Este 19 de junio, a cinco años del fallecimiento del escritor mexicano Carlos Monsiváis (1938-2010), presentamos dos textos de su Nuevo catecismo para indios remisos seguido por 4 de sus aforismos. Sea el presente un homenaje mínimo al gran ensayista, estudioso de la poesía y cronista mexicano.
La herejía que se hacía pasar por sana doctrina
El secretario permaneció callado. En el palacio pontifical no tenía derecho al habla ni, si muy audible, a la respiración. Él era nadie, un resquicio de ínfimos menesteres, un sirviente. En la sombra, escuchó a su patrón definir las herejías más peligrosas. «Son las que se confunden con la ortodoxia. Ahí está el peligro. No los negadores descarados de la Trinidad o los adoradores de sapos o rocas, sino los emboscados en la contigüidad de la Doctrina».
El secretario tuvo desde ese día un objetivo: crear una herejía formidable que nadie lograse distinguir o sospechar. Durante años, copió a la luz de la vela códigos y manuscritos, discurrió y anotó, sé preparó hasta la incandescencia. Tuvo suerte, su obsesión sacrílega fue tomada por devoción y recibió la encomienda del nuevo catecismo para las masas que firmaría el pontífice y que desplazaría a todos los anteriores. Lo preparó con diligencia, sufrió la espera, leyó complacido el nihil obstat, cuidó las pruebas de imprenta. Y el juicio fue unánime: su catecismo era el mejor de todos los tiempos.
Años después, el secretario acudió a una audiencia de pontífice, entonces en el apogeo de sus desdenes.
-Monseñor, me quedan minutos de vida y ya ninguna amenaza me conmueve. Usted me encargó este libro doctrinario y en el desempeño sólo me permití una salvedad: introduje catorce pavorosas herejías, las peores que hasta hoy se conocen. A usted, que firmó el Catecismo, le toca descubrir dónde están.
Y expiró. Convocados, los teólogos más sutiles se enfrascaron en disputas, nada hallaron y fueron prontamente destituidos. El pontífice examinó el Catecismo meses y años seguro, por su conocimiento del difunto, de que éste había dicho verdad y la ponzoña estaba allí.
Pero nadie conseguía probarlo y, tras exámenes y contrapruebas, el libro seguía siendo ortodoxo.
-íPor supuesto! se dijo una madrugada el Pontífice, fue muy hábil pero no tanto ese demonio de hipocresía. Este texto desborda falsedad. En la Doctrina Inmaculada se afirma: «Dios se muestra gracioso con quien quiere, porque es libre», y aquí en cambio dice: «Dios se muestra gracioso con quien quiere, porque es libre». Parecen iguales las frases, pero -con el temor de Dios en mi corazón- veo con claridad que no son ni pueden ser lo mismo. Añado otra prueba: «Si Dios obrase por el dinero, sería un indigente». En el catecismo adulterado la oración es al parecer idéntica, pero sólo al parecer: «Si Dios obrase por el dinero, sería un indigente». En un caso se nota la sinceridad, en el otro la malicia.
El análisis detenido, línea por línea, le llevó al descubrimiento del habilísimo método de falsificación. No sólo 14 herejías, todo el libro era un engaño, palabra por palabra. Pero no lo desenmascaró porque midió las consecuencias, previó los daños del escándalo en época de crisis de las instituciones y prefirió lanzar un edicto ratificando la sacra confiabilidad del Catecismo. Y la Doctrina falsa, tan asombrosamente semejante a la original, siguió infiltrándose en los corazones y originó la actual ola de impiedad.
El monje que tenía presentimientos freudianos
Desde la hoguera te celebro, Señor, porque el hedor de mi propia carne y los rezos hipócritas de mis antiguos compañeros de claustro y los rostros de júbilo de la plebe y el dolor de los pocos que me quisieron, no alcanzan a enturbiar mi propia dicha. Desde el principio, tú me apartaste del mundo y ni virreyes ni obispos ni oidores ni marquesas, igualaron mi contentamiento en el claustro. Y allí, Señor, para rejuvenecerme con tu fortaleza, me enviaste vientos de torbellinos, el relámpago de los demonios, la multitud de lenguas de fuego y azufre, las ratas que devenían piara maledicente o rameras cuyos sombríos aullidos evocaban el trueno y el alma interminable de los muertos sin confesión.
Pero un día, maldito como buitre que ayunta en matadero, plantaste en mí una visión aborrecible, un sueño informativo cuyas palabras aprendí sin comprender: «Los demonios que vences con regularidad se llaman pulsiones de la libido, a los dragones que enardecen tu soledad puedes decirles traumas, las alucinaciones que emergen desde lo profundo a la altura de tus ojos empavorecidos no son sino proyecciones». ¿Para qué, Señor, para qué se me explicó que Satán es, si algo, apenas un pozo inexplorado de cualquier espíritu, el inconsciente de siglos venideros?
Tu mensaje, Señor, me arrebató el sosiego y las revelaciones incomprensibles me circundaron como un mar de vidrio o un océano de arrepentimientos. ¿Y quién, en esta capital de la Nueva España, será feliz sabiendo que no es el Maligno quien lo acecha sino profanos ajustes de su personalidad? Por eso te recé, Señor, rogándote que no me adelantases a mi tiempo, que no destruyeses mi credulidad con anticipaciones que devoran siglos. Y mi fe no tornó por noches enteras murmuré los nuevos nombres que me fueron expuestos, y una tarde lo conté delante de mis hermanos de congregación… y héme aquí, Señor, semejante a un hacha encendida, roído y enredado por el dolor, incrédulo ante mis sensaciones, pero feliz porque esta destrucción me acerca de nuevo a ti y me permite reconocerte entre las llamas. Prefiero ser contemporáneo de mis lamentaciones y mis llagas y mis gritos agónicos, que visionario del día en que los demonios recibirán otro nombre, y pasarán a ser datos inciertos en la aritmética de la conciencia.
Cuatro aforismos
Todo lo intenso debe ser efímero
La obsesión es tan grande que justifica la vida, aún si su origen es insignificante o inventado.
El tigre es nuestra única oportunidad de ser devorados por el gato.
Al buen paso negarle la prisa