Las ciudades en la poesía

Presentamos un ensayo del poeta y narrador colombiano William Ospina (Padua, Tolima, 1954). Además es autor de una trilogía narrativa que incluye las novelas Ursua, La piel de la canela y La serpiente sin ojos. Ganó el Premio Internacional de Novela “Rómulo Gallegos”. Entre sus libros de poemas se destacan Hilo de arena, La luna del dragón, El país del viento y ¿Con quien habla Virginia caminando hacia el agua?

 

 

 

 

LAS CIUDADES EN LA POESÍA

 

 

Oímos decir a menudo que, dado que la civilización se ha pasado a vivir a las ciudades, ya es hora de que la poesía se haga urbana. Muchos críticos rastrean las obras de los poetas contemporáneos tratando de asistir al momento en que la ciudad se apodere de sus versos y les incorpore no sólo los paisajes urbanos sino los juguetes de la industria y de la tecnología.

Quienes abogan porque la poesía se vuelva urbana olvidan que la poesía comenzó siéndolo. El poema más antiguo y más vivo de la tradición que solemos llamar occidental, la Ilíada, no sólo es un poema urbano sino el canto a la destrucción de una ciudad. Es decir, empezamos cantándole, ni siquiera al nacimiento de las ciudades, sino a su aniquilación y su ruina.

Las ciudades son tan antiguas como la civilización. Lo que llamaban los griegos la Polis no era un conjunto de edificaciones, con calles, ágoras, templos, bibliotecas, escuelas, plazas, jardines, comercios y lupanares, sino el orden social del que florecían esas cosas. La Polis hace posible el mundo urbano, pero es sobre todo el orden mental, el sistema de relaciones que teje una cultura, y su hilo principal es el lenguaje.

Llena de ciudades estuvo siempre la poesía. De la Troya de la Ilíada, de las urbes de los griegos en el Peloponeso y en las islas, de Creta, ciudad de reyes y de laberintos. La Biblia abunda en poemas urbanos, en torno a los templos de Jerusalén, a las murallas de Jericó, a los palacios de Egipto, donde vivió su destierro José el muy bello. Los patriarcas habían venido de Ur de los Caldeos, que por primera vez tuvo observatorios para vigilar y bautizar a las estrellas. El salmo 137 de David comienza en Babilonia, donde los hebreos capturados en masa recuerdan con lágrimas la destrucción de su ciudad, le piden a su Dios que la lengua se les pegue al paladar si olvidan a Jerusalén, y afilan las uñas del resentimiento prometiéndose estrellar en el futuro contra las rocas a los pequeños hijos de Babel.

En el vértigo de los milenios es fácil sentir que uno de los primeros sueños humanos fue la ciudad, y que ya la antigüedad tendía a especializarla. Atenas del conocimiento, Tiros y Nínives del comercio, Babilonias y Persépolis del lujo, Florencias del arte, Romas del poder, Sodomas de la voluptuosidad. Los poetas, por su parte, se han movido entre la celebración o la deploración de sus ciudades reales, y la invención de ciudades fantásticas. Y aún cuando los poemas no describan a una ciudad evidente, la ciudad está tácita en sus versos.

Influidos por el romanticismo, pensamos a veces en poetas aislados, viviendo solitarios lejos del mundo, pero la poesía supone diálogos incesantes, debates literarios y filosóficos, escuelas retóricas, academias, certámenes de erudicción, cruces de lenguas y de mitologías. Cuando el poeta Rubén Darío pasó en 1892 por Cartagena de Indias y entró a visitar a Rafael Núñez, parece que éste le preguntó cuál era su rumbo. “Vuelvo a Nicaragua”, le contestó. “Pero no, dijo Núñez, usted necesita estar en alguna de las grandes capitales de la cultura, donde haya interlocutores y debates”. Allí mismo le propuso que fuera cónsul de Colombia en Buenos Aires, entonces una de las dos grandes capitales de la lengua castellana. La historia demostró que Núñez tenía razón. En Buenos Aires, Rubén Darío se convirtió en la voz de una generación que en el continente entero estaba renovando la lengua, y pudo llevar ese mensaje y ese magisterio hasta la España fatigada del fin de siglo, que languidecía, viuda de poder, añorando el imperio que había perdido y olvidando que había sembrado una lengua vigorosa en un mundo nuevo. La América Latina le envió con Rubén Darío a España ese bálsamo, la certeza de que la lengua seguía viva y llena de espíritu creador en dieciocho naciones de ultramar. Fue gracias a ese polen que Madrid volvió a convertirse en una de las capitales de la lengua castellana.

Un español de aquella época nos dejó una célebre traducción del hermoso poema novelado “Los amores de Dafnis y Cloe”, que empieza hablando de Mitilene, la ciudad en la isla de Lesbos, cruzada por canales y frecuentada por navíos, desde la cual Longo evoca sus escenas pastoriles: “Tocaba ya a su fin la primavera y empezaba el estío. Todo era vigor en la tierra. Los árboles tenían fruta los sembrados, espigas. Grato el cantar de las cigarras, deleitoso el balar de los corderos, dulce el ambiente perfumado por la fruta en sazón. Parecía que los ríos; cantaban al correr mansamente; que los vientos daban música como de flautas al suspirar entre los pinos; que las manzanas caían enamoradas al suelo…”.

Muerta Grecia, Roma llenó de poesía a Occidente. Fueron tales allí el abigarramiento y la muchedumbre de la vida urbana que, según Victor Hugo, la ciudad se confundía con el Universo. Oscuros aventureros -dice- se encontraban el trono en su camino, entraban, le daban una dentellada al género humano y después se iban. Ese desorden movió al poeta de la Leyenda de los siglos a decir que Roma era la puerca que se revolcaba en los estercoleros, e hizo que los poetas empezaran su cíclica añoranza de las sencillas armonías de la vida silvestre.

Hay una intemporal poesía de la Arcadia, la nostalgia de paraísos campestres o salvajes, donde sólo hay bosques y fuentes, cantar de pájaros y correr de vientos, pero lo más probable es que esos jardines de la nostalgia o de la ilusión hayan sido soñados y anhelados por hombres que vivían en ciudades. Las Bucólicas de Virgilio, entonadas con flauta campesina, “obra grata a la gente labradora”, como leemos en la traducción de Miguel Antonio Caro, fueron escritas por un varón de esa laberíntica Roma Imperial que ya se preparaba para cantar a la Cartago de Dido, esa ciudad de origen Tirio que se había alzado allá, lejos, frente a la ribera donde el Tíber se derrama en el mar. De ese mismo entorno brotaron las Sátiras de Marcial y los yambos de Cátulo, y los poemas de amor de este poeta a Lesbia, la cruel, que no era otra que la libertina Clodia Pulcher, a la que el poeta le labró un nicho divino en sus versos pero en realidad murió degollada a las orillas del Tiber por alguno de esos gladiadores borrachos con los que se trenzaba en las tabernas.

Pero Roma fue tan dilatada que su agonía duró siglos, y por esa dispersa ciudad moribunda discurrieron después los asuntos refinados y decadentes del Satiricón de Petronio. Chesterton, quien hizo todo lo posible por hermosear al cristianismo, decía que esa religión vino a limpiar de pecado los bosques, que estaban como envilecidos por el olor de las guirnaldas de Príapo, y que el universo cristiano tuvo que lavar el agua y cauterizar el fuego, porque el paganismo había profanado los elementos, cargándolos, supongo, de sensualidad. Pero eran hermosos y vanos intentos por salvar lo insalvable: el agua bendita de los templos medievales era portadora de pestes como toda agua estancada, y el fuego de las piras de la inquisición no fue precisamente un homenaje a la inocencia de los elementos.

Hombre de ciudad, Dante Alighieri, nos hace sentir al comienzo de su Comedia, buena prueba de que la humanidad acababa de atravesar siglos aciagos, que la imagen más acabada de lo espantoso es “una selva oscura”. !Ahi quanto a dir qual era è cosa duraesta selva selvaggia e aspra e forteche nel pensier rinova la paura! (Ay, qué duro es decir cómo era aquella selva salvaje y áspera y fuerte que renueva el pavor en el pensamiento).
La Edad Media había sido consecuencia de la caída de Roma. La gran ciudad que centró a Europa se había derrumbado, las aldeas se hundieron en un sueño de siglos, los caminos se hicieron intransitables, los bosques volvieron a ser tierra de duendes y espantos. Todo vuelve, y a veces la poesía de la ciencia ficción nos hace sentir que eso que ya ocurrió puede volver a ocurrir, que esta edad nuestra de cosmópolis podría colapsar, y que otra vez la humanidad podría verse refugiada en los campos, en aldeas fanatizadas contra los forasteros o contra la tecnología. Bastaría una sola peste de las que ahora se ciernen sobre la humanidad para reducir a tierra de nadie estas megalópolis de más de diez millones de habitantes que hoy asfixian y fascinan al mundo. Y como sólo lo inesperado ocurre, Umberto Eco ha dicho que estamos a las puertas de una nueva Edad Media.

Por mucho tiempo la naturaleza infundió temor a los hombres de Occidente. Razón de ese divorcio fue sin duda el Cristianismo que desterró a los dioses paganos que eran los fenómenos naturales, el renacer de los campos en Artemisa, la luz, la armonía y la música en Apolo, el amor en Afrodita, el odio en Ares, el mar en Poseidón. Pero al final de la Edad Media la cultura empezó a mirar la naturaleza de nuevo con ojos amorosos. Dante, el hombre de Florencia, tuvo la virtud de abrir otra vez las puertas que llevaban a la naturaleza, fue capaz de mirar con amor a esas estrellas convertidas durante siglos en instrumentos de venganza, en símbolos de la justicia divina. Para los hombres de la Edad Media, como para los del antiguo testamento, Dios se confundía con la Justicia y con la Venganza, pero a pesar de Cristo, no con el Amor. Sólo Francisco de Asís, y después Dante, volvieron a creer en la fraternidad con el mundo. Y yo pienso a veces que la Edad Media, tan llena de miedo natural y de pavor sobrenatural, terminó el día en que Dante, viendo alzarse el planeta Venus sobre las terrazas del purgatorio, escribió estos versos:

 

Lo bel pianeto che d’amar conforta
faceva tutto rider l’oriente

(Ese bello planeta que nos consuela
con amores
Iba haciendo reír todo el oriente).

Y cuando, un poco más adelante, dijo, hablando de las estrellas:

Goder pareva ’l ciel di lor fiammelle
(El cielo parecía gozar de sus llamitas).

 

Pero él había padecido tanto las opresiones y los vicios de la ciudad, de su ciudad de Florencia, a la que tanto amaba y temía, pero también de sus ciudades del exilio, de Paris, donde todavía una estatua en la Sorbona nos recuerda que ese hombre casi mitológico vivió y enseñó allí, que la ciudad más memorable de la Commedia es precisamente una ciudad infernal, la ciudad de Dite, cuyas puertas los demonios han cerrado al paso de ese cuerpo y esas dos almas que son Dante y Virgilio, hasta el punto de que un ángel tiene que descender del cielo y avanzar por la ciénaga llena de réprobos, que saltan a su paso como ranas ante el avance de la serpiente enemiga, para abrirles las puertas de la ciudad, sin dignarse siquiera mirarlos.
Bien rodeados por el mundo madrileño de los Austria están Boscán y Garcilaso, que se deleitan en evocar un mundo de:

 

Corrientes aguas, puras, cristalinas,
árboles que os estáis mirando en
ellas, fresco prado de verdes
sombras lleno

 

Y Francisco de Quevedo, a quien más que celebrar las sucias y turbias ciudades del siglo XVI le deleita describir las ruinas de las ciudades viejas, y Góngora, constructor de mecanismos verbales, y Lope, quien se complace en tejer variaciones sobre la lejana caída de Troya, como este soneto lleno de destrezas, en el que el cielo es enemigo de los seres humanos, la guerra es femenina, los templos ya nada protegen, la luz del incendio es un espanto amarillo, un río corre en sangre, y las altas fortalezas de los hombres se están desplomando:

 

Árdese Troya y sube el humo oscuro
Al enemigo cielo, y entre tanto,
Alegre Juno mira el fuego y llanto,
Venganza de mujer, castigo duro.
El vulgo, aún en los templos mal seguro,
Huye cubierto de amarillo espanto,
Corre cuajado en sangre el tinto Xanto,
Y viene a tierra el levantado muro.
Crece el incendio propio el fuego extraño,
Las empinadas máquinas cayendo
De que se ven ruinas y pedazos.
Y la causa eficaz de tanto daño,
Mientras vencido Paris muere ardiendo,
Del griego vencedor duerme en los brazos.

 

También los antros y las fuentes y las rocas altivas que van cayendo abajo con resbaloso paso en versos de Ronsard son fruto del amor por la naturaleza de un hombre de ciudad. Pero tal vez pocos poemas saben mostrar tan bien el contraste entre la fragilidad de las obras humanas y la eternidad de la obra de Dios, que es el otro nombre de la naturaleza, como ese soneto “A Roma” de Joachim du Bellay que nuestro gran traductor Andrés Holguín vertió así:

 

A Roma en Roma buscas, oh
extranjero,
Mas ya nada de Roma en Roma existe,
Los viejos muros que entre escombros viste
Es lo que llama Roma el mundo entero.
Cuánto orgullo entre ruinas prisionero,
Tú, que al mundo tus leyes impusiste,
Para vencerlo todo, te venciste,
Y el tiempo te consume en su brasero.
Túmulo es Roma, a Roma misma alzado,
A Roma sólo Roma ha sojuzgado,
Y oh vaivén mundanal, sólo subsiste
De Roma, el Tíber que a lo lejos huye,
El tiempo lo que es firme lo destruye,
Y sólo lo que huye le resiste.

 

También a Shakespeare lo atrae la idea más tentadora para los poetas, la idea de la demolición de las ciudades. Pero extrae de ella nuevas consecuencias. En su soneto 64 declara:

 

Las ruinas me enseñaron a pensar,

 

y con ello nos indica que la caída de las ciudades no es para él más que una metáfora del poder corrosivo del tiempo, que también nos gasta a nosotros. Londres es sin duda la causa eficiente de la inagotable galería de personajes que llenan sus obras, y Shakespeare parece hecho para comprobar el elogio de su ciudad que hizo un siglo después su reivindicador el Doctor Samuel Johnson: “Amigo mío, si alguien está cansado de Londres es porque está cansado de la vida, pues Londres tiene todo lo que la vida puede ofrecer”. Esa frase está grabada en el pedestal del monumento al gato de Johnson, Hodges, en una plazuela de la ciudad, y hasta esa escultura en tamaño natural de un gatito presidiendo una plaza parece hecha para demostrar que en Londres es posible encontrarlo todo. En ese Londres, Shakespeare inventó la ajedrezada Verona de Romeo y Julieta, una ciudad tejida de discordias donde sólo el amor está prohibido; y la fronteriza Venecia de Otelo, donde el amor entre razas y edades distintas termina siendo sacrificado por la envidia; y la conspiradora Roma de Julio César, donde todos los caminos del gobernante están limitados por las filosas dagas de sus amigos; y la hipócrita Atenas de Timón, donde el hombre que disipa su fortuna sólo encontrará ayuda al final en el único hombre que no quiso aceptar sus regalos. En esas ciudades fantásticas de Shakespeare floreció el héroe moderno, Hamlet, el vengador paralizado por la duda, que parece convertir la afirmación de Zenón de Elea de que es imposible ir de un lugar a otro (porque primero hay que recorrer la mitad de ese espacio, y después la mitad de la mitad y así hasta el infinito) en la insinuación de que es imposible clavar un puñal en un pecho, porque antes hay que atravesar el espacio de la vacilación, y después el espacio del arrepentimiento, y después el cálculo de los efectos, y después el abismo que hay entre el pensamiento y la acción. La ciudad de Hamlet sería un laberinto de antesalas y escaleras y puertas y galerías, demoradas por la argumentación, donde todo pensamiento se bifurca, donde a cada idea de venganza le brotan cabezas de hidra que posponen el desenlace. Es curioso que cuando sus amigos le reprochan a Hamlet que tal vez se siente asfixiado porque el reino de Dinamarca le parece demasiado pequeño para su orgullo, ese dilatador del espacio les responda: “Yo podría estar encerrado en la cáscara de una nuez, y sentirme sin embargo rey del espacio infinito”.

 

 

 

 

 

Datos vitales

William Ospina. Poeta, ensayista y traductor colombiano, nació en Padua (Tolima) el 2 de marzo de 1954. Estudió Derecho y Ciencias Políticas en la Universidad Santiago de Cali y trabajó como publicista y periodista entre 1975 y 1990. Ha dictado conferencias y realizado lecturas de su obra en distintas capitales del mundo, y publicado varios libros de ensayo, entre los que se destacan Es tarde para el hombre (1992), Un álgebra embrujada (1996), ¿Dónde está la Franja Amarilla? (1997), Los nuevos centros de la esfera (Aguilar, 2001), La decadencia de los dragones (Alfaguara, 2002) y La herida en la piel de la diosa (Aguilar, 2003). Además es autor de una trilogía narrativa que incluye las novelas Ursua, La piel de la canela y La serpiente sin ojos. Ganó el Premio Internacional de Novela “Rómulo Gallegos”. Entre sus libros de poemas se destacan Hilo de arena, La luna del dragón, El país del viento y ¿Con quien habla Virginia caminando hacia el agua?.

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