Poesía colombiana: María Mercedes Carranza

Presentamos una selección de textos de María Mercedes Carranza (1945-2003), uno de los mayores mitos de la poesía colombiana moderna. Fundó y dirigó la Casa de Poesía Silva. Publicó los libros de poesía: Vainas y otros poemas (1973), Tengo miedo (1983), Hola, soledad (1987), Maneras de desamor (1993), El canto de las moscas. Versión de los acontecimientos (1997), Poesía completa y cinco poemas inéditos (2003). Puso fin a sus días en 2003.

 

 

 

 

 

 

 

Una rosa para Dylan Thomas

 

                                                           “Murió tan extraña y trágicamente

                                                                              como había vivido, preso de un caos

                                                                              de palabras y pasiones sin freno… no

                                                                              consiguió ser grande, pero fracasó

                                                                              genialmente…

 

                                                                                                                             D.T.

 

Se dice: “no quiero salvarme”

y sus palabras tienen la insolencia

del que decide que todo está perdido.

Como guiado por una certeza deslumbrante

camina sin eludir su abismo;

de nada le sirven ya los engaños

para sobrevivir una o dos mañanas más:

conocer otro cuerpo entre las sábanas destendidas

y derretirse pálido sobre él

o reencontrarse con las palabras

y hacerlas decir para mentirse

o ser el otro por el tiempo que dura

la lucidez del alcohol en la sangre.

En la oscuridad apretada de su corazón

allí donde todo llega ya sin piel, voz, ni fecha

decide jugar a ser su propio héroe:

nada tocará sus pasiones y sus sueños;

no envejecerá entre cuatro paredes

dócil a las prohibiciones y a los ritos.

Ni el poder ni el dinero ni la gloria

merecen un instante de la inocencia que lo consume;

no cortará la cuerda que lleva atada al cuello.

Le bastó la dosis exacta de alcohol

para morir como mueren los grandes:

por un sueño que sólo ellos se atreven a soñar.

 

 

 

 

 

 

Bogotá, 1982

 

Nadie mira a nadie de frente

de norte a sur la desconfianza, el recelo

entre sonrisas y cuidadas cortesías.

Turbios el aire y el miedo

en todos los zaguanes y ascensores, en las camas.

Una lluvia floja cae

como diluvio: ciudad de mundo

que no conocerá la alegría.

Olores blandos que recuerdos parecen

tras tantos años que en el aire están.

Ciudad a medio hacer, siempre a punto de parecerse a algo

como una muchacha que comienza a menstruar,

precaria, sin belleza alguna.

Patios decimonónicos con geranios

donde ancianas señoras todavía sirven chocolate;

patios de inquilinato

en los que habitan calcinados la mugre y el dolor.

En las calles empinadas y siempre crepusculares,

luz opaca como filtrada por sementinas láminas de alabastro

ocurren escenas tan familiares como la muerte y el amor;

estas calles son el laberinto que he de andar y desandar:

todos los pasos que al final serán mi vida.

Grises las paredes, los árboles

y de los habitantes el aire de la frente a los pies.

A lo lejos el verde existe, un verde metálico y sereno,

un verde Patinir de laguna o río,

y tras los cerros tal vez puede verse el sol.

La ciudad que amo se parece demasiado a mi vida;

nos unen el cansancio y el tedio de la convivencia

pero también la costumbre irremplazable y el viento.

 

 

 

 

 

 

 

Tengo miedo

 

                                                                       “…Todo desaparece ante el miedo.

                                                                                              El miedo, Cesonia; ese bello

                                                                                              sentimiento, sin aleación, puro y

                                                                                              desinteresado; uno de los pocos

                                                                                              que saca su nobleza del vientre.

 

                                                                                                              ALBERT CAMUS (“Calígula”)

 

 

Miradme: en mí habita el miedo.

Tras estos ojos serenos, en este cuerpo que ama: el miedo.

El miedo al amanecer porque inevitable el sol saldrá y he de verlo,

cuando atardece porque puede no salir mañana.

Vigilo los ruidos misteriosos de esta casa que se derrumba,

ya los fantasmas, las sombras me cercan y tengo miedo.

Procuro dormir con la luz encendida

y me hago como puedo a lanzas, corazas, ilusiones.

Pero basta quizás sólo una mancha en el mantel

para que de nuevo se adueñe de mí el espanto.

Nada me calma ni sosiega:

ni esta palabra inútil, ni esta pasión de amor,

ni el espejo donde se ve ya mi rostro muerto.

Oídme bien, lo digo a gritos: tengo miedo.

 

 

 

 

 

 

El oficio de vivir

 

He aquí que llego a la vejez

y nadie ni nada

me podido decir

para qué sirvo.

Sume usted

oficios, vocaciones, misiones y predestinaciones:

la cosa no es conmigo.

No es que me aburra,

es que no sirvo para nada.

Ensayo profesiones,

que van desde cocinera, madre y poeta

hasta contabilista de estrellas.

De repente quisiera ser cebolla

para olvidar obligaciones

o árbol para cumplir con todas ellas.

Sin embargo lo más fácil

es que confiese la verdad.

Sirvo para oficios desuetos:

Espíritu Santo, dama de compañía, Estatua

de la Libertad, Arcipreste de Hita.

No sirvo para nada.

 

 

 

 

 

 

 

No vivo en un jardín de rosas

 

                                                                       “C’est la prison Dedalus

                                                                                              Que de ma mélancollie,

                                                                                               Quant je la cuide falliem

                                                                                              J’i rentre de plus en plus.

               

                                                                                                              CHARLES D’ORLÉANS

 

 

Si nombro mis fantasmas

tal vez pueda engañar al enemigo.

El enemigo espera ese momento

del atardecer, irreal y desapacible,

en el que yo muero con el día.

Entonces me asalta

y sin piedad me despedaza.

Tal vez pueda engañar al enemigo.

¿Por qué, cuando lo presienta

turbio e inminente,

no sentarme, en escena feliz

a comer papas fritas y ver televisión?

A lo mejor puedo ir mañana

a las islas griegas de turista satisfecha

o comprarme una casa en cómodas cuotas

y mi pelo brillante y

mi cara joven porque uso crema Ponds.

Pero el enemigo sabe con quién trata

y sutil y terco esperará agazapado

a que apague la televisión

y sea de noche y sea silencio y yo

en mi cama de vueltas sola y desolada.

 

 

 

 

 

 

La patria

 

Esta casa de espesas paredes coloniales

y un patio de azaleas muy decimonónico

hace varios siglos que se viene abajo.

Como si nada las personas van y vienen

por las habitaciones en ruina,

hacen el amor, bailan, escriben cartas.

A menudo silban balas o es tal vez el viento

que silva a través del techo desfondado.

En esta casa los vivos duermen con los muertos,

imitan sus costumbres, repiten sus gestos

y cuando cantan, cantan sus fracasos.

Todo es ruina en esta casa,

están en ruina el abrazo y la música,

el destino, cada mañana, la risa son ruina;

las lágrimas, el silencio, los sueños.

Las ventanas muestran paisajes destruidos,

carnes y ceniza se confunden en las caras,

en las bocas las palabras se revuelven con miedo,

En esta casa todos estamos enterrados vivos.

 

 

 

 

 

 

Oración

 

No más amaneceres ni costumbres

no más luz, no más oficios, no más instantes.

Solo tierra, tierra en los ojos,

entre la boca y los oídos;

tierra sobre los pechos aplastados;

tierra entre el vientre seco;

tierra apretada a la espalda;

a lo largo de las piernas entreabiertas, tierra;

tierra entre las manos ahí dejadas.

Tierra y olvido.

 

 

 

 

 

 

Oda al amor

 

Una tarde que ya nunca olvidarás

llega a tu casa y se sienta a la mesa.

Poco a poco tendrá un lugar en cada habitación,

en las paredes y los muebles estarán sus huellas,

destenderá tu cama y ahuecará la almohada.

Los libros de la biblioteca, precioso

tejido de años,

se acomodarán a su gusto y semejanza,

cambiarán de lugar las fotos antiguas.

Otros ojos mirarán tus costumbres,

tu ir y venir entre paredes y abrazos

y serán distintos los ruidos cotidianos

y los olores.

Cualquier tarde que ya nunca olvidarás

el que desbarató tu casa y habitó tus cosas

saldrá por la puerta sin decir adiós.

Deberás comenzar a hacer de nuevo la casa,

reacomodar los muebles, limpiar las paredes,

cambiar las cerraduras, romper retratos,

barrerlo todo y seguir viviendo.

 

 

 

 

 

 

Poema de amor

 

Afuera el viento, el olor metálico de la calle.

Ya dentro, va dejando todo lo que lleva encima,

primero la cartera y la sonrisa;

se deshace de las caras que ese día ha visto,

los desencuentros, la paz fingida,

el sabor dulzarrón del deber cumplido.

Y se desviste como para poder tocar

toda la tristeza que está en su carne.

Cuando se encuentra desnuda

se busca, casi como un animal se olfatea,

se inclina sobre ella y se acecha;

inicia una larga confidencia tierna,

se pide respuestas, tal vez tiene la mirada turbia;

separa las rodillas y como una loba se devora.

Afuera el viento, el olor metálico de la calle.

 

 

 

 

 

 

Maldición

 

Te perseguiré por los siglos de los siglos.

No dejaré piedra sin remover

Ni mis ojos horizonte sin mirar.

 

Dondequiera que mi voz hable

Llegará sin perdón a tu oído

Y mis pasos estarán siempre

Dentro del laberinto que tracen los tuyos.

 

Se sucederán millones de amaneceres y de ocasos,

Resucitarán los muertos y volverá a morir

Y allí donde tú estés:

Polvo, luna, nada, te he de encontrar.

 

 

 

 

 

Datos vitales

María Mercedes Carranza nació en Bogotá en 1945, y murió en 2003. Licenciada en filosofía y letras por la Universidad de los Andes. Periodista cultural, dirigió las páginas literarias “Vanguardia” y “Estravagario” de El Siglo de Bogotá y El Pueblo de Cali. Fue también jefe de redacción del semanario Nueva Frontera. Fundó y dirigó la Casa de Poesía Silva. Publicó los libros de poesía: Vainas y otros poemas (1973), Tengo miedo (1983), Hola, soledad (1987), Maneras de desamor (1993), El canto de las moscas. Versión de los acontecimientos (1997), Poesía completa y cinco poemas inéditos (2003).

 

 

 

 

 

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