Sobre “Cientos de voces” de Maliyel Beverido

Presentamos la reseña que el poeta y crítico Alejandro Higashi hace de “Cientos de veces”, el nuevo libro, una suerte de antología de la obra de la poeta y traductora Maliyel Beverido (Veracruz, 1964).  Fue Coordinadora de Comunicación,  Proyectos Editoriales y responsable de espacios de exposición temporal el Museo de Antropología de Xalapa (MAX) de la Universidad Veracruzana.

 

 

 

 

SOBRE CIENTOS DE VECES DE MALIYEL BEVERIDO

 

Cientos de veces (Xalapa, Universidad Veracruzana, 2012) es un poemario compuesto por otros poemarios escritos (y no siempre publicados) a lo largo de casi una veintena de años, desde Sámago, de 1988, número emblemático de Ediciones Papel de Envolver/Colección Luna Hiena, hasta Orión responde, inédito, concluido en 2005. Se trata de unas jóvenes Obras completas en las que el lector puede apreciar un proyecto poético maduro, en el que una voz insistentemente personal transita de principio a fin del poemario sin titubeos y sin caídas poéticas. En cierto sentido, Cientos de veces viene a confirmar algo que los lectores de Maliyel Beverido pensamos al leer por primera vez Sámago: a pesar de su juventud en ese momento (acababa de ganar el segundo lugar del Premio Nacional de Poesía Joven Elías Nandino en 1987), se trataba de un poemario en su madurez poética, lleno de imágenes poderosas que quedaban grabadas en el espíritu del lector, falto de los rasgos característicos (pero siempre con fecha de caducidad) de la poesía joven, del experimentalismo, del juego, del exceso, de la rebeldía. Reunir libros de distintos momentos en uno solo era, por otro lado, una receta fácil para el desastre, de la que otros poetas mayores como Jorge Luis Borges u Octavio Paz sólo salieron bien librados por medio del esquilmo de sus libros más tempranos, con poemas sustraídos a sus primeras ediciones o muy limados, porque su juventud y vanguardismo de los primeros años terminó por avergonzar a los poetas maduros. En Cientos de veces, por el contrario, contamos con un mapa de trayectorias definidas que no se agota en una línea recta hacia la evolución poética, sino que nace con Sámago y después nos invita a deambular por una cartografía poética con itinerarios concéntricos en los que, sin alejarse mucho del centro, como en espiral, podemos avanzar en distintas direcciones. La poética de su autora, comprometida con un ideario personal, contribuye mucho a esta sensación de intemporalidad en su producción, pues resulta difícil advertir intenciones encontradas o escuelas poéticas que atraviesen el cauce de su obra. Sin haberse sujetado a modas externas, la solidaridad de la poesía de Maliyel Beverido consigo misma termina por conferir solidez arquitectónica al libro compilatorio y regalarle al lector la experiencia de lectura que podría esperarse de un libro unitario, sin fracturas, donde un omnipresente sujeto lírico construye y sostiene un mundo. Por ello me refiero a Cientos de veces como a un poemario de poemarios y no a un libro de poemarios.

El título es un juego ingenioso que sugiere el tedio inserto implícitamente en la constancia, pero al mismo tiempo es la declaración de una poética: el rigor de volver “cientos de veces” a perpetrar un “ciento de poemas”. La definición del Diccionario de la RAE de “Ciento” no está exenta de poesía en sí misma, “diez veces diez”, número de la perfección exponencialmente perfecto, y la palabra en sí misma descansa sobre una larga prosapia poética (el título me recuerda, de inmediato, aquel epigrama de Catulo que empieza con “Vivamus, mea Lesbia, atque amemus” y en el que su parte climática es justamente “Da mi basia mille, deinde centum, / dein mille altera, dein secunda centum, / deinde usque altera mille, deinde centum”). El sentido temporal, sin embargo, no denota cansancio (como tampoco sucede en el poema de Catulo), sino una necesidad vital que se explica por sí misma a lo largo del primer poema de Sámago:

 

Escribo para mover el aire.

Demasiado quieta está

la materia umbrosa de la noche.

Escribo como conjuro

para no quedar paralizada.

 

Escribo sola otra vez

y otra vez no basta.

 

[…]

 

Escribo para quitarme el frío

de las manos (p. 9).

 

“Otra vez” y “cientos de veces” remiten fundamentalmente a un acto de escritura irrenunciable al que se llega por necesidad, en esta epifanía cuando la voz lírica está a punto de quedar paralizada y evita hacerlo por medio de la escritura, con lo que escribir poemas se convierte en una forma de vida, en una forma de avanzar con movimientos sutiles capaces de “mover el aire”. La unidad de la compilación por encima del poemario aislado se confirma en el penúltimo poema de la sección de cierre, Orión responde, donde volveremos a encontrar los “cientos de veces” que el amor, otra necesidad vital e irrenunciable, pasa de largo:

 

Desde adentro,

por donde el corazón y el hambre hacen esquina,

me regalo un acto de palabras

tan real y sólido como un prisma.

 

Nos robaron el alba,

cientos de veces,

los amores que corrían sin nosotros (p. 138).

 

Los títulos en la obra de Maliyel Beverido son siempre contundentes y precisos, lo que hace pensar en un lento proceso de decantación tras bambalinas. En el “ciento” de Cientos de veces también puede interpretarse una poética de la creación; un “ciento”, en el fondo, es una sustantivación de un adjetivo, en la que el peso ya no radica en las cosas (“cien peras”, “cien abejas”), sino en la repetición de lo sustancial en el tiempo (“cientos de veces”). El número, la cantidad abstracta, es el núcleo del sintagma; el número es lo sustantivo. En el título puede verse en germen (al menos lo veo yo), esa tendencia de Maliyel Beverido a la sustantivación de momentos que fueron en un principio secundarios, adjetivos, opiniones subjetivas sobre la realidad, pero que por virtud del poema llegan a ser centrales como componentes estéticos de una vida poética. Se trata de un proceso casi alquímico en el que la autora pasa de un pensamiento adjetivo a un pensamiento sustantivo, desde ofrecer una opinión sobre la realidad hasta fundar una ontología personal que nos permite adentrarnos en su realidad. En Orión responde, escribirá que está celosa “de todas las palabras / que acceden al gozo estrafalario / de substanciar las cosas con nombrarlas”.

Estas intuiciones sobre el título, por supuesto, sólo se confirman en la lectura del material. Ahí podemos advertir, con sorprendente unidad desde Sámago hasta Orión responde, que cada poema de Cientos de veces parece derivar de una pequeña batalla personal, donde momentos marginales de una vida conquistan, por medio de un reposado y meditado proceso de depuración, las entrañas del poema. Esta victoria estética se eleva en el centro de la página, por lo que la percepción visual sugiere que los márgenes en blanco son tan importantes como los poemas mismos. El vacío en los márgenes completa la experiencia de lectura de versos como “escribo para mover el aire” (p. 9) o hasta poemas completos, como el núm. VII tomado de Poemas del Grimorio, donde los espacios en blanco alojan las probables respuestas a una letanía de preguntas:

 

¿Quieres un beso

o la traza que deja?

[…]

¿Quieres la pluma, el ala

o el horizonte que guarda?

¿Quieres un escarabajo,

un liquen o una certeza?

¿Quieres la cicatriz

o la parafernalia de la enfermera?

¿Quieres el epitafio

o el reposo de la muerte?

¿Quieres un poema de amor

o desnudarte?

¿Quieres que el sueño te deje en paz?

Quieres un aprendiz que te revele (p. 98).

 

Este uso de los márgenes vacíos insinúa que en lo no dicho también se conserva lo sustancial de su palabra. Cada poema, en este sentido, funciona como una epifanía en la que coinciden todas las circunstancias de una situación sólo expresada en sus partes esenciales, como si el poeta viviera permanentemente con una cámara fotográfica en la mano y reuniera fotografías instantáneas, para seleccionar sólo una en la que aislara ese momento particular elegido entre muchos otros, ya por azar, ya con una fuerte conciencia de su relevancia y significación, para ofrecer en esa foto única el resumen privilegiado de toda la experiencia. Fuera de contexto y analizado por un lector ajeno a la historia personal, el poema termina por crear una imagen epifánica que puede acomodarse sin problemas en el portafolio personal de imágenes de la propia vida del lector por un fenómeno simple de transferencia. Estas fotos instantáneas tienen muchos temas: el amor “como una arborescencia” (que otros “creen que es un tumor”; p. 15); el amor como un deseo reprimido, cuando “el ángel pide amor / y luego lo censura” , como un “gozar y arrepentirme” que aspira a “la doctrina de los faunos, / que encienden sus hogueras en el bosque / y danzan y cantan y respiran” (p. 31); la permanente sensación de que nada es permanente (“Todo aquí parece hecho con espuma, / erigido y derribado en un instante, / con un esfuerzo minúsculo del aire / y la benevolencia de las aguas”; p. 111); las muchas caras del vacío (desde “me defiendo del vacío con objetos”, p. 25; hasta “todas la formas del vacío / dan una versión express del mundo pleno”; 123); la herencia (“la desesperanza de mis ojos / es la misma de mi padre”; p. 19) y su reflejo en la otra cara de la moneda, la maternidad (en la sección “Canciones para el ángel”); la trascendencia del espacio en nuestras vidas (“Todas las urbes son aldeas / donde prosperan las casas y la gente se derrumba”; p. 132).

La técnica podría, por supuesto, quedarse en el reportaje gráfico que congela lo que ve y sigue de frente; en el caso de Cientos de veces, por el contrario, cada fotograma está seleccionado de acuerdo a un exigente control de calidad que tiene en cuenta la composición de la escena, desde los blancos en la página hasta el desarrollo del poema. Se trata de epifanías con una sólida progresión narrativa en las que, pese a su naturaleza instantánea, puede reconstruirse un relato completo, con presentación, nudo y desenlace (sorpresivo, por lo general). En muchos casos, la epifanía del poema se compone paulatinamente a través de varias estancias, pero sólo se resuelve en los últimos versos, de manera que el enigma abierto al principio se mantiene hasta el final, cuyo cierre suele ser una solución inesperada, como en el poema IV de “Canciones para el ángel”:

 

Qué puedo decirte yo de las hormigas

o del compás que marcan las orugas

y el minucioso mundo de la araña

 

Yo no conozco nada

Hay un momento en la vida

en el que no se sabe nada

después de haberlo sabido todo

 

No es la memoria

La falla está en la fe de lo aprendido

Es la certeza que se pierde con el tiempo

La que se va cayendo

Como una piel muy grande para el cuerpo (p. 54)

 

El tema del poema podría ser la palabra (“qué puedo decirte”), pero pronto se orienta hacia un problema epistemológico (“yo no conozco nada”) con algo de filosofía zen (“después de haberlo sabido todo”). No falla la memoria racional, sino la confianza en las certezas, pero el tema central tampoco es la fe. El final sorprende porque resulta inesperado: la certidumbre perdida no es una seguridad racionalista como se espera del desarrollo inicial, sino una certeza sensualista que se equipara en su desenlace con una epidermis demasiado grande y estorbosa, algo grotesca y carnal, desprendida del mismo cuerpo que la alberga. El conocimiento que niega la voz lírica no es racional, sino que se trata de un saber sensorial y ontológico más profundo, grotesco y a punto de perderse durante la madurez, el destino hacia el que inexorablemente se dirige el “ángel” del poema.

Otro principio de composición que domina todo el poemario es la presencia de una primera persona constante, viva y energética, respecto a la cual gravitan las situaciones presentadas en los poemas. Aunque en muchas ocasiones sería fácil evadir esta fórmula (pasa al principio con la hechicera de Poemas del Grimorio), muy pronto esta voz poética recupera la hegemonía del discurso: de “la hechicera amasa un sueño con sus manos” (p. 93) se pasa sin solución de continuidad a “Necesito unos zapatos que no mientan, / que no tengan memoria y no se crean sabios, / que no le hagan conversación al empedrado […] Necesito unos zapatos que se arriesguen, / que emprendan y que no vacilen / aunque tropiecen con la misma piedra” (p. 94). En este camino, puede verse a la voz poética avanzar diferentes técnicas para capturar una realidad elusiva, desde la acuarela, con sus pinceladas generosas pero imprecisas, cromáticas, ágiles, sorpresivas, hasta la dilatada pintura al óleo, con poemas sustentados en una propuesta técnica centrada por completo en los detalles, donde la composición general queda en un segundo plano, como en uno de los primeros poemas de Otro viaje a Ítaca, centrado en las proporciones precisas entre los componentes de un cuadro figurativo, pero en el que rápidamente se dirige la atención del lector hacia uno de los componentes centrales, un cuerpo en movimiento (accidente que, de forma paradójica, deja de garantizar la armonía del conjunto de apertura):

 

Un cuadro en armonía.

 

Las figuras ocupan un sitio en el espacio

que las une unas con otras.

 

Un movimiento puede desgarrarlo

El cuerpo en su contexto

se presenta magnífico y sereno

Al desplazarse sufre mutaciones (p. 67).

 

Este tipo de construcción podía verse ya, como un recurso muy maduro, en los poemas más breves de Sámago, como en “Una caída vertical: mi tiempo…”, donde no importa tanto el tema (la sensación de vértigo ante la vida), sino la forma detallada en la cual se transmite la experiencia del vértigo, representada como un tiempo de cauce inexorable (“una caída vertical”), subjetivo (“mi tiempo”, “toda mi estatura”), ubicado en un ambiente cuyo desenlace representa una aniquilación del yo (apenas “una gota”) en la inmensa galería subterránea y anónima donde todas las gotas forman una misma masa de agua estancada (“el pozo”):

 

Una caída vertical: mi tiempo.

 

Soy en toda mi estatura

el transcurso de una gota

por un pozo (p. 35).

 

Las experiencias en las cuales los poemas de Cientos de veces tienen origen no son, en su gran mayoría, experiencias felices. A menudo sugieren un origen traumático y doloroso, una vocación de caos, esa discrepancia entre “la cicatriz / o la parafernalia de la enfermera” (p. 98) donde la disyuntiva es ilusoria, porque en ambas circunstancias se alude a una herida previa. Por ello, Maliyel Beverido escribía desde Sámago:

 

La verdad es de carne,

como una mujer embarazada

que necesita la cesárea.

Juego de sangre y cuchillos

es hacerla presente (p. 14).

 

La verdad detrás de los poemas, sin embargo, es elusiva, de forma que cada texto exige ser completado en la lectura por la misma experiencia del lector. Se trata, en buena medida, de una poesía de inmersión, donde el disfrute estético depende de la capacidad del lector para vivir dentro del cascarón que se le propone por unos segundos. Maliyel Beverido se convierte así en una modista con un amplio catálogo de los vestidos que ha usado en distintas ocasiones y nos los ofrece para ocuparlos o, por el contrario, desnudarnos con simpleza, como en Sámago (“Qué descanso al apagar la luz / y despojarme de la ropa. / Cada noche ser yo misma / sin disfraces y sin nombre”; p. 24) o en el último de Orión responde: “Quiero haber vuelto. […] Volver / y vestir nuevas ropas / para desnudarme”; p. 139).

Perdida la experiencia original, el poema se convierte en un montón de palabras, en una celebración de los vestigios donde el poeta asume su responsabilidad de “contar una historia”:

 

Todo despojo tiene derecho a un pasado

y a contar una historia

No importa si no es una fiel

reconstitución de los hechos

 

Pero al final de una tormenta

que no deja cadáver ni maderos

¿quién dirá la rabia del mar?

¿quién citará el viento

y la batalla del mástil

contra el rayo? (p. 70).

 

Casi fiel al evento detrás del poema, el engarce entre los textos no es artificial, de modo que a cada página puede sorprenderse su progreso no lineal con la timidez inexacta y espontánea de la vida misma. “Un deliberado desorden / impera en este sitio”, confiesa la voz poética en Sámago (p. 25). La posibilidad de leer a saltos parece una estrategia prevista en el poema desde el principio (“Los puntos cardinales aún no toman su lugar”; p. 16) y hasta los Poemas del Grimorio, donde podemos ver a la hechicera leyendo un libro de encantamientos en el que:

 

No hay índice,

no tienen número las páginas,

y el corte de los bordes no es exacto.

 

Es un abril sin fondo

que reserva plicas y diatribas (p. 91).

 

Cientos de veces es un poemario de poemarios con una voz poética madura y personal, con un trasfondo vital que muta rápidamente en una poesía de la experiencia. Poesía instantánea de momentos climáticos a lo largo de historias que debieron ser más largas, pero ahora se presentan recortadas a su dimensión epifánica. Así, la vida en el poema se presenta como una serie de vestigios y de anécdotas transitorias cuya única virtud parece ser la de conservarse en esencia dentro del tubo de ensayo del poema. Ahí está la materia prima para un manojo de poemas que avanzan con independencia en distintas direcciones y forman, a partir de varias teselas independientes, una épica personal del desencanto con la que el lector no tarda en identificarse.

 

 

 

Datos vitales

Alejandro Higashi es profesor investigador de tiempo completo de la Universidad Autónoma Metropolitana – Iztapalapa. Doctor por El Colegio de México, ha publicado distintos trabajos sobre literatura mexicana en revistas especializadas como Nueva Revista de Filología Hispánica (El Colegio de México), Literatura Mexicana (Universidad Nacional Autónoma de México), Signos Lingüísticos y Literarios (Universidad Autónoma Metropolitana), Incipit (Seminario de Edición y Crítica Textual, Bs.As), Actual (Universidad de Mérida, Venezuela), La Palabra y el Hombre (Xalapa, Ver.) así como en libros colectivos. Fue becario del programa Becas para Jóvenes Creadores del Instituto Veracruzano de la Cultura por dos periodos consecutivas (1993-1994) y publicó en 1995 la plaquette Xalapa y en 2008 una versión infantil en octosílabos del Cantar de mio Cid. Es miembro del Seminario de Investigación en Poesía Mexicana Contemporánea desde 2012.

 

 

 

 

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