Sobre Acapulco golden, Premio Nacional de Poesía Aguascalientes

Presentamos una reseña de Marco Antúnez Piña al poemario “Acapulco golden” de Jeremías Marquines (1968), que mereció el Premio Nacional de Poesía Aguascalientes. Antúnez, desde la severidad, el valor y la lucidez, hace duros comentarios al que se supone es el libro de poesía más importante en México publicado en los últimos meses. El texto se publicó originalmente en La estantería. Reseñario de poesía.

 

 

La anécdota no es suficiente

 

Del poeta se espera un ebrio selectivo del lenguaje, no un borracho patológico. Las palabras que lo embriagan contagian goce, dolor, ideas o desatino descarado: un oficio de cínicos. Y que brille la personalidad en los versos. Pound aplaudía de Eliot su facilidad para agrupar habla cotidiano, ironía y referencialidad. Pero acotaba: “en cuanto procuremos reducirlo –aun sólo fragmento– en una fórmula, no faltará quien, carente en absoluto de sus aptitudes, tratará de hacer poesía con su método. Y ese ‘alguien’ –ni hace falta decirlo– fracasará como un chapucero”.
El juicio de Pound aplica a quienes dependen de glorias estilísticas pertenecientes a patriarcas que, por azares estéticos, se transforman en modas. Francisco Hernández, por ejemplo, desde Moneda de tres caras (1994) ha heredado una “fórmula” cuya imitación redunda en libros que no añaden nada nuevo ni equiparable a sus logros. Y Acapulco Golden (2012) de Jeremías Marquines (Villahermosa, 1968), el reciente Premio Nacional de Poesía Aguascalientes 2012, precisamente lucra con esta fórmula sin resultados favorables.
La estructura de Acapulco Golden es la que Hernández ha explotado en sus últimos títulos: el personaje histórico (¿histérico?) como materia del poema; la recreación de discursos que personalicen al protagonista en una instigación constante a los sentidos; la convivencia de historias ejemplares, paralelas a la visión actual del poeta, que interactúan con un tercero imaginario que signa un destino pesimista, inscrito en interpretaciones íntimas; y el juego de paralelismos biográficos. Marquines se suscribe a la ficción para glosar y asume la voz ilusoria de un Malcolm Lowry que pasa dos semanas en Acapulco. Es decir, el mismo ingenio de Hernández como pivote, lo que se antoja atractivo. Pero aun así, Acapulco Golden no deviene en una obra con personalidad propia.
El recurso sistemático que calca Marquines predispone al morbo de revisitar (con dejo novelesco) a una figura emblemática. Ahí el acierto: un buen speech que atrapa al lector, sumado al desafío del molde probado, producen una buena carnada. Incluso funciona para encubrir la falta de destellos autónomos más allá del preciosismo (“Si pudieras oír como yo el ruido de las cosas que se caen: / la escarcha de las lágrimas en un rostro pálido”), la cursilería (“una parte de ti quería llorar. / Esa parte sin lágrimas que suena /como un instrumento ahuecado. / Esa parte de ti que te imita / en busca de un destino, una casa, / una mujer o un perro. // Esa parte de ti quería llorar”) y el lugar común (“Tal vez voy a morir pronto”; o “Busco encima del humo mundos olvidados”; o “Tengo la cabeza envuelta en trapos, la sensación de que nadie me mira”; o “la historia del mundo” y un larguísimo etcétera de frases prefabricadas) que baña las primeras páginas.
Una vez asumido el reto, procede, con una confección fabril, a imitar la sinestesia de Hernández en De cómo Robert Schumann fue vencido por los demonios (1988) y sentencias que recuperan el fraseo de Habla Scardanelli (1992). Sí, la poética de Hernández es una buena tramoya para trascender el categórico de la anécdota sin quebrarse la cabeza con finezas técnicas, pero Acapulco Golden persiste sin autosuficiencia en la versificación. Sus construcciones incomodan por un diseño cándido que no unifica en ritmo los comentarios marginales, sino que aspira a la pompa para impresionar a un lector complaciente:

La última noche de la vida es la más larga.
Es como si estuvieras esperando algo
y luego como si volvieras a no esperar.

El libro se divide en dos partes para justificar su argumento y soltar estos grandes universales a granel. La primera parte narra la estancia de Malcolm Lowry en un hotel de Acapulco en el año de 1936 durante dos semanas. Tiene a su vez dos discursos que conviven como cajas de texto paralelas: un diario donde se apuntan frases, variaciones y alteraciones del discurso de Lowry –y agregados– que se ajustan a la obra. El otro discurso se construye a partir de la interiorización que Marquines hace de estos episodios anecdóticos. Mientras que la segunda parte (“Epitafios al margen”), basa su esencia en la recurrencia de poemas marginales póstumos; una especie de insistencia en el mismo boceto de Lowry tras el trance playero, pero aquí asumido como algo aún más entrañable —dominante en los poemas “Instrucciones para escribir estando borracho” y “Efecto de escribir estando borracho”. Y como telón, una nota aclaratoria que habla más de la genealogía que el autor se autoimpone, que del libro.
Uno se queda a la espera de que se traspase el umbral del argumento. Pero nunca se aleja de la visión llana que dribla entre lo ficticio y la biografía reinventada; no hay persistencia entre el mito (la vida y obra de Lowry) y la realidad (el apunte al margen y los poemas personales). La dualidad que se espera al derivar un presente a la luz del pasado, al estilo de Plutarco en Vidas paralelas (un libro, no un “recurso literario” como aduce Marquines en su “Nota necesaria” y en entrevistas recientes), se enfoca en pictogramas inconsistentes. Y en lugar de alcanzar el horizonte del palimpsesto, se enmudece en el mero comentario ditirámbico:

Cuando Malcolm Lowry escribe,
la única lámpara que alumbra
es la del infierno.

También resulta vigente la ausencia de sonoridad –la sordera es su estilete favorito en verso libre y prosa– y la abundancia de iconografías incoherentes y trilladas con afán descriptivo –del afuera (simple y predecible) y del espíritu (cursi y predecible)–: “Los poetas tienen la mala costumbre de mear contra el ocaso mientras meditan sobre la palidez de la mañana”; “Las nubes pasan por el retrovisor envueltas en ropas que cuelgan melancólicas en los patios, junto al óxido que busca sus recuerdos”; “Estás tumbado en la playa, hay perros tumbados junto a ti”; “Abres los ojos donde empieza el mundo”, y demás figuras retóricas que dan prueba de su mayor confusión: cree que un elemento “poético” es poesía. Y de pronto, en ese mar de sinapismos, un Acapulco de los años mozos y burgueses con visos freudianos, de factura principiante:

El mar de Acapulco es como mi padre:
Todas las mañanas me dice: ¡márchate si quieres!
Mientras cabalgo por un sendero de arenas movedizas,
entre una hierba negra que corta los labios.

Con el amparo de la extrañeza –patrimonio de una literatura arraigada al sinsentido lerdo, no al barroquismo–, la sorpresa de sus imágenes reta al patético del tópico, se despeña del trópico y pasa por agua al “surrealismo” (sí, con comillas):

Mojas en mezcal la uña de un gallo negro y escribes un versículo largo como tus delirios.
Un bebé monstruo sonríe en una playa oscura.
Remolino de pájaros mágicos entorno a un faro.
Semillas de tamarindo, brillantes, como una sirena.
Botellas que guardan estruendos y palpitaciones lejanas.
Los pelícanos tienen las ansias de una legión de locos; empujan nubes a picotazos.
Te quitas la camisa para asustarlos;
se hunden en los truenos.
La escritura es una marea que jamás tocan las orillas.

Y se complica el contenido del texto a falta de complejidad formal. Una mascarada ruda y decadente encubre la falta de tema, fondo, ideas y tesón lírico:

Entiendes que Acapulco está hecho de siluetas y conversaciones viejísimas. Chocas con las sillas. En un rincón, las risas de las putas tachonan las paredes con capullos escarlatas.

En El ojo es una alcándara de luz en los espejos (1996) –equívoco en el alfabeto que le da sentido, inteligente en sus intenciones–, De más antes miraba los todos muertos (1999) –el más orgánico de todos– y Duros pensamientos zarpan al anochecer en barcos de hierro (2002) –primera aparición de Malcolm Lowry en su imaginario y el último título legible de Marquines–, existen momentos donde se anticipa una catástrofe que puede prosperar en proyecto poético. La apuesta de Marquines: la ficción debe salvar la credibilidad del texto. Pero la anécdota no es suficiente. La inmadurez de sus ocurrencias no ha sabido transformarse en una idea sólida, en una poética disruptiva —imagino a eso aspira. Ahí el problema de asumir como suya una tradición basada en la grandilocuencia y la oralidad de la rebeldía tan Bukowski, y luego tomar un molde de otro autor –Hernández– sin intención alguna de sumarle su propio garbo. En fin. Un libro más para este premio que ya no es capaz de sorprendernos con un hallazgo literario desde hace tiempo.

 

 

Datos vitales

Marco Antúnez Piña (Xalapa, 1984). Licenciado en Filosofía. Ha sido becario del FOECA y el FONCA en la categoría Jóvenes Creadores, la disciplina de Ensayo Creativo. Ha traducido, del inglés y el italiano, a Lydia Davis, Julia Blackburn, Grace Paley, Edward Gorey, Czeslaw Milosz y Leszek Kolakowski entre otros. Ha colaborado con ensayo, poesía, reportaje, reseña y traducción en en diferentes publicaciones nacionales. Su trabajo ha sido publicado en los libros La línea de sombra. Ensayos sobre Sergio Pitol (2009), Panorama de poesía mexicana (2009) yApuntes para un blues (2012). En próximas fechas saldrá publicado su primer libro de poesía Del aura estrella (Instituto Veracruzano de Cultura, 2012). Actualmente es editor de la revista de negocios Entrepreneur.

 

 

 

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