Presentamos un iluminador texto de Edson Faúndez V. publicado en una de las revistas paradigmáticas del continente consagradas a la poesía y a su estudio, y dirigida desde hace más treinta años por el poeta chileno Omar Lara: la revista Trilce en su número 36 que fue dedicado a los 40 años del golpe en Chile. Se trata de un recorrido por las poéticas de Omar Lara y Floridor Pérez pertenecientes a la generación de los 60 en las que la muerte es un tema crucial y recurrente
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Memoria acongojada de la muerte: Omar Lara y Floridor Pérez[1]
Edson Faúndez V.
Los acontecimientos de la muerte de los otros y de la inminencia de la muerte propia son sin duda cruciales en las escrituras de los poetas de la generación del 60. El examen de los nombres y figuraciones de la muerte, de las escenas del encuentro del poeta y la muerte, del poeta y del moribundo, aún no realizado con el rigor suficiente por la crítica especializada, permite visualizar los efectos lingüísticos, políticos y éticos en las poéticas de quienes integran dicha generación. Me centro, por ahora, en el análisis de los sentidos de la memoria acongojada de la muerte en las escrituras de Omar Lara y Floridor Pérez.
1. Los comentadores de la poesía de Omar Lara han sugerido que la memoria puede pensarse como una vía para la producción de bloques de infancia mediante los que el poeta actualiza las imágenes y las sensaciones usurpadas por el olvido. “Carta a la Oltenia” de La nueva frontera es uno de los poemas que ejemplifica notoriamente esta lectura: “Cada cual lleva la tierra de su niñez en la solapa del abrigo / la mira dulcemente y algo de ese polvillo / Se le clava en los ojos / Y llora / Llora otra vez dulcemente noctámbulo / Y baila en la playa donde nunca bailó / Pero donde soñó e instaló los dominios de su sueño” (2009: 106). El análisis de los múltiples encuentros de los significantes memoria y muerte, sin embargo, permite producir otros sentidos de la escritura del poeta de Imperial. “La tierra prometida” de Los buenos días, el bello poema dedicado a la abuela Carmen, y “Muerte de Miguel” de Voces de Portocaliu, poema en el que pervive la huella del fantasma del tío Miguel, muestran cómo la escritura de Lara suprime las fronteras “entre los vivos y los muertos” (Concha, 2011: 213) y crea las condiciones necesarias para la emergencia de la memoria acongojada de la muerte[2]. La textualización de los nombres de los difuntos, en la dedicatoria y el título respectivamente, constituye una verdadera invocación a los muertos. Nombrar a los muertos implica dirigir un llamado a quienes sólo pueden responder en el espacio que abre la memoria de la muerte, territorio cargado de intensidades y afectos donde es posible un diálogo simbólico con los difuntos, verdadera alteridad radical condenada por nuestras sociedades postindustriales “cada vez más lejos del grupo de los vivos” (Baudrillard, 1992: 145). La poesía de Lara reconoce a los muertos por ello como “diferentes pero vivos y compañeros de los vivos en múltiples intercambios (Baudrillard, 1992: 145), estableciendo así una distancia esencial con las fuerzas que han exorcizado todo vínculo con los muertos.
La memoria acongojada de la muerte no se circunscribe en la poesía lariana únicamente al panteón familiar. “La tarde antes de su muerte” de Oh buenas maneras expresa cómo la memoria acongojada de la muerte se convierte en un territorio propicio para dar hospitalidad a quienes sufrieron la violencia del hombre por el hombre en el contexto de la dictadura militar chilena: “La tarde antes de su muerte / cantaron La joven guardia, La Internacional, La morena, / se despidieron así de nosotros. / Desde la caseta de incomunicados / cantaron vibrantes y temblorosos / esos versos que atesoro con fervor. / Y no serán estas líneas / las que hagan perdurar la memoria / de Fernando Krauss, René Barrientos / y tantos otros / cuyos nombres desconozco. / Pero quedan aquí / no importa que esta página / se disuelva en el viento. / No será este papel el que encienda sus voces” (2009: 242). El poema convoca a Fernando Krauss y René Barrientos, pero también a sus compañeros en esa hora aciaga; instala así el problema de la presencia/ausencia de la inscripción del nombre en la sepultura, desplegando una protesta contra quienes creyeron posible igualar la muerte con la nada. Los poderes de los emisarios de la nada, en efecto, son erosionados en el poema mediante la perfecta utilización del adjetivo posesivo “su(s)”. La muerte de estos hombres es “su” propia muerte intransferible; no es posible, por consiguiente, la mediación de otros hombres (de ahí su exclusión del espacio textual), encargados de dar la muerte, ya que “nadie puede ni darme (la) muerte ni quitármela. Incluso si se me da (la) muerte en el sentido en que esto implicaría matarme, esta muerte habrá sido siempre la mía y no la habré recibido de nadie, en cuanto que ella es irreductiblemente la mía” (Derrida, 2000: 49). No puede desplegarse de otro modo la crítica de la memoria de la muerte, que pareciera insinuar, en contraposición al discurso de los que creyeron idear crímenes perfectos, que los muertos (insepultos) que murieron su propia muerte resisten aún la disolución y el olvido[3]. Lo mismo es posible decir de “sus voces”, las que se pronuncian, al parecer, para lidiar con el supremo momento de la muerte y conjurar la compañía del otro desconocido, quien los acogerá en las moradas de la memoria, en un tiempo que está por venir. El canto de los condenados a morir cifra, pues, la resistencia estética contra los emisarios de la nada. Su lucha contra las potencias hostiles a la vida deviene ejemplar, lo que el poeta emocionado advierte y transfigura en una respuesta similar: su propio canto es un gesto de resistencia y de unidad con aquéllos que murieron con tanta vida todavía. La experiencia de la muerte de los otros anima al poeta y lo enfrenta con su propia condición de sujeto incomunicado y muriente, que, sin embargo, resiste la muerte e intensifica la vida. “La tarde antes de su muerte” contiene por ello una querella y una promesa, que si bien se relaciona con el pasado está orientada hacia el porvenir, hacia ese otro tiempo que está por venir, donde se encenderán las voces de los muertos y la guadaña de los hombres no cercenará las gargantas de los soñadores temblorosos.
La esencia del lenguaje, como advierte Emmanuel Levinas en Totalidad e infinito (2003), es piedad, responsabilidad y amistad. La alianza con los muertos amados y con los anónimos muertos se establece en el espacio hospitalario del poema. El acontecimiento de la muerte de los otros y la certidumbre de la muerte propia sin duda son fundamentales en el surgimiento de la escritura de la hospitalidad, la que, como lo he expresado en otros momentos, encuentra en la amistad su signo distintivo. Hospitalidad y amistad son dos rasgos claves de la sobria poesía de Lara. Los muertos que habitan los territorios de Portocaliu, que se dibujan desde Argumento del día hasta Anidales, devienen así en amigos. Los “infinitos cadáveres minúsculos ya olvidados / osamentas de todos los continentes” (2009: 59) integran el pueblo marginal que reside en la patria de Portocaliu. En ese pueblo de la amistad, la ternura, la fragilidad también se encuentran la abuela Carmen, el tío Miguel, Jorge Teillier, César Vallejo, George Bacovia, “la gacela Gabriela / y Eugen y Geo y Gellu / y Cezar y Vasili y Maritza”, Soyda, René Barrientos, Luis Appel, Angélica Delard, Fernando Krauss, René Barrientos, José Gregorio Lien, Alejandro Mellado, Sergio Pardo, Héctor Darío Valenzuela, Hugo Vásquez, Gilberto Triviños, Tagore Biram, Violeta Parra, Sola Sierra, Luis Oyarzún. La anaranjada patria de Portocaliu acoge así “la pura transparencia del amigo” (“Revelación”), gesto de exposición del poeta ante la muerte y ante los otros, mediante el que transfigura su subjetividad a partir de la hospitalidad y el sueño de una patria que (aún) no existe.
La muerte de los otros envía, como sucede en otras escrituras de la memoria de la muerte de la generación del 60, a la defensa del duelo incesante, la exigencia de justicia, la configuración del espacio literario como morada hospitalaria y la inminencia de la muerte propia. Lara pareciera instalar “los dominios de su sueño” sólo cuando logra “detener la velocidad asesina del afuera” (Rodríguez, 2002: 106); cuando consigue dominar el terror que produce pensar en el instante mudo e inenarrable de la muerte propia; cuando logra producir un territorio en el que las fuerzas de la finitud se debilitan; cuando construye una morada que acoge con hospitalidad a los afectados por el poder, incluso a los difuntos condenados a la soledad y el olvido. El poeta que escribe en “Féretros” de Papeles de Harek Ayún “permanezco con el pequeño féretro / a mis pies como una gata o un muñeco / como un ramito de calas de cartón / pero en fin es sólo eso un féretro de cartón / una caja postal / aquí / a mis pies / en la cual yo mismo yazgo” (2009: 59), se mantiene, sin embargo, a resguardo de la muerte, “lejano a su concupiscencia” (Triviños, 2007: 25). Escribe con el féretro arrullando sus pies hasta establecer, siguiendo a Blanchot, “relaciones de soberanía” (2000: 82) ante la muerte seductora. Eso pareciera sugerir “Pequeña noticia de mi muerte”, texto que dialoga con “El poeta y la muerte” de Hojas de parra de Nicanor Parra, quien mediante el humor y la risa introdujo una variante sugestiva en las escenas del encuentro del poeta y la muerte: “Cuando ella vino / y me abrazo y me besó efusivamente / […] / estuve a punto de espetarle el famoso poema / de don Nicanor” (2009: 110). Acogida y resistencia, atracción y rechazo, fidelidad e infidelidad: movimiento de una escritura, por momentos, embriagada por el agrio perfume de la muerte.
2. La evocación de Danilo González, Alcalde de Lota, en “La partida inconclusa” y la memoria de los muertos insepultos que se pudren entre lirios silvestres en “Hombres de poca fe” de Cartas de prisionero evidencian elocuentemente el despliegue de la memoria de la muerte en la escritura poética de Floridor Pérez[4]. Armando Uribe se ha referido a lo que considera la “obligación ética-literaria” de una poesía “llena de gente viva y con memoria de las gentes muertas” (1990: 2). Los espectros de los muertos, en efecto, habitan el espacio de hospitalidad que abre la memoria acongojada del poeta sobreviviente del golpe militar de 1973. El intercambio simbólico entre vivos y muertos no se reduce sólo a la escritura de Cartas de prisionero. El poema “POSTAL” de la sección II, “Novenario”, de Tristura textualiza también la posibilidad de este encuentro: “Padre, no seas ingrato:// recuérdame alguna vez allá en la muerte/ como yo te recuerdo aquí en mi vida/ y como antes llegabas de visita/ espérame que iré muy pronto a verte.” (2008: 39). El allá y el aquí, los territorios de la muerte y de la vida, se reúnen en versos que portan una intensidad a resguardo en el cofre de la memoria. Los significantes recuerdo y espera remiten a la responsabilidad del sobreviviente, quien se encuentra afectado por la sensación de la inminencia de su propia muerte, pero también a la responsabilidad del muerto, capaz de recordar y, por consiguiente, acoger con hospitalidad al viviente.
No es la memoria de la muerte del padre, sin embargo, la que rige el espacio literario en Tristura, sino la memoria de la muerte de Rocío Ignacia Pérez Jiménez, la nieta del poeta. Su muerte repliega al sujeto sobre sí mismo y, como puede advertirse en “CUECA TRISTE”, lo sumerge en la culpabilidad y la vergüenza de estar vivo: “Habré vivido una vida/ que no debiera vivirse;/ adónde ha de hallarse tinta/ tan negra para escribirse” (2008: 43). La respuesta ética del poeta sobreviviente es la construcción de un sujeto que deviene en rehén de los otros: sujeto múltiple, que experimenta la libertad en la heteronomía y encuentra el sentido de vivir en la responsabilidad infinita ante los muertos. “CANCIÓN PARA LA TIERRA QUE ACUNA ESTA NIÑA” y “SALMO Y ENSALMO” son claves en lo que respecta a la responsabilidad ante la nieta muerta: “Duérmete mi niña/ pero no te duermas/ ¡y nunca te pierda/ despierta o dormida!” (2008: 60), “Ya nunca nunca nunca más nuestra niña.// Y nunca nunca ausente.” (2008: 61). El adverbio de tiempo “nunca” es fundamental en ambos fragmentos, pues sugiere que en ningún tiempo, el tiempo de la vida e incluso el tiempo de la muerte, el poeta perderá a su niña dormida. Ahora ella reside en los mausoleos vivos de la memoria.
Escribir la memoria de la muerte en la poesía de Floridor Pérez implica, además de la resistencia estética y ética contra los diversos rostros de la muerte violenta del hombre por el hombre, la postergación de la muerte propia: “La Muerte pone y levanta la mesa/ Mientras que yo me chupo hasta los huesos/ Espérame -le digo- y me hago el leso” (2008: 21). De ahí que escribir, como lo insinúa también la escritura de Omar Lara, se convierta en una solicitud de prórroga del instante supremo de la muerte: “Oí, Jehová […] ¡pues dame hoy/ un tiempo más! (2008: 41). Un tiempo más, sólo un tiempo más, pues, como se lee en “PRE-EPITAFIO”, el sujeto “no ha muerto todavía” (2008: 9), aún resiste, junto a sus muertos amados, en la hospitalaria morada del lenguaje.
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Referencias bibliográficas
Baudrillard, Jean. 1992. El intercambio simbólico y la muerte. Caracas: Monte Ávila Editores Latinoamericana.
Blanchot, Maurice. 2000. El espacio literario. Barcelona: Editorial Paidós.
Concha, Jaime. 2011. “Omar Lara: la nueva frontera”, en Juan A. Epple y Edson Faúndez V. La casa del poeta no tiene llave. La poesía de Omar Lara. México: Círculo de poesía: 206-213.
Derrida, Jacques. 2008. Memorias para Paul de Man. Barcelona: Editorial Gedisa.
——————-. 2000. Dar la muerte. Barcelona: Paidós.
Ivanovici, Víctor. 2011. “Tres notas Omar Lara de viaje a Portocaliu”, en Juan A. Epple y Edson Faúndez V. La casa del poeta no tiene llave. La poesía de Omar Lara. México: Círculo de poesía: 78-86.
Lara, Omar. 2009. Prohibido asomarse al interior. Selección, prólogo y notas de Edson Faúndez. Concepción: Ediciones LAR.
Levinas, Emmanuel. 2006. Totalidad e infinito. Ensayo sobre la exterioridad. Salamanca: Sígueme.
Pérez, Floridor. 2008. Tristura. Santiago: Ediciones Tácitas, 2008.
—————–. 1990. Cartas de prisionero. Concepción: Ediciones LAR, 1990.
Rodríguez, Mario. 2002. “La galaxia poética latinoamericana. 2ª mitad del siglo XX”. Acta literaria, N° 27: 91-108.
Triviños, Gilberto. 2007. “No tan pronto, al menos”, en Omar Lara. La nueva frontera. Concepción: Editorial Universidad de Concepción: 9-26.
Uribe, Armando. 1990. “Cartas de prisionero de Floridor Pérez”, La Tribuna, 14 de noviembre. Los Ángeles: Sociedad Periodística Bío-Bío.
[1] Este es un artículo en proceso, donde se examina la relación que los poetas de la generación del 60 establecen con la muerte de los otros y la inminencia de la muerte propia. Su escritura se realiza dentro del marco del proyecto Fondecyt Regular Nº 1110921, “Poesía Chilena del Siglo XX: esbozo de una historia de las relaciones entre poesía y muerte”.
[2] Tomo la noción de memoria acongojada de la muerte del libro Memorias para Paul de Man de Jacques Derrida.
[3] Puede leerse del mismo modo “Camila” de Oh buenas maneras, donde, como sostiene Víctor Ivanovici, el poema “pisotea la muerte, rescata a la víctima y, del más allá de su sacrificio, la devuelve al más acá de la esperanza” (2011: 81).
[4] En un artículo todavía inédito he estudiado junto a Álex Vigore la significación del duelo, la memoria y la hospitalidad en la poesía de Floridor Pérez. Estas líneas retoman y amplifican algunas de esas proposiciones.