Poesía joven de México: Alejandra Retana Betancourt

Presentamos algunos textos de Alejandra Retana Betancourt (Monterrey, 1994) escribe narrativa y poesía. Ha publicado narrativa en Telescopio (Alabastro, 2013) y poesía en Voces de emergencia (La Regia Cartonera, 2013), Los Volátiles (Juanita Cartonera, Chile, 2014) y Poetas Parricidas (Cuadrivio, 2014). Ha asistido a los cursos de verano de la Fundación para las Letras Mexicanas para el género de narrativa (Monterrey, 2013 y Xalapa, 2014).

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He decidido no escribir sobre la tristeza, ¿qué sé yo de la tristeza? Tanteo la forma de la ausencia, la respiro, pero no la exhalo, la retengo, la acumulo, al final la toso. No quiero escribir la palabra llanto ni la palabra muerte.

A mí no se me ha muerto nadie. Una vez casi pierdo a mi padre, pero no se fue. Tampoco he perdido al padre de mi padre. Mi abuelo murió antes del surgimiento de mi conciencia. Lo busco en todos los árboles, debajo de alguno están enterrados sus pulmones de papel. Alguno de estos árboles, me digo cuando visito su pueblo, tiene su lengua, su lengua de hombre soberbio y triste. Alguno de estos árboles, me digo perdida porque no conozco su tumba, ha clavado sus raíces en sus huesos pequeños, se ha nutrido de su piel hasta dejarla sin color. Quiero llorarle, pero a mí no se me ha muerto.

Una vez casi pierdo a mi padre, pero sigue aquí. Vive en la ciudad donde murió mi abuelo. Creo que también morirá en ella. Y yo también. Nos seguiremos con años de distancia, seremos la misma tierra, el mismo polvo, la misma arena.

He decidido no escribir sobre la tristeza ni sobre el llanto ni sobre la muerte, porque mi padre todavía camina. Aún vemos juntos los fuegos artificiales de septiembre y aún me cuenta esa historia de cuando tenía quince años y era cadete: marchó en el desfile y al volver a casa, mi abuelo, que era frío, lejano, extraño, lo abrazó. No quiero escribir la palabra muerte porque mi padre todavía vive y me cuenta que alguna vez doce botones de oro cruzaron su pecho.

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Conozco los preceptos

de mi dios que resiste.

He vivido dos tercios

de la vida de Cristo;

aún no he caminado

encima de las aguas

pero he visto esos cuerpos

como piedras de monte

viejo derrumbado;

visto gente tan sola

cargar ésas, sus piedras

sin encontrarles nunca

jardín, arroyo, tumba;

visto gente tan ciega

apilar las ajenas

como la basa enteca

de columnas endebles.

No ha caído piedra mía,

no ha caído algún cuerpo

que yo pueda reclamar

¿podrá vivirse siempre

de los muertos de otros?

Aún no he caminado

encima de las aguas

antes hay que bañarse

negar el propio peso;

aún el mar me es indómito,

tengo el cabello seco.

Conozco los preceptos,

he vivido dos tercios

de la vida de Cristo

y he visto hombres despojar

a otros de ésas, sus piedras

para arrojarlas contra

aquellos otros hombres.

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Los tristes no olvidamos. Te preguntaba dónde estaba mi casa y apuntabas al norte. Las horas eran esa miel escasa que lubricaba mis ojos en la oscuridad. Quería cantar que era feliz, pero no sabía renunciar a la tristeza. Los tristes perdemos todo porque nos negamos a olvidar. Salíamos a caminar sin rumbo, lujo de los que no tienen prisa, de los que son dueños de la tarde. Veíamos a dos niños meter flores en la alcantarilla y yo quería llorar porque sentía que a veces éramos como esas flores, nunca como esos niños. Siempre quise llorar, de tristeza, de alegría, de ansia embravecida. Quería que colgáramos un mapa de la ciudad en la habitación y dibujar sobre él un rostro cuyas lagrimas desembocaran en tu calle. Quería tanto pero callaba porque la gente triste siempre calla, se prohíbe el deseo. Me hubiera grabado tu nombre en la espalda de no haberla tenido cubierta de otros ya. Me decías que sólo teníamos una estrella y lo creía y pensaba que mi estrella apuntaba al norte, que ella no sabía nada de ti, que no brillaba cuando me desnudabas. Te vi arder, vi todo arder, y no encontré deidad alguna ni testimonio en la ceniza. Quería algo que no me atreví a nombrar, no fuera a ser que lo encontrara. Mas, ante todo, yo quería ser la más triste de los dos.

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Fuiste la lanza que atravesó mi costilla.

Ella fue el sedal que cosió el costado herido.

Entre los puntos, magnolias florecieron.

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Digan que hay esperanza en la soledad de estas velas. La gente las ha traído a la plaza mayor, por horas ha cuidado su fuego; entrada la madrugada, las ha abandonado. Ahora los dioses del viento, aquellos que apagaron las fogatas de los ancestros rendidos, brincan sobre estas velas y se llevan sus luces a otros lados. Ahí van esos dioses, vuelan sobre las calzadas y en sus bocas, en sus lenguas ardientes, aún brillan las llamas de las velas que trajimos. Aquí se queda la cera, los restos de cera, que derretida se disemina en una plaza que otras veces se enjuagó de sangre. Cada mancha de cera es estrella y la plaza es el manto celestial de aquella noche triste de septiembre. No aquí ni ahí, en otro sitio, dormimos mientras nuestras velas se transforman, mientras los dioses del viento recorren las casas que aguardan, e iluminan con sus lenguas ardientes las puertas que las madres han pintado para que sus hijos encuentren el camino.

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Datos vitales

Alejandra Retana Betancourt (Monterrey, 13 de enero de 1994) escribe narrativa y poesía. Estudia la Licenciatura en Lengua y Literatura Hispánicas en la Universidad Nacional Autónoma de México. Ha publicado narrativa en Telescopio (Alabastro, 2013) y poesía en Voces de emergencia (La Regia Cartonera, 2013), Los Volátiles (Juanita Cartonera, Chile, 2014) y Poetas Parricidas (Cuadrivio, 2014). Ha colaborado para Laberinto y como reseñista para Tierra Adentro. Ha asistido a los cursos de verano de la Fundación para las Letras Mexicanas para el género de narrativa (Monterrey, 2013 y Xalapa, 2014).

 


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