Carlos J. Aldazábal, Premio Alhambra de Poesía Americana (obra inédita)

El poeta argentino Carlos J. Aldazábal (1974) ha merecido esta distinción por el poemario “Piedra al pecho”. Según Luis García Montero, el libro implica “una renovación de la poesía argentina aprovechando la altura urbana del tango en diálogo con otras tradiciones poéticas latinoamericanas como la representada por César Vallejo”. Aquí tres poemas.

 

 

 

 

Preguntas

                                                    Para Joaquín Gianuzzi, maestro indiscutible

 

Miren los vagones de subte atestados de preguntas. La más repetida es la del tiempo: hasta cuándo, cómo, dónde acaba el recorrido.

 

Las ruedas chillan: una vuelta sobre el riel más otra vuelta, y la mujer que lee el diario casi apaga su conciencia en ese pedazo de papel.

 

¡Miren los vagones de subte atestados de preguntas! Alguien dice “hola”, alguien se despide, y el aturdimiento desespera hasta a las luces, a veces constantes, a veces confundidas.

 

En un andén vacío un viejo está sentado. Ojos severos, tragedia de la espera, perpetua fijación en esa asfixia. Mientras el infinito se apodera del ambiente, mira los vagones de subte atestados de preguntas. Pero está cansado de las preguntas, y está cansado del tiempo. Alguien le dice “hola” y él quisiera decir “adiós”. Alguien le ofrece una esperanza y él la ignora, porque conoce muy bien el tango Desencuentro. Y permanece inmóvil a pesar del impulso. Mira las puertas del subte abrirse, y cuando las ruedas empiezan a chillar, como diciéndole “adiós”, él dice “hola”, y se va para arriba, en un ascenso glorioso.

 

 

 

 

 

 

Guacamayo

 

Tu máscara está pintada como un guacamayo:

eso te hace hablar más de la cuenta, y ese murmullo,

atrapado en la máscara, suele ser encantador.

 

A veces tu máscara alucina en la noche

como una balada irresistible entonada por hadas.

Otras veces, la presión del rojo la lleva a irradiar

un aire de vergüenza: es cuando yo acepto taparme la cara

con una bolsita de cartón, de ojos pintados y boca sonriente,

ideal para andar por una avenida transitada

sin ser percibido.

 

Sé que querés, pero yo no me atrevo a prestarte un espejo.

La ilusión es tan buena que aterra lo real,

como bien lo señala el verde de tu máscara.

 

Lo único que podría alterar tu escondite

es que tu máscara deje de ser máscara

para ser guacamayo. Y ahí te quiero ver:

 

vos sin máscara con una bolsita de cartón tapándote la cara,

paseando por la avenida con un guacamayo al hombro:

un aterrador efecto de realidad.

 

Pero por ahora tu guacamayo sigue siendo máscara

y te protege, incluso cuando caminás con ojos enamorados

y todas las bolsitas de cartón de la avenida

se dan vuelta para señalarte.

 

Esto es cosa sabida:

 

no basta un arco iris para tapar las nubes

ni una bolsita de cartón para morir

con la sonrisa en la boca.

 

Por ahora tu guacamayo es tu máscara,

y basta esa certeza.

 

 

 

 

 

 

 

Nubes

 

Algunas parecen sacadas de cuadros de Dalí. Otras, de un documental de National Geographic: antílopes, leones, tigres de bengala, elefantes de la India. Algunas parecen postales que he vivido: un viaje en taxi con José Luis Mangieri, poeta generoso que murió de tristeza. O un viaje hacia el Perú, con destino algo incierto: ruinas de lo que fui ambientadas por sonidos de charango.

 

Otras tienen afición por la imagen del cine: ahí pasa Espartaco, gladiador y rebelde, prometiendo redención para los oprimidos. Y otras más pequeñas, con voz televisiva, me muestran a un jugador de fútbol gambeteando el fastidio de que quieran cobrarnos hasta el aire.

 

Así las veo, llevadas por la brisa de una tarde gentil: formas caprichosas en las que reposa mi cerebro, órgano inflamado, alentado a la imaginación y al recuerdo por la complicidad de este cielo de agosto.

 

 

 

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