Emmanuel Taub es Doctor en Ciencias Sociales por la Universidad de Buenos Aires; su trabajo en general se centra en el pensamiento judío y su revelación con la filosofía, la teología política y el lenguaje. Sus investigaciones han abarcado profundas reflexiones en torno al texto bíblico y las fuentes históricas con el objetivo de construir una teología política judía en base a los conceptos de pueblo y comunidad. Además de colaborar continuamente en diversos medios escritos ha publicado varios artículos y libros entre los cuales destacan Mesianismo y redención. Prolegómenos para una teología política judía (2013). Ha sido también profesor del Instituto de Humanidades de la Universidad Diego Portales. Presentamos su artículo a propósito de la expresión artística y el misticismo utilizando como punto de partida el texto de Paul Valéry escrito para una muestra del pintor Jean-Baptiste Camille Corot (1923).
Lo inefable: lenguaje y revelación
El cuerpo es un espacio y un tiempo – en los cuales se desarrolla un drama de energías.
El exterior es el conjunto de los comienzos y los finales. (1924-1925).
Paul Valéry, Cahiers.
Introducción
Paul Valéry expresa en uno de los fragmentos más bellos de su literatura, aquel lugar-tiempo que es la fuente de donde provienen las lágrimas, misterio inmemorial en donde brotan las descargas del ser: lo inefable. Lenguaje y revelación, creación y escritura, es aquello que convoca como punto de partida esta figura:
en el seno mismo de las tinieblas en las cuales se funden y se confunden lo que es de nuestra especie, y lo que es de nuestra materia viva, y lo que es de nuestros recuerdos, y de nuestras fuerzas y debilidades escondidas, y lo que es, en fin, el sentimiento informe de no haber sido siempre y de deber cesar de ser, que se encuentra eso que he llamado la fuente de las lágrimas: LO INEFABLE [L’INEFFABLE]. Porque, nuestras lágrimas, a mi entender, son la expresión de nuestra impotencia de expresar, es decir de deshacernos por la palabra de la opresión de eso que somos (VALÉRY, 2004, p. 45).
Justamente el propio Valéry en un texto de 1932 introductorio a una muestra de Jean-Baptiste Camille Corot, el gran pintor de paisajes francés del siglo XIX, explica que la observación del artista puede “alcanzar una hondura casi mística” ya que en la iluminación de los objetos ellos pierden sus nombres, y de esa manera, se separan de cualquier tipo de ciencia que intente sistematizarlos, “pero obtienen toda su existencia y su valor de ciertas concordancias singulares entre el alma, el ojo y la mano de alguien nacido para sorprenderlas y producirlas en sí mismo.” (VALÉRY, 2005, p. 165-166). Y a través de esta imagen retoman nuevamente el lugar de lo inefable:
Sostengo que existe una especie de mística de las sensaciones, es decir, una «Vida Exterior» de intensidad y profundidad al menos iguales a las que concedemos a las tinieblas íntimas y secretas iluminaciones de ascetas, sufíes, personas concentradas en Dios, y todos aquellos que conocen y practican una política de apartamiento de sí y se hacen una vida segunda a la que no puede la existencia ordinaria aportar más que molestias, interrupciones, ocupaciones de pérdidas y resistencias –además de todas las imágenes y medios de expresión sin los cuales lo inefable no se distinguiría de la nada. El mundo sensible ataca y abastece al otro (VALÉRY, 2005, p. 166).
En 1980, Giorgio Agamben escribe un ensayo introductorio para el Monsieur Teste de Valéry. Con el nombre de El Yo, el ojo, la voz (L’Io, l’occhio, la voce) el filósofo italiano intenta una reflexión en torno al lenguaje y al Yo que incluya la obra del poeta francés. Agamben lee este fragmento sobre lo inefable como el lugar en el que “el Yo es realmente capaz de anularse a sí mismo para alcanzar, más allá del lenguaje, «la oscura sustancia que somos nosotros sin saberlo».” Esto es, para él, lo que consigue Valéry a través de la imagen de la “fuente de las lágrimas”, ya que en el llanto “el sujeto del lenguaje parece llegar satisfactoriamente a abolirse para revelar lo que está más allá de la voz y más allá de «los bordes mudos de la palabra»” (AGAMBEN, 2005, p. 103-104).
Lenguaje y revelación
¿Qué es aquello que encontramos más allá de la voz? ¿qué se revela en los «los bordes mudos de la palabra»? Quedémonos por unos instantes con la imagen del llanto y su relación con lo divino. El llanto es una práctica instalada en la mística judía. Específicamente, en la apertura del conocimiento de los secretos de la Torá, y en el “hacer-se” de la presencia de Dios. El llanto es una apertura que puede alcanzar a quien la practica en la concentración mística para acercar la shejiná, divina presencia, al mundo de los hombres: forma de concentrarse en Dios, una forma de abastecimiento del mundo sensible sobre el otro.
Como ha analizado Moshé Idel, el gran estudioso moderno de la cábala, el llanto es un medio de obtención de revelaciones y secretos. Pero tal vez, uno de los datos más interesantes en la utilización del llanto es su dimensión como uso hacia el pasado y hacia el futuro. Como explica Idel, hacia el pasado el llanto es obligatorio durante un periodo de duelo, pero también se recomienda el llanto en relación con el duelo por la destrucción del Templo: la efusión de lágrimas en la celebración del 9 de Av en el que se recuerda la destrucción del Segundo Templo es muy apreciada, “pues Dios mismo se decía que lloraba a causa de la destrucción del Templo”. Y, por otro lado, el llanto tienen un uso vinculado al arrepentimiento que lo ata a una esfera futura: “El arrepentimiento y las lágrimas pueden contribuir a la venida el Mesías, y fue así como se establecieron grupos de afligidos para apresurar este acontecimiento.” (IDEL, 2005, p. 120).
Es interesante dentro de estas visiones el ejemplo que fue desarrollado por uno de los discípulos Isaac Luria, rabino y cabalista del siglo XVI. Rabi Abraham ha-Leví Berukhim, como desarrolla Idel, es quien explica que una de las condiciones para alcanzar la sabiduría es el uso del llanto místico:
en todas vuestras oraciones y a cada hora de estudio, en un pasaje que encontréis arduo, en el que no podáis ni captar ni comprender las ciencias propedéuticas o un cierto secreto, excitaos el llanto amargo hasta que vuestros ojos viertan lágrimas, y cuanto más podráis llorar, mejor será. Multiplicad vuestras lágrimas, pues las puertas de las lágrimas no están cerradas, y las puertas celestiales se os abrirán (IDEL, 2005, p. 126).
Existe una lectura que une teología y filosofía en la idea de llanto y de lágrima; ésta fue realizada por Emmanuel Levinas. En el rostro inundado por el llanto –escribe Levinas– las lágrimas podrían ser “descargas del ser que se desprende”. Un rostro que se expone al encuentro con el otro, la alteridad del prójimo, y en el que se despliega un “hueco de no-lugar” que encierra el misterio inmemorial en el que el rostro se ausenta (LEVINAS, 2001, p. 13-14). Este rostro ausentado, en el que “ha pasado un pasado absolutamente concluido”, es el lugar de la huella. En esa huella el rostro se presenta porque la huella es “la presencia del que (…) no ha estado jamás aquí, del que siempre es pasado”: Dios (LEVINAS, 2001, p. 80).
Ahora bien, regresando a Valéry, podríamos decir que lo inefable, fuente de las lágrimas, es el lugar inmemorial, “más allá del mundo”, en donde Dios se ha revelado en el rostro del hombre. La lágrima proviene de un tiempo inmemorial, lugar que no se halla en el propio cuerpo –que nace en la pureza del ser– y lo desgarra en su aparición en el tiempo. El camino de la lágrima está trazado desde aquel “más allá” y se manifiesta en el tiempo en el que el hombre se halle parado-sobre-la-tierra. Es posible que entendamos de otra manera los versos de Valéry en su poema monumental La joven Parca:
En la gruta de espanto, dentro de mí excavada,
rezuma muda el agua su misteriosa sal.
¿De dónde naces, lágrima? ¿Cuál es tu manantial?
¿Qué trabajo tan nuevo y triste, eternamente
desde mi sombra amarga te exprime lentamente?
De madre y de mortal vas mis gradas subiendo,
¡Oh testaruda carga!, desgarrando y rompiendo
tu camino en mi tiempo (VALÉRY, 1996, p. 57).
Debemos preguntarnos, entonces, cómo pensar este tiempo sobre la tierra; de qué manera concebir el tiempo inmemorial del que las lágrimas que brotan son su reminiscencia. El tiempo sobre la tierra, según Valéry, es monótono, es un tiempo en constante-pasado o en constante-futuro. Valéry esboza que existe una inversión humana del tiempo en donde el hombre tienen su asiento principal en el pasado o en el futuro, y es por ello que:
Nunca se mantiene en el presente, como no sea constreñido por la sensación: placer y dolor. Puede decirse de él que le falta indefinidamente lo que no existe. Esta es una condición que no es animal, que es completamente artificial, puesto que en suma no es absolutamente necesaria al ser (VALÉRY,1997, p. 86.).
En esta vida en la que nos encontramos, la del hombre moderno, vivir, para Valéry, es “una práctica esencialmente monótona”. Solamente –dirá el pensador francés– a través de la “sensibilidad” es posible romper, a sacudones, la “monotonía profunda de las funciones de la vida.” ¿Será tal vez la incompletud de aquello que nos han arrancado, de lo que falta y por lo que aquí estamos –siempre en estado de permanente pérdida– por lo que el hombre no logra situarse en el presente sino a través del dolor y el placer, y la sensibilidad?
Agamben ha escrito en El reino y la gloria (Il Regno e la Gloria) que el hombre en su naturaleza misma es inoperoso, porque su vida “es inoperosa y sin propósito”, y es a través de esta falta de objetivos que se vuelve posible la operosidad incomparable de la especie humana. “El hombre se ha consagrado hacia la producción y al trabajo, porque es en su esencia carente de obra, porque él es por excelencia un animal sabático” (AGAMBEN, 2007, p. 269). Siguiendo con esta la lógica de análisis podemos decir que es en la actividad reproductiva y material en donde el hombre construye una rutina que le permita sobrevivir a su propia naturaleza: saliéndose de aquella naturaleza y logrando volverse productivo. Y es esta rutina la que constituye la monotonía de la que escribe Valéry y en la que solamente a través de la sensibilidad es posible de arrancar. Una sensibilidad que se va diluyendo en el espíritu de nuestro tiempo.
Nosotros, los modernos, somos muy poco sensibles. El hombre moderno tiene sentimientos obtusos, soporta el ruido que sabéis, soporta los olores nauseabundos, los alumbrados violentos y alocadamente intensos o contrastador; está sometido a una trepidación perpetua; necesita excitantes brutales, sonidos estridentes, bebidas infernales, emociones breves y bestiales (VALÉRY, 1997, p. 104-105).
En julio de 1916, Walter Benjamin le dirige una carta a Martin Buber en la que le realiza una critica sobre su revista, Der Jude. En ella, escribe una pequeña teorización sobre el lenguaje mágico explicándole que duda en escribir en la revista porque él, Benjamin, trata de prevenirse del axioma por el que la escritura “puede influenciar el mundo moral y comportamiento del hombre” (BENJAMIN, 1994, p. 79) y que es por ello que en la relación que se establece entre lenguaje y acción, los peligros del uso político de éste último pueden ser catastróficos. En este contexto, rescata la escritura poética, profética y especialmente mágica, ya que allí aún reside un espíritu de misterio, o como escribe Benjamin, lo “inefable del lenguaje”; justamente lo que en aquel tiempo observaba Benjamin era la eliminación de lo inefable que coincidía con las “maneras objetivas y desapasionadas de la escritura” y de la “relación entre conocimiento y acción precisamente sin la magia lingüística” (BENJAMIN, 1994, p. 80). Por esto define en aquella carta temprana, frente a Buber, su estilo objetivo y altamente político de escritura:
para despertar el interés en lo que se le negó a la palabra; sólo donde la esfera de la mudez se revela en el poder indeciblemente puro puede la chispa mágica saltar entre la palabra y la motivación del acto, donde la unidad de estas dos entidades reales reside. Sólo el objetivo intensivo de las palabras en el núcleo de silencio intrínseco es realmente eficaz. No creo que haya ningún lugar donde la palabra pueda estar más distante de lo divino que en la acción “real”. Por ello, también, es incapaz de dirigirse hacia lo divino de alguna manera que no sea a través de sí misma y de su propia pureza. Entendida como instrumento, se multiplica (BENJAMIN, 1994, p. 80).
Benjamin admiraba a Valéry, y ello lo manifestó repetidas veces, tanto que por ejemplo en 1927 recibe a su amigo Gershom Scholem en París obsequiándole el discurso de Valéry a la Academia Francesa; como escribió el propio Scholem: “Benjamin, que tenía en la mayor estima a Valéry como pensador, como poeta y como prosista, me dio también a leer la Velada con Monsieur Teste, obra que admiraba muy particularmente, para que me familiarizase con este fenómeno literario que era Valéry” (SCHOLEM, 2008, p. 209).
Tanto fue así que Benjamin escribió un “pequeño estudio” sobre Valéry[1]; allí explicaba que habría que pensar al escritor francés como un “gran compás” que hunde una de sus piernas en el fondo del mar mientras la otra mira el horizonte intentando alcanzarlo. Y que si existe un personaje en su literatura que sintetiza con precisión sus búsquedas, este es Monsieur Teste. Este personaje inacabado y en constante producción a lo largo de su vida se ha transformado en la personificación del intelecto. Como dice Benjamin:
Monsieur Teste no es otra cosa sino el individuo que, estando finalmente preparado para atravesar el umbral de la desaparición histórica, acude a la llamada aún una vez más (como una sombra) y se sumerge en ella de inmediato; no afectado ya por nada más, entra en un orden cuyo advenimiento Valéry nos describe de este modo: «En los tiempos de Napoleón, la electricidad tenía, más o menos, la importancia que en los tiempos de Tiberio se podía atribuir a al cristianismo. Mas va quedando claro, poco a poco, que dicha general intervención del mundo tiene más consecuencias y es más capaz de modificar la vida, y modificarla en el futuro, que los acontecimientos “políticos” sucedidos de los tiempos de Ampère hasta el día de hoy». La aguda mirada que Valéry va arrojando a este mundo venidero ya no es la mirada del oficial de marina, sino más bien la del marinero que sabe que se acerca una tormenta y que conoce demasiado bien el cambio que se ha dado en las condiciones de la historia (…) para no darse cuenta de que, ahora, hasta «los profundos pensamientos propios de Maquiavelo o Richelieu ya sólo tienen la consistencia y el valor de un consejo bursátil». Así está ese «hombre, siempre en pie en el cabo del Pensaiento, abriendo bien los ojos sobre las fronteras de las cosas o de la vista misma, como tal» (BENJAMIN, 2007a, p. 408).
De esta misma forma, volviendo al propio Valéry, Monsieur Teste en la Carta de un amigo escribe:
Me parece que cada mortal posee justo junto al centro de su maquinaria, y en lugar de honor entre los instrumentos de navegación de su vida, un pequeño aparato de una sensibilidad increíble que le indica el estado de su amor propio. Se lee en él que uno se admira, se adora, se da horror o se tacha de la existencia; y algún índice vivo que tiembla sobre el cuadrante secreto vacila con terrible prontitud entre el cero de la bestia y el máximo de un dios (VALÉRY, 1999, p. 51).
Mientras pasa la vida preguntándose por el “más allá”, tiempo inmemorial de donde proviene la revelación que es rostro, Monsieur Teste construye su existencia intelectualmente. Y es por ello que ha intentado permanecer la mayor cantidad de tiempo posible consagrado al presente. Única manera de interrogar el ser. Por eso dirá que la “sensibilidad es todo, soporta todo, evalúa todo”, consagrarse a la sensibilidad, que es a lo que en definitiva dedica su vida Teste, es alojarse así en un presente eterno. Esta es la razón por la que Valéry no puede hacer desaparecer o darle muerte a Teste. Por eso su vida se repite y trasciende más allá del autor. Esta consagración a la sensibilidad, sin embargo, solamente es posible en Teste porque no es un ser de este mundo. Sino, el ser en el límite del umbral de la existencia.
En un relato llamado El templo del miedo Valéry parece profundizar su formulación sobre el tiempo, en el mismo movimiento que pareciera cortar de rabo, o de cabeza, la herencia de su Monsieur Teste. La desolación ahora es avasalladora, no queda nada; pero retomando la lectura benjaminiana aquella desolación del tiempo puro, cual tiempo edénico, se asemeja al tiempo mesiánico sin pasado ni futuro:
La Cabeza cortada contempla las cosas tal como son; el Presente puro, sin ningún significado, sin arriba ni abajo, sin simetrías, sin figuras.
Pero una diversidad.
Y cuando los tiempos de reacción de las retinas se alargan…
No hay respuestas –Juicio eternamente suspendido–.
Pues todo juicio es apurado.
Habla demasiado pronto, acaba lo que no está –ni estará jamás– acabado.
No hay tránsito.
ni pasado ni futuro–
no hay números (VALÉRY, 2003, p. 60-61).
Estos habitantes del juicio eternamente suspendido, más allá del relato irónico de Valéry, parecieran hacer y deshacer a cada instante sus acciones; en un repetir mimético o simulacro. Este paisaje que el escritor francés nos da dista diametralmente de la “inoperosidad” agambeniana como paisaje mesiánico, y nos sumerge más aún del mesianismo al mundo profano: es su paroxismo.
El “más allá”, aquel tiempo inmemorial que deja su huella en el rostro como revelación de Dios de donde proviene el lenguaje, es el tiempo en el Jardín del Edén: tiempo edénico. Adán le da nombre, nomina, a los animales, a las aves del cielo y a las bestias (Génesis 2:19-20). Pero una vez que se corrompe el árbol del conocimiento del bien y del mal el hombre sabe de su desnudez. No sólo reconoce su cuerpo desnudo en el del otro, sino su desnudez ante el mundo que debe habitar. Su debilidad de hombre. El hombre que “da el nombre” habitaba en el Jardín del Edén en un tiempo inmemorial y divino.
Benjamin, en su análisis sobre el lenguaje humano y la relación con el lenguaje divino ha escrito que “la Creación de Dios queda completa al recibir las cosas su nombre del hombre, desde el cual, en el nombre, sólo habla el lenguaje” (BENJAMIN, 2007a, p. 149). En el Edén se encontraba, como bien cuenta el relato bíblico, el árbol del conocimiento del bien y del mal. O sea, sobre aquello que estaba se puede o debe hacer y aquello al hacerlo produciría un mal. Adán y Eva corrompen la prohibición de comer de sus frutos, “el pecado original”, y Dios los expulsa de los jardines del Paraíso. Al mismo tiempo, como dice Benjamin, se inaugura “la palabra humana”. Es así que el juicio surge con la palabra que “da nombre” corrompida, en donde el lenguaje edénico, “el lenguaje que conoce de un modo perfecto”, se clausura para el uso del hombre (BENJAMIN, 2007a, p. 157).
Ahora bien, luego del relato de la Creación y en donde se da una vida en puro-presente del tiempo edénico, en donde existía un árbol del conocimiento sobre el bien y el mal, se produce nuevamente un acto en donde Dios legisla sobre prohibiciones y deberes. Este acto se produce cuando Dios debe entregarle a Moisés las tablas de la Ley en el monte Sinaí. Estas tablas, y su renovación luego de que fueran destruidas por Moisés contra el becerro de oro, podríamos pensar que remiten de alguna manera al árbol de los Jardines del Edén en cuanto confieren significado a aquello que está prohibido y aquello que debe hacerse. Mientras que el árbol enseña lo bueno y lo malo, pero constituido como eje inaprensible de una vida edénica, las leyes de Dios dadas a Moisés en el Sinaí, constituyen su exteriorización. Por lo tanto, no versan sobre lo prohibido y lo permitido, sino sobre lo bueno y lo malo.
Es por ello que debemos decir que el árbol del conocimiento no es el origen del derecho, sino que como escribe Benjamin, el origen del juicio al que da origen su violación. De igual manera, los Diez mandamientos no son el origen del derecho del hombre, sino aquello que enseña como ejemplo lo que está bien y aquello que al hacerlo produciría un mal: son las leyes morales.
El juicio y el derecho es de los hombres, porque son ellos los que deben juzgarse. Dios, en cambio, nombra sólo a través del hombre y se presenta en cada juicio que éste efectúa. Benjamin en su lectura de Kafka relata la leyenda talmúdica en la que un rabino responde al por qué del banquete de la noche de shabat. La leyenda, que como hemos visto, cuenta sobre una princesa abatida en el exilio, en donde se hallaba lejos de su gente y en un poblado cuya lengua no comprendía. Un día, recibe una carta por la que se entera que su prometido no la había olvidado y que viajaba rumbo a su encuentro. El prometido, según cuenta el rabino, es el Mesías; la princesa, el alma; el poblado de la lengua extraña y del destierro, el cuerpo. Y como la princesa no puede manifestar de otra manera su alegría al poblado, que no entiende su lengua, le prepara un banquete para celebrarlo.
Este banquete de shabat, en el que se celebra su llegada luego de las oraciones, es –sin embargo– un festejo doble. Una celebración que hace a la presencia del hombre como criaturas creadas por Dios, y en el sentido de hombres como criaturas del lenguaje que nos nombra. Este banquete recibe el tiempo mesiánico al que el judío se abre a través del shabat al mismo tiempo que agasajamos al poblado, al lenguaje de los hombres que es ajeno al alma; en donde el alma –la princesa– y su amado –el Mesías– aguardan por su encuentro.
Pero para Benjamin, quien lee en el relato talmúdico la metáfora del mundo kafkiano, aquel poblado al pie del Castillo, es la metáfora de vida del hombre contemporáneo en relación con su cuerpo: un cuerpo que le huye, que es su propio enemigo, que le es ajeno (BENJAMIN, 2009, p. 25). Lectura que se asemeja a la de Gershom Scholem cuando dice que la “nada”, hendidura abierta en todo “ente”, es la experiencia del hombre actual que está reflejada en Kafka: una experiencia vaciada de Dios, una “nada de Dios” (SCHOLEM, 2006a, p. 37).
A pesar de ello, el relato talmúdico conserva y resguarda otra lectura. Porque se debe correr la mirada de la relación entre el alma y el cuerpo, porque aquel poblado es el tiempo histórico en donde el lenguaje de los hombres existe, sin entender al alma, en el que se preserva el lenguaje divino del Edén perdido. En donde se celebra, a través de un banquete, la posibilidad de existencia a través del lenguaje. Y por eso, el banquete de la princesa, la experiencia mesiánica aprehendida a través del shabat, permite celebrar –también– la vida profana que aguarda al reino.
La palabra nominadora es dada al hombre y desde allí construye el lenguaje. El poder de nombrar descansa en la herencia de Dios al hombre. Así como Dios descansa el séptimo día consagrando el shabat, el hombre comienza su tarea una vez a-parecido en el mundo. Shabat, celebración que nos remite al tiempo mesiánico, y la palabra del hombre que nomina su existencia, están unidas. Y por ello que a través del shabat, no sólo se celebra la llegada del mesías, sino también a la palabra dada, la palabra del hombre, que permite la existencia en el tiempo histórico. En el shabat hay un hacer y una obra –frente a los que plantea Agamben desde su lectura cristianizada de la festividad sabática judía como desobra u inoperosidad– que se consagra a través de la oración en celebrar la posibilidad mesiánica y la existencia del hombre y, a través del lenguaje, de las cosas de la tierra. El shabat es punto de llegada de Dios al mismo tiempo que es punto de partida del hombre en su existencia.
Todo tiempo inmemorial que se conserva entre el gesto y el rostro es el tiempo divino en el que Dios creó, en el que Su obra se efectuara para ser. Pero el tiempo en el Edén es el tiempo de la existencia creada. Un tiempo inexpresable para el hombre. Es allí donde el hombre nombra frente a Dios. Una vez que Dios realiza Su obra y consagra el shabat, el hombre nomina a aquello que se le presenta ante él. A lo ya existente. Dios no puede dar nombre a las cosas del hombre sino a través de éste. Es por ello que cada palabra conserva la reminiscencia de un tiempo inmemorial, el tiempo edénico. O, en palabras de Benjamin, es mímesis de aquel tiempo en donde se inaugura el lenguaje. Dios presenta frente a Adán todo animal para ser nombrado. Dios es el hálito que resta de la existencia, el «aura» de vida que reposa entre el rostro y el gesto.
“¿Qué es el aura propiamente hablando?” se pregunta Benjamin en su La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica (Das Kunstwerk im Zeitalter seiner technischen Reproduzierbarkeit). El aura, es “una trama particular de espacio y tiempo: la aparición irrepetible de una lejanía por cercana que ésta pueda hallarse” (BENJAMIN, 2008, p. 16). Debemos pensar el «aura» como aquello sagrado que hay del Dios en el hombre, l’Ineffable, rostro en el que se aloja la Revelación. Recordemos para ello, otra definición de Benjamin sobre el «aura» que acerca mucho más su lectura a lo sagrado y al hombre, que a la lectura que realizara sobre la reproductibilidad técnica. En un manuscrito Benjamin ha garabateado:
La experiencia de aura descansa en la transposición de una forma de reacción normal en la sociedad humana a la relación de la naturaleza de la gente. El que se ve o se considera visto [mirado] responde con una mirada. Para experimentar el aura de una apariencia o un ser, significa darse cuenta de su habilidad [de lanzar] para responder a la mirada. Esta habilidad está llena de poesía. Cuando una persona, un animal, o algo inanimado nos devuelve nuestra mirada con la suya, estamos inicialmente corridos en la distancia; su mirada está soñando, nos arrastra después de su sueño. El aura es la aparición de una distancia por cercana que ésta pueda hallarse (BENJAMIN, 2007b, p. 45).
Poesía y enamoramiento residen en la lejanía sagrada del «aura». En este sentido, Valéry escribió que el poema es “una abstracción, una escritura que espera” (VALÉRY, 2005, p. 103). Podemos decir que bajo la “espera” se halla un «aura», lo que Dios nos deja para ser, que ilumina desde la huella inmemorial un venir-se al poema, la aprehensión del tiempo para convertirla en palabra. Pero a diferencia de la palabra humana que da nombre –el hombre en el lenguaje– el poema no nombra sino que llama a la existencia. El poema implora al rostro para que se haga presencia. Lo obliga a salirse, violenta la huella que es recuerdo de lo que nunca estuvo.
El poema se halla entre el lenguaje del hombre (que da el nombre) y el lenguaje indecible de Dios (lenguaje que crea a través del decir). El lenguaje que nombra es un lenguaje ordinario, el lenguaje correinte para Valéry, que une o modifica al hombre luego del Paraíso perdido. El conocimiento que escondía el Árbol del bien y del mal, tal vez, era el conocimiento de Dios: su Gloria.
Gershom Scholem escribió que: “El lenguaje original del hombre en el paraíso tenía todavía ese carácter sacro, […], estaba inmediatamente vinculado, sin alteración, con el ser de las cosas que pretendía expresar. En aquel lenguaje sonaba todavía el eco del divino” (SCHOLEM, 2006b, p. 80). Eco de un tiempo inmemorial, lo inefable, que conservamos como destello, como borrosidad.
Benjamin, por su parte, expresó que lo decisivo es el instante de nacimiento, en el primer “abrir y cerrar de ojos” (BENJAMIN, 2007a, p. 210) que percibimos como un «chispazo». Un efecto de luz que nos invita a la existencia que inaugura el «aura» al que remite el rostro frente a la mirada que se hace vida. Es en ese «chispazo» en donde se manifiesta la palabra revelada, la huella que Dios a dejado en cada uno de nosotros, como imagen y semejanza.
Palabras finales
La palabra revelada, «chispazo» en el que nos damos a la vida, siempre es originaria. Y ésta nos retorna a la huella inmemorial del nacimiento, del decir de Dios. Es aquella palabra que nunca se silencia. Es por ello que el lenguaje de los hombres es una mímesis de la palabra revelada, como palabra profana que inaugura la existencia.
Levinas ha escrito que la huella “es la inserción del espacio en el tiempo, el punto en el que el mundo se inclina hacia un pasado y un tiempo” (LEVINAS, 2001, p. 79). Podemos decir aquí que la poesía es el momento que ingresamos la mirada en el espacio para hacernos de un instante de tiempo, el “chizpazo” benjaminiano, abrir y cerrar de ojos del recién nacido, que también nos permite, como en el shabat esperando a la shejiná –divina presencia– o como la princesa agasajando al lenguaje del hombre por la llegada del Mesías, eclipsarnos con un destello, hacernos del lenguaje y la palabra, y con él, aprehendernos de la creación, en cuya huella se manifiesta la Revelación.
El tiempo edénico es un tiempo en puro-presente, cotidiano, en donde no existe pasado, porque Adán no tiene pasado, y del mismo modo no hay noción de futuro. Allí, el hombre se encuentra consagrado a su naturaleza. La pérdida y expulsión del Paraíso fue el arrancamiento del tiempo presente. Corromper el árbol del conocimiento ha enfrentado al hombre con la posibilidad de una existencia finita. Lo ha transformado en un ser histórico. Y así, desde aquel instante, el hombre ha vivido –como ha descrito Paul Valéry– entre el pasado y el futuro, en donde solamente a través de la sensibilidad –lenguaje sin palabra– es posible invocar a un tiempo inmemorial para hacerse del presente perdido. Placer y dolor, como vías profanadas de aferrarse al presente, es lo que le queda a este hombre que se ha vuelto ser-en-la-historia. Y la sensibilidad, lágrima que surca el rostro, l’Ineffable, es la reminiscencia del tiempo edénico. Podemos sugerir entonces, que el tiempo mesiánico será el regreso a este tiempo edénico. Un puro-presente en donde la fragilidad del hombre revestido en su desnudez se haga in-existente, volviendo a ser propia de su naturaleza.
Orpheus Leading Eurydice from the Underworld, (1861)
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[1] Así se lo escribe a Scholem en una carta del 28 de octubre de 1931. Véase: BENJAMIN, 1994, p. 385.