El crimen de tres bandas, de Rafael Solana

En el marco de la serie “Cuento mexicano del siglo XX”, preparada por Mario Calderón, presentamos un texto de Rafael Solana (1915-1992). Un relato ejemplar en el empleo de la alegoría. Solana recibió el  Premio Nacional Lingüística y Literatura en 1986. Escribió teatro, hizo periodismo, crítica teatral y crónica taurina. Fundó, junto a Octavio Paz, la revista taller.

 

 

EL CRIMEN DE TRES BANDAS

 

 

21 de abril

Mi amistad por Eduardo Murrieta ha ido creciendo en estos últimos meses en que nos hemos estado reuniendo casi todos los días en el club, para jugar una partida de carambola o de ajedrez, y en que nos hemos acostumbrado a conversar hasta muy tarde, mientras tomamos café, acerca de todos los tópicos del día: la guerra, los estrenos cinematográficos, los discursos diplomáticos, las corridas de toros, las peleas de box. Yo al principio no creía que Murrieta fuera casado, puesto que, como yo, disponía de mucho tiempo para perderlo en los cafés y el club; más tarde averigüé que tenía una esposa, y, después, que no era feliz con ella. Aun en el caso de que todas las noches después de dejarlo yo se vaya directamente a su casa, sin hace alguna escala, su mujer debe tener razón para estar enfadada con él, pues de mí no se separa sino hasta las primeras horas de la madrugada, y es tiempo que pierde tontamente, sencillamente, como yo, en conversaciones, en juegos inocentes; bien podría, si quisiera, frecuentar a otras mujeres, ir a los cabarets, como hacen otros casados que conozco, algunos de los cuales acuden también a nuestro club, sólo que más temprano. Murrieta tiene un carácter extraño; pero he llegado a sentirme tan cerca de él que creo que puedo llamarle mi mejor amigo y. por otra parte, siento que soy el mejor amigo que tiene él; cuando yo tardo uno o dos días en buscarlo, o dejo de ir al club, él me llama por teléfono para saber si me ocurre algo y me invita a jugar, a ir a un teatro, o implemente a merendar. En esos últimos días he podido notar que trata de hacerme alguna confidencia; posiblemente sea algo acerca de su matrimonio, de las razones que le mantienen tan alejado de su hogar; si vuelve a insinuarme algo, procuraré alentarlo, inspirarle confianza; es posible que el hablar francamente con un amigo le sirva de consuelo, de alivio, de desahogo, y si no le puedo dar algún útil consejo, por lo menos lo escucharé, lo ayudaré a dejar salir parte de la amargura que le ha descompuesto el carácter, que le ha vuelto más serio, más taciturno, más introvertido que antes.

 

24 de abril

Anoche lo supe todo. Ahora me explico perfectamente el carácter de Eduardo; su vida está amargada y, como ocurre casi siempre, una mujer es culpable; Rosaura, su esposa, le es infiel; casi lo ha podido comprobar ya por una serie de síntomas difícilmente rebatibles. Con una paciencia ejemplar, sin manifestar la menor alteración que pudiera delatarle, ha ido observando la conducta de su mujer, aparentando desapego e indiferencia y dejándole libertades cada vez mayores; la señora creyéndose inobservada, ha llegado a cometer imprudencias tan graves como dejarse ver por otras personas con joyas que Eduardo no le ha regalado, como contar a algunas amigas los argumentos de películas, a las que su marido no la ha llevado, como sobresaltarse ante la amenaza de cosquillas que su esposo nunca le ha hecho, como buscarle inconscientemente con las yemas de los dedos lunares que Murrieta ni tiene ni nunca ha tenido; Rosaura fue siempre una muer ambiciosa, de carácter dominante, y muchos de sus amigos de aquella época aconsejaron a Eduardo hace cuatro años, que no se casara con ella; él estaba perdidamente enamorado, y por algunos síntomas colijo que lo sigue estando; sé que ella es una mujer muy bella, aunque de aspecto autoritario, de facciones un poco rígidas y frías, de cuello sólido, aletas de la nariz temblonas, ojos profundos, duros y negrísimos, cabello abundante y muy negro, tez marmórea, rayada por invisibles venas azules; ella es hija de un hombre muy rico del norte, unido en segundas nupcias con una mujer joven, algunos piensan que se casó con Eduardo más por salir de su casa, por independizarse, que por verdadero amor; la verdad es que en sus primeros años de matrimonio, aun cuando no tuvieron hijos, parecían felices y se entendían muy bien; yo no los conocí entonces, y ahora no conozco sino a Eduardo, de frecuentarlo en el club; quizá porque no soy amigo de ella me ha escogido a mí entre todos sus compañeros y conocidos para hacerme sus confidencias; nada, nada he podido aconsejarle; tampoco podía compadecerlo; le he dicho que conserve la serenidad; como si la serenidad fuera a faltarle; me acababa de hacer la revelación de sus sospechas convertidas en certidumbre cuando, afinando la puntería, logró una carambola de tres bandas, de una imaginación y una precisión de pulso sorprendentes; tuve, en esos momentos, que admirar su frialdad, su entereza; tiene verdaderamente Eduardo un carácter que a veces le envidio; aunque no siempre lo puedo comprender.

 

29 de abril

Mientras jugábamos un partido de carambola, anoche, me contó Eduardo lo que había sabido en estos últimos días. Es verdaderamente asombroso. Yo nunca lo habría podido suponer. El amante de su mujer es justamente el gerente del banco donde Eduardo trabaja, en un importante puesto de confianza; todos los días se ven la cara; Eduardo le lleva papeles a firmar y el hombre, con aquel rostro que respira buena fe y que le gana la confianza de las gentes de su esfera, lo saluda, le da los buenos días, le pide y le da explicaciones de la marcha de los negocios bancarios, le confía secretos, le da palmaditas en el hombro, le hace en voz baja confidencias sobre futuras operaciones o le consulta sobre medidas y disposiciones a tomarse; he conocido a ese gerente, el licenciado Aquiles Morfín; y es el último hombre en quien hubiera podido pensar para una aventura de esta naturaleza; yo no lo habría creído, hasta me habría reído tal vez si me hubiera hablado de ello otra persona que no fuera Murrieta, que siempre sabe bien lo que dice, y que no abre la boca hasta no estar absolutamente seguro de la certidumbre de lo que va a decir. Morfín tiene menos de cuarenta años, pero sus sienes están ya plateadas con esas canas que al decir de las mujeres hacen al hombre tan interesante en esa edad, es delgado, esbelto y, efectivamente, guapo, sólo que al verlo no se piensa en ello, sino más bien en que tiene cara de honrado, de serio, de formal; nunca se ha retratado riendo; da conferencias sobre asuntos de economía, ha sido profesor de la Asociación de Banqueros, a pesar de su relativa juventud; además, es casado, con una señora que muy frecuentemente suena en sociedad, con motivo de fiestas de caridad; tiene cuatro hijos, dos niñas y dos varoncitos, todos menores de quince años; se habló de él, en una de las últimas crisis ministeriales, para la cartera de Hacienda; y ahora viene a resultar enredado con la esposa de uno de los subalternos. Eduardo no me quiso detallar cómo llegó a comprobarlo; pero está absolutamente seguro; y, sin embargo, esta mañana le habrá presentado, inmutable, tranquilo, los papeles de la firma; se habrán dado los buenos días, habrán sonreído tan hipócritamente el uno como el otro; hay rasgos del carácter de Eduardo que positivamente no puedo comprender.

 

 

2 de mayo

 

Todos los empleados en estos días hacen puente, entre el día primero, de descanso obligatorio, y mañana tres, que será domingo; los bancos están cerrados; el gerente Morfín se fue a Cuernavaca, no sé si con su familia o sin ella, a pasar estos días; por otra parte, invitada por unos amigos, la señora de mi amigo Eduardo también se fue a Cuernavaca sintiendo muchísimo, dijo que su marido no la pudiera acompañar; él dijo que tenía unas ocupaciones muy urgentes; yo sé que no las tiene; fuera de su trabajo  en el banco, y jugar billar y tomar café conmigo, no hace nada.

            Pero anoche, después de nuestra partida de carambola Eduardo me llevó, charlando charlando, hasta una colonia muy apartada; entramos en una calle circular construida al parecer sobre la pista de un antiguo hipódromo. De pronto nos detuvimos ante una puerta. Eduardo extrajo de su bolsillo una llave flamante, la metió en la cerradura, y abrió. Me quedé sorprendido, ya que aquella no era su dirección. Le interrogue con los ojos. Me explico que aquella casa era el nido de amor de su mujer y su amante; lo había podido averiguar espiándola. Y una tarde, acompañándola a peinarse, sustrajo de su bolso de mano un grupo de llaves; conoció las que eran de la casa, y de la que no lo era hizo sacar un duplicado en unos minutos; Rosaura no llegó a darse cuenta de la momentánea desaparición de su marido del salón de belleza; esta era la primera vez que Eduardo probaba la llave; pero no se había equivocado; a tientas encontró el apagador  e hizo luz; la habitación no tenía nada en particular; cromos, cojines, flores artificiales, todo tan impersonal como puede serlo un cuarto de hotel; no había retratos de los dos; pero, acercándose a la almohada, Eduardo pudo percibir inconfundiblemente el perfume que usaba Rosaura, y en el pequeño comedor encontró, mediada, una botella de la marca de coñac que Morfín pedía cuando salían a comer juntos. Detrás de la cocinita, que tenía poquísimo uso a juzgar por los escasos utensilios de que estaba pertrechada, y que bastaban apenas para hacer café; existía un diminuto patio, que debiera ser jardín, pero que estaba completamente abandonado; se sentía claramente que hasta allí no llegaban nunca los fortuitos habitantes del departamento. Sin mostrar la menor alteración, sin arrugar si quiera el ceño, Eduardo observó cuidadosa y fríamente todo, procurando no dejar nada fuera de su sitio, y evitando que quedara la menor traza de nuestra visita; por supuesto, no fumamos, ni hablamos en voz alta; aunque la puerta daba a la calle, el departamento estaba dentro de un edificio y tenía vecinos por arriba y a los lados. Cuando Eduardo había observado bastante salimos a la calle, sin hacer el menor ruido y seguimos caminando; yo no me atreví a interrumpir el silencio de mi amigo, que fumaba sin hablar, manteniendo los ojos puestos en algo que yo no podía adivinar; nos despedimos estrechándonos la mano a la puerta de su casa; confío en que hoy volveré a verlo en el club.

 

3 de mayo

Eduardo es mi mejor amigo, haría por él cualquier cosa que me pidiera… que no fuera esto, no sé qué hacer. No me atrevo a delatarlo, puesto que ha depositado en mí su confianza; pero tampoco me atrevo a guardar silencio. Eduardo me ha confiado que vengará su honor con sangre, que prepara un crimen; no será un crimen pasional, nada más lejos de la pasión que la frialdad de este hombre; después de haberme dicho lo que me dijo, y mientras yo sentía mi frente perlarse de un sudor frío, él mascó su cigarro, y apuntó firmemente para hacer la más complicada, la más difícil carambola de toda la noche, tocando cuatro bandas, y con una perfección asombrosa.

 

4 de mayo

Hoy habló por teléfono Eduardo con Rosaura, que le pidió permiso para quedarse dos días más en Cuernavaca, en vista de que mañana es fiesta nacional; Eduardo sabrá hoy mismo si Morfín va a Cuernavaca a pasar el día; es lo más probable, si llevó a la familia y allá la dejó prometiendo volver a recogerla; sólo estará en el banco lo preciso para firmar los documentos más urgentes. Es posible que Eduardo pretenda que hagamos una nueva visita a aquella casa. Espero de un momento a otro que me llame o venga a buscarme.

 

6 de mayo

Estuvimos ayer, de día, en la casita de la calle de Ámsterdam; estoy horrorizado, y no sé si podré resistir hasta el fin o si acudiré a la policía, traicionando a mi amigo, a delatar el horrible crimen que prepara. Hizo transportar un saco enorme de cal viva y lo ocultó en el patio detrás del pequeño cuarto de criados; no puedo saber para qué lo quiere, pero presiento algo horrible, luego, con una frialdad inconmovible, y mientras yo —difícilmente me contenía para no gritar, fue colocando en las paredes y en los mueble unas armellas, por las que hizo pasar un delgado cáñamo; y luego sacó una pistola que nunca le había visto, la cargó cuidadosamente, usando en todo esto unos guantes de médico para no dejar huellas, y la dejo dispuesta de tal manera que la pistola hará fuego sobre la primera persona que entre, dándole un tiro a la altura de la frente: Rosaura y Morfín son casi de la misma estatura; ¿a quién quiere matar Eduardo? ¿Lo deja al azar? No he podido, no he querido preguntarle nada; me parece que mientras más sepa yo, más grave será mi complicidad en este asesinato; quisiera no saber nada, no haber visto nada, no haber oído ninguna confesión; ¿cómo justificaré mi silencio, si llegara a probarse, a pesar de nuestras excesivas precauciones, que yo estuve allí?

            Hoy acompañé a Eduardo a apartar un asiento en el avión que sale mañana en la madrugada para la América del Sur; dio un nombre falso, y mostró un pasaporte falsificado, que no sé cómo ha podido conseguir; no quise tocar para nada los hechos de la víspera; hablamos de las cosas más indiferentes, yo procuré no hacer ni la más remota alusión al crimen, sin embargo, en el momento de despedirnos él, con una voz completamente distinta de la que había venido usando en nuestra charla, me dijo:

            —Cuando todo este consumado, te lo haré saber.

 

7 de mayo

Son las cinco de la mañana; hace diez minutos sonó mi teléfono, despertándome; de aquel lado del hilo, la voz de Eduardo:

            —Dentro de un cuarto de hora, todo estará consumado.

            Y colgó

            No voy a poder dormir; no puedo conciliar el sueño, pensando que faltan cinco minutos, tres minutos, un minuto, que en este momento tal vez está siendo asesinada una persona, y que yo lo sé, y que habría podido evitarlo, y que debiera ahora mismo llamar a la policía, o vestirme y correr a la calle de Ámsterdam o impedir a Rosaura o a Morfín que lleguen hasta la puerta. No, no sé qué hacer; no podré dormir, ni tampoco podré hacer nada; me falta valor para mezclarme en este asunto, para revelar mi complicidad, mi encubrimiento; si no digo nada nadie llegará nunca a sospechar que yo he sabido. No podré dormir.

 

7 de mayo, noche

No pude soportar la duda. A las tres de la tarde llamé a la casa de Morfín; su teléfono está en el directorio. Pregunté por él. Me interrogaron de parte de quién. Dije que era de la oficina, que solamente quería saber si iría temprano por la tarde; fueron a preguntar; contestaron que decía el señor Morfín que sí, que iría temprano.

            Luego no fue él. Fue ella, Rosaura, la verdadera culpable, la mujer que engañó a Eduardo. O quizás el crimen haya fracasado; tal vez la pistola se embaló, falló alguno de los detalles, el tiro pegó en la puerta, o salió por encima de la cabeza de la presunta víctima. Tal vez no haya habido crimen; o posiblemente el propio Eduardo se habrá arrepentido y habrá desarmado su máquina infernal…

            Mañana pasaré frente a la casa de Eduardo; él no tiene teléfono; si me presento personalmente, inspiraré sospechas; además no conozco a la señora; pero si ha habido tragedia, se notará en seguida, habrá flores… además, lo dirán los periódicos. Mañana, si ha habido crimen, lo leeré en los diarios. Eso es, voy a acostarme. Aunque lo más probable me parece que no haya habido nada. Creo que esta noche sí voy a poder dormir.

 

8 de mayo

El encabezado de “El Universal” es el siguiente:

MISTERIOSO CRIMEN EN LA CALLE DE AMSTERDAM

            Y luego vienen los detalles. Los vecinos del edificio de departamentos escucharon, en las primeras horas de la madrugada, no sabían precisar exactamente si fue cerca de las cuatro o cerca de las cinco, un disparo. Poco más tarde, alguno de ellos oyeron arrastrar un cuerpo; por la mañana descubrieron removido el jardín sobre el que daban las ventanas de otros pisos, en forma que les llamó la atención y los puso en estado de alarma; tras de consultarse entre sí decidieron llamar a la policía; ya les daba mala espina aquel departamento donde no veían a la familia, donde no había criadas, donde no encendían lumbre ni se hacía comida ni se tiraba basura; aunque muchos podrían fácilmente identificar a la señora y al señor que entraban por aquella puerta; les habían sorprendido en sus rápidas llegadas y en sus misteriosas salidas.

            Cuando, con estos datos, la policía se decidió a hacer investigaciones, saltando desde una ventana del segundo piso al patio, un gendarme encontró, a poco de escarbar en el jardincillo, un cadáver, muy reciente, de hombre, imposible de identificar, porque su rostro, sus manos y, en fin, todas sus partes más visibles, habían sido horrendamente destruidas con cal viva. Dada la hora en que se hizo el descubrimiento la policía  no estaba en aptitud de dar a la prensa mayores datos; pero había encontrado en las habitaciones objetos e indicios más que suficientes para detener antes de veinticuatro horas al criminal.

            Entonces, no fue ella; fue Morfín: ¿por qué me dijeron en su casa que iría temprano a la oficina?

            Ya los periódicos de la tarde traen todos los datos: pero, en mi concepto, absolutamente equivocados: la policía cree que el cadáver es el de mi amigo Eduardo Murrieta. Parece ser que encontraron detrás del fogón, medio chamuscada, su chaqueta, con cartas que no podía traer sino él, con una credencial y, lo que a la policía pareció más importante que todo, con un anónimo, formado con letras de periódico recortadas, invitándolo a ir anoche  a las cinco de la mañana a ese número de  la calle de Ámsterdam para comprobar algo que le interesaba mucho y de lo que  probablemente ya sospechaba. Pero el papel en que estas  letras estaba pegadas era un papel de oficina al que habían cortado con unas tijeras el membrete; la policía prometía adivinar por este dato la personalidad del asesino; se decía, además, que había sido encontrada la pistola con que fue cometido el crimen; y que por éste y otros indicios se tenía casi completamente creada la personalidad del hombre que visitaba aquella casa, así como la de la señora que le acompañaba, y que había cometido la indiscreción de dejar un tubo de labios. Un fuerte perfume en la almohada, sus huellas digitales en un bote de crema para la cara y hasta, arrugada y casi perdida en un rincón, una factura de una casa de flores, donde bastaría presentar aquel documento para que identificaran a la cliente. El crimen, comentaban los periodistas, abundaba en tan graves errores, que a las claras se veía era la obra de unos principiantes.

 

9 de mayo

Las fotografías de Morfín y la señora Murrieta, detenidos como responsables del asesinato de Eduardo, llenaron esta mañana los periódicos; luego ninguno de los dos está muerto; entonces, tal vez, Eduardo fue la víctima de su propio crimen. Un error, un olvido, una precaución mal tomada y la pistola disparó sobre él. O, quizás, un suicidio; sí, pero, ¿quién arrastró el cadáver? ¿quién le echó encima la cal? Esto es un misterio que no puedo comprender. La policía no habla de hilos, de las armellas; menciona el revolver como encontrado escondido dentro del calentador del baño, cubierto de cenizas, pero cargado de huellas digitales de Morfín; muchos han reconocido esa pistola como del banquero, y en la armería dijeron habérsela vendido hace no más de cuatro meses; en cuanto a la señora Murrieta, que tan indiscreta se mostró de pronto, ya que en una sola visita dejó la factura, el lápiz de labios, el bote de crema que no vi y reforzó la dosis de perfume en la almohada, los vecinos la reconocieron inmediatamente, y dieron detalles de la frecuencia de visitas secretas a aquel nido de amor convertido en lugar de tragedia.

 

10 de mayo

El escándalo arrecia. Los periódicos hoy se solazan en detallar los ocultos amores del banquero y la hija del capitalista regiomontano; en algunos de ellos las descripciones de las escenas de amor de que debió ser testigo aquel cuarto llegan hasta la obscenidad y la indecencia; Morfín se ha visto precisado a confesar, excepto el crimen, todo; espera salvarse por la sinceridad que pone en sus palabras, pero no hay ya quien sea capaz de creerle, después de cómo engañó a su propia esposa y a la sociedad entera con su fingida moralidad. Positivamente en veinte años no se había visto un escandalazo social como éste. La prensa cubre de lodo al mismo a quien todavía ayer ensalzaba. Murrieta aparece en cambio como una víctima, sacrificada por su propia mujer y por el amante de ella; se han forjado hipótesis; el papel del anónimo era del banco; unos creen que el propia Morfín atrajo a Murrieta para matarlo; unos que un compañero de trabajo quiso poner en aviso a Eduardo, y que éste, al sorprender a su mujer en brazos de otro hombre, trató de recurrir a la violencia, y entonces ellos se vieron orillados a matarlo; pero, ¿por qué a esa hora tan desusada, en que una señora casada se supone que está en su casa? ¿Por qué tenían preparada ya la cal? ¿Es que iban a blanquear el patio? ¿Para qué, si nunca llegaban allí, si tenían el jardincillo tan descuidado?

 

11 de mayo

La noticia de hoy es tremenda. Morfín se ha suicidado, en la cárcel; se ahorcó con su propio cinturón; no pudo soportar el escándalo que destruía toda su reputación, toda su vida de hogar, toda su carrera; pero ni aún en su nota de suicida quiso confesar sus culpabilidad en el crimen. Espera que Dios le perdone lo que no han podido perdonarle los hombres. ¿Hasta dónde alcanza esto? ¿No es un poco ambigua esta nota? Yo me siento tentado de ir a declarar a la policía lo que sé, lo que he vito; pero ahora que ha muerto Murrieta, yo mismo no comprendo nada ni sé lo que ha pasado, y me da miedo comprometerme sin ayudar a nadie con mis declaraciones que sólo entorpecerían las investigaciones de los expertos dedicados, por el momento, a seguir el hilo a docenas de hipótesis.

 

12 de mayo

Contra todas las precauciones  que la policía tomó, Rosaura Murrieta se ha suicidado también. Se arrojó desde un barandal, cuando la llevaban a declarar; tardó más de seis horas en morir pues el barandal era sólo de un segundo piso; pero no declaró nada que la policía no supiera ya; nada que contribuya al esclarecimiento del enigma de Ámsterdam, como le llaman los periódicos. La muerte de Morfín, después de la de su marido, y en el ambiente de escándalo en que se ha visto envuelta al salir a la luz sus secretos amores, todo ello afectó enormemente sus facultades mentales; la suicida apenas podía mostrar un mínimo de coherencia en sus últimas declaraciones: sufrió enormemente en sus momentos postreros. La triple tragedia ha consternado a la sociedad, a la banca, en fin, a todo el amplio círculo de en que tenían relaciones las tres víctimas. Por mi parte, puedo asegurar que jamás podré borrar de mi memoria la parte que me tocó ver de cerca de estos sangrientos hechos, que, quizás, yo pude evitar; si hubiese puesto en conocimiento de la policía oportunamente los secretos que me fueron confiados.

 

29 de marzo

Si yo creyera en aparecidos, se me habría puesto el pelo de punta esta noche, cuando vi un cadáver volver  a la vida. El calor sofocante de la noche me había hecho quizás beber un poco de más de whisky que de costumbre; tal vez eso me sostuvo, cuando, al acercarme a una mesa de carambola, en el casino de San José de Costa Rica, pude reconocer a un amigo mío a quien creía muerto, en circunstancias en México, a principios del año pasado. Está mucho más pálido, lleva un bigote negro y alacranado que le agudiza más la palidez de la piel, y se ha dejado crecer unas negras patillas que también le enmarcan el rostro; unos lentes azules, sin aro y un traje de lino blanco, completado con un sombrero de Panamá, dan los últimos toques a su nueva personalidad; pero lo reconocí instantáneamente por la firmeza, la exactitud, la prodigiosa imaginación con que disparó una carambola de tres bandas. Era Eduardo Murrieta; me acerqué con una cara de asombro, se volvió hacia mí; no pareció inmutarse lo más mínimo; sonrió muy levemente y mascando el cigarro, me dijo, con aquella voz baja con que en torno a la mesa de billar, allá en México, me hacía las más audaces confidencias:

            —Ahora no me llamo Murrieta, me llamo Santos Salinas; Murrieta, tú lo has de saber, murió en México.

            Luego llevándome al bar, donde pedí un nuevo whisky, esta vez doble, completó su información.

            —Murrieta le regaló su traje a un pobre hombre que recogía por las calles residuos alimenticios en los botes de basura: su traje con papeles y todo; algunos de ellos puestos allí especialmente para el caso; invitó a aquel hombre a ir a determinada dirección; una pistola sin más que huellas digitales que las de su dueño, y que había desaparecido misteriosamente de un cajón de la gerencia del banco, disparó sola; parece ser que el cadáver de aquel pobre hombre quedó irreconocible; aquel indigente resultó ser solamente una víctima propiciatoria y anónima; a Murrieta le hubiera faltado valor para matar a su propia esposa, o su propio jefe; y había otra forma de castigarlos que un mero tiro en la cabeza, que habría recibido sin alcanzar a enterarse de dónde venía ni por qué. Además, ese género de venganza le habría costado a Murrieta muchas molestias; habría tenido que ir a la cárcel, que sufrir mucho, y él ¿por qué?

            Con nuestros  vasos en la mano, habíamos vuelto al salón de billares. Mi amigo volvió a tomar su taco y, disparando una carambola de fantasía, me preguntó afablemente:

            —¿Quieres que juguemos un partido?

            El presidente del casino se acercaba  con curiosidad. Con una sonrisa en los labios me dijo:

                        —Tenga usted mucho cuidado: el doctor Salinas es una potencia en la carambola de tres bandas.

 

 

 

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