Presentamos, en exclusiva, algunos inéditos de la poeta ecuatoriana Marialuz Albuja (Quito, 1972). Ha publicado los poemarios Las naranjas y el mar, Llevo de la luna un rayo, Paisaje de sal, La pendiente imposible, obra premiada y publicada por el Ministerio de Cultura del Ecuador y obtuvo, con Detrás de la brisa, mención de honor del premio César Dávila Andrade.
Háganse a un lado desertores de lo bello
quiero estar sola entre las uvas
y el ramaje
no vaya a ser que todo caiga en el olvido
sin yo guardar su nitidez,
sin celebrarla.
Cédanme espacio para el duelo
y no me miren
mientras beso la palmera
hundo las manos en los huecos del ciprés,
cierro los ojos.
Guarden silencio mientras salgo de esta casa
donde mis pies reconocieron la quietud.
Voy a abrigar
antes del fin
el paraíso.
Ahora pueden regodearse entre mis restos.
Han demostrado lo que soy.
Escarmenté.
El miedo me traspasaba con deleite
cuando venía el gato negro a pronunciar todos mis nombres
cuando asechaba tras de mí
para arrancarme.
Cómo volver
si hace ya tanto
los pájaros limpiaron las migajas del sendero
y las luciérnagas a cargo de alumbrar mi recorrido
fueron borrándose de a poco en el paisaje.
Si no ocurriese que la duda me persigue
ya ni siquiera intentaría recordar
pero la niña sin escrúpulos que fui
deja sus huellas en el fango
escupe
llora
se revuelca
mientras aquella
la de los abuelos
viene a buscarme entre las sombras
todavía.
Concédeme la liviandad de la neblina
la luz de la abeja
el invisible despertar del páramo
y mi alma cantará tus alabanzas.
Desde la lengua más dichosa
la más libre
surgirán voces que hasta ahora no han hablado.
Concédeme el fluir de la palmera
su danza siempre abierta al resplandor
y extenderé todo mi ser sobre las aguas
para que impregnes por completo tus señales.
Descenderá la poesía con que tú me guiarás
en el estrecho precipicio de la duda.
Será banquete en mis entrañas
el vocablo pronunciado
con el soplo que le diste cuando nada estaba hecho
y podré reconciliar en mi balcón
al colibrí que juguetea con su sombra
no temeré por el destino de la araña
que teje y teje
a la intemperie
su modesta perfección
sin importarle la belleza
o su contrario.
Ya nunca más preguntaré dónde mi casa.
El infinito acunará mis titubeos.
Galoparé, en pos de tu nombre,
a reencontrarme con la nube
con el pasto
con la ola.
Concédeme
Señor
lo que te pido
sin olvidar que en el dintel estará ella
esa muchacha que jugaba con el barro
aquella tarde en que perdió la liviandad de la neblina
la luz de la abeja
el invisible despertar del páramo…
Y entonces mi alma cantará tus alabanzas.
No sé si será la sangre galopándome en la espalda
o los tacones de la muerte
que no encuentra una salida y se despeña frente a mí.
Si hubiese conservado el arte de mirar hacia adentro
lo sabría
pero me nublan los mordiscos
de los cientos de pastillas y de gotas
derramadas hace tanto en mi caudal.
Si el bisabuelo aún viviera
escondería en su cajón la última pizca de morfina
-en confidencia de celoso boticario-
“para la nena”
pensaría en su sordera taciturna
y las estrellas sobre el domo de la estancia
habrían roto coordenadas al mirar mi levedad.
Mas quién me iba a comprender ese dolor
si en la niñez la vida es algo irrefutable.
La bisabuela en su ataúd bajo la cama
vino a tocar oscuridades compartidas
dispuesta, yo,
por temor o por simpleza
a guardarle secretos que quiso, también,
confesar.
Ahora no sé si fue buena idea comprometerme.
El espanto que llevo en las manos
agita palabras voraces.
Si no las atiendo
me olvidan.
Semejante orfandad no otra vez.
Como una perra que ha perdido el rumbo
salgo a explorar los restos de mi casa.
Siento su olor desde la lejanía.
En los retazos del jardín
veo la sombra del esposo
y me descubro
igual que siempre
tras la higuera.
Donde una vez se levantaba el parque
hay un tropel de oscuridad.
Recapitulo las esquinas
mas no puedo
especular dónde los muros, los cerrojos
o aquella reja blanca, que al abrirse,
hacía entrar la tierra en un respiro.
No encuentro el camino a la escuela
y esto, en particular, me mata.
Comienzo a hurgar en los escombros
sin esconder mi desnudez, sin un temor a que se note
escarbo, llamo.
Entonces logro vislumbrar la cafetera
junto al tiesto de flores
y cada cosa, donde estaba, reaparece.
Veo correr a mis pequeños.
Desde un sillón
el padre ríe y los observa
pero un sablazo me traspone punta a punta.
Huí del agua del hogar.
Despedacé, sin darme cuenta,
el universo.
a G.
Más allá del páramo
donde los gallinazos entretienen la mirada
antes de anclar su soledad a la ventisca
una no sabe si podrán cerrar los ojos
para verse
si un sonido de campana de repente los lastima
si acaso su sangre en remolino se agolpa
cada vez que la garúa desdibuja la montaña
y si entonces morirán de pena
si aquel eterno picoteo de la ruina
algo de pulcro dejará en sus paladares
algo de triste
de insaciable
de sombrío
cuando la luz se desmorona en el remanso de las nubes
y ellos atrapan, consumada, la belleza.
Oscuros ángeles que marcan el sendero
si por el filo de la muerte me encamino.
Con sus señales he logrado desandar la destrucción
volver intacta.
Pero esta noche no será.
Llevo una soga entre las manos
y me esperan.
Datos vitales
Marialuz Albuja (Quito, 1972). Magíster en Estudios de la Cultura con Mención en Literatura Hispanoamericana por la Universidad Andina Simón Bolívar. Ha publicado los poemarios Las naranjas y el mar, Llevo de la luna un rayo, Paisaje de sal, La pendiente imposible, obra premiada y publicada por el Ministerio de Cultura del Ecuador y obtuvo, con Detrás de la brisa, mención de honor del premio César Dávila Andrade. Su obra está parcialmente traducida al inglés, portugués, francés y euskera. Forma parte de antologías y publicaciones en América Latina y Europa. Vive en el Ecuador, donde trabaja como traductora del inglés y del francés.