Poemas a la mujer negra

Apareció recientemente en Ecuador la antología La muchedumbre de tu risa. La mujer negra en la poesía, que recoge poemas de autores de distintas tradiciones líricas, autores que van de Rubén Darío a Derek Walcott. El libro fue recopilado por Carlos Garzón Noboa.

 

 

 

 

LA MUCHEDUMBRE DE TU RISA: BREVE HISTORIA DE UN LIBRO

 

 

La historia de este libro comenzó hace muchos años con el descubrimiento

de una obra magistral del poeta ecuatoriano Paco Tobar García, titulada La luz labrada: diamante de palabras y silencios, tallado de manera primorosa para Elena Caicedo Tenorio, hermosa y altiva mujer negra del norte de Esmeraldas, quien, en palabras del

propio poeta, «prefirió la noche iluminada al cielo raso». Dicha obra, tengo la certeza, es y será un referente de la poesía amatoria de todos los tiempos, equiparable al Cantar de los cantares o a los mejores poemas del oceánico Pablo Neruda.

La lectura de La luz labrada me cautivó desde el primer instante; porque, al igual que en el milenario texto bíblico, atribuido al sabio rey Salomón, en los versos de nuestro poeta palpita un amor inconmensurable a una mujer de raza negra: pasión telúrica

nimbada de un hechizo que se ha mantenido radiante y joven desde los albores de la Humanidad. Esta obra de Tobar García constituye, además de un reconocimiento al dolor que tuvo que soportar con valentía el pueblo negro, arrancado de su natal África, una celebración en honor a su musa de ébano, por esa alegre generosidad tan característica de su raza y por ese corazón musical, tam-tam frenético, que se ha escapado de la jaula de su pecho para embriagar a la poesía con su ritmo; recordemos que Salomón cantaba: «Mejores que el vino son los besos de tu boca». Celebración enlazada a esa poderosa y matriarcal voz convocando a los ancestros y a la prodigiosa esbeltez de su figura siempre dispuesta al baile, porque sabe que los viñedos de la felicidad todavía existen. En definitiva, La luz labrada es un canto glorioso al orgullo de amar a una MUJER NEGRA, así, con mayúsculas; mujer cuya singular belleza se manifiesta gracias al magnético resplandor de su piel teñida con el sudor de la noche y a su inextinguible erotismo que seguirá floreciendo como un árbol en llamas desde el jardín del Edén. Hermosura que se reafirma en ese cabello duro y crespo, tantas veces acariciado, expandiéndose como un sol en éxtasis sobre la palmera de su cuerpo; y, en especial, en aquellos labios gruesos, fruta madura, desde cuyo horizonte nace la muchedumbre de una risa franca y contagiosa, de dientes blanquísimos: luna llena que ilumina, de repente, el cielo de su rostro; dulce carcajada que halla su perfecto equilibrio en una nariz ancha, del tamaño de su alado corazón, para abrazar en su plenitud el hálito urgente de la vida. Por estos dones, la mujer negra también me inspira un amor obsesivo, sublime, sin fronteras…, que, debo confesar, lo he gozado y sufrido en carne propia con total entrega. Este sentimiento es el motivo primordial que me ha llevado a publicar LA MUCHEDUMBRE DE TU RISA, trabajo que ahora de la manera más cordial pongo a disposición de ustedes.

Siguiendo con el tejido de esta historia, después de leer y releer, muchas veces y con la misma devoción, La luz labrada, presentí que sería una magnífica experiencia hacer un libro cuyo eje sea la belleza de la mujer negra, belleza retratada en cuerpo y alma, y que sus páginas atesoren los poemas más representativos que se hayan escrito al respecto alrededor del orbe y en todas las épocas. En las antologías de poesía negra consultadas hasta entonces, la mujer africana y afrodescendiente se encontraba como protagonista de extraordinarios poemas, pero siempre subordinada a contextos sociales de identidad, rebeldía, denuncia o reivindicación; nunca su belleza ni sus valores como ser humano habían sido el tema fundamental de aquellas investigaciones. El trabajo se vislumbraba

arduo; sin embargo, una de las virtudes que a veces otorga el amor es la paciencia; una «ardiente paciencia», como bien titula a una de sus novelas el chileno Antonio Skármeta. Es así que, a la par que desarrollaba mi vocación pictórica, siguiendo el ejemplo de un ilustre predecesor: el gran maestro de origen alemán Guillermo Wiedemann, quien plasmó en fabulosos lienzos la espiritualidad de la mujer negra del

Chocó colombiano, empecé a recopilar cuanto texto en verso o prosa encontraba en el camino (quizás eran esos mismos textos los que, también, venían a mí intuyendo mi deseo), con el regocijo de que algunos entrañables colegas crearon poemas exclusivamente para esta antología.

La cosecha fue pródiga; no obstante, hacía falta una minuciosa selección. Esta labor la realicé con tanto empeño que desearía que cada poema se convirtiese, al mejor estilo de Las mil y una noches, en una maravillosa ofrenda para la mujer negra del Ecuador y del mundo. Quiero dejar constancia de mi gratitud a Teresa Álvarez por la “muchedumbre de su risa” y por su infatigable generosidad, y a la Casa de la Cultura Ecuatoriana que acogió con entusiasmo la publicación de este libro.

También quiero agradecer de manera especial a mis padres y a entrañables amigos como Gabriel Cisneros Abedrabbo, Lirio del Valle, Elena Caicedo Tenorio, Rodolfo Salazar Ledesma, Nelson Villacís, Vania y Miguel Ángel Preciado, Magda Cazañas, Magaly Madam, Julia Erazo, Xavier Oquendo, Natalia Robelly, Luis Yaulema, Ricardo Sempértegui, Francisco Terán, Aida Marcela Herrera, Sandra Beraha, Daniel Carmigniani, Narda Tamayo, Gabriel Zambrano, Diango Gil, Henna Brown, Yuliana Ortiz y Wladimir Garrido; quienes con su apoyo contribuyeron para que este sueño se hiciera realidad. Para concluir, doy la bienvenida al escenario a Vania Preciado, a Teresa Álvarez y a Rodolfo Salazar Ledesma, para quienes solicito un fuerte aplauso, muchas gracias.

 

Carlos Garzón Noboa

 

 

Aurelio Arturo

Colombia

 

 

 

NODRIZA

 

Mi nodriza era negra y como estrellas de plata

le brillaban los ojos húmedos en la sombra:

su saliva melodiosa y sus manos palomas mágicas.

¿O era ella la noche, con su par de lunas moradas?

¿Por qué ya no me arrullas, oh noche mía amorosa,

en el valle de yerbas tibias de tu regazo?

 

En mi silencio a veces aflora fugitiva

una palabra tuya, húmeda de tu aliento,

y cantan las primaveras y su fiebre dormida

quema mi corazón en ese solo pétalo.

 

Una noche lejana se llegó hasta mi lecho

una silueta hermosa, esbelta, y en la frente

me besó largamente, como tú; ¿o era acaso

una brisa furtiva que desde tus relatos

venía en puntas de pie y entre sedas ardientes?

 

Tú que hiciste a mi lado un trecho de la vida,

¿te acuerdas de ese viento lento, dulce aura,

de canciones y rosas en un país de aromas,

te acuerdas de esos viajes bordeados de fábulas?

 

 

 

 

 

 

 

Efraín Bartolomé

México

 

 

MUCHACHA EN SEAPORT VILLAGE

 

Yo bebía sambuca en el muelle de San Diego

cuando la joven negra entró en mis ojos

 

Café y sambuca le brindé (¿sin darme cuenta?)

 

Ella aceptó

 

Café y sambuca la muchacha negra:

la lengua dulce de la muchacha negra frente al mar

 

Eran las ocho de la noche

y el sol aún no se hundía:

yo me hundí en la muchacha y en el infierno

 

En la pequeña plaza la ninfa blanca de la fuente

 

Un barco

una montaña

un velero amarillo:

Seaport Village reunió todo el azul del mar

y lo puso a secar

 

En el Oriente ardía la Luna llena y en el Poniente el Sol:

equilibrio perfecto:

el desequilibrio era mi corazón

 

Tenía un vestido blanco ciñéndole la piel

como otra piel sobre la negra piel

que le ceñía el alma

 

yo medí palmos de alma en su cadera

y recorrí con mi lengua más dulce su línea ecuatorial

 

Negra de belleza brutal y espesos ojos abismales

 

Qué prodigio aquel Dios amasando esas nalgas

con tan humana inspiración

 

Divino pan

cocido con harina africana y americano sol

 

Todo para las manos del mexicano anónimo

tocado por la sal  por el mal

herido por la lanza pánica del amor ocasional

 

No era posible más negrura

mas sus areolas fueron aún más negras

y la negrura se reconcentró

en el carbonizado pezón

altivo

rabiosamente vivo

coronando la más humana flor

 

Su bosque despertó

con el rocío interno del Deseo

y se abrió

como una roja flor bajo la lluvia

 

Se hundió mi corazón en tinta negra

 

Se hundió mi corazón en el blues de sus ojos.

 

 

 

 

 

 

Calixthe Beyala

Camerún

 

 

DINQUINESH

 

Soy negra, tan negra que todo se ve más claro.

Negra como las pavesas azuladas que ninguna estrella despide.

Negra de las Áfricas, de los deseos exaltados,

de las sombras esculpidas.

Negra de mis sueños.

 

Mas de esa Presencia Negra brota el oro

de los universos cálidos entre las ruinas.

Las muchedumbres acuden prestas

a contemplar el primer templo de los dioses.

En los esplendores de la embriaguez,

tropieza el profeta de la palabra,

el órgano del trovador se desnuda,

la paleta del pintor, por fin, enmudece,

la vida, toda la vida de los demás se desmorona.

 

Entre Diosa y mujer

mis días se equilibran.

Soy el principio, los Dioses navegan entre mis olas.

Omega de los sueños inconfesos.

Estoy desnuda y, no obstante, vestida de virtud.

En la medianoche de los soles

mis pies reclaman grandeza.

 

En las olas, la espuma y las llamas,

algo resplandece, algo brilla:

grabado en el cuerpo del cielo centellea el ojo adorador de las multitudes

que acuden a verme desnuda y a conocerme

en los espejos carnales de los horizontes quebrados.

 

Despierta, ¡oh, guerrero de los templos vudú!

Ensarta tu azagaya.

Vuelve hacia mí tu rostro infantil.

Se me escapan las palabras que se amontonan.

Dibújame el fuego, la tierra y la revolución estelar.

Ven a mí, embelesado, altivo, honrado por lunas y lanzas.

Bate mil vientos, haz que tu sangre corra, más sangre.

Vuelve tu sexo, devuélveme tus ojos en los que se perdieron

los miedos y los odios.

Adoro ese azul del alma en el que cabalga tu orgullo.

 

Magníficos son mis jardines, allá abajo, alrededor de tu muerte,

donde los rumores palidecen, dando vida a su sombra y a su sol.

Concluye la estación y el árbol sigue repleto de pájaros cantores y de flores.

De la cavidad más sombría de la tierra,

soy la estación sin pesadumbre, un anillo en el dedo del cielo.

Derek Walcott, Santa Lucía, Pequeñas Antillas

 

 

 

 

 

 

Derek Walcott

Santa Lucía

 

OMEROS

(fragmentos)

 

La vi después de aquel instante en la playa, cuando su rostro

hizo temblar mi corazón, y aquella increíble mirada

me paralizó más allá de toda figura de lenguaje,

 

cuando, en vista de que ellos juzgaban ingobernables sus arrebatos

y demasiado mordaz su lengua para una camarera que toma las órdenes,

ella puso tienda: chaquiras, ganchos para el pelo y mesa de caballete.

 

Trenzaba como en juncos los cabellos rubios de las turistas

con brillantes chaquiras; luego, se sentaba aparte de los vendedores

sobre su cajón de refrescos, mientras ellos reñían como mirlos

 

acerca de quién se le adelantó al otro robándole la venta, entre las sombras

de la choza techada con paja, en playera y floreados sarongs.

Su cincelado rostro titilaba con los dibujos de las ondas

 

luminosas proyectados entre las caretas de coco y las arracadas de coral,

que reflejaban la paciencia de la mar. Cierta vez, cuando pasaba

por delante de su sombra mezclada a las otras sombras, vi la rabia

 

de sus tanteantes ojos, y sentí de nuevo el estremecimiento

provocado por una pantera disimulada en la oscuridad de su jaula

que me arrastraba hacia su forma tal y como hiciera con Aquiles.

 

Me detuve, pero hice acopio de toda la fuerza del mundo

para acercarme a su puesto, como un cazador

al acercarse a la rama donde una pantera yace encrespada

 

con la luz del follaje sobre su negra seda. Plantarme

delante de ella, ¿y luego fingir interesarme en la venta

de una máscara o de una playera? Su mirada parecía muy aburrida,

 

y así como una pantera deja de menear la cola

antes de internarse con ágil salto en la hierba, dio un bostezo

y se adentró en una espesura trenzada con ropa de palmeras estampadas,

 

mientras yo me quedaba allí, aturdido por su agilidad felina

y por su presuroso desvanecimiento; y a la saga de ella, el aire trémulo

dividido por su eco que oscilaba como un junco.

 

 

 

 

 

 

Puedes ver a Helena en el Alción. Lleva puesto

el traje del país: blanco corpiño descogotado,

el cuello guarnecido de encaje, sólo una abertura en un pecho

 

para los clientes cuando coloca lo que ordenaron

sobre los broqueles de las mesas. Pueden imaginar el resto

bajo la falda de madrás de dorados ribetes

 

y el pañuelo coqueto ciñendo sus cabellos.

Se detiene entre las mesas, sosteniendo una bandeja

sobre el estómago para ocultar de las miradas la redonda ola

 

de su preñez. Hay algo demasiado remoto

en su tranquilidad. Las mujeres estudian su belleza

como un grabado de ébano, pero vuelven la cara

 

si se encuentran con sus ojos. Mas si diera un brusco viraje

a su silueta esculpida a martillo sobre el metal de la mar

como el perfil de un escudo, con el cuello sinuoso

 

suspirando como el de una palmera, podrías recordar esa batalla

por la que se dio nombre a una isla o el virante casco

del Ville de Paris en su corpiño con adornos de roción,

 

o pensar nada más: «¡Qué hermosa mujer nativa», y su cabeza

se volverá cuando chasques los dedos, con lentos ojos

que se aproximan, despaciosa como una pantera

 

entre las blancas mesas con férreos paraguas de verdes palmas,

entre los chiquillos que chapotean en la piscina con alas de caucho;

y es África la que anda a grandes pasos, no la Hélade de alabastro;

 

y la mitad del mundo se abre para mostrarte su perla negra.

Ella espera tu orden y retiras tus ojos

de los suyos, que nunca cargaron con el saqueo

 

de Troya, que nunca traicionaron al cornudo Menelao

ni atraparon en la red de sus iris a Agamenón.

Pero el nombre de Helena me había asido el puño con su prensa

 

para zambullirlo en la espumante página…

 

 

 

 

 

 

William Carlos Williams

Estados Unidos

 

 

 

UNA NEGRA

 

con un manojo de maravillas

envueltas

en un viejo periódico:

Las lleva en alto,

la cabeza descubierta,

la mole

de sus muslos

la hace contonearse

mientras avanza

mirando

las vitrinas de las tiendas

 

Qué es

si no es un embajador

de otro mundo

un mundo de lindas maravillas

de matices dobles

que ella anuncia

sin saber lo que hace

sino

que camina las calles

con las flores en alto

como una antorcha

tan temprano en la mañana

 

 

 

 

 

 

 

Juan Ramón Jiménez

España

 

 

New York, 4 de abril.

 

LA NEGRA Y LA ROSA

                                   A Pedro Henríquez Ureña

 

            La negra va dormida, con una rosa blanca en la mano. —La rosa y el sueño apartan, una superposición májica, todo el triste atavío de la muchacha: las medias rosas caladas, la blusa verde y trasparente, el sombrero de paja de oro con amapolas moradas.— Indefensa con el sueño, se sonríe, la rosa blanca en la mano negra.

            ¡Cómo la lleva! Parece que va soñando con llevarla bien. Inconciente, la cuida —con la seguridad de una sonámbula— y es su delicadeza como si esta mañana la hubiera dado ella a luz, como si ella se sintiera, en sueños, madre del alma de una rosa blanca. —A veces, se le rinde sobre el pecho, o sobre un hombro, la pobre cabeza de humo rizado, que irisa el sol cual si fuese de oro, pero la mano en que tiene la rosa mantiene su honor, abanderada de la primavera—.

            Una realidad invisible anda por todo el subterráneo, cuyo estrepitoso negror rechinante, sucio y cálido, apenas se siente. Todos han dejado sus periódicos, sus gomas y sus gritos; están absortos, como en una pesadilla de cansancio y de tristeza, en esta rosa blanca que la negra esalta y que es como la conciencia del subterráneo. Y la rosa emana, en el silencio atento, una delicada esencia y eleva como una bella presencia inmaterial que se va adueñando de todo, hasta que el hierro, el carbón, los periódicos, todo, huele un punto a rosa blanca, a primavera mejor, a eternidad…

 

 

 

 

 

 

Rubén Darío

Nicaragua

 

 

LA NEGRA DOMINGA

 

¿Conocéis a la negra Dominga?

Es retoño de cafre y mandinga,

es flor de ébano henchida de sol.

Ama el ocre y el rojo y el verde,

y en su boca, que besa y que muerde,

tiene el ansia del beso español.

 

Serpentina, fogosa y violenta,

con caricias de miel y pimienta

vibra y muestra su loca pasión:

fuegos tiene que Venus alaba

y envidiara la reina de Saba

para el lecho del rey Salomón.

 

Vencedora, magnífica y fiera,

con halagos de gata y pantera

tiende al blanco su abrazo febril,

y en su boca, do el beso está loco,

muestra dientes de carne de coco

con reflejos de lácteo marfil.

 

 

 

 

 

José Agustín Goytisolo

España

 

 

LOS PASOS DEL CAZADOR

 

LIV

 

Porque tienes la piel negra

te dicen fea.

 

Y tú dando explicaciones

bonita fea.

 

Que así te volviera el sol

y antes no lo eras.

 

Que tú naciste muy blanca

y el aire quema.

 

No te sigas disculpando

bonita fea.

 

Hay pueblos donde las diosas

también son negras.

 

Más que tú fea bonita

bonita y negra.

 

 

 

 

 

Xavier Oquendo Troncoso

Ecuador

 

 

 

EN EL PRINCIPIO, LA NEGRA…

 

Porque el amor

que puede ser la noche

y puede ser la luna,

es siempre ese negro

candor luminoso

que se expande.

 

Donde el amor se asienta,

en ese ónix de mujer,

en ese cuerpo brilloso y lacado,

sobrevive el volcán de la vida.

 

Ahí habita el amor.

Está en la rosa donde edificarán los templos

todos los hombres procreadores.

 

De ese cuerpo modelo

que es el molde de la primera mujer,

nació el Universo.

 

En plena cadera de ese cuerpo

amaron los ríos, las sendas

abiertas por los dioses negros.

 

En medio del desierto habitado, tu cuerpo cobrizo

reposa sobre la redondez azul de las navajas soleadas.

Se expanden las llanuras

y se acerca, tibia, la mancha de la cordillera.

 

Está el cuerpo donde se edificó la inteligencia,

se inventó el fuego y se vislumbró la rueda.

Es allí donde Adán creó el dolor,

donde la negra lava la espalda del planeta,

y las fuerzas se amansan

para contemplar el color de las montañas azules.

 

Es allí donde se alzan las fumarolas de vidrio

que tienen los ojos de aquella mater dormida,

donde llegan a tiempolos muslos universales

para crear el amor.

 

Allí está el amor, está la matriz,

con que se sazona el potaje del placer.

 

Cerca de esa cintura

todo ser queda pequeño,

todo cuerpo erupciona: mujer de luz obtusa.

 

Negra eterna,

negra imparable,

negra azúcar morena,

egra de vientres carbonizados.

 

Porque el amor,

que puede ser la noche, eres tú,

pese a la luna que te abraza

cuando te ríes de todos.

 

Te esperamos.

Estamos en ti misma,

en el color del génesis que tiene tu cuerpo.

 

Eres la luz de tu palabra, la misma que creó en un solo día el amor.

 

Y en el segundo día no hubo descanso.

 

 

 

 

 

 

Carlos Garzón Noboa

Ecuador

 

 

 

CALIGRAMA PARA UNA MUJER NEGRA

Juntos

somos unSÍ            frente al mundo.

 

 

 

 

 

 

 

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