Presentamos un extenso ensayo del escritor argentino Marcelo Gobbo, sobre la obra y el estilo literario del gran narrador Ricardo Piglia. Marcelo Gobbo es escritor, realizador televisivo y cinematográfico. Ha escrito ensayos, poemas y relatos, algunos de los cuales han aparecido en diversas publicaciones de Buenos Aires y del interior de la Argentina, en un libro editado por la Universidad de Pittsburg (sobre Ricardo Piglia) y en diversos sitios de internet como La Estantería.
RICARDO PIGLIA: AUTOBIOGRAFÍA DE UN ESTILO[1]
Por Marcelo Gobbo
La crítica busca el contenido de verdad de una obra de arte…
Walter Benjamin, “Las afinidades selectivas” de Goethe
La crítica es la forma moderna de la autobiografía.
Ricardo Piglia, Formas breves
I
Este texto podría haberse iniciado con una introducción sobre el género autobiográfico, remontándose a las Confesiones de San Agustín y a la poesía de Gregorio de Nacianzo, para luego repasar diferentes autores que trabajaron lo que podría denominarse “autobiografía novelada” ―esa parienta desinhibida del roman-à-clef―, y de ese modo demostrar la invención, con la aparición de esos libros, del autor-personaje, es decir, del autor que escribe sobre sí mismo como un personaje o que escribe sobre un personaje que es él mismo y que puede llevar su mismo nombre, para solo entonces arremeter con Piglia.
También podría comenzar de la siguiente manera: “En algunas entrevistas, Ricardo Piglia se ocupó de informar a sus lectores que lleva años escribiendo un diario íntimo (o un diario, como él lo llama); según dijo, las páginas de este diario han sido y seguirán siendo entregadas a la custodia de una universidad norteamericana”.
Visto lo que quiere exponerse, el párrafo podría continuar con una frase del tipo: “Piglia podría estar mintiendo sobre ese diario, porque su obra es ese diario”, lo cual es una vaguedad o una frase que solo tendría sentido en un relato policial o fantástico. Además, para explicar cuál podría haber sido la intención de Piglia para informarnos acerca de la existencia de ese diario, sería necesario presentar prematuramente en el texto la idea del “Piglia-personaje”. El texto continuaría: “Ricardo Piglia ha escrito algunas de las páginas más inteligentes y provocativas de las últimas décadas y uno de los libros más importantes de nuestra literatura: Respiración artificial. En esta novela[2] Piglia combina, a modo de puzzle, un diario escrito en Estados Unidos con cartas escritas desde Entre Ríos, varias tramas, variadas voces, ensayos sobre arte, política e historia”.
En una crítica literaria, Bioy Casares escribió: ‘Garnett observa en sus memorias que la obra de una vida muy personal raramente es considerable. La mayor parte de nosotros, incapaces de emular a las enérgicas individualidades del Renacimiento, nos enfrentamos con el dilema de la obra o la vida (¿quién no oyó la frase?). Los escritores suelen hallar una solución (…) en la composición de diarios íntimos; de este modo se convierte al enemigo en colaborador, ya que las experiencias cotidianas constituyen el asunto de tal literatura’[3]. Y en el mismo libro, nos recordaba el comentario de Oscar Wilde: cada cual debería llevar el diario de algún otro.
Ricardo Piglia ha sabido solucionar el dilema al que alude Bioy Casares siguiendo el consejo de Oscar Wilde”.
Pero así como una vida puede convertirse en literatura o como un ser humano puede transformarse en personaje, ese texto posible acabó siendo una ficción dentro de este ensayo que comienza con dos citas y una frase que nos recuerda la probabilidad de su existencia autónoma.
II
“I don’t express myself in my painting. I express my not-self”. Con esta cita, Piglia abre “Prisión perpetua”. En la reedición de ese libro magistral han desaparecido los relatos breves para dejar solo las dos nouvelles. En ambas, la autobiografía y la ficción se mezclan de tal manera que es imposible distinguir (al menos para quienes, como yo, no conozcan al autor en su intimidad) los límites entre ambas.
El protagonista del primer relato, como Piglia, abandona su ciudad natal para viajar a Mar del Plata. El personaje eje de ese relato es Steve Ratliff, alguien que, además de compartir el apellido con la creación de Faulkner, tiene todas las características de Steve Rattlif, un neoyorquino que, según Piglia comenta en “El laboratorio de la escritura”[4], fue fundamental en su formación como lector y, por ende, como escritor. Una nota al pie de la página 15 anuncia: “Este relato es una versión del texto leído en abril de 1987 en el ciclo Writers talk about themselves (…)”[5]. La “Nota” al final del volumen, da a entender que “Encuentro en Saint-Nazaire” es el relato de un hecho real. Podría seguir enumerando el juego de velos y desvelos durante varios párrafos más, pero me limitaré a señalar dos párrafos del relato que da su nombre al libro: “En esos días, (…) empecé a escribir un Diario. ¿Qué buscaba? Negar la realidad, rechazar lo que venía. La literatura es una forma privada de la utopía” y “todavía hoy sigo escribiendo ese Diario. Muchas cosas cambiaron desde entonces, pero me mantuve fiel a esa manía. Por supuesto, no hay nada más ridículo que la pretensión de registrar la propia vida. Uno se convierte en un clown. Sin embargo, estoy convencido de que si no hubiera empezado esa tarde a escribirlo jamás habría escrito otra cosa. Publiqué tres o cuatro libros y publicaré quizás algunos más solo para justificar ese Diario. Todo lo que soy está ahí pero no hay más que palabras. Cambios en mi letra manuscrita”[6].
Transcribo unos fragmentos de Respiración artificial. Escribe Renzi: “¿Qué mejor modelo de autobiografía se puede concebir que el conjunto de cartas que uno ha enviado a destinatarios diversos (…), en situaciones y estados de ánimos distintos? Pero de todos modos, se podría pensar, ¿qué encontraría uno en todas esas cartas? O al menos ¿qué podría encontrar yo? Cambios en mi letra manuscrita, antes que nada; pero también cambios en mi estilo, la historia de ciertos cambios en el estilo y en la manera de usar el lenguaje escrito. ¡Y qué es en definitiva la biografía de un escritor sino la historia de las transformaciones de su estilo? ¿Qué otra cosa, salvo esas modulaciones, se podría encontrar en el final de ese trayecto? No creo, por ejemplo, que se pudieran encontrar en esas cartas experiencias que valgan la pena. (…) en el fondo no puede pasarnos nada extraordinario, nada que valga la pena contar. Quiero decir, en realidad, es cierto que nunca nos pasa nada. Todos los acontecimientos que uno puede contar sobre sí mismo no son más que manías. Porque a lo sumo, ¿qué es lo que uno puede llegar a tener en su vida salvo dos o tres experiencias? Dos o tres experiencias, no más (a veces, incluso, ni eso). Ya no hay experiencias (¿las había en el siglo XIX?) solo hay ilusiones”[7].
Del diario: “Releo mis papeles del pasado para escribir mi romance del porvenir. Nada entre el pasado y el futuro: este presente (este vacío, esta terra incógnita) es también la utopía.
15.7.1850
La utopía de un soñador moderno debe diferenciarse de las reglas clásicas del género en un punto esencial: negarse a reconstruir un espacio inexistente. Entonces: diferencia clave: no situar la utopía en un lugar imaginario, desconocido (el caso más común: una isla)”[8]. ¿La isla de La ciudad ausente? ¿La de La invención de Morel? ¿La del lenguaje?
No hace falta subrayar las similitudes entre los fragmentos de un libro y otro. Tampoco creo necesario recalcar las repeticiones. Transcribiré, eso sí, a continuación, unos fragmentos del “Epílogo” de Formas breves: “Los textos de este volumen no requieren mayor elucidación. Pueden ser leídos como páginas perdidas en el diario de un escritor y también como los primeros ensayos y tentativas de una autobiografía. […] La crítica es la forma moderna de la autobiografía. Uno escribe su vida cuando cree escribir sus lecturas. ¿No es a la inversa del Quijote? El crítico es aquel que encuentra su vida en el interior de los textos que lee. […] En este libro he trabajado sobre relatos reales y también sobre variantes y versiones imaginarias de argumentos existentes. […] La literatura permite pensar lo que existe pero también lo que se anuncia y todavía no es”.[9]
III
Uno de los temas centrales en la obra de Piglia es la tensión aparente entre el “mundo real” (el “mundo periodístico”, por usar una expresión que nos recuerde que no en vano su pseudo-alter ego Emilio Renzi trabaja en un periódico, y para evitar utilizar “el mundo de la experiencia”) y el “mundo del lenguaje o de la literatura”. Ese juego de tensiones entre un mundo material y otro imaginario, entre la experiencia y la lectura de la experiencia, es, en realidad, un juego de dobles.
Repaso el párrafo anterior y reescribo: este juego de tensiones entre el mundo donde se desarrolla la aventura y el mundo en que se la sueña, entre el anhelo de experiencia mundana y la reconstrucción de la experiencia ajena en el pensamiento, es, en apariencia, un juego de dobles. Y digo en apariencia porque el mismo Piglia se encarga de conducirnos, adrede, por la ambigüedad, incluso por la paradoja.
Aunque sea habitual que sus argumentos culminen en fracasos, la tensión a la que me refería siempre se unifica triunfalmente en la experiencia del lenguaje, donde las múltiples voces respiran, aun artificialmente, en un universo de citas ¾sus personajes son capaces de enunciar una apenas disimulada cita a Borges en medio de un comentario coloquial y supuestamente banal¾, donde cada una de las modulaciones que conjugan ¾y conjuran¾ esas citas y expresiones son la vida del personaje[10] y donde cada registro de la lengua y su correlato activo en la memoria se constituyen en el verdadero argumento.
Y si dije en verdad es porque se establece, de algún modo, un juego especular entre la anécdota narrada y ese argumento del lenguaje. Hay una línea que une “Mata-Hari 55” o “Las actas del juicio” con Plata quemada: la ficcionalización de un hecho real, en la tradición Rodolfo Walsh, a través del registro de una voz, de un lenguaje que, se sabe, solo puede ser real ¾en el sentido periodístico¾ si es la transcripción textual de una confesión o de una conversación. Pero ese registro, al cotejar su encuentro con el papel y tomar forma física en la palabra escrita ¾en el transcurso entre la voz y la (su) estructura¾, esa línea de ruta juega en forma constante, adhiriéndose u oponiéndose, con las distintas convenciones del lenguaje, a través de los estilos e, incluso, las distintas vertientes del género policial y de la historia.
Todo Piglia está poblado de diarios, cartas, conversaciones telefónicas (el “estilo epistolar” según Hemingway, como dice Renzi), grabaciones. Siempre alguien tiene que resolver el misterio que se encuentra en esas manifestaciones del lenguaje, en las variaciones de una lengua, en el temblor de la falsificación de una voz. Sus relatos serían, en síntesis, policiales lingüísticos o literarios, donde el enfrentamiento entre la historia ¾del país, del lenguaje, de la literatura, de la filosofía, la propia historia¾ y el registro de la misma, reemplazan al careo con el principal sospechoso.
Se podría decir que la obra de Piglia se encuentra ya condensada en el formidable cuento “La loca y el relato del crimen”. Allí, Emilio Renzi logra resolver un crimen mediante un método lingüístico, pero su jefe no le deja publicar el artículo en el periódico. En el final, en vez de escribir su renuncia, Renzi escribe lo que es el idéntico comienzo del relato.
Es obvio que Piglia hizo a Renzi “cronista de policiales” porque en esa profesión alguien debe traducir al lenguaje escrito (es más, a un lenguaje vulgar) un hecho real. Con esto, la problemática de cómo “revelar un misterio al vulgo” ¾de qué forma, y si esa revelación está legitimada por los superiores, y en qué se fundamenta la superioridad o, incluso, la legitimidad de tal revelación¾ se convierte en un problema tanto de lenguaje como de postura en el mundo; en síntesis, de experiencia lingüística y de experiencia biológico-económica y política. Por otra parte, la elección de este oficio para Renzi obedece además a que en esa rama del periodismo se desarrolla un género literario al que Piglia se ha dedicado a analizar y a hacer valorar en gran parte de su trabajo (y también, sospecho, para homenajear a Arlt y a Walsh). Pero creo que, fundamentalmente, lo hizo así porque la historia política argentina ¾y quizá la historia política a secas¾ se ha construido sobre un cementerio bastante oscuro y está llena de crímenes sin resolver, de modo que los crímenes en los relatos de Piglia siempre son ¾siquiera de manera metafórica¾ políticos, y en ellos el periodista se convierte en un historiador, un investigador supuestamente marginado a los confines del pasado; mejor, en un investigador que podrá resolver el misterio pero que nunca podrá hacer público su logro salvo mediante la literatura (tal como aquel trineo en llamas al final de Citizen Kane revela el enigma solo al espectador), porque el poder y los acontecimientos que hilvanaron la historia periférica al mismo ya urdieron un entramado de sentidos del cual es imposible desprenderse.
Al mismo tiempo, la pesquisa policial, que solo podrá desarrollarse por medio de la pesquisa lingüística, se convierte en el detective mismo… o en el sospechoso. En sus relatos, cada personaje parece el arquetipo de un estilo y, en su vasta capacidad de registros, Piglia los convierte en voz pura: la última parte de Respiración artificial y, ya en un grado casi de paroxismo, toda La ciudad ausente son claros ejemplos de esto. En la confrontación de sus discursos o dentro del mismo discurso, esto es, entre el discurrir de sus pensamientos y lo que muestran de los mismos, a la manera del iceberg hemingwayano, el lenguaje se torna más real que aquella realidad que, vista desde esa nueva óptica o desde esa nueva audición, muestra su falsedad.
Ahora bien: hay en “La loca y el relato del crimen” más elementos que son característicos de la escritura de Piglia: la relación locura-lenguaje, el lenguaje de la narración elaborado a la manera del lenguaje de la psicótica del relato, la repetición (¿un doble lingüístico?) como estilo y el hallazgo de las pistas narrado como un miniensayo, por solo recordar los que, a mi juicio, son más importantes.
La idea del discurso de un loco como misterio lingüístico a resolver se encuentra otra vez, por lo menos, en Prisión perpetua y La ciudad ausente y, de un modo más atenuado, en Respiración artificial. Lucía Nietzche/Joyce es el arquetipo que Piglia inventa para desarrollar esta idea del lenguaje paralelo como mundo paralelo que se vuelve anhelado y temido a la vez y que se presenta tan paradisíaco en lo ideal como, aparentemente, imposible en lo concreto o condenado al fracaso. Los protagonistas de Piglia desean, si no habitar, al menos poseer la llave para entrar a ese mundo y salir de él cuando quieran, aun cuando han visto a otros fracasar en el intento. Que a esta posibilidad del lenguaje se la presente a menudo como una mujer deseada pero fatal ¾o querida pero en cuyo cariño uno puede perderse¾ es prueba suficiente de esta ambivalencia. La pérdida de esa mujer, aun tratándose de una hija, y el dolor que esa pérdida le ocasiona como “requisitos” ¾el término es de Piglia¾ para que el héroe alcance un grado de lucidez que hasta entonces no tenía, es un procedimiento que el mismo autor explica, en otro juego de repeticiones, en su ensayo “El tango y la tradición de la traición” (publicado por primera vez en la desaparecida revista Fierro) y en “Notas sobre Macedonio en un Diario” (en Formas breves). A su vez, la presencia peligrosa ¾de ese mundo, de esa mujer¾ otorga a los protagonistas la posibilidad de una “memoria” que solo en apariencia difiere de la memoria de una lectura (anotar en el margen: leer también puede ser peligroso).
Esta cuestión de la capacidad de la loca o el loco, la facultad de manejar esa locura o no como problemática intrínseca al lenguaje, no terminaría de ser útil a los fines de la narrativa pigliana si no fuera porque ese don/maldición obliga al que lo padece a ocupar un lugar marginal, desde la reclusión en un manicomio hasta la imposibilidad de pertenecer a un sitio o al amor de una persona. Esta preponderancia de la marginalidad, de la reclusión, a menudo representada por alguna enfermedad o falencia física[11], es coherente con la elección de modelos literarios marginales sobre los que Piglia trabaja de manera casi constante (Borges sería una gran excepción, si no fuera porque Piglia se adentra en su obra marginalmente, cuando no lo “margina” de manera precisa, como al decir, Renzi mediante, que es el “mejor escritor argentino del siglo XIX”[12]. Si de la literatura norteamericana Piglia suele tomar autores populares ―desde Chandler a Melville, desde Flannery O’Connor hasta Goodis―, con la literatura argentina opta por autores poco populares a quienes ayudó a dar cierta popularidad con la publicación de sus trabajos, tal como había sabido hacerlo con autores extranjeros cuando dirigió Serie Negra (citemos al polaco Gombrowicz o a Macedonio Fernández). Así, lo marginal presenta un secreto a ser desentrañado y la clave para alcanzar “otro sitio” que es, en realidad, la posibilidad o imposibilidad de otra forma de narrar[13]. En ese suspense que crea la fragilidad de esa otra forma reside gran parte del encanto del estilo de Piglia. Pero esta otredad también implica la experiencia de otro mundo; y para poder habitarlo hay que abandonar primero aquél donde se vive. Esta posibilidad de viaje se presenta en Piglia como exilio y también como traición; y las páginas de Piglia están signadas por viajes de todo tipo y habitadas por numerosos exiliados y/o traidores, algunos cercanos a la locura, varios de ellos ―Ratliff, por ejemplo― amargamente queribles[14].
Renzi, en “La loca y el relato del crimen”, combina ambos gestos, la traición y el exilio, en uno, al pasar de la escritura de la renuncia a la escritura del relato en sí. De este modo, Piglia ―el autor del relato cuyo autor, descubrimos en el final, es Renzi― nos prepara para acostumbrarnos a los exilios y traiciones que su propio estilo nos ofrece y va a ofrecer, como si estuviera diciéndonos que el escritor argentino contemporáneo necesariamente debe exiliarse, bien en la literatura, en determinado lugar de la literatura, dejando la patria de la experiencia o abandonando, siquiera temporalmente, mientras “la literatura suceda”, el lugar de la biografía meramente biológica; o bien en la experiencia, que solo es concebible en el universo de Piglia como una necesidad de investigar en acción, condenada al fracaso tanto o más que por la vía intelectual, pero, en cierto modo, inevitable. Del mismo modo debe traicionar un sueño, una esperanza, un grado de inocencia e ingenuidad ¾¿un estilo?, ¿una tradición?― para enfrentar una verdad que hasta entonces apenas podía intuir, o ser traicionado por aquello que se admiraba o anhelaba y que, en el fondo, lo hacía prisionero de una suerte de ceguera.
En última instancia, todas las traiciones en los personajes de Piglia suceden entre dobles e incluso las patrias viejas y nuevas se presentan como espejos. En esos reflejos es inevitable que se teja el juego de reflexiones que los protagonistas-narradores utilizan para desentrañar en el otro el misterio que les es propio y que custodia un secreto mayor: el del porvenir. ¿Comprender el pasado para vaticinar el futuro? ¿Un historiador-profeta?
Pero este juego especular se parece a la escena de los espejos de La dama de Shangai cuando nos situamos en el centro del taller de la narrativa pigliana. Esto queda claro cuando, en La ciudad ausente, leemos: “Cuando transformó William Wilson en la historia de Stephen Stevensen, Macedonio tuvo elementos para construir una ficción virtual”[15]. Recordemos que Stevensen había aparecido antes en “Encuentro en Saint-Nazaire”, relato al que Piglia otorga carácter de “verídico” y que, a su vez, se puede hallar en dos formatos distintos: como relato breve en Cuentos morales y como nouvelle ¾junto con el “Diario de un loco”, que anuncia algo del estilo de La ciudad ausente¾ en Prisión perpetua. En ese relato, Stevensen anticipa o predice, mediante un misterioso sistema de análisis literario¾releyendo papeles del pasado “para escribir el romance del porvenir”, “lo que se anuncia y todavía no es”¾, las acciones que el narrador va a padecer.
Eso de repetir relatos en libros distintos quizá forme parte de un engranaje de reiteraciones no accidentales. Tal vez esas similitudes pretendan que el lector fiel se sumerja en la ardua tarea de rastrear, como Renzi con el relato de la loca, lo diferente en la repetición, y que de esa diferencia surja una nueva verdad. Podemos hallar desde textos (el mencionado “Encuentro en Saint-Nazaire”, “Tesis sobre el cuento”, las narraciones de “la máquina” de La ciudad ausente) hasta párrafos enteros incluidos en libros distintos y de distinto género. ¿Acaso la repetición de la estructura sustantivo más adjetivo de sus títulos ¾quebrada por un artículo¾ con la excepción de su primer libro de relatos y de Crítica y ficción, esté armada sobre la misma idea?
Ahora bien, en aquel enunciado de La ciudad ausente, los espejos se multiplican con una sencillez asombrosa. El doble de Poe se transforma en el doble de Piglia, quien, a su vez, se transforma en Macedonio (y La ciudad ausente juega constantemente con esta última transformación) para transformarse, a su vez, en Stevensen. No es sencillo lograr tal grado de complejidad de una manera aparentemente tan simple y menos aún que todo eso no sea gratuito.
Si entendemos que William Wilson y su doble ¾o que Jekyll y Hyde¾ son, en esencia, una sola persona, comprendemos porqué la dualidad mundo material/mundo de la imaginación representa, en realidad, un dualismo sobre la experiencia que es, en última instancia, aparente.
Es evidente que Piglia ha trabajado en forma metódica con la “reconstrucción”, que puede ser tanto de un hecho “periodístico-biográfico” como de un estilo o de materiales literarios concretos, como determinadas obras de Gombrowicz, Macedonio o Scott Fitzgerald. Lo que para muchos es menos evidente o, por lo que parece, menos importante, es cómo trabaja con su vida personal, con sus propios materiales y con sus aparentes obsesiones en esas reconstrucciones, convirtiéndolos y convirtiéndose en personaje también de sus críticas y ensayos.[16]
IV
Ensayo es: en un terreno en que se puede trabajar con precisión, hacer algo con descuido… O bien: el máximo rigor accesible en un terreno en el que no se puede trabajar con precisión.
Robert Musil, [Sobre el ensayo]
Muchos autores intercalan ensayos ―a veces, potenciales― en sus narraciones; otros recurren a poner en boca de algún protagonista el aforismo que, a causa de su extrema precisión, pueda prescindir del ensayo. Hay quienes utilizan el recurso del diálogo, tomado de los diálogos filosóficos clásicos, para aproximarse al ensayo (Isherwood estructuró de este modo un brevísimo pero sustancioso ensayo sobre lo camp en El mundo al atardecer). Otros, en cambio, como Marechal, pueden dedicar páginas completas a desarrollar un ensayo en mitad de una narración. Jünger, por otra parte, es capaz de desarrollar toda una novela en la densidad de un poema-en-prosa-ensayo.
En sus relatos, Piglia mezcla las posibilidades mencionadas en la cita de Musil, según lo requieran sus personajes; más aún, la postura que adopta el personaje. o el narrador-personaje, permite que el lector se haga una idea acerca de la “seriedad” o la “profundidad intelectual” del mismo. Es decir que la toma de posición ante una u otra definición se vuelve, a su vez, una herramienta narrativa. Este procedimiento alcanza alturas desmesuradas cuando, como en algunos pasajes de Respiración artificial, se incluyen tres o cuatro “microensayos” en una misma página.
Existe una pregunta que siempre surge cuando los personajes toman a cargo las reflexiones ensayísticas, en cualquiera de los autores citados: ¿el autor está de acuerdo con lo que dice el personaje o ese razonamiento refleja solo la “psicología” que el autor quiere imprimirle? En algunos casos, la respuesta es sencilla. Es más fácil responderla cuanto más sabemos sobre el autor. Y es más sencillo aún cuando nos encontramos ante un claro caso de autor-personaje. Si nos queda alguna duda, siempre tenemos la posibilidad de recurrir a los trabajos de crítica existentes.
Nada de todo esto sirve a la hora de responder la pregunta aplicándola a Piglia, a menos que nos hayamos aventurado en el itinerario que las citas y los títulos mencionados a lo largo de sus textos han trazado como un mapa o como las pistas para resolver el crimen que el lenguaje mismo ha cometido. Porque Piglia, con generosidad, lejos del gesto del erudito mezquino que le escamotea información al lector, entrega las “huellas dactilares” con las que su inspiración detectivesca se ha armado y nos invita a volvernos “emilios renzis”, a ser protagonistas de esa “otra gran aventura que son los libros” y a reedificar los puentes entre el lenguaje y la historia.
Pero esa generosidad no forma parte de un mero gesto altruista o pedagógico. Piglia es un autor que exige complicidad de parte del lector. Si el lector no participa de ese juego, las mercuriales digresiones se convierten en laberintos de enunciaciones (y esto dicho sin olvidar que “la vida entra en los escritos por las digresiones”)[17]. Y este laberinto puede tener carteles en un idioma desconocido si ese lector perezoso se zambulle en Formas breves.
Cabe una acotación: Crítica y ficción es un libro de ensayos de tono muy diferente al resto de la obra de Piglia. Allí, la inclusión de entrevistas vuelve “transparente” la personalidad del autor, quien, por otra parte ― y más allá del éxito de Respiración artificial― todavía no había tenido mucho contacto con un público masivo cuando el libro se editó por primera vez. Esto aconteció más tarde, después de La ciudad ausente y, en particular, después de una serie de entrevistas que concedió a los medios y en las que se le preguntaba más sobre su vida que sobre su obra; pero hasta entonces, no había terminado de elaborar eso que podríamos llamar la estrategia Piglia-personaje. Por lo tanto, el lector menos aventurero o más perezoso puede adentrarse en Crítica y ficción con la seguridad de hallar algo del personaje-Piglia o deberá esperar a que se publique póstumamente su Diario. Es cierto que el vínculo Piglia-Renzi simula definirse, por ejemplo en “Sobre Borges”, pero el mismo escritor se encargará de devolverle a ese vínculo su viscosidad en los trabajos posteriores.
Es en Formas breves donde Piglia termina de crear una nueva formulación del autor-personaje, negando, por un lado, la postura rousseauniana del individualista confesional ―la postura “tradicional” de la autobiografía― y, por el otro, el relato como vía única para narrar una autobiografía. Si en Prisión perpetua el escritor dio a luz al Piglia-personaje, y en La ciudad ausente ensayó una puesta en escena del mismo, en Formas breves nos lo muestra en pleno uso de sus facultades para sorprender por su alto grado de coherencia con la obra.
Ante Formas breves no tiene sentido elaborar hipótesis alguna acerca de la veracidad, en el sentido periodístico o policíaco, de los textos que lo compones, ya que tanto aquellos que están próximos al relato, como los Diarios y las críticas o ensayos que componen el volumen, reflejan las variaciones del personaje ya analizado y conforman datos, detalles de su existencia autónoma.
Tres textos del libro trabajan como clave de lo antedicho: “Hotel Almagro” constituiría la puesta en fábula del mundo imaginario al cual me referí, en el cruce de unas cartas que narran lo que sería el esbozo de la punta del iceberg de un relato. En “Notas sobre Macedonio en un Diario”, Piglia encuentra con un libro anotado por Macedonio Fernández, discute con amigos y con Emilio Renzi sobre (y con) Macedonio y logra edificar su utopía de manera ejemplar en ese cruce de varias ficciones y varias realidades mientras analiza aspectos puntuales de su obra, la de Fernández y la propia. Y con “El último cuento de Borges”, Piglia vuelve a mezclar crítica y ficción ―en este caso, sin ocultarlo― para lograr un texto donde Borges realmente vive y donde, además, da las claves de la construcción de su “personaje” (otra vez, el de ambos) en torno al aprovechamiento de la memoria personal para hacer literatura.
Pero es en el epílogo donde un párrafo parece revelarnos el secreto de la obra pigliana. Ese párrafo, mencionado parcialmente más arriba, dice: “En este libro he trabajado sobre relatos reales y también sobre variantes y versiones imaginarias de argumentos existentes. Pequeños experimentos narrativos y relatos personales me han servido como modelos microscópicos de un mundo posible o como fragmentos del mapa de un remoto territorio desconocido. La literatura permite pensar lo que existe pero también lo que se anuncia y todavía no es”[18].
En estas tres oraciones, en las que Piglia se muestra como (su) Stevensen y como (su) Macedonio y, no obstante, también se muestra a sí mismo, se condensan todos los descubrimientos y las sospechas de su escritura, con ese gesto tan suyo de revelar algo para que el misterio, aquello que es fundamental para la literatura, se perpetúe.
V
Ricardo Piglia, fiel a su convicción de que un autor es su estilo, de que un autor es solo ese lenguaje que se construye en sus textos, o mejor, que un autor es el vínculo entre él y su lenguaje, y fiel al rol protagónico del lenguaje en sus libros, creó un personaje que, como en sus historias, solo existe en y por el lenguaje y que, por la imposibilidad de existir fuera de la letra escrita y por la misma fijación a una serie de tramas que se reformulan entre sí y se niegan a ser aprehendidas, solo admite ser conocido en la brevedad de la forma que adopta la polifonía de sí misma. De ese modo, como sucede en sus relatos, es difícil, si no imposible, descifrar si el Piglia-personaje existe en el mundo real o si existe en el mundo del lenguaje, a menos que recordemos que para Piglia (¿o para Piglia-personaje?) el mundo del lenguaje es un mundo real. Si la literatura es un mundo posible, la utopía es el hogar donde mora Piglia-personaje. Entonces ya es imposible diferenciar lo real de la ficción. Pero, como si Piglia-personaje fuera una de sus Lucías con la capacidad de transformar el lenguaje a su gusto y, por ende, de no hundirse en él y en la locura, esa imposibilidad para reconocer los límites no nos arroja ―ni a Piglia ni al yo-lector― a una isla, sino que nos instala, con certeza casi física, en la experiencia de una ilusión armada con cajas chinas. Si uno se atreve a abrirlas, se convierten en una espiral ascendente, ofreciéndonos la visión de un caleidoscopio construido a partir de voces y nos invita a participar en una de esas dos o tres experiencias que valen la pena recordar. Y, como si esto fuera poco, puede lograr que ese lugar, el de esa experiencia, sea habitable y narrable.
Es gracias a esa autoconciencia de lo que existe y de lo que se anuncia que, incluso en los textos donde se sospecha un entramado de ficción, puede hallarse el contenido de verdad que habita en la autobiografía de un estilo para vivir la utopía de un lenguaje que respira por sí mismo. Porque, en última instancia, en toda crítica se cifran las obsesiones, las vacilaciones y las señas, no tanto presentes como futuras, de quien la escribe.
[1] Este ensayo apareció originalmente en Ricardo Piglia: una poética abierta, compilado por Adriana Rodríguez Pérsico en colaboración con Jorge Fornet (publicado por la Editorial de la Universidad de Pittsburg en la serie ACP del IILI). La forma actual de este texto tiene una deuda enorme con Adriana Rodríguez Pérsico.
[2] ¿Es Respiración artificial una novela? Leopoldo Marechal relata una charla en la que Macedonio Fernández le dice: “Novela es la historia de un destino completo”. “Le admití la definición”, escribe Marechal, “siempre que la condicionáramos al hecho de que una vida humana suele comportar, no un solo destino, sino varios que se dan en sucesión cronológica y a la vez lógica, y se traducirían por una cadena de muertes y resurrecciones obradas en la posibilidad del mismo individuo” (en “Claves de Adán Buenosayres”, incluido en Cuaderno de navegación, Emecé, 1997).
[3] En “David Garnett y el amor”, incluido en La otra aventura, Emecé, 1983.
[4] Ricardo Piglia, Crítica y ficción, Planeta, 2000.
[5] Ricardo Piglia, Prisión perpetua, Seix Barral, 1998.
[6] Íbid.
[7] Ricardo Piglia, Respiración artificial, Sudamericana, 1988.
[8] Íbid.
[9] Ricardo Piglia, Formas breves, Temas Grupo Editorial, 1999.
[10] Lo cual me recuerda esa anécdota de Howard Hawks cuando, al preguntársele por qué renegaba de su film “Tierra de faraones”, contestó: “Nunca pude imaginarme cómo hablaba un egipcio de esa época, y si yo no puedo imaginarme cómo habla un personaje no logro imaginarme al personaje; y entonces no puedo ver la película”.
[11] En este mismo sentido podría leerse “lo entrerriano” en Piglia, aun considerando (y quizá por eso mismo) que él dice usar “Entre Ríos” como el Sur estadounidense (relación: Entre Ríos con Urquiza-Sur en la Guerra de Secesión). Menciono esto al pasar, ya que la cantidad de referencias históricas necesarias para explicar esto abarcarían espacio suficiente como para otro ensayo.
[12] Ricardo Piglia, Respiración artificial, Sudamericana, 1988, página 161.
[13] Cabe acotar que “En otro país” es el título con el que abre Prisión perpetua; y “Otro país” es, además, el título de un relato de Hemingway que Piglia tradujo para un libro que editó Librerías Fausto en 1977.
[14] No puedo dejar de señalar que las palabras exilio y traición tienen una gravedad concreta en nuestra historia política. Pero si no me detengo a estudiarlas dentro de su carácter netamente político es porque considero que cualquier lector de Respiración artificial, La ciudad ausente o Plata quemada que tenga un mínimo de conocimiento de la historia argentina no habrá podido ignorar, al leerlas, cuanto se decía al respecto en esas novelas, incluso con toda la gama de contradicciones que la historia misma nos ha deparado.
[15] Ricardo Piglia, La ciudad ausente, Sudamericana, 1992, página 49.
[16] Con respecto a Piglia como Piglia-personaje, si pensamos lo de narrador-personaje no tanto como recurso (“relato narrado en primera persona”), sino como irrupción o “actuación” del autor dentro del mismo texto, podría decirse que resulta de la combinación de Borges con Marechal. Para entender lo de Borges basta con leer la “Nueva tesis sobre el cuento” y “El último cuento de Borges” en Formas breves. Para lo de Marechal, leer su Cuaderno de navegación.
[17] La ocurrencia es de Bioy Casares y puede hallarse, escrita con una leve variación, tanto en el texto antes mencionado como en Guirnalda con amores o en La invención y la trama, donde se incluyen las misceláneas de este último libro.
[18] Ricardo Piglia, Formas breves, Temas Grupo Editorial, 1999, página 138.