Memorias de la poesía colombiana I: León de Greiff

Iniciamos el dossier: Memorias de la Poesía Colombiana, de José Luis Díaz-Granados El primer texto está dedicado al mítico poeta León Greiff (1895-1976). Autor de: Tergiversaciones (1925) Libro de Signos (1930) y Fárrago (1954), entre otros. José Luis Díaz-Granados escribe poesía, ensayo y narrativa. Recientemente publicó, bajo el sello del Fondo de Cultura Económica, El laberinto. Antología poética 1968-2008 y, en esta ocasión, nos entrega este Recuerdo de León Greiff.

 

 

 

 

 

 

 

 

Recuerdo de León de Greiff

 

“León es nuestro único mito vivo”, exclamó Gabriel García Márquez en marzo de 1966 cuando le comenté que en Bogotá se estaba preparando un gran homenaje al poeta con motivo de sus 70 años.

En el álbum de poesías que mi madre coleccionaba desde su adolescencia en los años 30, aparecían varios textos de León de Greiff y yo me había aprendido de memoria aquella Balada, que dice:

Las manos atormentadas / de las dulces prometidas / son dos palomas heridas…

En 1962, Luis Fayad me había prestado la Antología poética, publicada en 1942 con prólogo de Antonio García. Durante un año largo fue mi lectura recurrente. Y absolutamente fascinado por aquella magia verbal, por aquellos caminos atravesados por juglares con licores y alforjas que paraban en fondas imprecisas en donde evocaban a las Rosas del Cauca, no tardé en idealizar al cantor de “Sergio Stepanski”.

En ese tiempo León de Greiff vivía en Suecia. Hacía cinco años había llegado a la tierra de sus ancestros. Era, pues, una figura lejana, mítica. Los amigos contaban anécdotas suyas, recordaban las tertulias bohemias del  Café “Automático” con poetas, músicos y ajedrecistas. Decían que era rebelde, que era bolchevique, que era ruso, que fumaba pipa y tomaba licores exóticos. Que amaba mujeres rarísimas de ojos voluptuosos y labios delirantes.

“Esta rosa fue testigo / de ese, que si amor no fue, / ninguno otro amor sería / de cuanto te diste mía…”.

En 1963 regresó el poeta a Colombia y fue noticia en todos los ámbitos de la comunicación, Con Luis nos pusimos a la tarea de verlo. Una noche, caminábamos por la Calle 45 con Carrera 16, justo cerca de la casa del musicólogo Otto de Greiff, hermano del poeta. Vimos la luz encendida en la sala y sentimos una corazonada. A los pocos minutos, se abrió la puerta de la calle y tuvimos frente a nosotros a León de Greiff en cuerpo y alma, fumando su boquilla larga, la cabeza cubierta por una boina gris oscura y su acento paisa, inconfundible. Nos lanzó una mirada luciferina y se encaminó velozmente hacia la Avenida 42.

En 1969, Germán Espinosa me presentó al maestro. Fuimos a visitarlo a su casa del Barrio Santa Fe y allí, entre montones de libros y periódicos, papeles, objetos en desorden, botellas vacías, polvo y ceniza, departimos animadamente mientras bebíamos aguardiente y brandy. Hablamos de “Los Nuevos”, de Napoleón, de Dvorak, de la partida de ajedrez jugada entre el Che Guevara y su hijo Boris en La Habana. Allí el Che le contó a Boris que durante su visita a Bogotá en 1952 había ido al “Automático” y le había pedido un autógrafo al poeta.

Meses después estuvo en mi casa: mi madre preparó un sancocho de gallina, acompañado de abundante “Onix” Sello Negro, de Boyacá, mientras hablábamos de literatura y de política.

Fue deliciosa aquella velada, especialmente para los jóvenes que escuchábamos ensimismados anécdotas de la Generación de Los Nuevos (“de los Nuevones”, decía De Greiff con picardía infantil), no  sólo de labios del poeta de la Canción de Rosa del Cauca, sino también de los de Luis Vidales y Darío Samper . Compartíamos José Stevenson, Germán Espinosa, Luis Fayad, Oscar Alarcón Núñez, mi mamá, mis hermanos Manuel y Felipe, Clara Samper, Josefina Torres, Carmen Lidia Cáceres y Olga de Stevenson.

En otra ocasión, también en  mi casa, Paulina Rivera, la esposa de Luis Vidales, comunista ortodoxa, se enfrascó en una discusión tremenda con De Greiff, acerca de los escritores en la URSS. Aquella atacaba a Pasternak, éste lo  defendía. Vidales, sonreía nervioso sin tomar partido. De pronto, con coquetería infantil, De Greiff sacaba del bolsillo interior del saco una foto de una adolescente china. “Es mi novia”, decía. “¿La muestro o no la muestro?”, decía sacándola y escondiéndola como un niño. “Conocí a mi suegro. Podía ser mi hijo”.

En julio de 1970 hicimos parte de la delegación colombiana al III Congreso Latinoamericano de Escritores. De Greiff me distinguía mucho. Dejaba entrever su afecto. En un acto realizado en el paraninfo de la Universidad Central leyó su famoso “Relato de Sergio Stepansky”:

Juego mi vida, / cambio mi vida, / de todos modos la llevo perdida…

A su lado lo escuchaban con admiración Pablo Neruda, Ricardo Molinari, Miguel Otero Silva, Roberto y Sara de Ibáñez y un joven desconocido, Eduardo Lizalde, que había llegado de México en reemplazo de Carlos Pellicer.

Yo era muy joven entonces y muy tímido. En Caracas, andaba solitario y deprimido porque no me enteraba de los horarios precisos del congreso al que asistía. Cuando llegué al Hotel “Tampa”, el bus ya había partido con los participantes rumbo al Panteón donde reposan los restos del Libertador Simón Bolívar.

Entré al bar del hotel y en la barra estaba el maestro León de Greiff, junto con una escritora de Costa Rica, un poeta venezolano de cuyo nombre no quiero acordarme, y el arquitecto colombiano Carlos Celis Cepero.

De Greiff me saludó con sinigual afecto y luego pasó a preguntarme: “Oiga, Díaz-Granados: ¿por qué se fue Germán Espinosa?”. El novelista cartagenero había tomado un avión de regreso a Bogotá, por varios motivos, entre ellos por una discusión que había tenido la noche anterior con el autor de Tergiversaciones en La Casona, donde el presidente Caldera nos brindó una recepción. Algo de eso le comenté al maestro. “Pero qué pendejo Germán”, respondió algo triste.

Celis Cepero comentó “Ah, ¿usted es el poeta Díaz-Granados?” Cuando respondí afirmativamente, agregó: “Es que el maestro León de Greiff no ha hecho otra cosa que hablar de usted y elogiar su poesía, ¿no es verdad, maestro? Díganos delante de él todo lo que nos dijo sobre su poesía”. El maestro hizo un signo negativo, mientras fumaba compulsivamente su boquilla: “Yo no soy crítico”, dijo. Yo me senté en una de las sillas de la barra y el poeta venezolano me dio la espalda. Todos continuaron su tertulia y yo me quedé aislado y silencioso. El maestro León al percatarse de ello, se levantó de su silla y vino hacia mí: “Oiga, Díaz-Granados”, dijo con tono suave. “Sí, maestro”. “Usted sabe muy bien lo que yo opino de su poesía. Usted lo sabe”. “Sí, maestro”, y volvió a su puesto. Enseguida, el poeta y banquero venezolano —seguramente buen entendedor— se volvió hacia mí y me pidió disculpas por el desaire.

Fueron innumerables las veces que nos encontramos con el maestro hasta sus días finales en 1976. Era sencillo y juguetón como un niño inquieto. Decía una grosería o un verso de doble sentido y se reía avergonzado como si hubiera cometido una travesura. No he conocido en mi vida un hombre más bueno, más tierno ni más sencillo.

 

  

José Luis Díaz-Granados

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