Memorias de la poesía colombiana: El nadaísmo

Presentamos, en la serie Memorias de la poesía colombiana del poeta, narrador y ensayista José Luis Díaz Granados, un texto en torno al nadaísmo. Este movimiento poético, vinculado al existencialismo, cobró fuerza en Colombia durante los años sesenta de la mano de Gonzalo Arango. Entre la muerte y la eternidad del nadaísmo encontramos este ensayo luminoso.

 

 

 

 

 

 

El nadaísmo y los nadaístas
 
La primera vez que tengo noticia del “nadaísmo” es por una foto aparecida en la revista Semana en 1958, en donde gonzaloarango —así, unido y sin mayúsculas—, escribe a máquina su primer manifiesto nadaísta en un rollo de papel higiénico. Gonzalo, muy serio, cejijunto y con su cigarrillo humeante entre los labios, parece ojear las pruebas del escrito mientras el rollo es sostenido por Amilkar U., un jovencito de buso blanco, ojos achinados y capul negro sobre la  frente. Pienso que esa fotografía pequeña, y publicada en la sección de “Cartas” de la mencionada revista, que entonces dirigía Alberto Zalamea, marcó un momento estelar en la literatura colombiana, de ruptura y renovación a un mismo tiempo.
 
A finales de 1959 conocí a una joven quinceañera de trenzas negras, llamada Fanny Buitrago, quien venía de Cali con unos cuentos entre sus lánguidas manos. Los dos habíamos publicado unos relatos ingenuos el mismo día y en la misma página del Dominical de El Espectador, que dirigía el inolvidable Gonzalo González (GOG). Fanny me habló con mucho entusiasmo de los nadaístas de Cali y nombraba profusamente a Jotamario Arbeláez, a quien Gonzalo Arango había bautizado como “el más joven gigoló de la poesía colombiana”. A comienzos de 1960 aparecieron textos del profeta de Cali, entre los cuales recuerdo especialmente Eres un gigoló con cabeza de anjeo y Merci, Godard, lo mismo que sus primeras fotos en las que parecía un sibarita con gafas oscuras, pícaro y sonriente, una mezcla de Calígula y Peter O’Toole.
 
Al iniciarse la década ya los nadaístas se habían tomado a Bogotá y a Colombia. Sus manifiestos, poemas, sus textos en prosa, sus gestos, desplantes y actitudes comenzaban a arraigarse profundamente en la mentalidad joven del país y ya hacían parte importante de nuestra cotidianidad. Alguna vez leí en el semanario Política y algo más, que dirigía el doctor Carlos Lleras Restrepo, una carta del comando superior del nadaísmo en donde se protestaba enérgicamente porque el escritor Juan Lozano y Lozano había afirmado que el dirigente conservador Laureano Gómez era nadaísta. Estos demostraron que tal señor nunca había militado en sus filas, que jamás había firmado un manifiesto, que incluso habían rebuscado en sus archivos y recortes y su nombre nunca había figurado en las antologías del nadaísmo.
 
Otra vez leímos que Gonzalo Arango y sus correligionarios habían saboteado un congreso de escribanos católicos. Protestaban porque “Dios hace 15 días que no se afeita, porque el diablo tiene caja de dientes y porque San Juan de la Cruz es hermafrodita” y porque católicos eran el “Tuso” Navarro, Ospina Pérez, Silvio Villegas y el general Rojas Pinilla. No contentos con eso, lanzaron asafétidas  en el recinto, con lo que disolvieron la solemne reunión y por lo cual el profeta nadaísta fue puesto preso por orden del gobernador de Antioquia; esto le dio la oportunidad de escribir sus Memorias de un presidiario nadaísta, que según me cuenta ahora Jotamario, acaban de ser publicadas por orden expresa del actual gobernador de Antioquia.
 
En otra ocasión, Darío Lemos pisoteó —o dicen que pisoteó— unas hostias ante el estupor de los centenares de feligreses católicos. También Jotamario, genio y figura, le preguntó años después si “la patica amputada” del autor de Sinfonías para máquina de escribir era la misma con que había profanado las Formas.
 
Durante toda la década de los 60 no había colombiano que no leyera a los nadaístas. Era un gusto y una sorpresa creciente la aparición de cada texto de sus autores. Con los poquísimos centavos de malos estudiantes, cuando no los pedíamos prestados o los robábamos al abuelo, adquiríamos H.  K. 111 y Nada bajo el cielo raso; más tarde Sexo y saxofón, La consagración de la nada, y Los ratones van al infierno y posteriormente no nos perdíamos la delicia de la “Última página” de “Aliosha” o sus reportajes a lo Proust a los diferentes personajes colombianos, en la revista Cromos. Personalmente recuerdo con íntima emoción cuando compré en una droguería y leí de un tirón las Prosas para leer en la silla eléctrica, que constituía un verdadero placer sensual, sexual y hasta intelectual.
 
De Jotamario conocíamos especialmente Santa Librada College, por aquello de que “con compañeros diferentes / como triángulos semejantes / hicimos fraude en los exámenes / isócel / o escalenamente..”. También me gustaba mucho su poema a Marilyn Monroe “ahora que el hueso altivo de tus caderas es puro polvo en una caja y puro polvo son tus nalgas diseminadas por el suelo de raso de tu tumba…”. Después disfrutaríamos —literariamente, claro—, de sus Coitus interrumptus y de su Paja en el ojo del vecino, entre otros.
 
Desde un principio nos había descrestado un poema muy  de nuestra generación, titulado Plegaria nuclear de un Coca-Colo de Amílkar U. —Amílcar Osorio—, llamado El Mago del Nadaísmo, que decía: “Señor yo te confieso que bailo rock and roll / que me baño desnudo y solo / que una vez he fumado marihuana. / Señor sólo te pido cigarrillos extranjeros / que me conserves los bluejeans desteñidos / los mocasines largos, la coca cola helada / que me dejes ir al cine porque no tengo automóvil…”. Años después lo conoceríamos personalmente con un mostacho y una melena de cosaco que lo diferenciaba espectacularmente del jovencito de capul que había visto antes en el café “El Cisne” de Bogotá.
 
Luego, nos deslumbraríamos con los poemas hermosos y extensos, como autopistas bíblicas, de quien firmaba “X-504”, a quien conocí también años después en la noble compañía de don Carlos Lohlé, el editor argentino-holandés, ya como Jaime Jaramillo Escobar. Aquella noche de finas viandas, variados vinos de Chile y cigarrillos ingleses, en la eufórica unión de Jotamario, Amílcar y Eduardo Escobar, el benjamín del grupo, Jaime no fumó, no bebió, no probó bocado, no leyó poemas ni habló de literatura, no se rió, no fue al mingitorio ni se movió de su silla un solo momento. Tan solo se limitó a mirar simultáneamente a  izquierda y derecha sin pestañear y a corroborar o a negar para sí, casi mudo, murmurante y monosílabo, el dato exacto, la fecha precisa o el nombre completo de lo que se narraba.
 
Pero Jaime quedó incrustado para siempre en las cordilleras indelebles de la poesía con versos como éstos: “A vosotros, los que en este momento estáis agonizando en todo el mundo: os aviso que mañana no habrá desayuno para vosotros, vuestra taza permanecerá quieta en el aparador como un gato sin amo, mirando la eternidad con su ojo esmaltado…”.
 
Y este otro: “Mamá-negra era un trozo de cosa dura, untada de risa por fuera. / Mi taita  dijo que cuando muriera / iba a hacer una canoa con ella…”.
 
Y este último: “Durante el viaje, yo le recitaba a mi caballo todos los poemas de Porfirio Barba-Jacob, los cuales se esparcían por las desiertas montañas. / No recuerdo ningún comentario de mi caballo acerca de los poemas, pero si yo dejaba de recitar,  él se detenía…”.
 
Recuerdo como si fuera antier, la aparición del libro Invención de la uva del entonces impúber y lampiño Eduardo Escobar. Al descubrimiento siguió una especie de envidia rica por la bella edición y el sucesivo juego de sorpresas que hallábamos verso tras verso: “Señor / Tú que no te afeitas con Gillete / que no te lavas / la cara / ni los dientes / que no usas vestido ni zapatos / que no te dejas ver a los ateos / déjate ver de mí / Ven y juguemos…”.
 
Una noche en la Casa de la Cultura, que dirigía el maestro Santiago García, en la carrera 13 con calle 17, confundido entre los centenares de estudiantes, poetas primíparos y simpatizantes del nadaísmo, vi y oí por primera vez a Eduardo Escobar. Era muy parecido a la foto del libro primigenio y muy distinto a la foto de su último libro Nadaísmo crónico y demás epidemias, en el cual aparece barbado y con los ojos semicerrados por el esfuerzo emocional de sus recuerdos de los años 60. En Invención de la uva tenía los ojos grandes y despiertos de quien está descubriendo el mundo. Parecía un querubín de los que pintaba Rafael —Rafael Sanzio, no Rafael Alberti, quien también pintó y escribió Sobre los ángeles—, y hago hincapié en este detalle porque creo que ello llamó mucho la atención de críticos internacionales de la talla de Rafael Squirru. En lugar de hablar sobre la estética de su poesía dedicó la reseña de su revista Américas a alabar el rostro angelical del efebo nadaísta.
 
Aquella noche en la Casa de la Cultura, Eduardo Escobar leía despacio y cadenciosamente sus versos hasta que de pronto se interrumpió bruscamente y exclamó sobrecogido: “¡Ahí llegó Gonzalo!”. Y dejó de leer. En un dos por tres saltó al escenario el profeta nadaísta, quien enseguida leyó un agresivo y delicioso sermón con los hombros encogidos como un cóndor muerto de frío. Al día siguiente, desde un bus perdido en la Avenida Caracas con calle 23 vi subir caminando, azotado por el sol del mediodía, al querubín con los ojos hinchados y unas ojeras color sepia, debidas quizás a “vigilias y excesos”.
 
Otra noche inolvidable, esta vez con Francisco y Juan Pablo Lohlé, salimos de farra con Elmo Valencia, “El monje loco”, ya con el cabello inundado de venerables hilos de lino blanco. Apenas llegamos, con Jotamario, Eduardo Escobar, Amilcar Osorio y otros amigos, a un bar de la carrera séptima con calle 22, un niñita de 14 años que atendía allí, se atenazó al cuello del Osito de Vidrio, lo anegó de lágrimas, le suplicaba, lo untaba de rouge y de saliva, y no lo soltó durante las largas horas en que nadaístas, Lohlés e invitados estábamos dedicados a beber aguardiente y a contemplar tan tierno espectáculo. Por lo menos 45 veces, la pelaíta hizo sonar en el traganíquel la canción de Lolita: “No renunciaré…”. Desde los años 60 hemos sido admiradores mudos de su novela invisible Islanada, pero también admiradores parlantes de sus relatos ingeniosos y patéticos. La muerte temprana de Luis Ernesto Valencia, “El Gigoló de los Dioses”, como la de María de las Estrellas, troncharon no sólo preciosísimas vidas sino maravillosas y promisorias obras literarias.
 
Volviendo a Gonzalo Arango, recuerdo que una vez se ganó un premio de cuento, consistente en 3 mil flamantes pesos, los cuales, según declaró a la prensa, invertiría de la siguiente manera: un regalo para su mamá, un abrigo para el frío y una buena borrachera porque estaba en crisis. Debo destacar que Gonzalo siempre se preocupó por promover los textos de sus compañeros de aventura. Publicó 13 poetas nadaístas yDe la nada al nadaísmo, además de innumerables exaltaciones de la obra de sus congéneres en páginas dispersas que ahora empiezan a coleccionarse gracias al orden monacal de Jaime Jaramillo Escobar y a la acuciosidad de Jotamario Arbeláez y de Eduardo Escobar. Existe una antología, casi clandestina, pero seria (aplicado este adjetivo en su mejor acepción) preparada por Jotamario, titulada Doce poetas nadaístas de los últimos días y una selectiva, explicativa y muy útil, que es la Antología de la poesía nadaísta, de Eduardo Escobar, al igual que la titulada El nadaísmo colombiano o la búsqueda de una vanguardia perdida, del poeta y novelista Armando Romero. Escobar también compiló los Manifiestos nadaístas, desde el primero, firmado por Gonzalo, en donde ya se vislumbra el escándalo y la irreverencia, pero donde aún se habla de la Razón Pura, de Gide, de Sartre, de Kierkeggard y de la Nueva Ética, hasta el Terrible 13, firmado por todos los nadaístas, donde se declaran locos geniales y ponen a la sociedad bocabajo en medio de danzas sensuales con negras sudorosas, donde el sexo, después del trajín, se vuelve un gusanito triste y donde ensalzan las vulvas de las ranas y el sexo hiriente de las lechuzas.
 
Este infierno de cimientos iconoclastas que debió venirles literariamente de Rimbaud, de Henry Miller y sobre todo de Fernando González, el solitario de Otraparte, lo cambió el profeta años más tarde por la adhesión sentimental a la Divina Providencia, a sus ángeles (o Ángelas), sus Adangelios y sus sermones místicos. Pero eso es otra dimensión.
 
En los años iniciales del nadaísmo militaron varios autores. Algunos desertaron, otros dejaron de escribir, otros tomaron caminos diferentes. Sin embargo, en todos hay esa chispa genial, ese toque de demencia divina que poseen los elegidos.
 
Allí están el ya citado Darío Lemos, Eduardo Zalamea, el hijo de Ulises, Alberto Escobar, un  heredero renovado de León de Greiff, Jan Arb, el hermano de Jota, Humberto Navarro,  “Cachifo”, novelista apocalíptico y curador de arterias secas, Nelson Osorio Marín, poeta y cantor, William Agudelo, sumergido en la probeta de Solentiname junto a Ernesto Cardenal, Patricia Ariza, mamá grande del teatro colombiano, Jaime Espinel, Pablus Gallinazo, laureado novelista de La pequeña hermana, cantor, trovador, compositor, David Bonells Rovira, poeta “coteidiano”, Malgreem Restrepo, el pintor Kat, Samuel Ceballos, Diego León Giraldo, Jorge Orlando Melo, y los que circundaban el movimiento: Claudia Santamaría, cuentista erótica que resultó ser el mismísimo Amilkar U, “Barquillo”, Miguel de Estribor, Álvaro Medina, alias “José Javier Jorge”, Hernán Hoyos, que comenzó de nadaísta y terminó de mamador de gallos, Oscar Piedrahíta Restrepo, “Lennya”, Iván Molnar y Oscar Gil, “El Hombre de la Llama”, que pretendía hacer la revolución él solo, con un puñado de arengas y una antorcha.
 
Ayer no más eran nuestros ídolos, destructores de ídolos y hoy son nuestros entrañables amigos y compañeros de copas, tertulias, extravíos y de unas cuantas dosis personales de poemas y prosas literarias.
 
Sólo me resta desear no sólo la eternidad del nadaísmo sino expresarles a sus supérstites que los queremos mucho y que necesitamos cada cinco minutos de sus gestos, sus poemas y sus anécdotas para seguir sobreviviendo a tanta realidad tenebrosa y aburrida.

 

 

 

 

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