El perra de la mundo. No ser más que Gelman

Luis Flores Romero (Ciudad de México, 1987), desde la joven poesía mexicana, piensa la trascendencia de Juan Gelman a la luz de dos conceptos fundamentales en su vida y en su obra: la valentía y el amor. Flores Romero fue becario de la Fundación para las Letras Mexicanas en el área de poesía.  Es autor de Gris urbano (UACM, 2013).

 

 

 

 

No ser más que Gelman

 

 

Ahora que Juan Gelman se ha marchado del “perra de la mundo”, muchos de sus lectores tal vez experimenten un raro exilio que en realidad no existe si permanecemos en su poesía. Desde una patria verbal, Juan Gelman vivió su exilio. Acentuados todos los riesgos de su vida –por diversas y horribles circunstancias– el poeta argentino asumió su trabajo poético también como un riesgo. No era el escritor que iba de sus problemas a sus papeles para esquivar con versos las mordeduras cotidianas. Gelman fue, ante todo, un hombre que aprendió a librar batallas tanto en la vida como en el lenguaje. Fue desde la poesía y por la poesía donde Juan construyó su sitio. Un sitio espacioso y polifónico en el que vive el poema narrado e inimaginable, el poema en sefardí, el poema tejido por preguntas, o los versos desenfadados con que hacía cantar a alguno de sus heterónimos.

Estar lejos de su patria fue motivo para acercarse a la fascinación amorosa. Juan Gelman supo decir el amor como ningún otro poeta de su tiempo. Quien lea Comentarios (1978-1979) y Citas (1979) descubrirá un sabor cifrado en un idioma que libera y, a su vez, se libera de las convenciones. La lectura de estas obras sugiere que el poeta experimentó ese indecible impulso con el que escribía Santa Teresa o San Juan de la Cruz. Si ambos libros se leen en voz alta y sin interrupción (como si fueran un solo y largo poema), el gusto se acrecienta. Es una lengua otra, un hablar niñando, palabras que se emparentan por su entidad fónica pero también por un secreto que sucede “en un punto muy interior del alma”. Esos versos ya no refieren o cuestionan el entorno, sino que constituyen una entidad propia; de ahí que puedan estar formulados desde el vértigo de la interrogación, o los géneros gramaticales se confundan, o los acentos se desplacen, o los sustantivos se verbalicen. En conjunto, se trata de un gran poema de amor, pero de un amor sin adjetivos; es decir, algo que nos acerca al enigma. Aunque están dedicados a su patria, caben en todos los contextos y todas las manifestaciones del amor.

 

Cita XLII (Santa Teresa)

 

¿tanto dolor que no se entiende es como

tanto amor sin entender?/ ¿o sin término?/

cifras que sólo están en vos/ dolor/

amor?/ ¿por qué tiemblo de estas preguntas/

 

como ajeno a mi propio padecer?/

habrá bondad de vos ahora como

estancia donde solo estoy con vos?/

¿aunque me ladre el perra de la mundo

 

porque perdí toda mi oscuridad/

primer amor de vos?/ hermanamé/

desatame/ desencadename/ háceme

palito en tu madera/ sea saliva

 

en tu boca/ sol mío/ pueda ver/

entender tu admirable compañía/

ayúdame a juntar todas mis almas/

no me dejés de vos/ país/ paisame

           

Hay noticia de este “perra” en todo lo que Juan nos ha dejado. Es en su enjambre léxico donde felizmente se comprueba que el idioma no sólo respira en oficinas burocráticas, informes gubernamentales, reportes académicos, trámites obligatorios. No, el idioma también se deposita en el imaginario inmenso de un hombre cuya sensibilidad lo hizo cantar en “pajarito / que sólo anida en su volar”. Un hombre que supo amorar, mundar, gelmanear. Quién sabe qué sería de este “mundo o dolor” sin las palabras que inventó Gelman; qué sería (será) de nosotros sin el tío Juan. A dónde iremos ahora que él se ha ido al gran cielo de la poesía.

Iremos a su poesía de donde nadie ha salido. Nadie podrá decir que la ausencia física de Juan nos deja exiliados de Juan. Muchos lo considerábamos el poeta vivo más importante de la lengua española. Acaso porque el atrevimiento fue su vocación. Su poética siempre tuvo la meta de bordear lo desconocido, ir en contra de la escritura distensiva. Y, para eso, se necesita valor. Valor para afrontar la muerte de un hijo y no callar, sino escribir uno de los más brillantes poemarios, Carta abierta, cuya fuerza es tanta que sólo el silencio puede continuarlo. Se necesita valor para vivir décadas de exilio y no desamar, no preocuparse “por esta finitud”, no sacudirse “por triste condición furiosa”; pero tampoco olvidar “los dolores ajenos,/ las lágrimas, los pañuelos saludadores”; saber que “los obispos no obispan, los funcionarios no funcionan”. Valor para “andar con las rodillas desnudas/ por un campo de vidrios rotos/ andar con el alma desnuda/ por un campo de compañeros rotos” y, aun así, decirle al mundo: “Gracias, mundo, por no ser más que mundo/ y ninguna otra cosa”. Gracias, Gelman.

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