Nuevos autores de Puebla: David Huerta Meza

En el marco de la muestra Nuevos autores de Puebla preparada por nuestra editora Andrea Muriel, presentamos un cuento de David Huerta Meza (Tulcingo, Puebla. 1986) es egresado de la Licenciatura en Lingüística y Literatura Hispánica en la BUAP. Ha sido alumno de Alí Calderón, Hernán Lavín Cerda y Francisco Segovia. Escribe cuento y ensayo, es colaborador en la revista digital The Insigthers, otros textos suyos han aparecido en Círculo de Poesía y en Literatura y Poesía.

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A MANERA DE…

 

un caminar tranquilo

de estrella o primavera sin premura,

agua con los párpados cerrados

mana toda la noche profecías,

unánime presencia en olaje,

ola tras ola hasta cubrirlo todo,

verde soberanía sin ocaso

como el descubrimiento de las alas

cuando se abren en mitad del cielo,

 

un caminar entre las espesuras

de los días futuros y el aciago

fulgor de la desdicha como un ave

petrificando el bosque con su canto

y las felicidades inminentes

entre las ramas que se desvanecen…

Octavio Paz

 

Monelle me encontró en la llanura, por donde yo andaba errante, y me tomó de la mano:

―No te sorprendas ―dijo―, soy yo y no soy yo. Me volverás a encontrar y me perderás. […] Y me olvidarás y me reconocerás y me volverás a olvidar.

Marcel Schwob

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Había caminado horas (también podrían ser siglos) por una calle bulliciosa, pero escalofriantemente solitaria. La calle era, o tal vez aún es, como deberían ser también las avenidas o autopistas: empedrada. A pesar de las piedras bajo las suelas no vacilé, mi andar era en forma recta, sin titubear, pese al abismo del flanco izquierdo y la pradera inmensa del lado derecho. En aquel lugar las fases del día estaban dispuestas de manera aleatoria, pero comprensible, por ejemplo el cielo azul ―ya se sabe que el azul es color preferido de Dios― de la mañana del día cuarenta y tres del primer año de una década tenía colgado en el horizonte un sol majestuoso, pero en el amanecer del día cuarenta y cuatro apareció el plenilunio esplendoroso de las noches románticas y el aire frío traía consigo un aroma melancólico o anacrónico, como el de los libros viejos o el del amor eterno.

Cuando el tedio se volvía insoportable me aventuraba en la inmensidad de la pradera ―es sabido que en ella se deambula, yo lo sé― y perdía en ella minutos o días, quizá centurias, nunca lo supe y tal vez nunca me interese. Regresaba apesadumbrado a la calle empedrada. Admito que el abismo del flanco izquierdo siempre me aterró y ese miedo me empujó en repetidas ocasiones a la orilla de la calle. Con una postura solemnísima miraba el fondo insondable, a veces me arrodillaba y metía la mano en su atmósfera: en ocasiones el aire era gélido, otras cálido. Pensé muchas veces en arrojarme, pero sabía que no tenía caso. Este abismo no tiene fondo ―me repetía.

Si el agotamiento me abatía me quedaba dormido y soñaba aventuras inverosímiles y muchas veces, en mis sueños, desperté muerto. Olvidé decir que por esa calle no era el único, cuando dormía me despertaba la felicidad de otro que regresaba de la pradera o bien, el grito desolador del que resbalaba hacia el abismo. También formé parte de varios séquitos, pero no supe en qué momento perdí a mis compañeros o ellos a mí, extrañamente jamás pertenecí a una cofradía. Hubo ocasiones en que a lo lejos creí reconocer a alguien pero cuando la distancia era insignificante su rostro se volvía desconocido, recuerdo también noches y mañanas que dormí o desperté con una compañera o ella con un compañero, pero al día (quizá al año) siguiente nos desconocíamos y sucedía el abandono mutuo.

Sin embargo, el vigésimo día del octavo mes de un año que puede ser de ésta o cualquier otra época ―porque ya se descubrió que al pretérito, al presente y al futuro sólo los distinguen las palabras antes, ahora y después― reconocí a alguien que jamás había visto. La miré atento, quise redescubrir ese rostro que con certeza conocía, pero cuando pasé frente a ella no pude mirarla a los ojos (por temor de encontrar en el fondo algo que siempre había buscado). Entonces pasé de largo.

En las últimas horas de aquel día volví a verla sentada a mitad de la calle, reconocí la zona que ocupaba porque yo la había transitado un poco antes. Acepto que este encuentro me desconcertó: que el primero haya sucedido en un lugar que debía alcanzar y el segundo en otro que ya había cruzado me hizo suponer que la calle no era recta, sino circular; esta posibilidad me conmovió porque descubrí que por la misma calle erraban las nostalgias. Pero si todo lo que está aquí permanece o vuelve, ¿cómo funciona el olvido?. Seguí caminando conmovido por mi descubrimiento y consternado por el misterio.

En la madrugada del día referido hice grandes esfuerzos por descubrir quién era ella, revolví y husmeé en todas mis reminiscencias; finalmente, cuando el sueño me venció, la recordé, no rememoré la fecha pero sí el lugar: la había visto en mi mundo onírico. Las imágenes difusas o fragmentadas de otros sueños cobraron sentido con el recuerdo de su silueta. Desperté o seguí dormido, no lo sé, a partir de este punto el lector debe juzgar como dudosos los sucesos que voy a referir: los encuentros con ella se volvieron recurrentes, la veía en mañanas sin luz pero no lúgubres o en noches iluminadas por un haz áureo y no argentado; presencié con ella crepúsculos magníficos, albas alegres, fases lunares azarosas, pero con el plenilunio como constante. Al final de un atardecer me di cuenta de que habíamos andado sobre la calle empedrada tomados de la mano; los días que sucedieron no fueron distintos. Recuerdo que hablábamos pero no de qué. La aleatoriedad de las fases del día había desaparecido: ahora el ocaso ocurría en el momento correspondiente.

Un mañana desperté sin ella, por un momento creí que era un mal sueño ―de esos que no aspiran a ser pesadilla―, pero cuando me di cuenta de que llevaba horas despierto decidí buscarla. La naturaleza de esta calle ―me dije― no permite extravíos. Pasé horas, que después supe fueron semanas, buscándola. La noche de ese día me pareció funesta. La busqué la mañana siguiente y la siguiente… Me cuentan también que lo hice en la postrera de los días posibles. Intempestivamente la disposición de las fases del día se volvió caótica y el clima displicente.

Un día, mientras descansaba de una de mis caminatas, me pareció verla en un sitio ulterior al mío. La alcancé y le hablé, parecía ausente, su mano estaba fría pero tenía intenciones de quedarse, según percibí. ―¿Vienes de la pradera?― me preguntó; enseguida agregó: lo digo por las espigas en tu ropa. Le dije que no. Platicamos poco, me contó que una noche me vio entrar en la pradera y al día siguiente caminar por la orilla izquierda y temió que cayera al abismo. Contaba esto con una calma perturbadora.

Veintiocho o setenta y seis horas después volvió a irse. Torné a buscarla, recorrí zonas que cruzamos juntos. Un mañana caminé por una parte hasta entonces desconocida para mí, al principio creí que la calle se bifurcaba, no es posible ―pensé― es circular, pero después caí en cuenta de que de ella se desprendían un sinnúmero de nervaduras, vislumbré que todas confluían; permanecí perplejo por mucho tiempo hasta que los deseos incontenibles de llorar me arrodillaron. Alguien que me escuchó sollozar me dijo: Aquello que anhelas ha de estar esperándote en otro sitio o es probable que también te esté buscando: comprobaste ya que las nervaduras convergen.

Hacia la tarde, cuando caminaba muy cerca de la pradera, una mano asió fuertemente la mía. Era la suya y me dijo: Estaba buscándote, yo sonreí y seguimos caminando el resto de la tarde juntos. Al anochecer (de esos que se prolongan infinitamente) me preguntó por qué la había buscado, por qué la seguía buscando. Quise hallar la respuesta en la nostalgia de mi mano, en su piel o en sus cabellos, pero la respuesta que encontré sabía que no iba a satisfacer a nadie y mucho menos a ella, era una respuesta absoluta, franca, acaso inocente: quería ver tus ojos otra vez ―le dije. Ella contestó con una mirada de incredulidad, luego tomó mi mano y seguimos, pese a las piedras bajo las suelas, caminando por la calle que creí recta, resultó circular y probablemente es o fue sólo una nervadura.

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Datos vitales

David Huerta Meza (Tulcingo, Puebla. 1986) es egresado de la Licenciatura en Lingüística y Literatura Hispánica en la BUAP. Ha sido alumno de Alí Calderón, Hernán Lavín Cerda y Francisco Segovia. Escribe cuento y ensayo, es colaborador en la revista digital The Insigthers, otros textos suyos han aparecido en Círculo de Poesía y en Literatura y Poesía.

 

 

 

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