El cuento en español: Luis Felipe Lomelí

Presentamos, en el marco del dossier de cuento hispanoamericano, el relato “La sombra de los peces en la arena” del narrador mexicano Luis Felipe Lomelí (1975). En 2001 obtuvo el Premio Nacional de Cuento San Luis Potosí por su primer libro, Todos santos de California y el Premio Latinoamericano de Cuento Edmundo Valadés.  En 2011 compiló el tercer volumen de la antología de Sólo cuento de la UNAM. Este relato es Edición original en lengua española publicada por Tusquets Editores México, S.A. de C.V.

 

 

 

 

 

La sombra de los peces en la arena

 

Para Abril, Daniela y Federico

 

 

En unas horas me largo a Madrid, porque tengo que irme, porque de todas formas me tendría que ir a algún lugar. Estoy en una silla, con un café, frente a la palm y el teclado que me regaló Verónica y trato de imaginar la ciudad a través de las ventanas, porque desde el Wings del aeropuerto Benito Juárez no se ve ciudad alguna: nomás se siente.

Una mujer entra al vagón del metro con las dos manos vendadas, sabe que la miran pero ella no quiere ver a nadie.

La mesera me pregunta si voy a cenar algo y le digo que no. Quiero confiar en que Iberia cocina sabroso pero estoy casi seguro de que voy a equivocarme. De cualquier manera, si el menú es malo es mejor llegar con apetito: todo latinoamericano que viaja a Europa ha de comer en el avión si no quiere vérselas con los agentes antinarcóticos.  Eso me han dicho. Eso lo supe de cierto en Colombia y al arribar a los Estados Unidos. Así que mejor aguardo, escribo.

Una muchacha ayuda a un ciego a cruzar Av. Cuauhtémoc. El ciego la huele. Le gusta cómo huele la muchacha y quisiera tocarla, seguro, pero para qué chingar a una de las pocas personas que le muestran afecto.

En este café he pasado muchas horas, me he encontrado a mucha gente. Este café tiene aires de familia, de casa que me espera. Y sin embargo hoy estoy solo. Recuerdo una ocasión, cuando estaba en la preparatoria y fungía como agente de ventas de la empresa de mi madre, que pasé aquí toda la noche, hasta las seis de la mañana, y leí enteritos los doce cuentos peregrinos de García Márquez porque el avión estaba demorado y a cada hora nos decían que muy pronto sería el abordaje. Llegué a Guadalajara justo para mi examen de ética donde confundí a Sócrates con Aristóteles. Tardé veinte minutos en percatarme de mi error y, cuando lo hice, me mantuve férreo: quería reprobar con dignidad, perder la beca con dignidad, firme. Y eso me valió. Sólo porque usted sabe defenderse está aprobado, me dijo el profesor desde su título de Lovaina; manténgase así pero tampoco sea idiota, concluyó. Ahora, aquí sentado, no sé si parto con dignidad o por idiota. Mejor escribo.

Un grupo musical de ciegos toca canciones de Selena cerca del Café Tacuba. Ahí estuve una noche, algunas horas, después de caminar por las calles del centro con ganas de que algún hermano me encajara una navaja. Luego me fui a dormir en un motel frente a la Cámara de Diputados y pensé en Araceli, en que tal vez la mejor forma de salir de su vida sería muerto. Por la mañana le hablé y le dije que la amaba. Ella me respondió lo mismo y que en un par de semanas vendría a visitarme.

La mesera insiste en que he de cenar algo. Me rehuso y ella se va sin sonreír, sin preguntarme si quiero más café. En esta misma mesa estuve con Araceli cuando vino a verme, también con Verónica y antes con Andrea. Pero más que nada he estado solo, como cuando leí los cuentos, como ahora. Andrea me reclamó un día la razón de llevarla a los mismos sitios donde había estado yo con otra mujer; no sé qué le respondí, tal vez le hablé de algún tipo de exorcismo o algo por el estilo. Pero eso no es cierto: los lugares, la geografía, son como el pupitre que uno elige –o que lo elige a uno—el primer día de clases y luego no puede apartarse, o como la ruta entre las calles que uno toma en automático cuando va pensando en otra cosa. Por eso vuelvo a la misma mesa, a ésta, aquí donde no estaba Araceli cuando volví de Colombia.

Un payaso fuma sentado en una jardinera. Atrás de él están los rosales cubiertos de hollín y, al frente, un par de perros copulan mientras un joven los filma con su handycam. Contra la pared del mercado Juárez duerme un chamaco y más allá un hombre y después está el grupo de niñas que juega a brincar el “bebeleche”, “el avioncito”; más tarde jugarán a los “quemados” o a “la trais” entre el olor a orines y los gritos de los vendedores de artículos para autos. Una noche en esa calle, cerca de las once y media, encontré caminando a una nena de dos años de edad, más o menos. Ya no había gente ni puestos: iba sola, con su andar de pingüinito, bamboleante. Le pregunté por su mamá y me miró con la cara que ponemos todos cuando alguien nos hace una pregunta estúpida. Siguió caminando. Dio vuelta en la esquina.

Ahora la mesera me ofrece un pastel y a mí me dan ganas de preguntarle si le pagan por comisión o cuál es el brete. Desisto: nomás le pido más café y ella va y vuelve para traerme una jarrita térmica de la que en delante me habré de servir yo solo. Se me ocurre que las relaciones entre los clientes y las meseras son similares a las relaciones amorosas: ella y yo somos una pareja mal avenida, de las que sólo se soportan porque ninguno de los dos tiene el valor para arriesgarse a un cambio.  ¿Me ha pasado eso?: creo que no, mi cobardía no ha llegado a tal punto.

Estoy sentado en un vagón del metro. Voy a una de mis últimas clases en el CINVESTAV, a donde vine a hacer una estancia de investigación que ya quiero que se acabe para poder regresar a La Paz con Araceli. Escucho que un hombre dice que va a tocar una melodía porque no tiene trabajo, que espera podamos darle una moneda. Suenan las primeras notas de “Carros de Fuego”. Me gusta la canción y recuerdo una imagen de la película: la playa, los jóvenes corriendo. Entonces vuelvo el rostro para mirar quién está tocando y descubro que el hombre está ciego, que lo guía una mujer con una muleta. Me bajo en la siguiente estación. Corro. En las escaleras hay hombres y mujeres mutilados, sin piernas, sin brazos. Afuera hay un cartel enorme que anuncia prótesis. Sigo corriendo. Llego a un café y le marco a Araceli. Ni siquiera puedo contarle lo que he visto porque me dice que acaba de llamar Andrea, que se oía muy alterada. Me da el número telefónico y marco. Andrea contesta. Murió su padre, hace media hora.

El Wings del aeropuerto siempre tiene gente, y se nota quiénes viajan poco: están contentos. Pertenecen al mismo tipo de personas que creen que vivir en un hotel es una experiencia agradable. Andrea lo creía así, Andrea por quien lloré cuando murió su padre y Araceli supo entender por qué lloraba, por qué la seguía amando aunque la amara también a ella. Verónica, a ratos, también comprendió por qué las seguía amando, por qué podía tener buenos recuerdos de Andrea a pesar de que quiso matarme, a pesar de que ya no quisiera volver a verla nunca.

El Paseo de la Reforma está cubierto de lluvia. Salgo del cine con Abril, Daniela y Federico. Queremos irnos pero tenemos gripa y yo les digo que entremos al Lenny’s a esperar a que mengue la lluvia. Quiero largarme. Cuando ellos cruzan el umbral del café, yo aviso que en un momento los alcanzo. Y me voy. Camino bajo la lluvia. Lloro como un imbécil, como si todo el pasado me cayera de golpe; como si el Paseo de la Reforma fuera la misma calle de Manhattan donde llovía y yo escuchaba una canción del Buki, solo, porque no hubo dinero para que Araceli pudiera acompañarme; como si fuera la misma calle de Manhattan donde no llovía y Andrea, años más tarde, me cantaba la misma canción del Buki y yo tenía que fingir que no guardaba ningún recuerdo. Lloro de pie en una esquina, cual tarado, frente a una camioneta de granaderos: igual lloré en el metro, frente a los policías y la gente, por Verónica.

Falta menos para tomar el avión que me llevará a España. Aquí sigo. Trato de pensar que no soy tan hispanófobo como pregono. Trato de pensar que me voy y que es bueno, que de todas formas tenía que irme. Recuerdo el momento preciso, llorando de pie en Paseo de la Reforma, en que decidí volver al Lenny’s con Abril, Daniela y Federico. Parecíamos una escena de teatro del absurdo: todos con los ojos como esferas a punto de estrellarse. Cada quien con su pena, con su orfandad a cuestas: la misa, los juzgados, la hermana. Cuando me despedí de ella me sentí como si tuviera siete años y volviera a la casa de mi abuela, dijo Federico. Toda la ciudad me trae recuerdos de mi madre, dijo Daniela. Abril se despidió porque al día siguiente era la misa por su mamá, por un año de ausencia, y tenía que tomar el autobús a Guadalajara por la mañana. Le dije a Abril que la quería. Luego se los dije también a Daniela y a Federico, o creo que se los dije: que los iba a extrañar.

El agua es clara, transparente, y la sombra de los peces titila sobre la arena. A veces creo que me miran y se preguntan qué hago en este lugar. Araceli está sentada en la playa, dijo que no tenía ganas de nadar y yo no entiendo entonces por qué carajos vino, por qué carajos comparto la renta de una casa con ella si nos caemos tan mal. Ninguno de los dos tenemos manera de saber qué será de nosotros, si alguien nos lo dijera: no creeríamos que habrá una noche llena de estrellas y un desierto inmenso para vernos desnudos; mucho menos que yo lloraría tanto al abandonarla después de mi viaje a Colombia.

La jarrita del café está a la mitad y la mesera no ha vuelto a dirigirme la palabra. Escribo en la palm que me regaló Verónica, ella habría venido a España conmigo. Recuerdo el momento exacto en que decidí volver al Lenny’s. Estaba llorando de pie, bajo la lluvia en Paseo de la Reforma. Miraba la sombra de los peces: la mañana que volví a La Paz con Verónica y me di cuenta de que ahí ya no podría estar mi casa. Lloraba en Paseo de la Reforma y tuve la certeza de que estaba harto de partir, de siempre ser recuerdo, de dejar atrás a las personas que amo.

Por primera vez en mi vida estuve seguro de que yo mismo podía matarme, de que era capaz de hacerlo esa noche y quería hacerlo. Aunque era incapaz de encontrar un motivo.

Le pido la cuenta a la mesera porque ya va siendo hora. Me la trae muy sonriente: hasta una carita feliz dibujó en la parte posterior de la nota. Me da las buenas noches y me desea un buen viaje.

Gracias.

Cuando volví al Lenny’s, después de despedir a Abril y mientras Daniela estaba en el baño, le dije a Federico que sentía como si me hubiera quitado un peso de la espalda para echarme otro.

–Yo me siento igual—me respondió.—Quiero creer que voy a aprender algo de lo que me pasa pero no sé qué es.

Camino rumbo a la sala de espera internacional. Sé que volví al Lenny’s por Abril, por Daniela y por Federico, pero aún no sé por qué. También quiero creer que voy a aprender algo de esto, que un día ya no tendré que abandonar a las mujeres que amo.

Camino. Dejó de pensar en la ciudad, en mi pasado, en la sombra de los peces.

 

 

 

 

 

*

«La sombra de los peces en la arena» es un relato incluido en el libro Ella sigue de viaje, de Luis Felipe Lomelí publicado por Tusquets en 2005.

© Tusquets Editores México, S. A. de C. V.

 

 

 

 

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