Presentamos la poesía de Hugo Francisco Rivella (Rosario de la Frontera, Salta, Argentina, 1948). Poeta merecedor del Premio Internacional de Poesía Rubén Darío 2016. Ha publicado libros como: Algo de mi Muerte (1981), Yo, el Toro (Alción, 2008), De Fuego y Sombras (2010), Piedra del Ángel (UAEMex Toluca-México, 2011), Espinas en los ojos y siete poemas de barro (El Ángel editor, Ecuador, 2014) Ha recibido premios de poesía como: los Juegos Florales Centroamericanos 1985, el Internacional Jaime Gil de Biedma, el Premio de Poesía Mística Fernando Rielo 2013 y el Internacional de Poesía en Paralelo Cero del 2016, entre otros.
Tormenta alucinada
a Gonzalo Rojas
Mi padre llega atravesando el río,
las mariposas verdes de la noche deslucen su cabeza.
Desde la orilla grita mi madre y un trueno zamarrea la boca del relámpago.
Todo parece quieto y a la vez, todo gira en un hueco de lechuzas y peces,
jabalíes desdentados, ramajes y abanicos y toros sin cabeza.
Me cuelgo del hilito de luz que alumbra el patio.
Sus ojos maldecidos estrujan el paisaje.
Destellando,
amagando llegar viene mi padre.
La tormenta se duerme en mis brazos pequeños, y yo me duermo en los brazos de mi madre que llora.
El caballo de mi padre llega solo
ya no pesa su sombra sobre el lomo
X
Es cruel la mañana.
Está oscuro, Padre.
Alguien vierte vinagre sobre mis llagas.
el cielo se hunde en la cabeza del soldado,
su lanza me persigue, busca en mí tu presencia,
pero tú no apareces,
Padre.
Vino, mirra y el sueño desbocan tu abandono.
No he de beberlos, Padre.
Quiero morir sabiendo que estoy vivo.
La flor que acecha al hijo duerme otro sueño,
en tanto yo, Padre,
recorro los últimos minutos de lo que no comprendo.
XI
Mis vestiduras sangran desgarradas al viento desgarradas,
como palomas crueles, como nubes de plomo,
el círculo de espadas revienta mis omóplatos y vuela,
se asoma a las uñas del ateo,
a la risa del ajo y el muérdago reseco.
Mi Madre reza un no sé qué en voz baja
y el ladrón al costado saliva mis espinas,
escupe lo que pienso de dios y la palabra,
la demencia,
las doncellas que fraguan laberintos en donde el peregrino arrodilla sus huellas.
Padre,
siento que voy cavando poco a poco tu olvido.
XII
Pedro me ha negado como una rosa oscura.
Niega la sed, la piedra, el olivo y la fuente,
a Lázaro en la boca de su muerte y los dedos.
¿Dónde están las monedas que Judas ha escondido?
¿Las burlas del soldado?
¿El látigo en mi espalda?
¿Dónde estás Padre mío? ¿La niebla de tu voz?
¿Mi nombre condenado?
¿Qué sabe el descreído de la sed y el desierto?
¿Del reino de los cielos cuando cruje en la tierra?
¿Qué culpas tiene el niño que apedrea mariposas y destierra en los sapos su música nocturna?
¿Qué sabe la mujer que en la red del avaro desgajó sus vestidos y quedó desnuda?
¿Qué sabe la serpiente de las ruinas del alma y el espejo en el aire que destruyó a la tierra?
¿A quién perdono,
Padre,
si no encuentro culpables?
X, XI y XII de ESPINAS EN LOS OJOS & siete poemas de barro, (Ángel editor, Quito, Ecuador, 2014)
¿Qué hacer con esta rosa?
¿Qué hacer con esta rosa? ¿Dónde ponerla ahora?
¿Si el amor se desliza por mi cuerpo y me abandona?
Hoy puedo preguntar a dios por las esferas, por el camino invisible del otoño en mis ojos, la piedra que perdura en la quietud del siglo y las fauces del tiempo midiendo mi garganta.
En la noche hay un toro deformado y ateo.
En el fondo de mí, dios sigue indeciso.
Es fría la muerte, madre
a Margarita Rivella
Ahora es fría la muerte, madre.
Yo cerré tus ojos sobre la cama en que yacías: En ella te dormiste para siempre, mientras Tina calentaba agua para el mate.
En esa casa, madre, por última vez soñaste los lapachos, la lora con sus verdes lloriqueos y el piar de las gallinas contra el cielo.
Luego tiré una sábana desteñida sobre tu cuerpo que también dormía.
Ahora camino por la casa, madre, y siento que todavía anda tu corazón entre las buenas noches, las alegrías del hogar y las dalias.
En esa casa,
madre,
viviste los duraznos, las granadas y las noches en que hacías empanadas para matar el hambre. Fuiste feliz conmigo, con los nietos, con la risa más clara de Leonor y la flor memoriosa de los días.
En esa casa, madre fuiste el amanecer y el adiós con sus lágrimas.
Ahora es fría la muerte, madre.
Te mueres en un hospital como un fantasma y en la Sala Tal de la Casa mortuoria cuatro luces fosforescentes parpadean sobre tu cadáver.
Me habré de despedir sin oropeles
Me habré de despedir sin oropeles ni fantasiosas formas del olvido. Inclinaré la testa, miraré por la ventana el pájaro fugaz de dios y sus demonios. Fingiré mi tristeza. Le pintaré dos lágrimas al ojo.
Será mi muerte verdadera, el cajón, el cirio con la luz bamboleando y cristo colgado de la llaga del alma. En un rincón la noche celebrará el oficio de despedir a un excomulgado.
Será la muerte un sueño recurrente porque cada soñador repetirá los juegos, el laberinto de la casa vieja, los tarros de papel y el antifaz, y el poema enjaulado como un mono.
Si es posible la muerte es posible el final.
En ese punto, la escritura me salvará de la eternidad.
De: Piedra del ángel (Universidad Nacional Autónoma de México, 2011)
El Toro, la leyenda
al Ché
Entren en mí, Yo, el Toro,
la sangre hediendo en Vallegrande, los pasos penetrados por la selva y la pobreza que exhala su balido de muerte.
Allá voy y voy,
Yo el Toro, toro y bandera,
es ronca la palabra que me sale del pecho raspándose en mis dientes.
Voy a la muerte voy, bufa la sombra, un arma apunta a mi cabeza, me suelta de la mano por el hueco del Yuro, su cauce de violetas y de helechos que lloran
y el círculo que cierra el camino del río.
Desangelado voy, desangelado,
vuelvo a pasar de nuevo por la Higuera como si el sueño de la tierra me arañara la espalda
¿Dónde rompe la brújula su norte? ¿Dónde está el hombre? ¿Dónde? ¿Dónde Tuma y el Pombo y Tania con sus ojos de brasa silenciosa?
Ya no respira el día, la humedad se va yendo por mis patas quebradas y el ruido de los pasos que cargan mi destino. Voy al sol, al cadáver de mis ojos vidriosos, a la mujer que hierve su volcán de futuro, a mis hijos, al pájaro y sus alas, a los viejos amautas, al carbón, a las minas con sus vetas de plata, al trueno y la tormenta de una lluvia lejana.
Yo, el Toro,
La Leyenda
Yo el Toro, levísima mi madre
A las desaparecidos
Entren en mí,
Yo, el Toro,
levísima mi madre se desgarra en la sombra, me busca con sus ojos desahuciados, pero me busca, ¡Ay! Mira la tierra, escarba con sus uñas detrás del espejismo, junta flores de agua perfumada y pregunta y pregunta
¿Quienes?
¿Quién?
¿Dónde se lo llevaron?
La plaza está cansada de dar vueltas en los pies que la tiñen de blanco y de pañuelos,
se estruja la ciudad, la exprimen con los niños que corren y yo, desde mis venas, me azulo hasta asfixiarme,
resisto,
resoplo espuma, tos, exhalan mis pulmones espadas perforadas y de mi frente brota mi canto desollado.
Yo, el Toro,
las madres que nos buscan a tientas se iluminan, América sangrada, sagrada, me distrae, baja hasta mí, va por los ríos de sus árboles ciegos, le cose al alarido su garganta de polvo y me lava la herida con la lanza en el pecho.
Yo, el Toro,
toros agazapados me nombran,
va la muerte en mis cuernos desgajada.
De Yo, el Toro (Alción, Córdoba, 2008)
La casa está sola
La casa está sola.
La sombra del aguaribay se destroza en el patio
en donde lo que fue surca las horas
poniendo telarañas agujas de tristura
dientes postizos riendo de la espera,
silencios.
Todos los días asomo por el tapial para ver jugar en el olvido
a los niños
que la tisis consumió en sus muros.
Me pregunto adentro.
El adiós como una cuerda trenzada rodea la casa que respira
entre estertores que suben
y colores que bajan.
El tiempo se ha endurecido en la piedra
y quemando mis ropas trasmuta los días en un abismo colosal.
Creo ver en la cocina la olla de hierro,
memoria inerte de rondas y de espanto,
cuentos que van y vienen por las paredes
y a cincel y secretos esculpen mensajes de otras horas,
edades de llantos polvorientas.
La casa huye de mí que ya no existo.
En cada rama el árbol de mi casa
En cada rama el árbol de mi casa guarda secretos.
Si cortara su tronco, en los anillos de la corteza habría nombres que se expanden y lagos y espejos y mujeres de barro, mujeres vasijas, mujeres ánforas, mujeres hechiceras.
Me veo correr entre el follaje persiguiendo zorzales, fueguitos, reinamoras. Pirata de la luna. Barco del ensueñero. Horadador de andenes que cuelgan del
otoño y me veo al lado de mi niño, la cola del cometa, la flor que hace un escándalo por ser aguamarina,
y te veo, madre,
barriendo,
mientras riegas, el patio, el escondite del ángel de la guarda y el temblor de la araña colgando de la sombra.
También cuelga la hamaca con mi boca sonriendo y mi inocencia impune fatalmente inocente.
Baja del árbol, ya. No toques las estrellas. No despeines al viento. No sueltes a los pumas. No cortes el perfume del naranjo.
No espíes a la vecina.
Deja ya de jugar que eres un hombre.
De: Zona de Otros Días (Cultura de la Pcia de Salta)
Datos Vitales
Hugo Francisco Rivella (Rosario de la Frontera, Salta, Argentina, 1948). Poeta argentino merecedor del Premio Internacional de Poesía Rubén Darío 2016. Ha publicado libros de poesía como: Algo de mi Muerte (1981), Yo, el Toro (Alción, 2008), De Fuego y Sombras (2010), Piedra del Ángel (UAEMex Toluca – México-2011), Espinas en los ojos y siete poemas de barro (El Ángel editor, Ecuador, 2014) Ha recibido premios de poesía como: los Juegos Florales Centroamericanos 1985, el Internacional Jaime Gil de Biedma, el Premio de Poesía Mística Fernando Rielo 2013 y el Internacional de Poesía en Paralelo Cero del 2014, entre otros. Ha participado en diversos encuentros de poesía en Argentina, Colombia, México, Chile, Cuba, Ecuador y Guatemala. Organiza el Encuentro Nacional de Poetas con la Gente, de Cosquín, Argentina, junto a Miguel Vera. Mantiene el blog: http://hugofranciscorivella.blogspot.com