En esta segunda entrega del dossier: Memorias de la Poesía Colombiana, de José Luis Díaz-Granados. El poeta colombiano nos presenta Genio y figura de Luis Vidales (1900-1990). Vidales, además de poeta, fue crítico de arte y profesor universitario; Premio Nacional de Literatura, fundador del movimiento vanguardista en su país y de los primeros grupos comunistas. Publicó: Suenan timbres (1926), Tratado de Estética (1945), La insurrección desplomada (1948), La obreríada (1979), Poesía inédita (1982) y El libro de los fantasmas (1985), entre otros.
Genio y figura de Luis Vidales
Para mí es particularmente difícil escribir un par de líneas sobre Luis Vidales, no sólo por el secreto temor de aparecer inferior al encargo, sino porque toda mi vida he aspirado a realizar un ambicioso trabajo que abarque analíticamente la totalidad de sus años y de sus obras publicadas e inéditas. Entonces, al volcar mis expectativas sobre tan sólo dos o tres cuartillas, siento que me voy a quedar corto, que muchas cosas se envolverán en las sombras del tintero y que la eterna agonía entre el deseo interior de expresar emociones y la dura realidad de hacerlo a medias, va a sentar sus reales en estas páginas, irremediablemente.
Porque conozco al maestro Vidales desde 1962 y he sido indistintamente su amigo, discípulo, secretario, confidente, hijo adoptivo, subalterno de oficina, compañero de innumerables veladas báquico-literarias, oyente sempiterno de sus poemas, prosas, anécdotas y recuerdos y testigo del cotidiano espectáculo de su inteligencia, sé de su insobornable vocación, devoción y entrega absoluta a la poesía. Para él no existen esquinas desconocidas en el género. Tienta, acude, explora y domina todos los registros líricos y desde hace más de 65 años está experimentando diariamente, como un alquimista en su cueva de milagros, nuevas formas de expresión literaria trasmutando sueños por palabras y encontrando en ciertos vocablos de ayer ecos jubilosos del mañana.
Es por eso por lo que los lectores de su obra poética hallarán un soneto de impecables endecasílabos en los que alude a Lope o a Quevedo, antecediendo un poema de versos libérrimos en los que fustiga a un tal Ronald Reagan. Para Vidales, en su original armonía es un sincero defensor del orden cotidiano—, el coro universal de la poesía es un espejo que irradia, traspone o multiplica el sueño o el sentimiento de cada día, la motivación de cada instante de manera que de la mano del poeta recorremos los caminos de su infancia en Calarcá, nos ahondamos en Honda, nos duele Vietnam, vivimos el intenso tráfago bogotano, cantamos villancicos antibélicos, satirizamos el Plan —¡plan, pataplán!— presupuestal, demolemos el romanticismo, levantamos el mástil del sexo, vamos a vespertina con la novia, ensalzamos a Lenin y a Fidel Castro, y sobre todo, nos encendemos del más puro, arterial e inmarchitable amor por Colombia.
Yo no he visto en la historia de la poesía colombiana un caso más vehemente de libertad creadora y al mismo tiempo de fecundidad literaria —con la sola excepción, quizás, de Rafael Pombo—, que el de este niño de 80 años llamado Luis Vidales. Bien podría él repetir con su colega y camarada Rafael Alberti estas palabras: “Tengo que expresar mi horror por las clasificaciones, mi amor, por el contrario, a la independencia más absoluta, a la variedad, a la aventura permanente por selvas y mares inexplorados”.
En sus libros publicados e inéditos Vidales recrea su universo particular. Aquel que precozmente inició con el primero, Suenan timbres (1926), y que luego ha ido plasmando audazmente en obras como La obreríada (1978) y en otras que ha venido publicando, fragmentariamente, a ratos perdidos durante más de medio siglo. Ese Vidales que equivale a una docena de poetas, ya que ama por igual la estadística y los equívocos, la Edad Media y la Revolución de Octubre, a Carlos Marx y a Luis Tejada, al hombre de Cromagñón que pintó las cuevas de Altamira y a Picasso, a los relatos sobre remotas galaxias y al cine de Charlot, a su generación de Los Nuevos y a los centauros del Pantano de Vargas; ese gran colombiano erudito e irreverente que se autorretrata con un corazón como un bolsillo para guardar a la novia, el que en los años 20 escandalizaba como sus versos extraños, su pipa kilométrica del barrio de Las Nieves, habita desde hace muchísimos tiempos en el territorio del corazón de millares de lectores que lo han venido reconociendo, en consenso cada vez mayor, como su cantor, su intérprete, su poeta nacional, como aquel que detecta sus alegrías, emociones y dolores y convierte todo ese innumerable panal de sentimientos en los más bellos, cáusticos, delicados y prodigiosos poemas.
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Dicen los expertos en la materia que la prueba suprema de la inteligencia consiste en la facilidad con que el ser humano se adapta a cada nueva circunstancia. Yo conozco al maestro Luis Vidales desde 1962 y no lo he visto una sola vez incómodo en parte alguna. Llega a la tertulia del café, a la visita en la casa de un amigo, a la mesa redonda o a la velada de provincia: toma asiento, enciende un cigarrillo y ahí se queda durante horas interminables, incluso hasta el amanecer, sin moverse de la posición inicial. Entretanto, los contertulios se han levantado treinta y cinco veces a llamar por teléfono, lavarse las manos, tomar agua, buscar comida, etc. Además, finalmente se han despeinado, han gritado, cantado, peleado, dormido, abrazado y finalmente se han ido. Y el maestro ahí, sereno y sonriente, deslumbrando a los que se han quedado fascinados con su memoria de elefante, conversando acerca de todos los temas, escuchando música sin alterarse, fumando sin descanso y tomando el aguardiente de su predilección sin perder jamás los estribos.
Lo increíble de todo esto es que Luis Vidales bebe, fuma, escribe, se enamora, hace política y trasnocha desde la edad de 12 años, es decir —¡Y pásmense los médicos y los alarmistas de todas las calañas!— que hace 70 años largos el insigne poeta calarqueño usa y abusa de aquellas cosas que ahora dizque hacen daño, producen cáncer y llevan prematuramente a la tumba.
A lo largo de 25 años de ininterrumpida amistad, que me honra, enorgullece y alegra sobremanera, he observado en Vidales varias criaturas interesantes. Primero que todo, al poeta. Enseguida, al político. Luego, sucesivamente, al estadístico, al crítico de arte, al bohemio, al viajero y al mamagallista. Y circundándolos a todos, al patriota. La última vez que vi al maestro Eduardo Carranza fue durante un recital que ofreció en el Auditorio del ICFES en Bogotá. Terminó de leer su poema Lección de geografía y cuando llegó a los versos finales “si me abriera las venas / la palabra Colombia saltaría a borbotones”, Vidales, que estaba a mi diestra, murmuró en mi oído: “Me hizo llorar el pendejo!”. Y es que no conozco un colombiano que ame de manera más abrasadora y totalizante a su país que el célebre autor de La obreríada.
Vidales poeta contiene también varias criaturas singulares. En primer lugar está el precoz oficiante de los años infantiles y adolescentes. Es un niño recién llegado de su comarca cafetera que observa cómo su padre, un brillante profesor de secundaria, toma apuntes y observaciones cotidianas en papelitos que va enrollando cuidadosamente para luego guardar en los bolsillos. El niño precoz lo imita y, a manera de las “epifanías” joyceanas, van naciendo sus primeros versos cargados de fosforescente ingenio.
Cuando cursa el bachillerato en el Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario, escribe sonetos de corte modernista que, paradójicamente, lo llevan directamente a la poesía revolucionaria, sin precedentes en Colombia, de Suenan timbres. En 1926, antes de cumplir los 22 años, publica Vidales su primer libro, que ocasiona gran escándalo en la parroquial Bogotá. El volumen está conformado por versos sin rima ni métrica, en los cuales se burla de la ciudad, de la gente, de sus ademanes y hasta de sí mismo. Ve los árboles como aves que esconden la otra pata entre el verde plumaje; la cola del pavorreal como los ojos vivos de las mujeres muertas; ve los pinos como fundas de las catedrales góticas, a los seres humanos como transeúntes que van completamente desnudos bajo sus vestidos, y así por el estilo. Ante el estupor de los políticos tradicionalistas y sin proponérselo, Luis Vidales inaugura una nueva forma de expresión lírica en Colombia. Lo saludan con emoción Alberto Lleras Camargo, León de Greiff, Luis Tejada, Jorge Zalamea, Jorge Luis Borges, Ronald Carvalho y Francisco Luis Bernárdez, entre otros. La Enciclopedia Larousse, por su parte, afirma que el libro Paroles de Jacques Prevert está influido por la poesía adolescente de Suenan timbres.
El mismo año viaja Vidales a París a estudiar economía y sociología. Se embriaga allí de lo más deslumbrante del naciente siglo: marxismo, psicoanálisis, cine, surrealismo, cubismo y teoría de la relatividad. Ve al sabio Voronoff realizar experimentos sobre la eterna juventud y lo toma del pelo; ve de cerca a Charles Lindhberg al término de su primer viaje sin escalas Nueva York – París y le estrecha la mano. Conoce a Picasso, a Tristán Tzará, a Vallejo, a Huidobro.
Durante su estancia europea pasa vacaciones con sus compatriotas Jorge Eliécer Gaitán, Juan y Carlos Lozano y Lozano, Alejandro Vallejo y otros. Retorna a Colombia en los años 30 e ingresa al Partido Comunista. Funda periódicos, recorre el país, realiza huelgas de hambre, escribe catecismos marxistas y asume la Secretaría General de Partido. Consolidada la llamada República Liberal, sufre prisiones; en varias ocasiones es detenido en Tunja, en Neiva y en otros lugares del país; alguna vez realiza una sonada huelga de hambre. Más tarde, alejado de la política, se dedica durante más de 40 años a las labores estadísticas. Entre 1938 y 1950 ejerce la cátedra de Historia del Arte en la Universidad Nacional de Colombia.
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En la época de la violencia partidista de los años 50, Vidales, junto con su esposa Paulina Rivera Olarte y sus cuatro hijos —Carlos, Luz, Ximena y Leonardo—, se exilia en Chile, país donde reside durante ocho años y labora como asesor técnico del Ministerio de Hacienda. En 1960, el presidente Alberto Lleras Camargo —amigo de toda la vida y compañero de la Generación de “Los Nuevos”—, ordena su repatriación y lo vincula al Departamento Administrativo Nacional de Estadística (DANE). Esporádicamente vuelve a las tertulias del Café “Automático” y comparte versos y tragos con León de Greiff, Jorge Zalamea, Arturo Camacho Ramírez, Eduardo Zalamea Borda, Jaime Ibáñez y el pintor Ignacio Gómez Jaramillo, entre otros.
Entre tanto, ha ido construyendo silenciosamente una monumental obra poética que sólo publica en revistas y magazines literarios: Espejo de la pintura, Las nuevas moradas, Versos de la vida buena, Libro del malamor y otras huevonaditas, Cantaletas no más, etc. Antes, en Chile, ha escrito una biografía del presidente Juan Antonio Ríos, el Diario suyo y mío, Argos va al oculista y Chile entre parpadeos.
Parte de sus clases universitarias las recogió en su Tratado de estética, publicado en 1945. Y tres años más tarde compiló una serie de artículos de análisis nacional titulada La insurrección desplomada: el 9 de abril, su teoría y su praxis.
A finales de la década del 70, la figura de Vidales se va haciendo más familiar entre el ambiente estudiantil. En 1978 —52 años después de la publicación de Suenan timbre—, da a la luz su segundo libro de poesía, La obreríada, donde me hizo el honor de dedicarme un poema: el canto a Fidel Castro titulado Este enseñó que la Revolución se hace haciéndola. Da conferencias y lecturas populares y viaja por el país y el exterior incontables veces, especialmente a la Unión Soviética, los países socialistas de Europa Oriental y Cuba.
En 1979 su apartamento de Chapinero es allanado por la fuerza pública y el poeta es llevado preso y vendado durante varias horas en las caballerizas de Usaquén. El hecho causa alarma y un comité internacional presidido por el filósofo Jean-Paul Sartre en París exige su libertad inmediata. “Apresar a Vidales —comentó el expresidente Alberto Lleras— más que un error es una estupidez”.
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Entre 1980 y 1986 publica nuevos libros de poemas: Obra inédita, Poemas del abominable hombre del barrio de Las Nieves (prologado por quien esto escribe, a pedido del maestro Vidales), Antología poética (compilada y prologada por el poeta Juan Manuel Roca) y El libro de los fantasmas (editado por Oveja Negra dentro de su Biblioteca de Literatura Colombiana). En 1982, la Universidad de Antioquia lo galardona con el Premio Nacional de Poesía, y en 1985, en la URSS, se le otorga el Premio Lenin de la Paz.
A los 84 años de edad, este niño-poeta, lleno de salud y en la plenitud de la creación, se dedica a animar y presentar jóvenes poetas y artistas provenientes de todas las latitudes del país a través de su programa radial Puntos sobre las íes en la literatura colombiana.
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Días antes de su muerte, acaecida en junio de 1990, me llamó para revelarme un dato insólito: que no había nacido en 1904 como aparecía en todas sus biografías sino en 1900. O sea que iba a celebrar sus 90 años de vida. ¿Por qué lo hizo hasta ahora? Sencillamente para decirle al mundo que había recorrido el siglo XX sin dejar de ser, más que un niño terrible, un gran mamagallista.