,

penas le restituyen a la gloria.

Segunda, el laurel representa a don Juan de Tassis, conde de Villamediana, muerto de una cuchillada “que en un toro diera horror” por un sujeto desconocido -¿Ignacio Méndez, Alonso Mateos o Ramírez Fariñas?, nunca se supo con exactitud-, quien lo tomó por sorpresa, en plena calle, mientras subía a su coche en compañía de don Luis de Haro. El crimen sucedió el domingo 21 de agosto de 1621, hacia el final de la tarde, en plena calle Mayor, cerca de la callejuela de San Ginés. Existe una aterradora escena del magnicidio, pintada al óleo por Manuel Castellano, en el Museo Municipal de Madrid. El atractivo de este enorme cuadro radica en la disposición que permite apreciar el morbo de los curiosos, imaginar el hueco de la herida por la cual podía caber un brazo y simultáneamente ser testigo de primer plano para observar desde el interior, con alguna dificultad pese a la luz de la enorme lámpara en el piso, los auxilios religiosos que estaba recibiendo el moribundo.

Góngora dice que en el soneto que este asesinato fue por culpa de la musa (Calíope). O sea por escribir “versos menos atentos (de lo) que debiera” – palabras de su casi coetáneo Salcedo Coronel. Lo que supone la crítica posterior es que el Conde tenía una relación amorosa con la mujer de Felipe IV, doña Isabel de Borbón y que probablemente los celos del Rey labraron su desgracia. Del propio poeta cordobés sabemos que Villamediana era un aristócrata excéntrico que gustaba de sobremanera de las joyas, las pinturas y los caballos. Hay que leer el soneto gongorino “Las que a otros negó piedras de Oriente” para percatarse de sus excesos. Gastaba grandes fortunas en caprichos. En cierta ocasión, cuando cabalgaba por la plaza en compañía de un grupo de nobles que escoltaban al Rey, “lució mucho, tan a su costa como suele, y fue de manera, que aun corriendo se le cayó una venera de diamantes, valor de seiscientos escudos,[13] y por no parecer menudo ni perder galope, Góngora. En enero de 1608 fue desterrado de la Corte por jugar a los naipes apostando cifras escandalosas. Le había ganado al duque de Sessa más de 300 mil ducados[14] y el estruendo había conmovido a todo el pueblo e indignado a Felipe III. Alfonso Reyes se solaza contando las aventuras de este personaje. Dice que era un don Juan. El día que representaron una comedia suya (La gloria de Niquea), después de una Lope, a media función incendió el teatro y entró corriendo para sacar a la reina Isabel de Borbón en brazos; quería “hurtarle el favor de tocar sus pies”. Otra vez, durante una justa, llevaba un traje bordado con reales de plata y la intencionada divisa que decía “mis amores son reales”. En una corrida de toros, mientras Villamediana lanceaba, doña Isabel exclamó:

-¡Qué bien pica el Conde!

-Pica bien, pero muy alto- dijo el Rey.

Otro día, estando con la Reina en el balcón, su marido llegó por atrás y le cubrió los ojos con la mano. Ella reclamó descuidada: “¡Estaos quieto, Conde!”

Los celos del Rey no sólo provenían de este asunto. Felipe IV ha pasado a la fama entre otras cosas por sus deslices extramaritales. Quizá su amorío más popular haya sido el que tuvo con María Calderón (“La Calderona”), famosa actriz y madre de don Juan José de Austria (otro “bastardo real”, casi con el mismo nombre que del tío-abuelo, hijo de Carlos I, que derrotó a los turcos en Lepanto). Don Juan de Tassis y el Rey fueron rivales por los amores de doña Francisca de Tavora, “La Francelisa”. Con bastante frecuencia este apodo se le atribuye a la reina Isabel, pero corresponde a una dama noble de la Corte, la menina portuguesa de la infanta María,[15] Felipe IV. Hay también otras leyendas que atribuyen la muerte de Villamediana a problemas de Homosexualidad. Lo cierto que, por sus constantes sátiras y descaradas críticas, don Juan de Tassis estaba lleno de enemigos. Para recordar sólo unos ejemplos, traigamos a la memoria el soneto que le hizo al matrimonio de actores Juan de Morales Medrano y Jusepa Vaca (famosa por su afición a engañar al marido) “Oiga, Josefa, y mire que ya pisa / esta Corte del Rey, cordura tenga”[16]; o las sátiras al Patriarca de las Indias, don Diego de Guzmán, por ignorante y oportunistas; o los muchos epigramas que le hizo al alguacil de la corte Pedro Vergel, de los cuales a menudo es recordarlo con admiración el siguiente cuarteto:

¡Qué galán que entró Vergel

Con cintillo de diamantes!

Diamantes que fueron antes

De amantes de su mujer

Siempre lo tildó de cornudo; por eso, cuando el Conde de Monterrey maltrato públicamente a Vergel, Villamediana dijo: “Un conde, un monte y un rey / dieron palos a un buey”.

Tercera, el olivo representa el conde de Lemos, conocido mecenas de muchos poetas y él mismo poeta. Lope y uno de los Argensolas (Lupercio) fueron sus secretarios en distintos momentos. Yermo de Lerma, el privado de Felipe III, fue virrey de Nápoles hasta principios de 1617, cayó en desgracia casi un año después de que Góngora llegó a la Corte. Murió a los cuarenta y seis años de edad, en 1622. El autor de las Soledades dice que es como el árbol de la Minerva, diosa de la Sabiduría, que tiene las hojas verdes por un lado y blancas por el otro (“en verdes hojas cano el de Minerva, árbol culto…”), aludiendo con ello a la juventud y a la sabiduría de su protector cuyas cenizas blanquean a la hierba (“aljófar, sus cenizas de la hierba”).

El ascenso del conde-duque de Olivares en el favor de Felipe IV no descorazonó a don Luis. El nuevo privado del Rey le guiñaba un ojo, le daba esperanzas y esto animaba al poeta cordobés en su perseverancia. Sin embargo su situación económica seguía deteriorándose. Parece que fue el propio Olivares quien le recomendó publicar sus poemas. Inicialmente Góngora pensó que su libro estaría listo en la navidad de 1623. En julio de 1625, habiendo detectado en Sevilla un cartapacio con sus obras, rogaba a un amigo que se lo consiguiera a cualquier precio. Pocos meses después se mostraba dubitativo entre dos posibles editores. Mientras tanto, su miseria había tocado fondo. En una carta dirigida a Cristóbal de Heredia, su administrador, le decía: “Vuestra merced me tenga lástima en el estado en que me veo, sin remedio de poder salir ni quedar, siendo fuerza esto último”. Sus palabras adquieren un dramatismo conmovedor en el soneto que dedica al conde-duque de Olivares, en el que “literalmente pide limosna” –según se lee con justeza Dámaso Alonso-:

En la capilla estoy y condenado[17]

A pasar sin remedio de esta vida.

Siento la causa aún más que la partida,

Por hambre expulso con sitïado.

Culpa ha sido el ser yo tan desdichado;[18]

Mayor, de condición ser encogida.

De ella me acuso en esta despedida,

Y partiré a lo menos confesado.

Examine mi suerte el hierro agudo,

Que a pesar de sus filos me prometo

Alta piedad de vuestra excelsa mano.

Ya que mi encogimiento ha sido mudo,

Los números,[19] señor, de este soneto

Lenguas sean y lágrimas no en vano.

En el octavo verso hay un reminiscencia garcilasiana: “Sabrá el mundo la causa porque muero, / y moriré a los menos confesado”. Claro que, en Garcilaso, el sentido de los versos es amoroso por sus matices petrarquistas, mientras que en Góngora hay una situación personal que pinta al verso y a todo el poema con un tono de angustia material sumamente triste. En el frio invierno de ese año de 1625 (“si Córdoba es Alemania, Madrid bien será Noruega,” escribía don Luis), Quevedo, que había comprado la casa de donde vivía el cordobés, lo corrió con insultos. Para “desengongorar” el inmueble, quitar “el hedor a Polifemos” y acabar con el “tufo tan vil de Soledades, quemó como pastillas[20] Gracilasos”. Pocos días después, al empezar el año de 1626, don Luis sentía que la muerte estaba muy cerca. Hizo testamento y enfermó gravemente: le dio un ataque de hemiplejía. Gracias al socorro de la joven reina Isabel que debió proporcionarle hasta una cama (en un acto de precaria y lastimosa caridad), logró alguna recuperación, la necesaria apenas para regresar a su tierra semitullido, con la lengua entorpecida, desmemoriado y triste, y morir en la primavera del siguiente año.

Góngora murió en Córdoba tras una prolongada sucesión de desgracias y miserias. Era el año de 1627; gobernaban España Felipe IV y su privado el conde-duque de Olivares, por entonces protector de Quevedo. Entre tanto, varios de los amigos de don Luis preparaban para la estampa los poemas que éste negó siempre imprimir; Gonzalo de Hoces y Córdoba, Antonio Chacón y Ponce de León, Josef Pellicer de Salas y Tovar, García Salcedo Coronel eran quienes habían logrado los mejores manuscritos y tenían los más trabajados comentarios a los poemas gongorinos. Sin embargo, transcurridos apenas unos meses de esta muerte, se supo que el Santo Oficio de la Inquisición había ordenado decomisar por edicto un libro titulado Obras en verso del Homero Español, que recopilo un tal Juan López de Vicuña. También se había ordenado que compareciera ante las autoridades el presunto editor “para saber el motivo que tuvo para poner la dedicatoria”.[21]

El interrogado declaró en el acta fechada el 15 de junio de 1628 que su verdadero nombre era Juan de Carrasquilla y Vicuña, que era vecino de la villa de Madrid, que vivía en la Calle Mayor y que tenía veinticinco años de edad. Luego agregó que, hacía unos siete u ocho años, un don Juan de Salierne, difunto, le había vendido en trescientos cincuenta reales un manuscrito de don Luis de Góngora con sus correspondientes censuras y el privilegio los cuales tenía listos para enviar a la imprenta, pero que no había podido imprimir entonces pues el autor se negaba a ello. Teniendo en cuenta, pues, que habían pasado varios meses de la muerte del poeta y para aprovechar el mencionado el manuscrito, Carrasquilla trató el negocio con el mercader de libros Alonso Pérez, quien lo editó a su costa. En cuanto a la dedicatoria, el acusado declaró ser mayordomo en el convento de las monjas franciscanas de Nuestra Señora de Constantinopla, situado en la calle de la Almudena, en la misma Villa que su domicilio, y del que era priora doña María Zapata, hermana del ilustre Inquisidor General. Precisamente por sugerencia de ésta y por costumbre el dedicar un libro a un gran personaje, se había estampado el nombre del cardenal Antonio Zapata.

Se puede decir que Carrasquilla salió bien librado de esta diligencia; sólo perdió sus trescientos cincuenta reales y se llevó un buen susto. Pero a la poesía de Góngora le fue muy mal porque sus textos, con todo y que iban plagados de equívocos y falsas atribuciones, tuvieron que pasar por una durísima censura. Aunque la decisión de recoger el libro se había fundamentado en el supuesto anonimato de la obra y en la necesidad de investigar la falsa dedicatoria, se pidió un nuevo dictamen al mercedario fray Fernando de Horio con el objeto de verificar que el contenido del libro decomisado no tuviera alguna cosa censurable. Desde el punto de vista jurídico, este paso resultaba irregular y dejaba entrever alguna animadversión por parte de las autoridades inquisitoriales, puesto que el texto contaba ya dos censuras previas que aún tenían vigencia legal, la de fray Juan Gómez y la de Vicente Espinel. El padre presentado[22] Horio hizo un dictamen detallado en el que halló “muchas proposiciones que totalmente son contra las buenas costumbres, obscenas y deshonestas… ofensivas de personas… escandalosas… libelos infamatorios contra todos los estados…” Al marguen de su dictamen hay una inscripción donde se pide que vea el libro el padre maestro fray Juan de San Agustín. Pero alguien –otra vez la “mano negra” que había hecho la denuncia inicial y dirigía el caso desde algún rincón oscuro del poder- desvió el texto hacia el jesuita fray Juan de Pineda. Una designación que, sin duda, era absolutamente inconveniente y llevaba una singular mala fe porque el jesuita había sido un encarnizado enemigo de Góngora.

En 1610, recién acabado de beatificar son Ignacio de Loyola, el fundador de la Compañía de Jesús, se realizó en Sevilla una justa poética para celebrar el acontecimiento. Uno de los poemas propuestos para el certamen era la elaboración de un soneto que debía terminar con el verso “ardiendo en aguas muertas llamas vivas”.

A la rigurosa acción con que San Ignacio redujo a un pecador

En tenebrosa noche, en mar airado

Al través diera un marinero ciego,

De dulce voz y de homicida ruego,

De sirena mortal lisonjeado.

Si el fervorosa celador cuidado

Del grande Ignacio no ofreciera luego

(farol divino) su encendido fuego

A los cristales de un estanque helado.

Trueca las velas el bajel perdido

Y escollos juzga que en el mar se lavan

Las voces que en la arena oye lascivas;

Besa el puerto, altamente conducido

De las que, para norte suyo, estaban

Ardiendo en aguas muertas llamas vivas.[23]

 

También se presentó un poeta joven –de veintisiete años; en ese momento Góngora tenía cuarenta y nueve-, cuya fama literaria le provenía de una traducción de la Aminta de Torcuato Tasso, publicada en Roma por ahí de 1607 y elogiada por Cervantes en la segunda parte del Quijote con estas palabras: “donde felizmente ponen en duda cuál es la traducción y cuál el original”. Don Juan de Jáuregui era Caballero de la Orden de Calatrava, además era pintor y hombre bienquisto en los medios cortesanos. Aun cuando su poesía no fue muy aceptada por los críticos de aquel tiempo, gozaba de buena reputación por la sólida cultura adquirida en Italia. Siempre fue enemigo irreconciliable de Góngora (es autor del famoso Discurso poético y antídoto contra las “Soledades”, Madrid, 1623) pese a que era andaluz y la mayor parte de su poesía es totalmente “culterana”. Pero también fue enemigo de Quevedo, quien muy probablemente lo hizo padecer un examen de limpieza de sangre al finalizar la década de los veintes en ese mismo siglo XVII. Llevó buena amistad con Cervantes de quien hizo un famoso retrato (hoy perdido) y con Lope de Vega. En ese año de 1610 que se celebró en Sevilla la beatificación de San Ignacio ganó la justa y esto ofendió mucho a don Luis de Góngora porque en el jurado estaban don Juan de la Sal, obispo de Bona (tío del ganador) y el conde de Palma que a la sazón era protector de Jáuregui. Pagó el pato por esta injusticia el jesuita Juan de Pineda, otro de los jueces, tal vez por la vulnerabilidad que ofrecía su aspecto físico, pues era pelirrojo:

Al padre Juan de Pineda, de la compañía de Jesús, por haber antepuesto un soneto al que el poeta hizo en la beatificación de San Ignacio

¿Yo en justa injusta expuesto a la sentencia

de un positivo padre azafranado? [24]

Paciencia, Job, si alguna os han dejado

los prolijos escritos de su Encia.[25]

Consuelo me daréis, si no paciencia,

porque en suertes entre,[26]

en el mes que perdió el apostolado

un Justo por divina providencia.[27]

¿Quién justa do la tela es pinavete,

Y no muy de Segura, aunque sea pino,

que ayer fue pino, y hoy podrá ser vete?

No más judicatura de teatino,[28]

cofre,[29] digo, overo con bonete,[30]

que tiene más de tea que de tino.[31]

El maestro jesuita le contestó a Góngora con un buen soneto pero nunca pensó que la vida le daría la oportunidad de vengar estos insultos menguando la fama del Apolo Andaluz. El 2 de junio de 1628 dictamino la edición de Vicuña y, como era de esperarse, el veredicto del presentado Horio le quedó corto. Poema por poema y con una tan fría como aparentemente objetividad, Pineda sólo dejó “buenos pedazos que no tienen mucho inconveniente”. Lo juzgó de todas las formas posibles hasta que, con un gesto de compasión por estar su autor muerto, habló de las enmiendas que pudo haber realizado en vida y de su deseo por no publicar, con lo cual se le disculpaban sus yerros.

Hasta principios de 1633 las autoridades resolvieron sobre el caso: “que este libro se pueda imprimir con nombre verdadero de autor y conforme a la censura del padre Juan de Pineda”. Debe resaltarse que la rapidez en el principio del proceso no coincide con la dilación por casi cinco años de la sentencia. Sin duda, el pertinaz y poderoso denunciante realizaba desde la sombra sus funciones de catalizador.

Algunos de los enemigos de Góngora seguía cebando sus rencorosos sentimientos. Lope de Vega no tenía ni el dinero, ni el poder, ni la malicia necesarios para operar estos complicados aparatos legales. Además, mostró su nobleza en varios sonetos donde reconocía el enorme magisterio del Andaluz. Tampoco estaba en el carácter de Jáuregui una acción de esta naturaleza –Joaquín de Entrambasaguas[32] recuerda que Jáuregui atravesaba por los malos momentos ante la Inquisición y su habito de Calatrava le impedía actuar con la vileza del denunciante. En cambio Quevedo era capaz de todo, pese al hábito de Santiago que tanto lo enorgullecía. Fue una suerte de gángster político y literario de aquellos años: no aguantaba la menor crítica y mucho menos alguna burla pesada. Baste como prueba un fragmento de la carta reproducida en el Epistolario de Felicidad Buendía (Aguilar, 1943):

…Don Luis de Narváez está preso muy estrecha y apretadamente por haber compuesto y dado a la estampa una comedia en prosa, que es una sátira muy atroz y continuo sarcasmo contra don Francisco de Quevedo… Créese que es don Francisco quien debajo de cuerda le ha hecho prender, si bien él lo niega fuertemente, y animoso jura que en saliendo don Luis de la cárcel, salga cuando saliere, le ha de desafiar luego y matarle en el desafío, por muy gran maestro de esgrimir que sea don Luis.

El crítico Miguel Artigas (1925) cree que el autor de la denuncia en contra de la edición furtiva de Góngora fue uno de los propios amigos del poeta interesado en el fracaso de la edición de Carrasquilla y Vicuña: Josef Pellicer Ossau de Salas y Tovar (1602-1679) aficionado comentador de los poemas gongorinos y personaje curiosísimo de la época. Un autor del siglo XIX, Godoy y Alcántara, refiere que

Después de una juventud poco digna, había conseguido poderse titular tranquilamente cronista mayor de España. Sus obras pasan de doscientas… Era el Lucas Jordán de las letras. Pellicer fue el siglo XVII hecho hombre… Su especialidad eran las genealogías… probó que en el siglo XVII todas las testas coronadas de Europa descendían de Pelayo.

Le llovían encargos de todas partes para redactar memoriales y autentificar ascendencias. Su fama era tal que sus competidores de profesión le usurpaban el nombre. Sobre las falsificaciones de Pellicer, dice Alfonso Reyes que “buscaba las genealogías y enredaba los sucesos haciendo nacer a Nerón en Galicia –a la que de paso hacía también cuna de los doce apóstoles, sin duda para atenuar el mal efecto.”[33]

Artigas funda su creencia en el deseo expresado por Pellicer de comentar algunos poemas de Góngora y su evidente molestia por la edición de Vicuña. Pero no toma en cuenta dos razones muy claras: primera, que no era el único afectado con esta edición pirata –Chacón tuvo que conformarse con hacer una copia de buena caligrafía en papel muy fino, encuadernar sus dos volúmenes y regalárselos con una dedicatoria al conde-duque de Olivares- y que, de hacer esta suposición, podría pensarse igualmente que lo hubiera molestado la edición comentada por don García Salcedo Coronel del Polifemo (1629) que se inscribía en su misma línea de trabajo; segunda, el miedo que resuma la dedicatoria de las Lecciones Solemnes al infante-cardenal don Fernando de Austria, hecha con el animo de buscar protección de un poderoso enemigo de Olivares y su Pandilla:

…porque temo a de hacer tanta indignación en sus contrarios que, ya que no pueden poner un borrón, de tantos como escriben en su fama, intentarán vengarse en mí, por haber tomado por mi cuenta el comentar sus obras…

De nada le sirvió a Pellicer su maledicencia, ni su reconocimiento habilidad para zaherir a sus enemigos, ni al pavor que a los veintiocho años de edad le tenían incluso los escritores más consagrados en la República de las letras –de los “lobos” diría él-, ni siquiera su dedicatoria, porque el libro se tuvo que ir a un proceso inquisitorial.

¿Quién era este durísimo enemigo que peleaba con armas tan sucias? No hay otro que Quevedo. Todas las flechas le apuntan. Pero, por si fuera poco el atribuir esta culpa sin pruebas contundentes, Joaquín de Entrambasaguas –en polémica con Dámaso Alonso- aportó en 1692 la evidencia más clara al respecto. En la Biblioteca Nacional (Madrid) están guardados tres ejemplares de la edición de Vicuña. Dos de ellos tienen un pliego corregido y cambiado. Las correcciones son simples y reveladoras. En el título del soneto que empieza “Anacreonte español, no hay quien os tope” dice la edición original: “A don Francisco Quevedo que quiso traducir un libro griego que no entendía”. En el texto ya expurgado, se lee “A un caballero que quiso traducir un libro en griego que no entendía”. En otro punto, el soneto que empieza “De humildes padres hija, en pobres paños”, dedicado a una actriz y prostituta de la época –para 1628, si estaba viva, debía ser una mujer decrépita por la muchas enfermedades que le atribuye Góngora. Hay otro soneto dedicado a esta misma mujer y hecho más o menos el mismo año (cerca de 1617) que empieza “¿Las no piadosas martas ya te pones, / guerra de nuestras bolsas, paz de Judas, / puta con más mudanzas y más mudas / que en un saltarelo, o que cien mil halcones?” En el verso decimotercero del texto sometido al escrutinio de Pineda dice “de Isabel de la Paz sea mi soneto”, en el texto corregido se lee: “de aquella tal por cual sea mi soneto”. Hay otro ejemplar sin corregir en el Museo Británico que sirve para confirmar la existencia una edición original que no contenía la intervención de Quevedo. De la prostituta es obvio que no podía esperarse una represalia. Quizás ni conoció lo que el soneto decía de ella: “… de pajes fue orinal, y de picaños / hasta que por barata o por taimada, / un caballero de la verde espada / le puso casa, y la sirvió dos años. / Tulló a un duque, y a cuatro mercadantes. / Más pobres los dejaron que el Decreto / sus dulces ojos, sus desdenes agros”.

Una vez concluido el proceso de la edición de Vicuña, en 1633, salió una edición muy competa de las obras de Góngora recogidas por don Gonzalo de Hoces y Córdoba. Nuevamente a costa del librero Alonso Pérez quien, si se lanzó a esta nueva aventura, tenía la certeza de que esta vez el jugoso negocio no fallaría. Lo curioso del caso que este nuevo libro incluía muchos de los poemas censurados y prohibidos por los dictaminadores Horio y Pineda y que, pese a ello, no fue procesado por la Inquisición. Tuvo mucho éxito. Se reimprimió al año siguiente en Madrid, luego en Sevilla en 1648 y hay dos ediciones madrileñas de 1654. Existen también ediciones derivadas de ésta, Zaragoza (1643), Lisboa (1646-1647), Bruselas (1659). Algo sucedió en ese año de 1633 que le cambió la suerte a los “borrones” de Góngora. Tal vez estaba muy ocupado en su cargo honorífico de “secretario del Rey” y “sus amigos” le preparaban su infausto matrimonio con doña Esperanza de Mendoza. Lo importante es que ni Quevedo ni los otros enemigos del cordobés pudieron acabar con la fama de uno de los más grandes poetas de la lengua española. Todas las intrigas solo consiguieron hacer lo que el viento a las banderas: agitarlas para su mayor gloria.

 


[1] Los “disciplinantes” tenían que ir en las procesiones con el rostro cubierto para no ser como los fariseos que rezan en voz alta con objeto de que todo el mundo se entere de su piedad. Las personas que por avanzada edad o por estar no podían disciplinarse, llevaban un par de velas encendidas y se les llamaba “disciplinantes de luz”. Extendiendo este término, el ingenio popular de aquellos siglos llamaba a los hombres impotentes y a los eyaculadores precoces “galanes de luz”. Es un término que, tomado del inglés, ha revivido en nuestros días y por coincidencia: llamamos “light” a todos los productos que han sido despojados de una parte de sus venenos naturales, como el café, el tabaco, la cerveza, la leche, etcétera.

[2] La elegía grecolatina está hecha con estrofas de dos versos, uno mayor que el otro (un hexámetro y un pentámetro). Su pronunciación produce un ritmo de paso desigual, uno largo y otro corto. Los “pies” o “versos” de Quevedo eran de “elegía” según el soneto porque era cojo, además de patizambo. Y es muy posible que también haya sido de “lejía” por lo cáusticos. En cuantos a las “suavidades de arrope”, Góngora Madrileño por la bebida; un insulto de este tipo hacía que los españoles de los siglos de oro llegaran a quitarse la vida. Según la crítica establecida, el suceso había ocurrido unos cinco años antes de los hechos en torno a la primera Soledad (alrededor de 1609) y a Quevedo le disgusto muchísimo. Contesto con el famoso soneto que empieza “Yo te untare mis obras con tocino/ para que no me las muerdas, Gongorilla” que tiene más de ofuscada diatriba que de ingenio. El menor insulto que utilizaba el Madrileño es “perro de los ingenios de Castilla”, “chocarrero de Córdoba y Sevilla” y “bufón a lo divino”. Por cierto, este último apelativo (verdaderamente gracioso y agudo si nos atenemos l cargo de capellán real que ocuparía Góngora desde 1617) puede ser motivo par que cambiemos l cronología del soneto de Quevedo y, en lugar de situar su fractura hacia 1610, la cambiemos hacia 1618, Quevedo era muy rencoroso y my bien se la pudo haber guardado a Góngora hasta ese año.

[3] Está comprobado que todos los gastos del viaje –incluyendo el alquiler de las mulas- fueron pagados por Cristóbal de Heredia, el administrador de Góngora.

[4] Desde luego que Góngora tenía muchos otros conocidos entre la nobleza que seguramente lo apoyaron. El más famoso de todos fue don Alonso López de Zúñiga y Sotomayor, el duque de Béjar, a quien esta dedicada la Soledad Primera y a quien Cervantes dedicó la primera parte del Quijote (1605). Este personaje murió en1619y no se sabe bien de qué manera contribuyó al nombramiento de Góngora como capellán real.

[5] Árbol de Zeus.

[6] El hacha del verdugo y, por ende, de la justicia.

[7] Árbol de Apolo.

[8] Es un juego de palabras: hierro como “error” y como sinécdoque donde se designa el metal por el arma que mató al Conde.

[9] Calíope, la de los “ojos hermosos”, es la musa de la poesía épica, sin embargo aquí está empleada por Góngora en el sentido renacentista o neoplatónico, como “alma” o compendio de las otras ocho musas. La “inspiración” y por tanto los versos satíricos de Villamediana fueron el motivo de mucha enemistades que se granjeó el Conde en toda España.

[10] El Aljófar es un colectivo para designar las perlitas blanquecinas del río.

[11] La palabra “desdichado” en los siglos de oro se refería a un hombre muy pobre.

[12] A los hombres nobles que incurrían en un delito se les degollaban; a los que no tenían títulos se les ahorcaba. Por otra parte, en la fecha de esta muerte seguimos con la tradición literaria (desde Cotarelo hasta Dámaso Alonso). Francisco Ruiz Casanova, en su edición de la poesía de Villamediana (Madrid, Cátedra, 1990), señala que Rodrigo Calderón murió el 21 de agosto de 1621, exactamente un año antes que don Juan de Tassis.

[13] Es difícil establecer el valor real de una joya así para el presupuesto de Góngora. Si tomamos en consideración que en algún momento dice que pasa cincuenta días con 400 reales y si creemos en las dotes de valuador del poeta, la equivalencia aproximada sería ésta: un escudo equivale aproximadamente a 350 maravedíes y un real de plata a 34. Luego, un escudo valdría 10.3 reales. El costo de la venera sería de unos 6180 reales. Es decir que Góngora habría podido vivir más de dos años con la venta de una joya como ésa.

[14] El ducado era moneda italiana que había sido agotada en España. Valía más que el real, pues se tasaba en unos 375 maravedíes.

[15] Esta princesa María es la pasiva protagonista de la historia amorosa con el príncipe Carlos de Inglaterra, nieto de María Estuardo, que una mañana de 1623 se presentó en Madrid para afirmar sus pretensiones de boda con la infanta española. Todo el pueblo estaba conmovido por la audacia y resolución del Príncipe. Lope se apresuro a escribir una comedia que enlazaban las virtudes del amante: “Carlos Estuardo soy / que, siento el amor mi guía, / al cielo de España voy / por ver mi estrella María”. La posible unión de los jóvenes generó, a la vez temor, una gran expectación en Europa. La alianza Inglaterra y España era perjudicial para Francia, los Países Bajos y Austria. Durante los seis meses que permaneció el Príncipe Carlos en España, la diplomacia europea trabajo duramente para impedir esta boda y encontró su mejor aliado en el conde de Olivares. Se le dieron largas al joven inglés y, al final, se marchó muy resentido con los españoles. María se casó con su primo Fernando de Austria y Carlos Estuardo con Enriqueta María de Francia.

[16] Debió escribir más sátiras a esta actriz de origen italiano. Por lo menos hay otro soneto muy conocido “Oye, Josefa, a quien tu bien desea…”, donde con juegos de palabras la vuelve amante de una media de docena de nobles muy conocidos.

[17] Los condenados a muerte pasaban la última noche en la capilla, rezando y siendo consolados por algún religioso.

[18] “Desdichado” en el sentido de “pobre”.

[19] La palabra “números” es sinónimo de “versos”.

[20] Los perfumes ambientales eran polvos o pastillas que se quemaban como el incienso en pequeños braseros.

[21] La inclusión de las dedicatorias en aquellos años no era libre como lo es en nuestros días puesto que muchas veces significaba para el personaje a quien se dedicaba la obra el compromiso de un mecenazgo, es decir, un subsidio previo para realizar la impresión o socorrer al autor.

[22] El “presentado” es una dignidad o grado eclesiástico equivalente a ser pasante de maestría. Los presentados tenían la licencia de predicar.

[23] El soneto había de un hecho obrado por San Ignacio en París. Se dice que no habiendo podido disuadir a un amigo suyo que tenía tratos deshonestos con una dama, se metió desnudo en un estanque y, en pleno invierno, con el agua hasta el cuello, esperó a que pasara su amigo. En el momento en que pasaba le gritó: “¿A dónde vas, miserable, no adviertes el peligro que solicitas?” Sorprendido por la inmensa caridad de Ignacio, el amigo se abstuvo del encuentro con la dama.

[24] Azafranado por el color rojizo de sus cabellos.

[25] Entre las obras del padre Juan de Pineda figura un libro sobre Job. La palabra “encia” deriva de “Vuestra excelencia” que evoluciona a “Vuesencia” y que en el pueblo acaba en “encia”, es por tanto un tratamiento despectivo. Se puede hacer una comparación con la palabra “maestro” y su derivativo “maistro”.

[26] Entró en la justa, es decir, participó en el certamen.

[27] El apostolado

[28] Juicio de “teatino”. Los teatinos formaban una orden regular de clérigos aparecida en el siglo XVI (antes que los jesuitas) y su misión principal era ayudar en la buena muerte de los condenados a la pena capital. Sin embargo, a veces, por menosprecio, se les llamaba “teatinos” a los miembros de la Compañía de Jesús.

[29] Un “cofre” era un burro viejo y enfermo de la piel. La designación deriva de los cofres que estaban forrados de piel. Con el uso y con los golpes, se les desprendía el pelo en algunas partes. Por eso, los burros que tenían alguna enfermedad en la piel y lucían partes sin pelo se les llamaba “cofres”. Desde luego, el llamar a alguien “burro” es indicativo de una convención cultural: según la tradición de los bestiarios más antiguos, el burro es incapaz de apreciar el arte, especialmente el sonido de la música. Por eso Apolo les puso orejas de burro a Midas y Marsias.

[30] “Caballo con bonete”. En realidad, lo que sucede con este enunciado es que reitera la designación anterior. Si hubiera que traducir, el texto más justo sería “equino con bonete”. La palabra “overo”, sin embargo, se refiere al caballo con la piel del color del durazno. No es difícil imaginar la piel bermeja del padre Pineda.

[31] Teatino que tiene más de “tea” por el color de su cabeza que de “tino” por la inexactitud de su juicio.

[32] Entrambasaguas, Joaquín de. “Un ministerio desvelado en la bibliografía de Góngora” en Estudios y ensayos sobre Góngora y el barroco. Madrid, Editora Nacional, 1975. Págs. 77-149

[33] Alfonso Reyes. “Pellicer en las cartas de sus contemporáneos”, en Cuestiones gongorinas. Obras completas, Vol. VII. México, F.C.E., 1958. Pp.131-145. La cita proviene de las páginas 132-133.

Datos vitales

Arnulfo Herrera estudió la licenciatura en lengua y literatura hispánicas, la maestría en literatura mexicana y el doctorado en letras en la UNAM. Es profesor en esta universidad desde 1978 y, desde 1987, es investigador de tiempo completo adscrito al área de literatura del Instituto de Investigaciones Estéticas de la UNAM. Se ha especializado en la literatura de la Nueva España, especialmente a su vinculación con las artes plásticas. Es profesor de literatura española de los siglos de oro en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM desde 1990. Ha impartido, además, cursos de literatura mexicana en la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, en la Universidad Veracruzana, en la Universidad de Zacatecas, en la de Querétaro, en la de San Luis Potosí, en la de Guerrero, en la Universidad Iberoamericana, tanto de Puebla como de la Ciudad de México, y en la Universidad Mayor de San Andrés en Bolivia. Es autor de numerosos artículos especializados y de divulgación, así como de los libros Tiempo y muerte en Luis de Sandoval Zapata (UNAM, 1995), La edad de oro, ensayos de literatura aurisecular y novohispana (Puebla, 2000), Lengua española IV (UNAM, 2004) y Lengua española (Santillana, 2006). En el ámbito académico-administrativo ha sido coordinador de redacción en el ITESM (1980-1982); asesor de la dirección en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM (1983-1985); coordinador de producción editorial en la ENEP-Acatlán (1985-1987); secretario académico del Instituto de Investigaciones Estéticas (1987-1990); director de proyectos históricos en la Coordinación Nacional de Proyectos Históricos del CONACULTA (1997-2000); director de la Biblioteca Palafoxiana en Puebla (2000-2001) y director del Departamento de Letras en la Universidad Iberoamericana, Ciudad de México (2005 a la fecha).

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