Tres poemas de la Decena Trágica

Alfonso Reyes y Luis G. Urbina debieron salir al exilio luego de la Decena Trágica.  Desde la distancia ambos escribieron dos poemas elegíacos. Reyes en  memoria de su padre, el general Bernardo Reyes; Urbina, sobre el hecho de regresar al país abandonado. Por su parte, Urbina escribió un poema durante los días de combate.

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† 9  de febrero de 1913

 

¿En qué rincón del tiempo nos aguardas,

desde qué pliegue de la luz nos miras?

¿Adónde estás, varón de siete llagas,

sangre manando en la mitad del día?

 

Febrero de Caín y de metralla:

humean los cadáveres en pila.

Los estribos y riendas olvidabas

y, Cristo militar, te nos morías…

 

Desde entonces mi noche tiene voces,

huésped mi soledad, gusto mi llanto.

Y si seguí viviendo desde entonces

 

es porque en mí te llevo, en mí te salvo,

y me hago adelantar como a empellones,

en el afán de poseerte tanto.

 

 Río de Janeiro, 24 de diciembre, 1932

Alfonso Reyes

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Vespertina XII

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Tal como si la hubiese labrado en duro jade,

a golpe de obsidiana, prehistórico escultor,

en ásperos manchones la erguida hierba invade

el llano polvoriento que reverbera al sol.

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Los grises cortinajes del horizonte dejan

transparentarse el dorso de la montaña azul,

cuyos perfiles, llenos de suavidad, reflejan

la milagrosa y virgen blancura de la luz.

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Un árbol a lo lejos, parece, oblicuo y mondo,

trazo de tinta en una lámina de cristal,

y diseñada en sepia, sobre el claror del fondo,

una cabaña yergue su trecho triangular.

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Tedioso e invernizo paisaje sin figuras

éste que, tarde a tarde, miro desde el balcón

de mi casa de barrio que huye de las impuras

entrañas de la urbe, como buscando sol.

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Aire, sol y silencio, y espacio libre, para

echar por las divinas regiones de zafir,

como un ave, mi angustia… La soledad ampara

la tristeza, y yo tengo tristeza de vivir.

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Es ora la magnífica metrópoli, espelunca;

mi hermano el hombre, es lobo famélico y brutal;

la vida es odio y cólera…

                                            ¡Mas tú no cambias nunca,

Naturaleza, madre de amor y piedad!

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Mi casa y yo, en silencio, te agradecemos esta

tarde maravillosa de calma y placidez,

que sólo turba el ruido de la ciudad funesta

donde, entre sangre y fuego, luchan Caín y Abel.

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A nuestra espalda truenan los ecos del combate;

soplan los estentóreos alientos del cañón,

y la ciudad, convulsa y amedrentada, late

desesperadamente como un gran corazón.

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Las ambiciones locas, las deslumbradas iras

fingen un grito unánime de bien y libertad;

y entre el hervor sangriento de infamias y mentiras,

mi casa y yo pedimos sólo una cosa: paz.

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Paz, la de este monótono paisaje sin figuras,

paz de cielo y de tierra que están en oración,

paz que, en luz milagrosa, viene de las alturas

y santifica el alma como una bendición.

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¿Por qué a esta dulce calma con mi ansiedad respondo?

Esta quietud inmensa, de púrpura y zafir,

¿será un dolor que calla?… Y aquel árbol del fondo

se inclina suavemente como diciendo: sí.

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¡Ah si como el orto que empasta la neblina,

se ve surgir la cumbre bañada en claridad,

pudiera, en su horizonte, mi sueño que declina

ver siempre el anhelado perfil del ideal!

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Mas no: mi pecho turbio, frente a esta tarde clara,

siente tristeza, tedio, desencanto, una rara

náusea moral, deseo de que se abrevie el fin;

misericordia y asco…

                                        La soledad ampara

las vergüenzas. Yo tengo vergüenza de vivir.

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13 de febrero de 1913

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La elegía del retorno

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Volveré a la ciudad que yo más quiero

después de tanta desventura; pero

ya seré en mi ciudad un extranjero.

 

A la ciudad azul y cristalina

volveré; pero ya la golondrina

no encontrará su nido en la ruina.

 

Volveré tras un año y otro año

de miseria y dolor. Como un extraño

han de verme pasar, solo y huraño.

 

Volveré por la noche. En la penumbra

miraré la ciudad que arde y deslumbra

como nube de chispas que se encumbra.

 

Buscaré un pobre lecho en la posada,

y mojaré de llanto la almohada

y me alzaré de prisa a la alborada.

 

Veré, a las luces de la aurora, inciertas,

las calles blancas, rígidas, desiertas,

los muros grises, las claustrales puertas.

 

Mis pasos sonarán en las baldosas

con graves resonancias misteriosas

y dulcemente me hablarán las cosas.

 

Desde el pretil del muro desconchado

los buenos días me dará el granado

y agregará: – ¡Por Dios, cómo has cambiado!

 

Y la ventana de burgués aliño,

dirá: —¡Aquí te esperaba un fiel cariño!

Y el templo: —Aquí rezaste cuando niño.

 

Dirá la casa: —¡Verme te consuela!

¿Nunca piensas en mí? —dirá la escuela—

y —¡Qué travieso fuiste!— la plazuela.

 

Y en esa soledad, que reverencio,

en la muda tragedia que presencio,

dialogaré con todo en el silencio.

 

Caminaré; caminaré… Y, serenas,

mis pasos seguirán, mansas y buenas,

como perros solícitos, las penas.

 

 

Y tornaré otra vez a la posada,

y esperaré la tarde sonrosada,

y saldré a acariciar con la mirada

 

la ciudad que yo amé desde pequeño,

la de oro claro, la de azul sedeño,

la de horizonte que parece ensueño.

 

(¡Cómo en mi amargo exilio me importuna

la visión de mi valle, envuelto en luna,

el brillo del cristal de mi laguna,

 

el arrabal polvoso y solitario,

la fuente antigua, el tosco campanario,

la roja iglesia, el bosque milenario!

 

¡Cómo han sido mi angustia y mi desvelo,

el panorama de zafir, el hielo

de los volcanes decorando el cielo!)

 

Veré las avenidas relucientes,

los parques melancólicos, las gentes

que ante mi pasarán indiferentes.

 

O tal vez sorprendido, alguien se asombre,

y alguien se esfuerce en recordar mi nombre,

y alguien murmure: ¡Yo conozco a ese hombre!

 

Iré como un sonámbulo: abstraído

en la contemplación de lo que he sido

desde la cima en que me hundió el olvido.

 

Iré sereno, resignado y fuerte,

mirando cómo transformó mi suerte

la ingratitud, más dura que la muerte.

 

Y en el jardín del beso y de la cita,

me sentaré en mi banca favorita,

por ver el cielo y descansar mi cuita.

 

Entre la sombra, me dirán las flores:

¿Por qué no te acompañan tus amores?

Tú eras feliz; resígnate; no llores.

 

Y en el jardín que la penumbra viste

podré soñar en lo que ya no existe,

y el corazón se sentirá más triste.

 

Evocaré los seres y las cosas,

y cantarán, con voces milagrosas,

las almas pensativas de las rosas.

 

Mas ni un mirar piadoso; ni un humano

acento, ni una amiga, ni un hermano,

ni una trémula mano entre mi mano.

 

Entonces, pensaré con alegría

en que me ha de cubrir, pesada y fría,

tierra sin flores, pero tierra mía.

 

Y tornaré de noche a la posada,

y, al pedir blando sueño a la almohada,

sintiendo irá la vida fatigada

dolor, tristeza, paz, olvido, nada …

 Luis G. Urbina

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