Poesía ecuatoriana: Jorge Dávila Vázquez

Presentamos algunos poemas de Jorge Dávila Vázquez (Cuenca, Ecuador, 1947) Poeta, novelista, profesor y crítico de arte. Ha publicado los libros de poesía: Memoria de la poesía (1999), Río de la memoria (2004), Árbol aéreo (2008), Temblor de la palabra (2009) y Diccionario inocente –poesía para niños- (2009), entre otros.En 1976 y 1980 recibió el Premio Aurelio Espinosa Pólit, que otorga la Pontificia Universidad Católica del Ecuador. Los siguientes poemas pertenecen a su libro Personal e intransferible (2013).

 

 

 

 

 

 

 

 

Del poema y su fuego

 

ESCRIBO para ti, para ellos, para todos…

y escribo

para mí mismo,

antes de que me asalten las sombras

del olvido.

Escribo con mi sangre y mis pestañas,

con el dolor, con los sueños

que se hicieron

más sueño

y con las pesadillas

que se volvieron grito;

pero también escribo

con el amor que une nuestras vidas,

multiplicándolas,

con la alegría compartida año tras año,

día tras día,

talvez hora tras hora,

y con las penas que se hicieron lágrimas

y con las lágrimas que imprimieron

ecos en las rocas del corazón,

en su paisaje,

y que un día logramos mirarlas

a lo lejos.

como se mira al sol inalcanzable,

como se mira el vuelo

del insecto,

sentirlas tan distantes,

como se escucha la canción

que eleva la voz enamorada

en la callada sombra,

inmortalmente.

 

Escribo para ti, para ellos, para todos…

Para quien quiera leer estas palabras

surgidas desde el fondo de la tierra,

nacidas de la carne y el espíritu,

como todo lo que hace que seamos

seres humanos, en medio de ese caos

que viene con nosotros desde siempre

y en medio del que vamos, alumbrados,

por la antorcha perpetua del poema.

 

Escribo para ti, para ellos, para todos

los que quieran poner el corazón

como pantalla, a que persista

el fuego de lo escrito, y no se apague

jamás su débil llama.

Sí, escribo para que en mí,

en nosotros,

en los nuestros,

nunca se extinga la llama del poema.

 

 

 

 

 

Palabras sobre la palabra

Para Eulalia

 

1

 

¿Crees que un beso

extinga la llama del rubor?

Quizás.

¿Y ése será el poema?

 

2

 

Cuando no estás,

estás.

Y cuando llegas

se ilumina el universo.

Poesía exaltada de la vida.

 

3

Pienso en los avatares

del cuerpo,

en el sonido del agua,

en la música del alma.

Pienso en ti, poesía,

hecha de carne y hueso,

de sueños,

de esperanzas,

de dolores.

 

 

4

 

¿Qué es el amor sin ti?

Una palabra que cae

en el abismo,

como una piedra suelta,

sin fin…

Y sin embargo, ese sonido

lejano,

imperceptible,

es la carne de toda poesía.

 

5

 

El poema se hace

como un viaje alrededor

de ti

día tras día.

 

 

6

 

Tú eres la esencia

del poema,

la palabra

que aún no ha sido dicha,

la canción todavía

no cantada.

Música, verbo,

pero también vacío.

 

 

 

7

 

Doy vueltas como un perro

alrededor del árbol

del poema.

No lo alcanzo.

 

8

 

¿Para qué escribir

si todo está ya dicho:

en tu presencia,

en tu ausencia,

tu palabra

y también,

dolorosamente,

en tu silencio?

 

9

 

Y dices, oh poeta:

“poesía eres tú”.

Nadie ha dicho

una verdad más grande.

 

10

 

Si eres la poesía,

si la encarnas,

si te haces realidad

en cada gesto

en cada beso

en cada uno

de los sonidos que

sale de tu boca.

¿A qué seguir

torturando al lenguaje?

Escrito está el poema,

para siempre.

 

 

De la palabra poética

 

ESCRIBO esos poemas  que tuve

ya en la mente, una vez, hace tiempo,

y los dejé partir como bandadas

de aves que emigraron hacia ninguna parte.

 

Y escribo los poemas que no esperé escribir,

pero que estaban, sin yo saberlo,

latiendo, germinando,

corazón adentro.

 

Escribo poemas extensos,

que algún maestro llamaría

“de largo aliento”.

¿Vanidad, la mía?

Y escribo poemas breves,

un suspiro, apenas;

solo un esbozo, dos líneas,

cuatro líneas,

¡una línea!,

pese a la crítica de cierto gran poeta,

que los desconocía,

abominaba de ellos, mesándose las barbas,

gritando que eso no era poesía, ¡no!,

y parecía olvidarse

de Emily Dickinson,

de Ungaretti, de Juan Ramón, la Yourcenar,

Carrera Andrade y tantos,

que dejaron esos leves fragmentos

de su alma,

esas manchitas de vida,

esas sombras del árbol de lo eterno,

en el desierto de la hoja en blanco.

 

Milagros

 

1

Señor:

Cuando quieras, multiplica tus panes y tus peces.

Hay un hambre que no termina nunca.

 

2

 

Tiéndenos tu mano, Jesús.

Andaremos no solo sobre el agua,

aun sobre la tierra.

 

3

¿Y si en vez de predicar a los humanos

lo hicieras a las aves del cielo

y a las flores del campo?

 

4

 

El agua en vino. Canáa de Galilea.

Y una leve sonrisa en el rostro de tu madre.

“Lo hiciste”.

Captó el instante,

tan bella, tan discretamente,

el Veronés

en su cuadro  imponente sobre el tema.

 

 

 

5

Con inmenso dolor, con dolor de madre tardía,

a la que todos llamaron con desprecio “estéril”,

Isabel piensa en esos bellos niños,

su hijo único y el hijo de su prima María.

Suspira, mientras los ve jugar alegremente.

“Nacidos para morir tan jóvenes.” Solloza.

 

Uno de ellos dirá un día: “si la semilla no muere…”

Mas, para entonces, ella estará con sus mayores,

esperándolo en el reino de la muerte.

 

6

 

“Bástele a cada día su afán”. Claro, sino que a veces,

es una vieja angustia que dura mucho tiempo,

una ansia repetida que no acaba,

que por dentro nos roe, nos carcome.

Pero, Tú pasas y las penas se borran.

¡Si te quedaras, Señor! Si te quedaras…

 

7

El cántico de Daniel,

seis siglos antes de Jesucristo,

y el de Francisco de Asís, doce siglos

después de su venida:

un puente de luz que une a las criaturas

en alabanza a su Creador.

 

 

 

Job

 

“Hubo en la tierra de Uz un varón llamado Job…”

 

¿Quién tuviera tu fe, tu esperanza

y esa paciencia inconmovible?

¿Quién pudiera llamarse como tú,

Job,

para decirle a un mundo insatisfecho:

“estas llagas son regalos de Dios”;

nada más que eso?

 

Los que usan ropa para ellos diseñada,

los que van en autos recubiertos de oro,

los que gozan de la lujuria de la carne,

del vino y de los cuerpos,

te echarían a las bestias hambrientas

de un circo siempre ávido de víctimas,

repitiendo impacientes:

“¡Venirnos con la historia de Job y su paciencia…

¡Basta de fastidio!

¡Queremos una copa de champagne!”

 

Pero ellos, los poderosos soberbios de la tierra,

forrados de diamantes y de adulos,

con paso firme van hacia el olvido,

engalanados de preciosas joyas

y hartos de las más caras golosinas,

mientras tú, llaga viva, abandonado ser

de Dios y las criaturas, en apariencia,

de todos desterrado, vas hacia un sitio

que no tiene sombra: el seno del Señor omnipotente,

y vas a la memoria de los hombres,

que tantas veces se inclinan hasta el suelo,

repitiendo tu nombre, Job, hermano…

 

 

Lázaro

 

Se ha levantado y avanza, desde la fría piedra

y las tinieblas

hacia la luz de la Voz que le ha llamado.

Su paso es vacilante. “Estoy vivo”, se dice,

y escucha gritos ahogados de la gente.

-¿A dónde voy, mis hermanas? ¿Dónde estuve?

¿Hacia dónde dirigiré mis pasos vacilantes?

Señor y amigo, cuando te hayas ido

la vida nueva que empieza en este cuerpo,

que conoció los tormentos de la muerte,

¿se apagará quizás, lámpara leve?

Señor, respóndeme, Jesús, ¿te has ido?

¿Esa vaga figura que se aleja es la tuya,

Maestro, o es la muerte que huye, lenta

y sombría del sepulcro?

Vivir, sabiendo que estuve entre los muertos,

ese es mi reto, Señor, mas necesito

tener tu mano de guía sempiterno,

tu palabra, Maestro, tu presencia.

¡No te vayas, amigo, todavía,

debo aprender el uso de esta vida,

debo aprender a ser Lázaro de nuevo.

 

 

 

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