Un cuento de Rodrigo Fresán

Como parte del  dossier de cuento hispanoamericano contemporáneo preparado por David Marín para Círculo de Poesía, presentamos un texto de Rodrigo Fresán (Buenos Aires, 1963). Es autor de Historia argentinaVidas de santos,Trabajos manualesEsperantoLa velocidad de las cosasMantraJardines de Kensington (traducida a más de ocho idiomas, entre ellos, Inglés -USA e Inglaterra-, francés, alemán, italiano y sueco, etc.), El fondo del cielo y La parte inventada.

.

.

.

.

Sín título. Nuevas disquisiciones sobre la vocación literaria. Cuento incluido en “La velocidad de las cosas”. Mondadori, 2002. Edición aumentada y corregida por el autor.

.

.

.

Sin título 

 

Siempre me causó cierta inquietud (en realidad una muy distintiva y, a mi parecer, comprensible irritación) el modo en que, en ocasiones, los artistas plásticos en general evitan ponerle nombre a muchas de sus obras. ¿Por qué? ¿Para qué? ¿Qué quieren decir y decirnos cuando no dicen nada o, peor, nos dicen que no tienen nada para decirnos?
Así, nos detenemos frente a un paisaje marino, a una galaxia de rombos de colores atómicos flotando en el espacio, a un hombre de espaldas a un bosque cubierto por la nieve, a una sola línea cruzando el lienzo blanco y —al inclinarnos para ver mejor, para entenderlo del todo— nos encontramos con una minúscula etiqueta donde se lee Sin título y el nombre del artista y una fecha al lado. A veces, para peor (me refiero a esa soberbia un tanto desvaída de esos ladrones de guante blanco o de aquellos asesinos seriales que jamás son atrapados), leemos un todavía más soberbio Sin título N. 47 o Sin título N. 62, como si la abstracción de lo que no tiene nombre pudiera ser comprendida con la ayuda de lo matemático. Es entonces cuando nos sentimos estafados, fieles abandonados por su dios en el peor momento de la tempestad, sin entender el motivo de semejante castigo. Pero, se sabe, Dios es Dios porque no necesita ni está obligado a dar explicaciones. “Tonto, lo hacen para que le pongas el nombre que quieras; para que termines de crearlo”, me dijo una vez una mujer demasiado hermosa para creer en semejante estupidez. Alguien capaz de, a fuerza de belleza, conseguir que cosas sin sentido suenen coherentes y hasta iluminadoras. Alguien tan peligroso como un iceberg en una noche oscura. Una de esas típicas niñas de apellido patricio me dijo eso, y yo la sentí parte de una conspiración invisible y me alejé para siempre de su lado con cualquier excusa. Una excusa sin título y con número y, en ocasiones, en un avión o en un barco —en las alturas sin título o en el azul marino N. 33— me dan un formulario vacío para que lo llene con letras y en la línea donde se pregunta ocupación yo contesto Alejador Profesional. A veces escribo Sin Título para ver cómo queda y, descubro, me perturba comprender que queda bien como suelen quedar bien las verdades incontestables.

En eso estoy ahora: alejándome, sin título. De todo y de todos menos de Benjamín Federov, de quien jamás podré alejarme porque son los muertos y no uno quienes —habiendo accedido al final de todo y conocedores de por qué empezaron ciertas historias— determinan la conclusión de algo, la mejor manera de darle un final a una historia.
Benjamín Federov bien podría ser el título de esta historia sin título, creo.
Benjamín Federov ha muerto.

Así debería empezar todo esto porque de esto es de lo que quiero escribir aquí. Una frase corta, un hecho incontestable, un tema, una dirección segura: Benjamín Federov ha muerto. ¿Habrá una manera mejor de comenzar? Me temo y me alegra descubrir que no.
Benjamín Federov amaba las oraciones largas. Oraciones como esas caminatas de otoño, un domingo dorado por la mañana, sin mapa ni brújula y Handel en el aire. Oraciones que empiezan con una o dos coordenadas reconocibles para después extraviarse por el solo placer de que alguien vaya a buscarlas con perros y linternas cuando ya ha oscurecido y el frío desciende desde las alturas. Oraciones como esta oración que acabo de escribir pero —a diferencia de esta oración que acabo de escribir— oraciones perfectas o, como bien precisó alguien, “para bien o para mal, oraciones marca Federov”.
Sin embargo, “Benjamín Federov ha muerto”, descubro, es también una de esas sinuosas anacondas federovianas apenas escondida en las tripas de un breve gusano. A Benjamín Federov le gustaba, de tanto en tanto, dejar caer una oración corta más parecida a un mandamiento que a una instrucción. Un caballo de Troya de pocas letras ocultando un tumulto de palabras en sus tripas de madera. Uno de esos payasos peligrosos que saltan con una carcajada al abrirse la caja y provocan un ataque cardíaco en el incauto convirtiéndolo en historia digna de ser contada; porque una muerte absurda, en ocasiones, es lo único que acaba justificando una vida inocurrente.

Benjamín Federov tuvo una vida ocurrente y una muerte que no estuvo a la altura de su portentosa biografía. Al menos eso piensan todos y todos se equivocan. Yo lo veo —yo lo vi— levantarse para recibir otro honor y otra medalla y, de improviso, observé cómo Benjamín Federov se llevó la mano al pecho —como si buscara el reloj en el bolsillo de su chaleco para averiguar la hora exacta— y se derrumbó frente al estrado y a una más que apreciable concurrencia. En alguna parte leí que Honoré de Balzac en su lecho de muerte llamó a uno de sus personajes, un doctor ficticio, para que lo curara. A Benjamín Federov no le hizo falta llamar a ninguna de sus criaturas porque yo ya estaba allí.
Después, todos alrededor de una tumba en el hielo difícil del centro del invierno. Cuatro hombres con picos y palas cavando entre insultos de vapor y voz baja algo que parece más una caverna vertical que un foso. A Benjamín Federov le hubiera encantado la escena.

El ataúd de Benjamín Federov es un gran ataúd. Un ataúd digno de un rey. Un ataúd especialmente acondicionado para guardar todas esas oraciones largas y que no se escapen. Alguien pregunta si queremos dar una última mirada al difunto, alguien responde que sí y demoro casi medio minuto en comprender que fui yo. Me acerco al borde del ataúd, lo abren, miro hacia abajo y contengo el espanto del vértigo. Benjamín Federov me mira desde el fondo de un acantilado inaccesible, creo. Está con los pantalones arremangados hasta la rodilla, los pies en el principio o el final del mar, me parece que sonríe, que me sonríe a mí y no entiendo muy bien por qué. Entonces la viuda de Benjamín Federov (ella nunca tendrá nombre para mí, ella siempre será La viuda de Benjamín Federov, otra de sus tantas oraciones breves e inconmensurables, otro mandamiento imposible de desobedecer, otra forma engañosa del Sin Título) se acerca a mí y me toma del brazo y emprendemos el camino de regreso a cualquier parte. Atrás el sonido del ataúd que se cierra y los sonidos esforzados de los sepultureros. La superficie de la tierra, me parece, tiembla un poco para recibir los restos mortales de Benjamín Federov y enseguida la mecánica de las palas y la tierra devuelta a su lugar y todo indica que nevará por la noche. Mañana, nadie podrá decir que aquí fue enterrado un gigante. Ni siquiera los pájaros que ahora estrenan su lápida, se paran sobre ella, cantan algo que no entiendo. La viuda de Benjamín Federov me lleva del brazo como si yo fuera una de esas oraciones extraviadas hace tanto tiempo y entonces descubro el por qué de la sonrisa de Benjamín Federov y comprendo que Benjamín Federov murió para que yo pudiera nacer y, conmigo, persistiera su memoria terrible, su monstruoso recuerdo.
Yo soy el guardián de su templo y hay días —cuando veo uno de esos cuadros titulados Sin título— en que pienso en suicidarme y acabar con todo esto. Un suicidio le daría título a mi vida, razono frente a los espejos de los cuartos de hotel de pueblos siempre iguales, pueblos sin título, mientras me preparo para repetir (repetir no es el verbo correcto; pienso que mejor sería recitar o, tal vez, rezar) la misma conferencia de siempre. Abajo, en el vestíbulo, me esperan las autoridades municipales, las maestras, todos idénticos entre ellos por más que sus nombres y sus rostros cambien. Me sonríen, me felicitan, me tocan como, supongo, se tocaría a un apóstol de Jesucristo o a un lugarteniente de Napoleón: a alguien que estuvo allí. Me hacen preguntas primero tímidas y luego —concluida la conferencia y comenzadas varias botellas de vino— preguntas casi impertinentes en su curiosidad de fanáticos. Antes, claro, la breve caminata donde se cruza la plaza (siempre la misma estatua; el hombre a caballo, el brazo extendido señalando la posteridad que nunca llega y que sólo sirve para que lo caguen las palomas) hasta alcanzar la Casa de Cultura (siempre predecible en su arquitectura, siempre esa fachada de hospital que confundió el rumbo), y yo que repito los mismos movimientos como una marioneta de carne. Espero que me presenten y que se extingan los aplausos, me pongo de pie, avanzo hasta el estrado, me llevo la mano al pecho, miro fijo hacia adelante sin mirar a nadie, y digo bien claro las mismas palabras mágicas. Otra vez, con la resignación de un condenado. “Benjamín Federov ha muerto”, digo. Y entonces, siempre, me siento más vivo que nunca.

Mi primer y único libro de cuentos —La chica que cayó en la piscina aquella noche— no responde a una estética federoviana, por más que un crítico haya creído ver en él “el amor traicionero y perfecto que sólo los mejores discípulos tienen la oportunidad de sentir por los mejores maestros”. Los cuentos de La chica que cayó en la piscina aquella noche poco y nada tienen que ver con el credo de mi maestro. De hecho, representan todo aquello que Benjamín Federov despreció en vida. Los cuentos de Benjamín Federov —especialmente los incluidos dentro de su Ciclo Canciones Tristes— son cuentos breves de oraciones largas, pero inmensos en su pura necesidad de acontecer y en la puntualidad sintética de sus intenciones. Los detractores de Federov repetían —una y otra vez, ante la imposibilidad de encontrar defecto alguno en lo que escribía— que su obra era “demasiado segura de sí misma” y “exhibicionista en su aparente humildad arquitectónica”. Alguien denominó a sus relatos “novelas en miniatura” o “cuentos gigantes” o “ensayos con argumento” o “ecuaciones humanísticas”. Puede ser que algo de verdad haya en ello y que por eso (no demoró en aparecer quien le reclamara una novela como prueba final de su maestría) Benjamín Federov jamás haya sentido la necesidad de escribir otra cosa que no fueran relatos. Benjamín Federov se refería, como ejemplo de su trabajo y de su sistema creativo, a la furiosa compresión que necesita el carbón para convertirse en diamante y en la felicidad de apreciar detalle por detalle. “Mi novela son todos mis cuentos juntos leídos en el orden que más le plazca al lector”, se excusó desafiante. Los que alguna vez lo observaron escribir (me lo contaron; yo nunca lo vi durante el acto mismo de la creación) dicen que se trataba de una visión terrible e inolvidable: Federov lanzaba gritos, arrasaba con todo lo que había sobre su escritorio, pateaba sillas para caer sobre la alfombra preso de convulsiones con los ojos en blanco y espuma en la boca. Federov como uno de esos santos o profetas extremos, que luego se incorporaba con una sonrisa, se arreglaba la ropa, se sentaba a anotar la palabra justa como si nada hubiera ocurrido.
En más de una ocasión me señalaron que —de haber vivido para leerlos— Benjamín Federov habría despreciado todos y cada uno de los relatos incluidos en La chica que cayó en la piscina aquella noche. En especial el que le da título al libro. Me lo dicen con el respeto que se le dedica a los grandes traidores, a los más heroicos cobardes. Algunos —buscando un sitio donde apoyarse y desde el cual comprender— mencionan ese breve cuento-dentro-de-cuento en el centro de “Los amantes del arte” que, incluso en el título, sí muestra cierta contención federoviana, cierto núcleo moral y didáctico. Cuando me lo dicen guardo silencio. A veces sonrío. Cambio de tema. Es fácil: en realidad no quieren hablar de mí, sólo quieren que sea yo quien les hable de Benjamín Federov. Y yo no me hago rogar nunca. Yo obedezco a la voluntad de mi amo y señor, del autor de mis días y mis noches.

“Si la ficción no nos enseña algo de la realidad, entonces estamos perdidos”, es una de las frases más citadas de Benjamín Federov. Digo eso, siempre, después de “Benjamín Federov ha muerto…”; y sigo con un “…pero sus cuentos están más vivos que nunca”.
Los cuentos de La chica que cayó en la piscina aquella noche nacieron muertos. Son complejos cadáveres narrativos que no enseñan nada ni les interesa hacerlo. Todo lo contrario. Son cuentos para personas que se han resignado a estar perdidas y que ya no buscan el camino de regreso a casa. Son cuentos que desenseñan y que no aspiran a ningún tipo de revelación virtuosa. Al ser incluido en una reciente antología de jóvenes narradores, el crítico de turno se refirió al cuento que da título al libro como “un atentado, un bomba de fragmentación escondida entre tantos relatos que empiezan, transcurren y terminan. Una rara y atendible paradoja, ya que se trata del cuento de quien es considerado el más dedicado discípulo y especialista en la obra de Benjamín Federov”.
Ja.
Jaja.
Jajaja.
El crítico no se atrevió a decir si el cuento era bueno o malo porque —si algo de perversamente genial tienen los cuentos de La chica que cayó en la piscina aquella noche— es que, en su aparente condición gaseosa e inasible, parecen estar envasados al vacío perfecto, son imposibles de abrir como ciertos relojes y, sí, como ciertos cuentos de Federov.
Oraciones largas, de acuerdo; pero poco y nada que ver con las oraciones largas de Federov o —ya que estamos— las contadas oraciones cortas de Federov funcionando, siempre, como eficaz llave que abre esos trabajados portales de catedral europea o palacio gubernamental sudamericano. Entradas rebosando bajorrelieves repletos de figuras y líneas barrocas extendiéndose, a veces, por varias páginas antes de alcanzar el respiro de un punto y aparte. Para ponerlo más fácil: en su milagrosa y casi sobrenatural perfección, las oraciones largas de Benjamín Federov se leían como oraciones cortas de Benjamín Federov.
Y viceversa.

Los títulos de todos y cada uno de los cuentos de Benjamín Federov están plenamente justificados y de inmediato se entiende su razón de ser. Los títulos de los cuentos de Benjamín Federov son casi el argumento del cuento: “Una cacería”, “Primer amor”, “La mujer del otro”, “En alta mar”, “El taxista ruso”, “La muerte de la inocencia”, “El hombre que abrazaba las estatuas”…

Los personajes de los cuentos de Benjamín Federov rara vez tienen apellido y a menudo transcurren en tiempo presente y real y narran una acción que demora lo que se demora en leer un cuento.

Los únicos tres cuentos de La chica que cayó en la piscina aquella noche con títulos a los que podría calificarse de federovianos son “En la frontera”, “Los surrealistas”, “Historia con monstruos”… Pero ninguno de los tres tiene algo que ver con un cuento de Benjamín Federov.
El primero narra un hipotético —pero imposible en lo cronológico— intercambio de dos escritores en una frontera imprecisa entre Europa y los Estados Unidos: Europa entrega a Vladimir Nabokov para que escriba la gran novela norteamericana a cambio de Henry James, quien deberá escribir la gran novela europea. Una broma para intelectuales.
El segundo es otra arbitraria alteración de la historia: Salvador Dalí, Max Ernst, Luis Buñuel, André Bretón, De Chirico, René Magritte y Man Ray aparecen como parte de un selecto escuadrón logístico de costumbres poco ortodoxas aunque efectivas en las trincheras de la Primera Guerra Mundial. El tercero es muy complicado de resumir aquí. Sólo diré que trata de un extra de 2001: A Space Odissey que se niega a quitarse su traje de mono y vive dentro de él durante años. Algo así.

Los cuentos de La chica que cayó en la piscina aquella noche podrían titularse, todos, “Sin título”.
Y después un número. O ni siquiera eso. Nadie se molestaría demasiado, salvo yo cuando me doy cuenta que sé todos y cada uno de esos cuentos de memoria; que ahora podría escribirlos, palabra por palabra, como si fuera la primera vez porque sería la primera vez, a pesar de que siempre me hayan parecido espantosos, a pesar de que ya estén escritos.

Yo no quería ser escritor.
Yo no quiero ser escritor.

Yo no soy escritor.

Yo quise ser pintor, luego músico, más tarde (la súbita conciencia de que no servía para eso me iba llevando de una disciplina a otra como quien pasea por las diferentes salas de un museo del todo y de la nada) pensé que lo mío podía tal vez estar en las matemáticas. Una novia que duró poco (como todas mis novias) me convenció (o yo quise convencerme) de ese absurdo del arte en los números. En realidad, descubro ahora, me abalancé sobre una ciencia exacta más empujado por el significado y el valor de esa palabra —exacta—, que parecía prometerme un orden previo en el que yo podría encontrar espacio y razón de ser. No importaba el hecho de que en el colegio primario hubiera sucumbido temprano ante la incomprensible novedad de los decimales y, más tarde, los números negativos me hubieran dado el tiro de gracia. Yo me resignaba a mis sucesivas vocaciones, las abordaba como si se tratara de trabajos mínimamente hercúleos con un entusiasmo ligeramente autómata, como se eligen los bombones de una caja dorada.
Pinté un paisaje marino horrible. Compuse una sonata pasable que —no tardaron en señalármelo— se parecía demasiado a no sé qué cosa de Debussy. (Yo sintonizaba la estación de radio clásica todas las noches; me dormía oyéndola y, tal vez, haya sido programado subliminalmente para el plagio casi hipnótico: no importa.) Lo único que produje en el campo de las matemáticas fue un ataque de histeria en uno de mis profesores, quien, luego de un breve período de curiosidad —era la época en que estaban de moda los disfuncionales estilo savant, la posibilidad del genio revolucionario escondido en el doble fondo del más obtuso—, no pudo creer la súbita corporización de semejante idiota en su clase y enloqueció de impotencia frente a sus estudiantes.
Alguien me sugirió entonces que me dedicara a la actuación.

Yo conocí a Benjamín Federov cuando salía de una de mis clases en el conservatorio dramático. Yo ya estaba seguro que mi pasaje por las tablas no iba a prosperar, pero, hasta entonces, no había tenido mayor problema porque todo se había limitado a ejercicios de relajación. El haberme quedado dormido en una clase fue celebrado por mi maestro como muestra de entrega y pasión por mi parte, y no demoré en conseguir novia entre mis compañeras, una chica que aseguraba que Shakespeare había sido mujer o extraterrestre o el alias colectivo de varios autores, no me acuerdo muy bien.
Me acuerdo, sí, que salí a la calle corriendo por alguna de esas varias razones por las que alguien que tiene mi edad de entonces puede llegar a correr. No molesta que uno corra entonces, y hasta se nos antoja coherente la súbita irrupción en escena de un joven corriendo, del mismo modo que no cuestionamos en aquellas viejas películas el modo en que los actores suelen entrar en cuadro (en habitaciones, en ascensores, en camarotes, en autos) siempre riendo por alguna extraña razón que se nos escapa. Digo que yo salí corriendo a la calle y choqué contra el cuerpo imponente de Benjamín Federov en el momento exacto en que el escritor posaba para una fotografía junto a un portal. La foto hoy es famosa y cuesta poco encontrarla en el insert de láminas de las tres o cuatro biografías respetables de Benjamín Federov. La foto apareció primero a los pocos días en una revista con un epígrafe pretendidamente gracioso donde se leía algo del estilo: “El lector deslumbrado por el escritor.” Después, con el correr del tiempo, la foto adquirió un valor histórico porque supo capturar el instante preciso en que el maestro conoció a su aprendiz. En la foto, en blanco y negro, se puede observar a Benjamín Federov apenas sorprendido por mi súbita irrupción en su mundo. El escritor aparece de pie, sólido y vertical, con el gesto adusto e imperecedero de una estatua y yo, de rodillas y con una mueca de dolor en el rostro tan fácil de confundir con el éxtasis, lo contemplo como aquel que parece haber nacido nada más que para contemplar una estatua. Un espectador profesional. Un inútil testigo de milagros en los que todos creen. Esos milagros para los que, en realidad, no hace falta ningún testigo porque no hay nadie digno de ponerlos en duda.
Una foto pudo alguna vez haber sido algo milagroso, pero ya no lo es. Lo que hay de mágico en una foto, hoy, no tiene nada que ver con el asombro de un proceso técnico sino con la posibilidad de que, siendo una de las expresiones más consumadas de la fidelidad y de lo verdadero, todo lo que allí se ve no sea más que la más perfecta de las mentiras. Así, un hombre y una mujer que se detestan sonriendo juntos a la cámara; así, la falacia de un eclipse que dura para siempre.
De todas las mentiras fotografiadas que me ha tocado contemplar, aquella que me muestra a mí a los pies de Benjamín Federov es mi foto mentirosa preferida. Pero, también, no es más que eso. Poca cosa. Algo importante para mí que no tiene por qué importarle a los otros. Un segundo sin especial significado que, sometido sin pedir permiso a los riesgos de la eternidad, no tiene otra opción que la de la mentira para justificar semejante blasfemia. Es una foto que muestra a dos personas (una de ellas muy famosa) felices de saberse ajenas al destino de casi toda fotografía: acabar perdiendo todo valor anecdótico o sentimental para terminar ocupando un sitio leve en la superpoblada historia de la fotografía. El único problema es que la historia que redime a la foto que acabo de mencionar no puede ser contada, porque contarla equivaldría a condenarme. No seré yo quien firme mi propia sentencia de muerte. Prefiero esta plácida cadena perpetua que me obliga a subir a un escenario, aclarar mi garganta una vez más, oír mi propia voz como si fuera la de otro diciendo una y otra vez, hasta el fin de los tiempos, “Benjamín Federov ha muerto”.
En la primera fila del teatro, de la casa de cultura, de la biblioteca, de la escuela, de todas partes, la viuda de Federov me mira fijo y sonríe una de esas sonrisas capaces de albergar tantos significados. A veces siento que me odia, que lo sabe todo y que todo esto le divierte. Otras que me ama con un amor vertiginoso, podrido e imposible.
Da igual. Todo esto transcurre en cualquier época y en cualquier lugar. Lejos. Sin título. Yo no soy el que cuenta todo esto pero, por unas pocas páginas, me convierto en su voz y en su vida. Yo me refugio, una vez más, en el recurso metaficcional de estar escribiendo (o intentando escribir) un cuento titulado “Sin título”. Yo vuelvo a adoptar este tono y esta forma que, la verdad, empiezan a cansarme un poco y qué más querría que dejarlo atrás de una buena vez por todas.
“Sin título” es —creo, espero, ruego— el último round de esta lucha, la última carga de una brigada demasiado pesada. Lo escribo lejos de donde se me ocurrió. Se me ocurrió en un taxi, conversando con un amigo escritor, recordando historias de un amigo muerto que no era escritor pero sí era un gran personaje. Lo escribo ahora, casi dos años después, mientras afuera nieva y, aquí adentro…
Si Benjamín Federov hubiera existido y no fuera apenas una especie de polución virósica resultado de una reciente sobreexposición a esos cuentos de Henry James: cuentos de fantasmas sin fantasma, cuentos donde siempre hay un aprendiz de escritor que visita a su maestro admirado con el sólo fin de descubrir el modo de aprender a odiarlo un poco. Si Benjamín Federov hubiera escrito esos cuentos que yo nunca hubiera podido escribir, bueno, estoy seguro que en todos los cuentos de Benjamín Federov habría nieve.
Invento —dictamino ahora— que Benjamín Federov es el escritor de la nieve. El que mejor ha sabido ponerla por escrito. La nieve como maná o, quién sabe, como la caspa sacramental de Dios colándose por esos agujeros que son las estrellas. Por eso, casi por reflejo, pienso, siempre abrimos la boca para que entre la nieve y comulgar con el misterio de la naturaleza, la gravedad y el arte mínimo e irrepetible de copos de nieve que —como las huellas dactilares— son siempre diferentes, siempre nuevos. Afuera, mientras escribo esto, los niños hacen muñecos de nieve. A su imagen y semejanza. Más o menos.
Decido —pido permiso a quien corresponda— que el cuento más famoso de Benjamín Federov se titula “El hijo de la nieve” y cuenta la historia de un pequeño y flamante huérfano. Sus padres han muerto en el extranjero, el barco en el que viajaban naufragó, sus cuerpos nunca fueron recuperados. La primera noche del resto de su vida, el niño se despierta y descubre que está nevando y sale a la noche a construir dos muñecos de nieve lo más parecidos que pueda a sus padres, porque necesita ver cómo se derretirán a la mañana siguiente.

Tal vez por admirar tanto a la nieve, me resisto a explicaciones. No me interesa que me cuenten por qué nieva, desconfío de los hombres del tiempo y de las mujeres del tiempo. Elijo no pensar en que —lo siento, en serio—, para muchos, la nieve es una tragedia, un enemigo. Yo estoy en deuda con la nieve. Prefiero, en cambio y a modo de agradecimiento, escribir nevadas. Creo que fue un duro escritor de serie negra quien dijo que, cuando no sabía qué hacer con un texto, siempre recomendaba “hacer que entre un hombre con un revólver en la mano”. Tal vez influido por Benjamín Federov, cuando no se me ocurre nada yo hago que nieve en mis cuentos y novelas. La abundancia de nieve en mi ficción no es más que la prueba fehaciente de que a menudo no sé qué hacer, pero, también, de que sí sé hacer nevar. Entonces todo funciona y descubro el camino. Basta con seguir las huellas en la nieve de todos los que me precedieron. Corro tras ellos para decirles gracias, antes de que sea demasiado tarde, que deje de nevar. Me gusta pensar que, si se presta atención, podemos oír el momento exacto en que alguien aprieta el botón que activa el mecanismo blanco y que hace que los cielos se abran para que la nieve caiga sobre nosotros o, quién sabe, para que nosotros ascendamos hacia ella.

Pero, otra vez, me estoy alejando todavía más de lo que quiero contar y este cuento —si fuera un cuento de Benjamín Federov— estaría narrado de una manera mucho más directa y se podría llamar “El guardián del fantasma” o “La puerta” o “El idiota”. Los títulos federovianos son engañosamente amplios y bien iluminados en su amplitud, y hasta pueden intercambiarse entre ellos de un cuento a otro sin que la línea del horizonte pierda su capacidad de ser entendida como lo que es: el principio y el fin donde se posan todas las cosas que fueron y serán.
El cuento es este y su trama tiene el singular atractivo de lo banal, porque nada nos atrae más que la sombra de lo vulgar latiendo detrás de las cortinas de lo elegante. No lo voy a escribir como lo hubiera escrito Benjamín Federov. Estoy un poco apurado, tengo pocas ganas de escribir. Lo empecé hace unos meses, lo termino ahora. Tuvo que nevar para que yo supiera cómo terminar este cuento.
¿Quién puede tener ganas de quedarse adentro escribiendo cuando se puede salir a leer la nieve?

Había una vez un gran escritor. El gran escritor es atropellado en la calle por un joven desconocido. El momento —por casualidad o porque era necesario que así fuera— es capturado en una foto que el gran escritor ve en una revista días más tarde. Le causa gracia y busca y encuentra al joven. Lo invita a su casa, le presenta a su mujer y descubre que el joven tiene pretensiones artísticas, pero nada demasiado serio o preocupante. El gran escritor decide que el joven es el espécimen perfecto que estaba buscando para su experimento. El gran escritor le regala sus libros —que el joven nunca leyó— y lo acompaña hasta la puerta. Perturbado por la proximidad de la gloria, el joven comienza a asistir a las conferencias del gran escritor sin entender muy bien por y para qué. A veces intercambia alguna palabra con el gran escritor o se da importancia delante de una novia con lunares en todos los sitios correctos. Nada que merezca ser recordado. Años más tarde, el día en que el gran escritor muere durante una de sus conferencias, la flamante viuda se acerca al joven y le dice, entre lágrimas, que cuentan con él para pronunciar la elegía durante el entierro, que así siempre lo quiso su esposo. El joven, conmocionado, no entiende, no dice palabra y sólo asiente. Esa misma noche, en su casa, el joven recibe un sobre lacrado enviado por el abogado del gran escritor para ser abierto en privado y después de la muerte de su célebre cliente. Adentro hay una carta del gran escritor explicándolo todo y diciéndole que tiene un favor que pedirle. “¿Quién puede negarle un favor a un muerto?”, sonríe el gran escritor en la carta. En el sobre hay dos manuscritos. El primero de ellos es una especie de biografía de una amistad inexistente. Páginas y páginas de situaciones y episodios que nunca tuvieron lugar entre el gran escritor y el joven, conversaciones trascendentes sobre la naturaleza de la literatura y pequeños e inmensos momentos cotidianos. Las últimas tres páginas de este manuscrito son la elegía que el joven deberá pronunciar frente a la tumba del gran escritor. La carta instruye al joven para que se aprenda esas páginas de memoria y las queme lo más pronto posible. El segundo manuscrito es un libro de cuentos. Cuentos inéditos. Cuentos de forma y estilo que nada tienen que ver con los cuentos del gran escritor. Al joven le sorprende, apenas, descubrir que en la portada de ese manuscrito —que puede titularse o no La chica que cayó en la piscina aquella noche— se encuentra su nombre y, en la primera página, una dedicatoria al gran escritor. El joven lee los cuentos, no los entiende, son cuentos raros, pero cree comprender la monstruosa hazaña del gran escritor. ¿Habrá algo más parecido a ser dios para un escritor que el crear a otro escritor a su imagen y semejanza y, no conforme con ello, dotarlo también con el don de la traición? El joven acude al entierro, recita la elegía. Descubre que la viuda del gran escritor lo trata como a una continuación natural de su marido, lo adopta como un hijo que nunca tuvo, le habla una y otra vez del gran escritor y le pide que le cuente qué era lo que hacían en esas largas noches en que salían solos. El joven comprende que la trama del gran escritor también tiene un costado sórdido y acaso muy lejano a todo lo que tiene que ver con el arte. Tal vez otra mujer. O una existencia de pecado inconfesable. Una puerta que no se abre porque nadie sabe que está allí. No importa que él no tenga la llave, él es el único que conoce la existencia de esa puerta y es esta parte velada de la historia (una parte que ni siquiera yo conozco) la que lo impulsa a continuar con la farsa. El sentirse que sabe más que los otros y no un simple instrumento es lo que salva al gran escritor y condena al joven, quien publica el libro de cuentos que nunca escribió con su nombre y adquiere una relativa fama como extraño pez luminoso nadando junto a la sombra del intimidante leviatán. Su figura no tiene título. Su voz no es suya. Tampoco es mía esta voz que ahora mira al distinguido público aquí reunido para honrar otra vez la memoria de un artista inmortal y dice “Benjamín Federov ha muerto” y piensa “yo soy el guardián del fantasma, yo soy la puerta, yo soy el idiota” mientras afuera sigue nevando, no dejará de nevar durante semanas, y me hace muy muy muy muy feliz que así sea.

.

.

.

.

Datos vitales

Nació en Buenos Aires en 1963 y es autor de Historia argentinaVidas de santos,Trabajos manualesEsperantoLa velocidad de las cosasMantraJardines de Kensington (traducida a más de ocho idiomas, entre ellos, Inglés -USA e Inglaterra-, francés, alemán, italiano y sueco, etc.), El fondo del cielo y La parte inventada.

Librería

También puedes leer