Antología de cuento español: Félix J. Palma

En el marco de la Antología de cuento español, preparada por Juan Gómez Bárcena, presentamos un cuento de Félix J. Palma (Sanlúcar de Barrameda, 1968). Ha sido reconocido por la crítica como uno de los escritores más brillantes y originales de la actualidad. Ha merecido el Premio Tiflos, el Premio Iberoamericano de relatos Cortes de Cádiz, el Premio de novela Luis Berenguer y el XL Premio Ateneo de Sevilla.

 

 

LA FAUNA AFECTIVA

 

 

Félix J. Palma

            Aunque entraba a trabajar a las nueve en la tienda que se encontraba bajo su piso, Laura solía levantarse a las siete, cuando el día aún no había sido tocado por nadie. Se arrojaba del lecho en un esfuerzo de voluntad suprema y, deliciosamente envuelta en un salto de cama rosa que magnificaba aún más su curvilínea anatomía, se encaminaba al baño medio tambaleante, de donde salía al poco vestida con un chándal verde y con el cabello recogido en una tirante cola de caballo, lo que otorgaba a su cráneo una apariencia aerodinámica similar a la de los escualos o los ferrari. Bajaba entonces a la calle y daba un par de vueltas a la manzana en un trote elegante y flexible que hacía las delicias del puñado de madrugadores que iniciaban su jornada con las primeras luces. Desde el quiosquero al panadero, pasado por la caterva de jubilados que se apostaban en los bancos del paseo expresamente para ello, nadie quitaba ojo a la sinfónica carrera de Laura, a la divina oscilación de senos y nalgas que constituía un bálsamo óptico, un signo inequívoco de que a Dios aquellos pobres diablos modestos y trabajadores no le traían al fresco. Con esa alocada inconsciencia que gastan las hembras espléndidas que no se estancan en los espejos, Laura soliviantaba al personal masculino del barrio mostrándole cómo transpiran las diosas. Luego regresaba a su apartamento y se dirigía al baño dejando un rastro de prendas sudadas por el suelo, como un molusco que se desprende de su cocha. Abría la ducha, se colocaba bajo el chorro y dejaba que el agua helada recorriera su preciada carne rosada apoyada contra los azulejos, jadeante pero satisfecha por haber cumplido un día más con aquella disciplina física que no se imponía como forma de prevenir esos asentamientos de grasa que tanto atormentan a las mujeres, sino como una manera de orearse el espíritu, de sentirse más viva, de sintonizarse con el mundo. Al poco, emprendía un jabonado lento pero concienzudo, demorando voluptuosamente la esponja, como quien abrillanta la plata, en una intimidad en la que sospechaba que todos los varones de los alrededores soñaban con alojar la suya. Emergía al fin envuelta en una toalla, el cabello húmedo y manso sobre los hombros, y de esa guisa se plantaba ante el armario para escoger la indumentaria que hoy ocultaría su bata de dependienta. No se demoraba mucho. Luego desplegaba la prenda elegida sobre la cama y, a continuación, con una expresión entre docta y arcana, hurgaba en el feudo de blanduras turbadoras que era el cajón de su ropa interior en busca de un conjunto adecuado, un tanga o alguna prenda más barroca que se ceñía sin ceremonias, con esos ademanes vulgares que practican las mujeres cuando no las mira ningún hombre, como si mi catalejo no contara.

            Y es que, desde el edificio de enfrente, yo llevaba meses observándola, inmortalizando en mis retinas todos los instantes de su vida, desde los más íntimos, aburridos y escatológicos hasta aquellos que podían considerarse del dominio público, las ocho ajetreadas horas que pasaba tras el mostrador de la tienda de mascotas de Maika, pues también allí llegaba mi indomable mirada si me doblaba lo suficiente. Arriesgando el espinazo o distribuyendo varios espejos con inventiva, iba yo registrando el transcurrir de sus días, el desgaste de una existencia que parecía haber sido dada para emplearla en algo más constructivo que interminables jornadas vendiendo pienso para hámsters o peces de colores.

            Aquel ritual estaba calculado de tal manera que, tras regalarse un vaso de leche -semidesnatada y rica en calcio según el zoom de mi catalejo-, Laura siempre acababa descorriendo la cancela de la tienda un minuto exacto antes de las nueve. Se estremecía entonces el aire de la mañana de un babel animal y un olor acre a jaula y celo contra el que nada podía hacer la afectada emanación de la pastelería vecina. Emocionaba contemplar la excitación que embargaba a las mascotas cuando ella recorría el local encendiendo luces, realizando zalamerías y haciendo tamborilear sus cuidadas uñas contra los barrotes de las jaulas al pasar la mano en un gesto de lánguida salutación mientras se dirigía al perchero, donde colgaba la bata blanca que le difuminaría las turgencias durante el resto del día. Era entonces cuando yo abandonaba mi posición en la ventana e iniciaba también mi vida, una vida que aunque hacía mucho que había consagrado a espiar la suya, contaba con un par de tareas más prosaicas que debía realizar, como la de traducir a Dickens y alimentar a mis animales, ese remedo de zoológico que se me iba formando peligrosamente en casa desde que me dedicaba a cortejarla.

            He de aclarar, aunque un vistazo a mi apartamento parezca desmentirlo, que nunca me han gustado los animales. Ahora, a causa de mi escasa disposición para el flirteo, atestaban los rincones, se apretaban en jaulas o peceras, correteaban o languidecían, me envolvían y asfixiaban, únicos o repetidos, como si fuesen el acopio de un Noé despistado y de secano. Pájaros, tortugas, perros, serpientes, gatos y demás especies domésticas campeaban por mi apartamento arropados por el borboteo de los acuarios, desprendiendo un olor picante y mosaico idéntico al que la envolvía a ella, y contemplaban con perplejidad cómo cada día, tras bañarme en Brumel y recitar osadas e imaginativas declaraciones ante el espejo, regresaba de la calle con un nuevo compañero que amontonaba en alguna parte. Naturalmente tal colección de fracasos exigía una dedicación casi absoluta: siempre había una jaula que limpiar, un animal que llevar al veterinario, algún otro que sacar a defecar en mitad de la acera, por lo que hacía mucho que había reducido mis funciones en la editorial únicamente a aquellas que podía realizar desde casa, y ahora apenas ganaba para mantenernos a todos realizando traducciones de clásicos ingleses. Cada mañana, antes de sentarme en el escritorio, emprendía el laborioso rito de la pitanza: rellenaba de alpiste los comederos de Pues esta tarde se espera lluvia, una tórtola diamante que me observaba intrigada con sus ojos aureolados de naranja, de Qué bien te huele el pelo, una ninfa perlada que no cesaba de recorrer su jaula con andares de borracho, y de Nunca se fijará en un tipo como yo, un canario Gloster Fancy que cabeceaba pensativo con su penacho aplastado, como un nostálgico fan de los Beatles; mullía la paja de ¿Te gusta el cine francés?, una chinchilla que dejaba transcurrir los días hecha un pompón gris oscuro, durmiendo con tal solemnidad y aplicación que parecía estar enfrascada en una tarea de dimensiones cósmicas, quizá la de soñar el mundo en el que todos nos encontrábamos contenidos, y llenaba la escudilla a Ay, tenerte entre los brazos…, una ardilla a la que, según sus impetuosas cabriolas por las angostas dimensiones de la jaula, se diría que alimentaba con cocaína. Echaba luego su ración de gusanos a Hoy he soñado contigo, también, un muermo de lagarto basilisco eternamente adherido al cristal del vivero con unos dedos finísimos semejantes a varillas de paraguas, y espolvoreaba plancton sobre el acuario donde evolucionaban como curtidas folclóricas Mañana, mañana, un pez avispa hiperactivo, y Quédate el cambio, un guppy que arrastraba por el escenario acuático la mantilla repujada de su cola. Y finalmente, sólo cuando tocaba, ejercía de implacable demiurgo de mi pequeño universo: tomaba al hámster que había estado engordando toda la semana y lo depositaba como una ofrenda en el terrario de Me la llevo porque necesito que alguien me abrace por las noches. Ejem, es broma, una pitón que no tardaba en deslizarse hacia él y protagonizar el cruento episodio matinal, el aviso funesto que recordaba a los presentes que existía una vida más dura allá fuera, un mundo inclemente y azaroso que era mejor ignorar. Acabada la tarea, me desplomaba en mi sillón de lectura, pero apenas tenía tiempo de recuperar el aliento cuando ya sentía en las palmas los ávidos lametones de mis siete canes, que se arracimaban a mi alrededor con la esperanza de ser ese día el elegido para conducir mi breve paseo hasta el quiosco de prensa. Esa mañana contemplé, exhausto e impasible, las cada vez más elaboradas gracias de Es verdad, finalmente no llovió, un salchicha que rodaba por el suelo como un rodillo, haciendo méritos el tunante, intentando arrancarme más un paseo que una sonrisa, y luego repasé con la mirada al resto de los bichos, que me observaban a su vez con cierta condolencia, como si esta vida sin jaula que llevaba les pareciera aún más triste e intranscendente que las suyas propias. En sus ridículos patronímicos yacía encriptado nuestro romance en ciernes, nuestra historia de amor ininteligible y trabajosa. Ellos eran mi memoria y al mismo tiempo mi frustración. Cada uno suponía una declaración fallida, un intento de confraternización que no cuajó, una broma sin gracia. Frases equivocadas, pensamientos que se habían gestado en el silencio grana de la timidez, hilachas, en fin, de brevísimas conversaciones que la falta de coraje y mi incompetencia para el galanteo impidieron resolverse en cita. Luego volví a observar a los perros. Resignados a responder a aquellos nombres farragosos que se antojaban sospechosas consignas cuando los voceaba en mitad de la noche, esperaban pacientes mi veredicto. Escogí al salchicha. Los demás encajaron la decisión con dignidad, aunque alguno hubo que no pudo contener un gemido lastimero. Sólo ¿Eres suficientemente feliz?, el doberman, se mantuvo impasible en su rincón, como al margen de las contrariedades de la plebe, seguro de que para el paseo nocturno volvería a ser su estampa marcial y sádica la que su medroso amo dispondría al otro lado de la correa. No le tenía ningún afecto especial, pero patrullar las tinieblas con aquel perrazo me protegía de las chanzas de los jovenzuelos rapados que abarrotaban los bancos de la avenida ansiosos por mostrar la efectividad de sus navajas.

            Con el salchicha, claro, la cosa era distinta. Lo ridículo de su porte me hacía sacarlo exclusivamente de día, cuando por las calles sólo deambulaban pacíficas ancianitas con sus caniches de peluquería, a las que los graciosos andares de Es verdad, finalmente no llovió arrancaban maternales muecas de ternura, acaso alguna indagación sobre su sexo barruntando la posibilidad de obtener de un cruce con el suyo una simpática aberración circense con la que adornarse el regazo y sobrecoger a las visitas. Al salchicha apenas lo apoyaba yo lo justo en la acera para que le disminuyera la añoranza de los espacios abiertos, pero esa mañana, movido por un escozor nostálgico, decidí regalarnos unos minutos extras rondando la tienda de Laura. Discretamente oculto tras una farola, la observé trajinar a través del escaparate atestado de tortugas y cotorras, entre los que solía despuntar algún animal exótico que era escrutado por los viandantes con una mezcla de turbación y extrañeza, como si se tratase de una criatura alienígena que actuaba como explorador de algún comando mayor que surcaba el firmamento en nuestra dirección. A veces pensaba que Maika traía esas rarezas exclusivamente para mí, para que cada día encontrara un motivo nuevo por el cual acudir a su tienda, a proseguir con mi dilatado cortejo, que siempre se resolvía a su favor con la adquisición de su última ocurrencia, ya se tratara de un tucán o una tarántula.

            Sentí entonces mi habitual picazón de injusticia: una vez más se me antojó que Laura había equivocado su vida, que le aguardaba un destino glorioso o al menos más digno, un sino razonable que quizá pudiéramos ir a buscar juntos. Pero enseguida tropecé con la imagen reflejada en los cristales de un tipo de aspecto cómico acompañado de un salchicha, y me pregunté qué habría planeado la providencia para un  infeliz como aquél, qué se suponía que debía hacer o aportar al hervor del mundo. Y acabé preguntándome por enésima vez -huyendo de lo particular a lo general, mucho menos doloroso- si realmente se nos garantizaba al nacer un destino efectivo y convincente, o todos veníamos al mundo sin ninguna misión concreta bordada en los cromosomas, nada más a hacer bulto, a estorbarnos unos a otros, de manera que eran los pocos que lograban hacer con su vida un bien común los anómalos, los desechos de un Dios que detestaba la coherencia. Siempre que meditaba sobre el destino de las personas acababa acordándome de Hurtado, el mártir de la editorial. Hurtado era uno de los traductores más brillantes de que disponía la empresa, un hombretón jaranero que lucía calva con pelusilla y bigote de dictador mexicano, al que todos auguraban un futuro espléndido, una vida que beneficiaría a otras muchas, una razón por la que su madre, a quien imaginaba tan rocosa y bullanguera como él, se lo habría arrancado de dentro en un soberbio gesto de pundonor materno, hilando gruñidos con blasfemias. Por eso nos sorprendió tanto que Hurtado nos desvelara personal y gráficamente que su suerte no era otra que atragantarse hasta la asfixia durante la cena de nochevieja de la editorial. El traductor inició tan macabra revelación con los entremeses, dejando escapar unos carraspeos inofensivos que movieron a su vecino de mantel a propinarle en la espalda un par de palmadas leves y distraídas, como de compromiso. Pero Hurtado, no contento con aquella pobre muestra de cortesía, prosiguió con un crescendo de toses cada vez más fragoroso y desesperado, acompañándose de algunos aspavientos que volcaron un par de copas. Eso acaparó la atención de los comensales, que interrumpieron sus conversaciones y le miraron con cierta curiosidad, como tratando de descifrar qué tipo de gracia intentaba realizar el traductor y si merecía la pena sacrificar la cristalería. Algunos iniciaron un amago de levantarse cuando Hurtado empezó a enrojecer y sufrir espasmos con una verosimilitud asombrosa, pero las risotadas con que lo jalonaban otros no llegó a decidirles. De repente, tras emitir un silbido horrendo, el traductor se desplomó sobre la mesa, sumergiendo el rostro en el ponche, como una bestia que alcanza el abrevadero. Al punto un silencio sepulcral cristalizó en la estancia. Todos clavamos los ojos en Don Vigueira, el mandamás de la editorial, quien, acuciado por nuestras miradas, se levantó desde su presidencia en la mesa y se aproximó a su derrumbado subalterno con cautela, como si temiera que Hurtado planease erguirse bruscamente, rematando con un susto presidencial aquella broma tan idiota, y sólo cuando los dedos sobre la aorta no encontraron pulso pareció relajarse. Hurtado la había palmado, así, de repente, en mitad de la cena, a pesar de los muchos compromisos que figuraban en su agenda. Luego nos dirían que tanto esfuerzo le había reventado una vena, encharcándole los pulmones. El brusco fallecimiento del traductor hizo que la cena se suspendiera, y la mayoría partió algo sobrecogida, a recibir el año en algún otro sitio menos viciado de fatalidad. Sólo los altos cargos y algunos curiosos que no tenían nada mejor que hacer nos quedamos a esperar la ambulancia. Mientras ésta se abría paso entre el tráfico, yo observaba a Hurtado, al que habían tendido en el sofá y colocado un pañuelo sobre el rostro, no se sabía si para preservarlo de nuestro impertinente escrutinio o protegernos a nosotros de la espantosa mueca que le desencajaba la expresión. La absurda conclusión de sus días me hizo cuestionarme sobre nuestro papel en las complicadas intrigas del universo. Cómo podía dejarse a un hombre construir su vida, planificar su existencia con celo e ilusión, sin advertirle de un final tan inesperado y grotesco como aquel. ¿Para eso había venido Hurtado al mundo, para morir atragantado en una fiesta, ilustrando vivamente al resto de los comensales sobre la precariedad de toda existencia? Allí, ante el cadáver del traductor, me dio por imaginar un mundo más justo donde los recién nacidos, tras recibir la azotaina del médico, pasaran a disposición de una pitonisa que les leyera con acierto el futuro, de manera que todos aquellos a los que los caprichos de la providencia no permitiesen alcanzar la plenitud existencial, pudieran decidir cómo administrar su insignificante paso por la tierra. Era evidente que si a las eminencias que acaban sus fértiles días expirando en la cama acudía a llevárselos una parca majestuosa, con capucha y guadaña, a Hurtado había venido a buscarlo una muerte vestida de bufón, contrahecha y rebosante de cascabeles. Después de aquello el que cada hombre viniese al mundo con un destino provechoso bajo el brazo me pareció una alucinación romántica. 

            Desde esa óptica a Laura y a mí podía ocurrirnos cualquier cosa, pero yo confiaba en que a pesar de todo, nuestros destinos, cualquiera que fuesen, confluyeran en algún punto del camino. Y tan seguro me encontraba de ello que, aunque aquella demora estaba minando mi cuenta corriente y presentía que tarde o temprano habría algún animal al que fuese alérgico, la aceptaba de buen grado, diciéndome, cuando la impaciencia me reconcomía, que eran los años de crianza los que aseguraban la calidad del vino. Por tanto, nuestro parsimonioso enamoramiento, más que frustrarme me confortaba. Ni Laura ni yo necesitábamos la intervención de un tercero que viniera a acelerar los trámites.

            Segismundo bien podría haberse quedado en casa. Pero tuvo que venir, con su melena y sus barbas, con sus tejanos raídos y sus camisetas de leyendas ecológicas, a pasear por el barrio su estampa de comprometido desastrado y repartir por doquier sus folletos concienciadores. Para finalmente, tras atisbar quizá a la belleza que regentaba el repelente negocio de mascotas, irrumpir en la tienda hipnotizado, desembarcando en la vida de Laura con la seguridad de saberse esperado, como un príncipe azul biodegradable dispuesto a ponerle los vellos de punta con sus dramáticas historias de animales en extinción.

            Nunca descubrí dónde construyó su madriguera, pero empecé a encontrármelo cada vez con mayor frecuencia en la tienda, acodado al mostrador como un parroquiano de taberna, relatando a los clientes, pero especialmente a Laura, sus batallitas medioambientales. Ni aun venciendo mi timidez y adiestrando mi lengua en el arte de la oratoria, hubiese podido yo rivalizar con las seductoras imágenes que Segismundo desplegaba ante los ojos de la dependienta y de todo aquel que quisiese escuchar. Ahí donde lo veíamos, tan escuálido y poca cosa, cuando formó parte de la tripulación del Raimbow Warrior, el barco de Greenpeace que acostumbraba a interponerse entre los balleneros y sus presas, había pasado días amarrado a las anclas de incontables buques que transportaban armamento nuclear, ralentizando con su tozudez el juego solapado de los líderes; también había estado en Kenia protegiendo a los elefantes de los cazadores de marfil, por supuesto, ni falta hacía decirlo; y había batallado en el Amazonas en el bando de los árboles; y había visto, como quien mira la televisión, parir a una leona en mitad de la sabana; y había liberado a un grizzly de un cepo, por lo que ahora tenía un hermano de sangre de trescientos centímetros de alto y cuatrocientos kilos de peso que pescaba salmones a zarpazos en algún rincón de Alaska; y con el corazón encogido, había sido testigo del sobrecogedor espectáculo de cientos de pingüinos jóvenes despeñándose desde el borde de un iceberg hacia las heladas aguas en busca de un bocado o una muerte por inanición; y había visto, en fin, todo lo imaginable y todo lo inimaginable, todo lo que el reino animal daba de sí y todo cuanto el hombre no daba. El planeta, descrito por la voz de trovador alcoholizado de Segismundo, era un sitio más grande, un lugar inmenso, una caja de sorpresas donde las maravillas y las tragedias convivían en una armonía inarmónica, la broma de un Dios que un puñado de cruzados como él se ocupaba de velar. Oculto entre los sacos de pienso, yo lo contemplaba aproximarse a la hechizada Laura, ganando una distancia de confidencia en un golpe de efecto que casi lo obligaba a tumbarse sobre el mostrador, y hablarle de unos animales de ensueño que nunca llenarían sus jaulas, que quizá, en ese mismo instante –y ahí chasqueaba oportunamente los dedos-, estaban dejando de existir merced a una bala surgida de la maleza, de un proyectil sacrílego que había madurado lento en la escopeta del mayor depredador sobrela Tierra. Cadacuarto de hora desaparece una especie animal, afirmaba consternado. Y como si le declamara su amor, Segismundo le hablaba del tigre de Siberia, cazado por su piel, de la tortuga marina, que se servía como curiosidad en los restaurantes de lujo, del lobo marsupial, que no había sido avistado desde la década de los ochenta. Le hablaba de las ballenas, con cuya grasa cerebral ella probablemente se embadurnaba la cara, del armadillo, amenazado por la devastación de su hábitat, del oso hormiguero, sobre el que se ejercitaba la puntería en algunos lugares de Paraguay, del ciervo de los pantanos, cuya cornamenta se exhibía como trofeo, y de casi todos los primates, que se vendían a los laboratorios para experimentaciones biomédicas. Un réquiem constituido cada mañana de animales diferentes, pero que Segismundo siempre remataba con la misma sentencia pavorosa: en los últimos trescientos años el hombre había multiplicado por mil la tasa de extinción de los procesos naturales.

            Y aquellas improvisadas conferencias ecológicas empezaron a hacer su efecto, a inocular la ponzoña de los remordimientos por pasividad en la hasta entonces despreocupada existencia de Laura. Enseguida comprendió mi catalejo que aquella muchacha a la que no le gustaba el cine francés pertenecía a esa minoría de personas que cargan con un alma impresionable y comprometida, donde los problemas del mundo, especialmente los de índole medio ambiental, calaban con sorprendente sencillez. Sólo había que enumerárselos para enemistarla consigo misma, para hacerla chisporrotear sobre el lecho como las gotas de agua en el aceite hirviendo. A partir de entonces, Laura se arrojaba de la cama con cargo de conciencia, y corría a ejecutar unas abluciones urgentes con las que pretendía barrer de su mente las virutas de un sueño que, debiendo haber sido plácido, había resultado sin embargo tortuoso, pues las profecías en relación con los devastadores efectos del cambio climático sobre la mayoría de los hábitats naturales del planeta -que el presentador del noticiario había murmurado casi con embarazo tras la emocionante enumeración de los nuevos fichajes de la temporada futbolística- habrían convertido su descanso en una horrenda pesadilla, una progresión angustiosa de osos polares, focas y caribús expirando en un silencio resignado y sobrecogedor, allá en sus hielos recalentados. Ni siquiera su carrera matinal lograba apacentarla. Y aquellos despertares ofuscados y sus frecuentes embobamientos tras el mostrador no hacían sino constatar el poder que Segismundo ejercía sobre ella. De nada me sirvió empeñar el sueño a cambio de la sabiduría animal que logré extraer de las cuatro o cinco enciclopedias que saqué de la biblioteca, ya que procedí a declamarla ante ella de carrerilla, con la urgencia de quien vocea un conjuro que le salve la vida, sin conseguir otorgarle nunca la gracia y la naturalidad de lo vivido. Era obvio que todo estaba perdido. Laura, tras meses y meses de observar el aburrido balanceo de mi anzuelo, había decidido morder el nuevo cebo que el destino le tendía. Sólo era cuestión de tiempo, de muchísimo menos tiempo del que creí, que se descubriera enamorada de aquel ecologista de medio pelo. La mañana en que certifiqué aquella dolorosa verdad le compré un pekinés al que le costó aprender a responder al nombre de Quizá el hombre de tu vida haya estado siempre ante ti.

            Y finalmente, aquello tan temido ocurrió un par de noches después. Los círculos siempre se cierran, para bien o para mal. Espiaba yo el transcurrir de su tarde de sábado con una mueca afligida cuando, a eso de las ocho, Laura, que había dejado pasar las horas postrada en el sofá, pareció resucitar a la vida, entregándose a una actividad frenética. Trajinó con el horno, se duchó y perfumó concienzudamente, puso música y, para terminar, encendió las velas que había colocado sobre la mesa. No necesitaba darme más pistas: su cortejo había durado un mes justo, como el de los pingüinos, un periodo de elaborados cantos nupciales que finalmente concluía. Con lágrimas en los ojos, la observé vagabundear nerviosa por el apartamento, emperifollada para otro, aguardando la llegada de aquel caballero andante que sufría por cada águila abatida, por cada pinsapo talado. Y sentí pena por ella. A Laura la vida aún no la había zarandeado lo suficiente y, como los renacuajos de las ranas pumilio, no había tenido tiempo de desarrollar sus toxinas venenosas, por lo que constituía una presa fácil para los depredadores. Y al poco, bajando el catalejo, lo vi llegar con sus andares cansinos, sus tejanos castigados y su melena enredada, como quien viene a por el pago a tanto gasto de saliva. Al igual que el tigre de Bengala, Segismundo era un cazador nocturno, que avanzaba furtivamente, a contra viento, y tampoco traía vino a la cena. Sólo deseé que Laura no se le entregara nada más abrirle la puerta, que le hiciera sudar un poco antes de rendírsele desfallecida, pues existía la posibilidad de que el ecologista no tuviese paciencia, que, como el puma, gustara de ataques fulminantes, de potentes persecuciones que sin embargo no duraban más que unos pocos segundos antes de agotarse. Sin embargo, Segismundo era perro viejo. Puso cara de póquer cuando aquella Laura sin bata, encaramada a unos tacones y embuchada en un vestido de generoso escote, le franqueó el paso a su madriguera. Lo noté visiblemente entusiasmado por tener delante más turgencias de las que había calculado, a pesar de lo cual recibió la copa que ella le ofreció con una sonrisa educada. Sabía que tenía la partida ganada de antemano. Ahora se trataba de dominar sus instintos, de contenerse aunque resultara un esfuerzo doloroso, de evitar por todos los medios tumbarla sobre la mesa y tomar lo que ya era suyo entre gruñidos feroces. Debía recoger la fruta sin precipitarse, dejándola caer del árbol por su propio peso. Se mostró por tanto infinitamente cortés durante la cena, y sólo se permitió recorrerla de arriba abajo con ojos lujuriosos cuando ella le preguntó si le apetecía algún postre. Laura agachó la cabeza, ruborizada pero también sumisa, como hacen las hembras de los cocodrilos tras oler el almizcle del macho. Segismundo era un tipo independiente y solitario que, lo mismo que el panda, únicamente interrumpía su soledad en los periodos de apareamiento. Entonces buscaba a la hembra más cercana y competía por ella con los machos de los alrededores. A mí me había barrido de un plumazo hacía mucho, así que Segismundo se sacudió las migas de la barba y se levantó al fin a por su recompensa. Había llegado el momento de derramar algo más que saliva. Lo hicieron al modo de los lobos, abandonándose a una gresca de dentelladas y lengüetazos tiernos, hasta que Segismundo pareció aburrirse de tanto preámbulo carroñero, se colocó a retaguardia y rubricó su labor de seducción por la vía angosta, con unos envites bruscos y perrunos que duraron casi treinta minutos.

            Solté el catalejo, asqueado. ¿Y ahora? Cuando amamos a una mujer que no podemos tener, sólo existen dos alternativas: olvidarse u obsesionarse. Y yo contaba con toda la noche por delante para escoger una de las dos opciones. Los animales me observaban con cierta preocupación. Les dediqué una sonrisa forzada, dándoles a entender que me encontraba bien, que sabía encajarlas, que la vida me había inmunizado contra los percances sentimentales hacía mucho. Que los tenía a ellos. Pero no sé si resulté convincente. Contemplando a mis mascotas, mientras la mujer a la que amaba yacía junto a un hombre que no era yo, me dio por filosofar y llegué a la conclusión de que los sentimientos eran como los animales: los había de todo pelaje y condición, y había que cuidarlos, alimentarlos día a día, limpiarlos con regularidad. Vivían libres entre los bosques, como espíritus indios, hasta que algún hombre los adquiría y los encerraba en una jaula de devoción y timidez. Y muchos de ellos, qué duda cabía, acababan por extinguirse. Podía deshacerme del dolor en el pecho en el que los últimos días habían convertido mi amor por Laura, como quien abandona a un perro en una cuneta. O podía seguir alimentando a aquel animal irascible hasta que la jaula que lo contenía se derrumbara de puro vieja. Era algo que tendría que decidir.

            A la mañana siguiente, Laura se levantó de la cama a las siete, con cuidado de no alterar el sueño de su amante, que dormía a pierna suelta como un animal saciado. Se vistió el chandal, bajó a la calle e inició su carrera matinal. Envuelta en la frágil luz del amanecer, Laura corrió como nunca, poseída por un entusiasmo de colegiala que producía nauseas. Mi coche la aguardaba al cabo de la calle con el motor en marcha, como una fiera al acecho. Ni la olvidaría ni me obsesionaría con ella. Los oscuros senderos de la noche me habían conducido a una tercera alternativa. Había descubierto, no sin cierto pesar, que, después de todo, nuestro destino no era amarnos, tampoco atragantarnos en una fiesta navideña. Tal vez yo había venido al mundo para arrebatarle la vida a la mujer que amaba, y quizá desde siempre ella había estado predestinada a una muerte enigmática e intempestiva, a ser arrollada al cruzar la calle por un coche que luego se daría a la fuga. Las cosas, desgraciadamente, eran así, y Laura aparecía ahora en mi retrovisor, como si acudiese a una cita, sonriendo de una felicidad que era el reverso de mi pena, y el corazón me latía con saña y mis manos pringaban el volante con ese sudor frío que reservamos para las hepatitis y los momentos capitales de la vida.

            Hoy recuerdo aquel día como una agotadora jornada de tristezas y aceptaciones. Laura, mi amada Laura, ya no está con nosotros. Partió a un lugar mejor. Ahora, cada vez que paso ante la tienda de mascotas con mi nuevo perro, una veinteañera granujienta me devuelve la mirada con recelo desde detrás del mostrador. Todos los círculos se cierran, con mayor o menor gracia. Y yo sigo con mi vida, traduzco a Dickens y paseo por el barrio, y de noche hurgo en la basura de los noticiarios, por si descubro su rostro en alguna parte del mundo, luchando por las focas o las ballenas o cualquier otra causa perdida. Y ovillado a mis pies, dormita siempre un dálmata, el último animal que le compré antes de que Segismundo apareciera con las maletas para cumplirle el destino, y que ya empieza a responder al nombre de No pude hacerlo.

 

 

Datos vitales

Félix J. Palma (Sanlúcar de Barrameda, 1968) ha sido unánimemente reconocido por la crítica como uno de los escritores más brillantes y originales de la actualidad, siendo uno de sus rasgos más destacados su habilidad para insertar lo fantástico en lo cotidiano. Su dedicación al género del cuento la ha reportado más de un centenar de galardones. Aparte de haber sido recogido en numerosas antologías, ha publicado cinco libros de relatos: El vigilante de la salamandra (1998), Métodos de supervivencia (1999), Las interioridades (Premio Tiflos, 2001), Los arácnidos (Premio Iberoamericano de relatos Cortes de Cádiz, 2003) y El menor espectáculo del mundo (2010). Como novelista ha publicado la novela La Hormiga que quiso ser Astronauta (2001) y Las corrientes oceánicas (Premio de novela Luis Berenguer, 2005). Pero lo que le ha supuesto su consagración definitiva como narrador ha sido su Trilogía Victoriana, de la que ha publicado las dos primeras novelas: El mapa del tiempo (XL Premio Ateneo de Sevilla, 2008) y El mapa del cielo (2012). Ambas han sido publicadas en más de 30 países, como Estados Unidos, Reino Unido, Australia, Noruega, Italia, China, Brazil, Alemania, Rusia, Francia o Japón.

 

 

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