La poesía de David Castañeda Álvarez

Citlaly Aguilar Sánchez nos acerca, a través de este texto, a la poesía de David Castañeda Álvarez, reciente ganador del Premio Nacional de Poesía Ramón López Velarde. Recibió esta distinción por el poemario un hombre, una mujer y un mirlo.

 

 

 

 

 

El maestro, el alumno y el poema

 

 

Dicen que uno nunca pierde a su maestro; que éste siempre va a estar ahí para guiar con el ejemplo. Y es que después de tantos siglos de excelsa poesía ¿qué tiene uno por escribir? ¿cómo imaginar siquiera la singularidad? A estas alturas el reto es caminar de la mano de nuestros maestros y que sus dedos no nos aplasten.

El 4 de diciembre del año pasado, en la fría ciudad de Zacatecas, se otorgó el Premio Nacional de Poesía “Ramón López Velarde”, el cual, por tercera vez consecutiva, fue a dar en manos de un integrante del taller de Javier Acosta: David Castañeda Álvarez. Con el poemario Un hombre, una mujer y un mirlo, el joven hidalguense propone una mirada al modernismo.

El libro se divide en tres apartados, mismos que refieren a la triada que lo titula. “El hombre” es un monólogo introspectivo y una mirada sobre la vida cotidiana al momento en que con violencia ligera se encuentra con la poesía. “La mujer” es una alegoría del supremo canto; es una sección metapoética y quizá por esto, de los tres, es el único apartado escrito en verso libre, pues los otros dos son prosa poética. “El mirlo” es la unión del binomio anterior, es la conjugación del hombre y la poesía o como ya lo había dicho Wallace Stevens: “Un hombre y una mujer y un mirlo / son uno”, epígrafe certero con que se abre esta obra.

Desde luego que referir al modernismo recuerda de inmediato al consagrado poeta zacatecano, cuyo nombre da título al premio mencionado, y es porque su presencia destaca en el poemario de David Castañeda más de una vez intencionalmente, como es evidente en el poema “Zozobra”:

Aún no encuentro mi pueblo en el mapa mí mismo. No encuentro descanso, dónde quedar varado, dónde hacerme viejo. No hay reposo si todo es polvo, calor y desierto. Necesito un límite, una paz, una redención, una guarida como tus manos patrias que cada vez están más lejos. Soy un jirón de luz estancado entre las nubes de una tierra ignota, o por lo menos olvidada, que se arremolina de polvo cada que consulto el mapa.

El título del poema alude de manera directa a la obra de Ramón López Velarde, pero también tangencialmente es posible visualizar los paisajes del jerezano, sus recatadas musas e incluso la silueta mítica del poeta muerto a los 33 años. Pero no sólo aparece el autor de La suave patria, también es posible escuchar el diálogo con José Gorostiza, César Vallejo, Vicente Huidobro, Walt Whitman, Gérard de Nerval y claro está con Wallace Stevens y el otro modernismo, el anglosajón; todos ellos son un mirlo, son el mirlo, símbolo emblemático de la canción. Cuando el sujeto lírico pregunta sobre la poesía, están ahí los maestros para dictar la respuesta, como en “Los pájaros de Stevens”:

 

¿Y si los mirlos de Stevens fueran pájaros

 de ónix de la puerta? Diríamos entonces

 que los trajimos de Teotihuacán,

que un buen hombre nos ofreció cuchillos

 de obsidiana y geodas dentelladas

 bajo la Pirámide del sol,

que el cuarzo equilibra los chacras en primavera,

pero el ónix protege de los malos espíritus,

que algo llamado México está sepultado

bajo la piedra y palpita duro todavía en el espejo,

el vaso de agua y los pájaros de la puerta que vuelan ligeros,

suspendidos por hilos de aire delgadísimo.

 

El poeta busca una voz propia, a partir de las voces que le preceden, y esa voz es un ave y el ave transmuta conforme goza de su ligereza en el cielo. Si bien, los mirlos de Stevens se encuentran en el poemario, el poemario no es un nido para los pájaros de Stevens, sino un árbol en el que sólo posan; pero como sabemos, los pájaros sólo cantan en la rama.

Los poemas de Castañeda Álvarez se vertebran en la eterna reescritura y el insaciable cuestionamiento metapoético; exponen la necesidad y la necedad humana por encontrar en la palabra más que un simple sonido o comunicación; son una aspiración a lo sagrado del lenguaje; intentan demostrar el agudo alcance del canto en la mitología de la cotidianeidad, tal cual se lee en este fragmento de “Afuera”:

El pasto brilla. El aspersor baña las yerbas y brotan dientes de león en las esquinas. Los mirlos vuelan apenas unos metros lejos del gato. Buscarán lombrices ─nos decimos mientras pelamos ajo─. Afuera el jardín vive con todas sus fuerzas.

Y vive ahí también todo el resplandor de la vida, los colores febriles de cada día. Un hombre los puede ver, oler y tocar, y a través de sus sentidos es posible encarnar al poema y a los grandes poetas del pasado. Y sí, hay que aspirar a ser alumnos de los mejores maestros, lograr realmente aprender de ellos tal cual lo demuestra David Castañeda, y quizá, algún día sin darnos cuenta, nos convirtamos en uno, y si no, también compartir esas enseñanzas con voz propia es una escuela, cada poemario una lección.

 

 

 

 

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