La tradición del poema extenso

Juan José Rastrollo Torres nos presenta un muy necesario texto para comprender la naturaleza y la tradición del poema extenso. Este texto, en palabras de su autor, busca redefinir el género literario del poema extenso moderno vinculándolo a la literatura autobiográfica y a los discursos literarios con amplia presencia de la memoria. El estudio concluye reflexionando sobre la reciente emergencia de poemas extensos femeninos en la literatura española.

 

 

 

 

Memoria y moderno poema extenso: autoexégesis, trauma generacional y despersonalización

 

 

Primeras consideraciones

 

Decía Aristóteles que la memoria es el escribano del alma. De hecho, retener y conservar los recuerdos ya debía de ser tan importante en los comienzos del pensamiento occidental que incluso había constancia de la existencia de la nemotecnia  o arte de la memoria. Los primeros escritos que atestiguan la existencia de técnicas nemotécnicas datan de época romana a través de textos de retórica como De Oratore (55 a. C.) de Cicerón, aunque está documentado que ya el poeta griego Simónides de Ceos (s. VI y V a. C.), habiendo sobrevivido con ayuda de los dioses al derrumbe de un edificio en el que se celebraba un banquete, logró identificar los cuerpos desfigurados bajo los escombros a partir del recuerdo del lugar que ocupaba cada comensal. En otro sentido, el mismo Aristóteles en su Arte Poética (s. IV a. C.) postuló que el poema no debía ser tan largo que desbordara la memoria del lector o del oyente de forma que le impidiera recordar lo que decía al principio: “Así como los cuerpos y los animales han de tener grandeza, sí, mas proporcionada a la vista; así conviene dar a las fábulas tal extensión que pueda la memoria retenerla fácilmente” (Aristóteles 1948: 41).

            Volvamos a Cicerón, que consideró la memoria –además de como parte de elaboración de un discurso– como un proceso contra el tiempo y, en consecuencia, contra el olvido: “eterna amenaza de lo perdurable”. La memoria ciceroniana se definía como una especie catalizador que, en su vaivén constante, remite al pasado, vuelve al presente y –al custodiar los grandes pilares de la tradición– evoca el futuro. Siglos más tarde, en el que podríamos considerar el primer texto autobiográfico, Confesiones de San Agustín, podemos leer:

 

            En ti, alma mía, mido los tiempos. No quieras denegarme a mí lo que así es, y no quieras obstaculizarte a ti con el tropel de tus impresiones. En ti, repito, mido los tiempos. La impresión que las cosas en su transcurso dejan grabada en ti, y que permanece cuando ellas ya pasaron, esa misma la mido presente. No mido las cosas que pasaron para que ella se produjera. Esa huella es la que mido cuando mido los tiempos.      (San Agustín 2010: 493)

 

            Con el de Hipona y todo el pensamiento patrístico, resurge en la historia del pensamiento la asociación alma-memoria. Esa misma concepción agustiniana de la memoria, donde están los tesoros de innumerables imágenes tomadas de cualesquiera clases de cosas sentidas, es la que también asumirán –aunque con denominaciones distintas– dos poetas a los que particularmente nos vamos a referir: Juan Ramón Jiménez y Andrés Sánchez Robayna.

 

 

Memoria, olvido y silencios en los textos autobiográficos

 

                                                       Pesa el olvido suavemente sobre los mundos innominados.                                                                                                                    (S. Beckett 1998: 102)

 

En este apartado sobre la presencia de la memoria y el olvido en la literatura memorística, iremos de la mano de uno de los estudios más reveladores que sobre el tema han surgido en castellano en los últimos años. Se trata del trabajo del profesor y crítico literario José María Pozuelo Yvancos con su estudio De la autobiografía. De esta manera el crítico justifica los olvidos en la escritura autobiográfica y reformula los recuerdos otorgándoles “una nueva luz”:

 

            […] los olvidos pueden explicarse por el hecho de que la memoria que evoca el propio pasado se ordena selectivamente en la dirección de conferir a las experiencias pretéritas   una estructura acorde con el sentido profundo de la vida personal y de la    inevitable, e incluso a menudo deliberada, deformación que tal estructura de interés proporciona a los datos, iluminándonos a una nueva luz, diferente a la que tuvieron en el momento de la experiencia. (Pozuelo Yvancos 2006: 71)

 

            La escritura autobiográfica anhela, por tanto, reconstruir el pasado desde el “ahora”; pero, como ese ahora ya es de por sí silencio, olvido y orfandad, se muestra ajeno a la verdad del dinamismo del acto comunicativo. De esa misma forma opera la literatura autobiográfica, que –más que como remembranza– parte del frustrado intento de re-vivencia en el presente de lo difícilmente recordado. “Este mismo libro de memorias”, dice Pérez de Ayala en sus memorias tituladas Recuerdos y olvidos, “se ofrece al lector más vacío de olvidos que lleno de recuerdos: los que contiene han ido surgiendo actualizados en la plasticidad de la evocación, antes que no reconstruidos con notarial fidelidad” (Ayala  2006: 20).

            Según lo dicho, la forma autobiográfica de los poemas extensos modernos, que nos ocupan, lograría restaurar la idea de la escritura presencial aventurándose a la entelequia de rescatar un espacio en el cual esta no se haya liberado aun de la voz originaria y del hombre que la escribió. Es, digamos, el más oral de los géneros literarios por su triple naturaleza: poética, diegética y dramatizada. Las maneras autobiográficas de estos textos de largo aliento le están diciendo al oído al lector –ubicado en otro tiempo y otro espacio– que aquellas palabras reproducen una experiencia real de cuya verdad el autor era testigo. Eso explica el enorme poder de las sensaciones fundamentadas en la rememoración autobiográfica de una voz dramatizada que monologa y dialoga al mismo tiempo. Lo visto, lo olido, lo sentido y la acumulación de menudencias sensoriales ocupan un lugar de privilegio en poemas como Espacio o Tiempo, verdaderas autobiografías poéticas de Juan Ramón Jiménez; o en El libro, tras la duna, de Andrés Sánchez Robayna. Si, como decíamos, en la escritura el tiempo de la inmediatez cesa, en el poema extenso autorreferencial se pretende reinstaurar en cada paso; de ahí que los sucesos se reproduzcan puntuales y haya una fuerte imbricación entre los tiempos sucesivos y el tiempo de la lectura.  Eso que lees –le está diciendo al lector– lo viví yo también y te lo hago sentir a través de la “memoria sensitiva”. Veamos cómo Juan Ramón nos hace vivir su misma experiencia sensorial en estas líneas del “Fragmento tercero”:

 

            […] Espumas vuelan, choque de ola y viento, en mil primaverales verdes blancos, que son festones de mi propio ámbito interior. Vuelan las olas y los vientos pasan, y los colores  de ola y viento juntos cantan, y los olores fuljen reunidos, y los sonidos todos         son fusión, fusión y fundición de gloria vista en el juego del viento con la mar. Y ése     era el que hablaba, qué mareo, ése era el que hablaba, y era el perro que ladraba en Moguer en la primera estrofa. Como en sueños, yo soñaba una cosa que era otra. Pero si    yo no estoy aquí con mis cinco sentidos, ni el mar ni el viento son viento ni mar; no   están gozando viento y mar si no los veo, si no los digo y lo escribo que lo están…            (Jiménez 1982: 43-44)

 

            La acumulación de detalles sensoriales (espumas flotantes, chocar de olas, vientos que pasan, olores fulgentes…), lejos de ser superflua, tiene la función de remitir lo escrito a una experiencia propia (“ese era el que hablaba”, nos dice Juan Ramón), individual y, en cierta manera, irrepetible de quien lo ha vivido y de quien se ofrece como testigo de su vida. Y ese, precisamente, debe ser el designio final del escritor que expresa una experiencia vivida a través de la “memoria sensitiva”: lograr una escritura que consiga recuperar una vivencia no liberada aún de la voz originaria y del hombre que la escribió. Así como el acto de memoria concurre en una forma de presencia, lo que es pasado (y este es el empeño de Juan Ramón queriendo suprimir los límites espacio-temporales) camina hacia el presente (hacia la inmediatez del tiempo presente), porque lo que vivió es lo que ahora quiere que leamos y sintamos.

En otros poemas autobiográficos como Pasado en claro (Octavio Paz), Yo soy (Pablo Neruda), Anagnórisis (Tomás Segovia), Cementerio de Sinera (Salvador Espriu), Esquema para una oda tropical (Carlos Pellicer) o Hospital Británico (Héctor Viel Temperley), el discurso poético también cristaliza como una actividad escritural que nos remite a los puntos sucesivos del pasado; es decir, a los diferentes presentes durables de ese pasado. Las formas de operar son diversas, en Poeta de las cenizas, por ejemplo, Pasolini nos ofrece un poema autobiográfico y meditativo concebido como la respuesta reflexiva y narrativa a una entrevista sobre su vida:

 

Soy uno

que nació en una ciudad llena de pórticos en 1922.

Tengo pues cuarenta y cuatro años, que llevo bien;

[…] mi padre murió en el 59,

mi madre vive. (Pasolini, 2015: 23)

 

            Por su parte, El libro, tras la duna, poema autobiográfico de Andrés Sánchez Robayna, insiste también en cómo lo ocurrido contribuye a dar sentido a lo por venir fundiéndose ambos en una forma de apariencia presente, que es la que justifica el acto autobiográfico. Un claro ejemplo lo configura  el fragmento XLVII del libro, en que el autor, describiendo un paseo con su mujer en plena madurez de vida, vuelve al paraíso de su paisaje insular canario (la estrella de mar, el cardo, la espuma, el médano, los muros blancos, las algas…), llevando al lector desde el ayer de nuevo a ese “ahora”, que es manifestación del “eterno retorno” en el tiempo: “Mirémonos, ahora, / andar sobre los médanos / del tiempo” (Sánchez Robayna 2002: 76).

            Resumiendo lo dicho y añadiendo algo más. Según hemos podido comprobar con Juan Ramón, el pasado en la escritura no existe si no es como forma que el presente autobiográfico convoca según las necesidades de esa presencia y la necesidad del sujeto que escribe por refundarla. Paul de Man en “La autobiografía como desfiguración” planteaba cómo el autor autobiográfico penetra en su memoria y engendra su propia construcción retórica para tratar de comprender los espejismos del yo. Para De Man, la literatura autobiográfica no sería sólo cómo un sujeto cuenta su vida, sino con qué naturaleza peculiar dos sujetos se reflejan mutuamente en la escritura y cómo se van constituyendo a través de esa reflexión. La ontogénesis de los textos autorreferenciales ligaría, pues, con la importancia de la memoria por configurar su propia vida y definir una conciencia como histórica –es decir, verdadera o real–, con un sentido y un proyecto, tal y como habíamos visto que lo entendían los clásicos o San Agustín. Pero no olvidemos, como sostiene De Man, que el yo que escribe nunca es el yo que existe; es otro, desdoblado: es el yo que se recuerda a sí mismo en el acto de la memoria. En palabras de Dominique Combe, más ajustadas al discurso poético: “… el sujeto lírico, llevado por el dinamismo de la ficcionalización, no está nunca acabado e incluso, simplemente no es […], está en perpetua constitución en una génesis constantemente renovada por el poema, fuera del cual no existe” (Combe 1999: 153).  Según lo dicho, los géneros autobiográficos –y en especial el poema extenso moderno– son los que mejor traducen la dramática escisión humana entre el olvido y la memoria, el silencio y la palabra, el pasado y el presente o la exterioridad y la interioridad humanas.

 

 

Memoria y poema extenso moderno

 

Antes de abordar la cuestión del vínculo entre el poema extenso y la memoria, se hace preciso esbozar algunos rasgos definitorios del poema largo contemporáneo. Ya en mi artículo “Hacia una caracterización del poema extenso moderno” lo definía como un discurso poético de cierta extensión, fragmentario (pero con cierta integridad narrativa), multigenérico, híbrido –aunque de esencia lírica, lo descriptivo, narrativo, dialógico y lírico se congregan–, musical, polifónico (por la multiplicidad de voces a las que se da presencia), autobiográfico, y germinado desde la pulsión de una memoria que inicia un viaje errático del pasado al presente a fin de realizar un balance de vida.

            Desde los inicios de la modernidad, el poema extenso[1] fue asociado a la poética del acontecer autobiográfico y a la autoexégesis del poeta, de su conciencia, de su vida y de su práctica literaria. En el caso del texto fundacional del género, The Prelude (1799) de Wordsworth, el sujeto lírico enunciador nos narra y canta –de nuevo, a partir de un “ahora”– su formación poética desde la infancia hasta la plenitud de su madurez. Pero, como ocurre en la mayoría de estos poemas, no se trata de una autobiografía strictu sensu (aunque existan referencias a su experiencia personal), porque las verdaderas protagonistas de la composición son la memoria y la propia imaginación analógica del poeta que se van gestando a través de la observación de la naturaleza, la afección de su propia soledad, la experiencia del mal humano y la búsqueda del conocimiento.

            Este paradigma de poema extenso vinculado a la memoria no es, como veremos,  el único. Basándonos en los criterios del binomio memoria/poema extenso y su esfera de búsqueda de identidad, podríamos considerar la existencia de tres paradigmas de poemas extensos modernos. Hablaríamos en primer lugar de los que podríamos denominar “poemas autobiográficos o de autoexégesis”. En ellos, como apuntábamos, el poeta en primera persona traza un recorrido que simula un viaje de la memoria por su formación literaria y una errancia autorreflexiva a través de retrotraídas experiencias vitales. Desde estas, el poeta rinde cuentas de lo vivido y gesta una especie de portrait of the artist as an old man, si se nos permite la expresión “joyceana”. En esta misma línea va dirigida la lógica interna del poema extenso Espacio (1941-1954) de Juan Ramón Jiménez, cuya pulsión y leitmotiv es que todo (la fuente, el río, el campo dorado…) se puede recuperar del olvido, si la memoria lo retiene: a través de ella, lo muerto está vivo; y lo ausente, presente. Espacio es, como The Prelude, una “autobiografía lírica”, una fuga de confesión o autoanálisis con tintes de stream-of-consciousness y un testamento poético que refiere el largo camino del poeta exiliado desde su Moguer natal hasta La Florida y Puerto Rico. Setenta y tres años de vida consciente, creativa y trascendente se resumen en unas cuantas páginas. La estudiosa María Teresa Font en Espacio: autobiografía lírica de Juan Ramón Jiménez realizó un exhaustivo análisis de los aspectos biográficos, lugares y personajes reales, históricos o literarios que andan por sus páginas: su Moguer cernido de azul, el paraíso perdido de su infancia, su vida en Madrid, su boda en Nueva York, el repudio hacia él de los jóvenes poetas del grupo del 27, los acontecimientos históricos, la Guerra, el exilio junto a Zenobia Camprubí con un pasaporte de delegado cultural de la Embajada Española en Washington, el asombro ante el paisaje de La Florida, su salida reciente del sanatorio tras una seria enfermedad, la sensación de extrañeza en un medio y un idioma ajenos y, en definitiva, el trauma del exilio. Todo Juan Ramón está en las líneas de este poema en prosa. De esta manera –como una declaración de principios– se inicia el fragmento primero de esta fuga rapsódica y aventura espiritual de reconstrucción y olvido de su propio mundo a través de la memoria:

 

“Los dioses no tuvieron más sustancia que la que tengo yo.” Yo tengo, como ellos, la sustancia de todo lo vivido y de todo lo por vivir. No soy presente sólo, sino fuga raudal     de cabo a fin. Y lo que veo, a un lado y otro, en esta fuga (rosas, restos de alas, sombra      y luz) es sólo mío, recuerdo y ansia míos, presentimiento, olvido. ¿Quién sabe más que  yo, quién, qué hombre o qué dios puede, ha podido, podrá decirme a mí qué es mi vida, qué no es? (Jiménez 1982: 9)

 

Como se aprecia, presente y pasado se retrotraen hacia un no-tiempo a través de la memoria interior que prolonga lo anterior en lo posterior, apareciendo y desapareciendo en un presente que renace sin cesar. Eso que lees –le está diciendo al lector– lo viví, lo vi, lo supe, lo escuché o lo olí; y te lo hago sentir a través de la memoria. Veamos otro ejemplo: “No, ese perro que ladra al sol caído, no ladra en el Monsurio de Moguer, ni cerca de Carmona de Sevilla, ni en la calle Torrijos de Madrid; ladra en Miami, Coral Gables. La Florida, y yo lo estoy oyendo allí, allí, no aquí, no aquí, allí, allí” (Jiménez 1982: 24). Interesante –en el sentido que hemos referido de poema extenso como balance de vida del autor al final del camino– es también la propuesta que Paz nos hace en Pasado en claro (1974), poema autobiográfico en 605 versos estructurados en dieciséis secciones que –como reza su título– se nos presenta como una elegía por el tiempo perdido, especialmente por el paraíso perdido de la infancia; pero, es también un viaje bidireccional en espiral desde el “ahora” hacia los recuerdos y la misma muerte. Como en el poema de Juan Ramón, resulta evidente el protagonismo del binomio memoria/escritura y cómo el autor logra cristalizar sólo aquellos recuerdos que le permiten dar forma y construir su conciencia presente; obviando, por otra parte, esos otros “espejeos” y borrones sin trascendencia en el “ahora fundacional” del yo que redacta. Veamos cómo determina el poeta el camino intermitente de lo vivido a través de lo recordado y sus olvidos:

 

Oídos con el alma, / pasos mentales más que sombras, / sombras del pensamiento más que pasos, / por el camino de ecos / que la memoria inventa y borra: / sin caminar caminan / sobre este ahora, puente / tendido entre una letra y otra. / […] Ni allá ni aquí:     por esa linde / de duda, transitada / sólo por espejeos y vislumbres, / donde el lenguaje  se desdice, / voy al encuentro de mí mismo. (Paz 2004: 679-680)

 

            Ya en nuestro siglo, El libro, tras la duna (2002) de Andrés Sánchez Robayna,  honesto deudor de los textos de Wordsworth y Jiménez, es un poema extenso en 77 fragmentos cuya arquitectura íntima se organiza también en torno a un eje autobiográfico, que va desde la niñez hasta el presente de la escritura, ese “ahora” con el que se inaugura el poema:

 

“Ahora / En la mañana oscura del desceñido octubre, / en que, umbroso y en calma, yace el mar / entregado a la pura equiescencia del cielo, / al deslizarse de las nubes blancas / que un gris ya casi mineral golpea / […] sólo ahora, / el comienzo / comienza” (Sánchez Robayna 2002: 13).

 

            A lo largo de los fragmentos que componen El libro, cristalizan los hitos vitales o spots of time de la vida de Robayna, haciendo así avanzar un discurso poético que alterna la diégesis vital del poeta canario con momentos epifánicos de intensificación lírica. A propósito de la sinfónica estructura del poema, ya señalé en mi artículo “Recurrencias y composición fragmentaria en El libro, tras la duna de Andrés Sánchez Robayna” cómo el poema se desplegaba –como si del “libro de la vida” se tratase– desde un “ahora” hacia el pasado; y, de ahí, de nuevo al momento redaccional, trazando así un recorrido poético en forma de espiral. La composición se inicia ilusoriamente a partir del correlato objetivo de una tarde de lluvia sobre el mar (“el comienzo surge a cada instante, / como la lluvia que esta tarde / vi caer sobre el mar”), que pone en funcionamiento el engranaje de la memoria y genera la disponibilidad reflexiva del poeta. Como vemos, la experiencia de la tarde lluviosa mentada y la contemplación del constante movimiento de las “nubes agolpadas” provoca en el sujeto lírico una pulsión creativa, que articula la errancia de la memoria para hacer balance de su vida e iniciar un discurso poético, que será también el relato de su proceso de formación de una conciencia aparentemente conclusa.

      Otro paradigma de poemas de largo aliento lo representarían “poemas de trauma generacional” o “de integración en la memoria social” a través de lo cultural. En ellos, el yo lírico –verbalizando el horror– se revela como testimonio de la historia y cancerbero de su legado literario. Pongamos por caso otro poema extenso de Octavio Paz Piedra de sol (1957), donde –al referirse a la Guerra Civil Española– la restitución de la memoria tiene, además de la dimensión subjetiva, una dimensión social. Hay aquí dos tipos fundamentales de memoria: la memoria personal y la memoria histórica. Como dijo Paz, «en realidad, es la biografía de una generación, marcada por ciertas ideas y ciertas realidades históricas, como la guerra civil de España». Antonio Gamoneda en Descripción de la mentira (1977) hará lo propio con el tema del exilio narrando el retorno del poeta expatriado tras la Guerra Civil a una España que no reconoce ya.  Otro paradigma de esta modalidad ya en la literatura europea lo constituye el poema La noche oscura hace una incursión de W. G. Sebald, donde el poeta reflexiona en primera persona sobre el desarraigo del exilio, el amor, el binomio vida-arte, la muerte y la melancólica belleza del rutinario existir: “Recuerdo que aquellas imágenes / me sumían en un estado sublunar / de profunda melancolía” (Sebald, 2004: 93). También, en el antes citado El libro, tras la duna, palpita la memoria colectiva al referirse en el fragmento LII al trauma generacional migratorio de la posguerra: “el hosco tiempo / que empezó con ricino, y las maletas / de cartón piedra, y los antidisturbios / y las supervivencias / y el hedor y la muerte bajo palio” (Sánchez Robayna 2002: 82); al censurado movimiento estudiantil del 68 en La Sorbona en el fragmento XV: “… llegaban noticias /  (pautadas por la sandia estolidez / y los lápices rojos del burócrata) / del mes en que,  en París, los estudiantes / y los obreros se precipitaron / a las calles” (Sánchez Robayna 2002: 30); y, sobre todo, a la Shoah o genocidio nazi de judíos durante la Segunda Guerra Mundial, descrito a lo largo de cuatro fragmentos claves en el poema. Pongamos por caso el ejemplo de los fragmentos XXXVI y XXXVII, donde, a través del visionado del documental de Alain Resnais, “Nuit et brouillant” (1955), se describen las muertes de Mauthausen:

 

            En el salón medio vacío vi, / mudo, sobrecogido por la angustia, / Nuit et brouillard, espanto y sobresalto, / montañas de cadáveres y huesos, / gélidas alambradas, altavoces, / restos del exterminio y el dolor / en campos devastados, barracones / tomados por el  frío. Las imágenes / ardían en los ojos […] (Sánchez Robayna 2002: 60)

 

            Se hace preciso advertir, no obstante, que aunque estos poemas nazcan como resultado de los esfuerzos por entender los legados de la propia experiencia histórica a través de la memoria traumática (en el sentido de cómo se recuerdan acontecimientos de particular intensidad y dificultad emocional), el reto definitivo del autor es poetizar el conflicto evitando caer en un excesivo subjetivismo sentimental o en un dramatismo encarnizado.

            Y en tercer término, hablemos de otra categoría de poemas extensos vertebrados en torno a la memoria, que denominaremos “poemas pseudo-épicos” o de “despersonalización y dispersión en la memoria colectiva”. Nos referimos a largos poemas orgánicos –habituales en la tradición poética americana– que proponen un ejercicio de despersonalización, donde el yo poeta se diluye por la vía del panteísmo globalizante en una tercera persona que se hace resonancia de voces enmudecidas habitualmente en el canon literario. Como afirmaba Ezra Pound para referirse a The Cantos, poema total en el que el autor –como un poeta-profeta– contaba la “historia de la tribu”, el objetivo era componer el megarrelato englobador de toda su cultura. De ahí deriva la necesidad de la extensión de esta, podríamos llamar, pseudo-épica. En este sentido, satisface decir que afortunadamente en la poesía contemporánea el libro-poema se ha convertido en un espacio para la emergencia de voces históricamente poco representadas o marginadas de la literatura canónica que buscan –en la inclusividad y libertad formal que otorga el poema extenso– la expresión de una voz común y definitiva. Nos referimos a composiciones donde se da protagonismo a mujeres, homosexuales y a minorías raciales o étnicas. Al respecto, el estudioso italiano Mario Domenichelli, en su artículo “Impersonalidad: dos paradigmas del poema extenso lírico-épico”, considera el poemetto o poema extenso como un nuevo paradigma poético a caballo entre la lírica moderna –autónoma y metapoética– y la épica clásica. En su estudio ha hecho consideraciones muy interesantes identificando al autor de esta “pseudo-épica” como una especie de mockingbird, que reproduce en su canto la voz múltiple de todos los pájaros haciendo resonar en su composición aquellos poemas que no se han escrito a lo largo de la historia. Señalemos que el texto fundacional de este paradigma es Leaves of Grass, donde Walt Whitman convierte en texto poético la memoria del pueblo intentando rescatar aquellas voces de Norteamérica enmudecidas por el olvido o traumatizadas por la condena al silencio forzado. El poema largo Song of Myself o la composición “A song of the rolling earth” nos ilustran claramente la idea que queremos expresar de dispersión de la identidad y pérdida de individualidad, sexo, condición y hasta esencia por parte de un autor diluido en un whoever you are totalmente despersonalizado a quien dedica su canto. Hagamos mención de otros ejemplos: Derek Walcott en Omeros da cuerpo a la identidad caribeña de quienes han sido ignorados en las epopeyas clásicas; el poeta ruso Aleksander Blok en su poema Los doce nos narra los acontecimientos de la Rusia de 1917 desde una óptica poliédrica, componiendo –a través del leitmotiv “todos los poderes a la Constituyente”– la “música” de la revolución, concebida como una tempestad de nieve acompasada por un torbellino de doce fuerzas humanas destructivas –doce personajes– transformadas al final del poema en los doce apóstoles: “Y coronado de rosas blancas, / en aureola perlada, / en cabeza marchas tú, / sin ser visto, Jesucristo” (Blok 1999: 31); The Waste Land de T. S. Eliot; Paterson de William Carlos Williams; The Bridge de Hart Crane; Howl de Allen Ginsberg; Fin del mundo de Pablo Neruda; o, ya en otro ámbito, Elio Pagliarani en La ragazza Carla, largo poema en prosa donde el autor adopta la voz de una muchacha de diecisiete años que trabaja en el barrio del Duomo milanés como mecanógrafa.

Añadamos que, aunque el poema extenso –enraizado en la larga tradición épica masculina (monológica y patriarcal)– ha sido históricamente considerado un género excluyente para escritoras; sin embargo, como demuestra la actual emergencia de publicaciones femeninas de poemas extensos, esto mismo lo hace ahora más atractivo para ellas. Nos consta que son pocos los referentes de autoras de poemas largos en los inicios de la modernidad poética, a excepción de Poema del fin (1924) de la poeta rusa Marina Tsvetáieva y también, en otro sentido, Poema sin héroe (1940-1962), de otra rusa, Anna Ajmátova, quien en su poema propone un viaje interior bidireccional en el tiempo (“como en el pasado florece el futuro, / en el futuro se pudre el pasado / –siniestra fiesta de hojas muertas.” [Anna Ajmátova 2005: 64]) a lo largo de su historia personal paralela a la memoria histórica de su pueblo. En las últimas décadas, sin embargo, han aflorado en España autoras que utilizan el espacio de libertad que les aporta la composición poética de largo aliento para inscribir en él su personalidad femenina, despersonalizándola a la vez para abarcar así todo su universo. La investigadora Sharon Keefe Ugalde justifica de esta manera la actual emergencia en España del poema extenso escrito por mujeres:

 

El “poema largo” contemporáneo hereda la voz pública de la épica que pone énfasis en la colectividad y la continuidad cultural, una voz antes negada a la mujer por la ley    patriarcal que la mantuvo encerrada en la esfera privada de la domesticidad. La razón        principal por el interés de las poetas españolas de hoy en el ‘poema largo’ es precisamente la reivindicación de la ausencia de la voz femenina de la esfera pública. El ‘poema largo’ contemporáneo da autoridad pública a la experiencia de la mujer, lo cual lleva a una re-visión de la historia de la humanidad que tiene en cuenta el valor de lo femenino. (Ugalde 1994: 174)

 

            Se trata, pues, de textos entendidos muchas veces como una “mitopoiesis revisionista”, en la que el poema extenso representa una “re-visión patriarcal”[2] de la historia (entendida como una losa o, más aun, un palimpsesto) desde un punto de vista diferente al establecido canónicamente por la tradición literaria “masculina”. Mencionemos algunos ejemplos: En busca de Cordelia (1975), de Clara Janes, abarca en 640 versos un ejercicio de retrospección de la historia de la mujer para revelar la opresión femenina; Odisea definitiva, libro póstumo (1984), de Luisa Castro, desvincula a la mujer de la naturaleza autodestructiva del hombre; Usted (1986), de Almudena Guzmán, deconstruye irónicamente el amor romántico y la imagen pasiva con la que es representada la mujer; El libro de Ainakls (1988), de Carmen Borja, define la violenta cultura masculina como causa de la inminente destrucción de la humanidad; o, por último, Un nombre para Laila (1991), poema donde Carmen Albert niega como propia la naturaleza violenta y destructiva de la cultura masculina. No nos podemos detener más en este interesante aspecto (objeto de estudio, quizá, en un próximo artículo). No obstante, remitimos al interesado al excelente estudio de Ana Valverde Osan, Nuevas historias de la tribu. El poema largo y las poetas españolas del siglo XX, que trata sobre la emergencia del poema largo femenino en la literatura actual.

 

 

A modo de conclusión

 

De acuerdo con todo lo dicho, concluyamos señalando que la esencia y el sentido último del moderno poema extenso está por tanto en el fragmentarismo, la hibridación y el binomio memoria/escritura, ya que este se muestra como un ejercicio memorístico, donde la protagonista –como hemos podido comprobar– es la memoria misma que, en todas sus manifestaciones, intenta recuperar el tiempo y el espacio perdidos. Es pues el hilo conductor de ellos esa misma combinatoria de recuerdos y olvidos gracias a los cuales el hombre se reactualiza mediante el soporte material del poema extenso, revelador –en su balance de vida– de su conciencia. Así, la palabra creadora en movimiento traza un periplo circular hasta encontrar al fin la conciencia individual (¿el alma?), suma y abarcadora del hombre con el cosmos. Como hemos visto en el caso de Espacio, esto representa, en definitiva, la asunción de un dios posible para la poesía. Al respecto, citemos la autoficcional (¿autobiográfica?) Historia argentina, libro del novelista y crítico Rodrigo Fresán, donde el autor argentino nos confiesa: “me pregunto adónde irá la memoria cuando morimos…, porque la memoria, como concepto teológico, me parece mucho más interesante y lleno de posibilidades que el alma. Después de todo, tal vez el alma sea la memoria” (Fresán 2009: 85). No creo este artículo pueda dar respuesta a esta –digamos– aporía con base metafísica; pero, al menos, con nuestro estudio esperamos haber corroborado que, en la ontogénesis del poema extenso moderno y la errancia de la memoria, anida una anhelante pulsión con respecto al alma: el humano deseo de inventarla.

 

 

 

BIBLIOGRAFÍA

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Notas

[1] Como también se expone en mi artículo, el corpus canónico de poemas extensos modernos podría quedar representado por la siguiente nómina de textos (ordenados cronológicamente): El Preludio (W. Wordsworth, 1799-1850), Canto de mí mismo (W. Whitman, 1855), Guesa Errante (J. Sousândrade, 1888), Una tirada de dados (S. Mallarmé, 1897), Zone (G. Apollinaire, 1913), Oda marítima (F. Pessoa, 1914), Los Doce (A. Blok, 1918), El cementerio marino (P. Valéry, 1920), Anábasis (S. J. Perse, 1921), La tierra baldía (T. S. Eliot, 1922), Poema del fin (M. Tsvetáieva, 1924), El puente (H. Crane, 1930), Altazor (V. Huidobro, 1931), The Cantos (E. Pound, 1925-1970), Drop a star (L. Felipe, 1933), Más allá (J. Guillén, 1936), El hombre con la guitarra azul (W. Stevens, 1937), Muerte sin fin (J. Gorostiza, 1938), Poema sin héroe (A. Ajmátova, 1940-1962), “A” (L. Zukofsky, 1940-48), Canto a un dios mineral (J. Cuesta, 1942), Notas para una ficción suprema (W. Stevens, 1942), Elegías de Bierville (C. Riba, 1943), Cuatro cuartetos (T. S. Eliot, 1944), El contemplado (P. Salinas, 1946), Alturas del Macchu Picchu (P. Neruda, 1946), Cementerio de Sinera (S. Espriu, 1946), Paterson (W. C. Williams, 1946-1958), Sindbad el Varado (G. Owen, 1948), Espacio (J. R. Jiménez, 1941-1954), Aquí en la tierra (J. Bernier, 1948), Lamentación de Dido (R. Castellanos, 1955), Aullido (A. Ginsberg, 1956), Piedra de sol (O. Paz, 1957), Metropolitano (C. Barral, 1957), La ragazza Carla (E. Pagliarani, 1959), Las cenizas de Gramsci (P. P. Pasolini, 1960), The Maximus Poems (Ch. Olson, 1960-75), Briggflatts (B. Bunting, 1965), La piedra absoluta (M. Adán, 1966), Revelaciones de Rafsol (R. J. Muñoz, 1966), Poeta de las cenizas (P. P. Pasolini, 1966), Anagnórisis (T. Segovia, 1967), Eso (I. Christensen, 1969), Las obras completas de Billy el Niño (M. Ondaatje, 1970), Tres poemas, Autorretrato en espejo convexo, Una ola (J. Ashbery, 1972-1975-1981), Algo sobre la muerte del mayor Sabines (Jaime Sabines, 1973), Pasado en claro (Octavio Paz, 1974), En busca de Cordelia (C. Janés, 1974), Out of place (E. Mandel, 1977), Descripción de la mentira (A. Gamoneda, 1977), The Martyrology (BPNichol, 1978-1985), Alfabeto (I. Christensen, 1981), Tercera Tenochtitlan (E. Lizalde, 1982), Galaxias (H. de Campos, 1984), Blanco en lo blanco (E. de Andrade, 1984), La libélula (A. Rosselli, 1985), Hospital Británico (H. V. Temperley, 1986), Usted (A. Guzmán, 1986), Cántico cósmico (E. Cardenal, 1989), Omeros (D. Walcott, 1990), El Levante (M. Cărtărescu, 1990), El río (M. Á. Bernat, 1991), Viaje terrestre y celeste de Simone Martini y Bajo forma humana (M. Luzi, 1994-1999), Escena de la película Gigante (T. Villanueva, 1994), Del natural (W. G. Sebald, 1995), Los neochilenos (R. Bolaño, 1998), La tumba de Keats (J. C. Mestre, 1999), El libro, tras la duna  (A. Sánchez Robayna, 2002), Matar a Platón (C. Maillard, 2004), El carrito de Eneas (D. Samoilovich, 2005), El río de agua (Á. García, 2005), El Sur (M. Kurek, 2010), Han vingut uns amics (T. Marí, 2010), Icaria (J. M. Rodríguez Tobal, 2010), Rapsodia (P. Gimferrer, 2011), Elegía en Portbou (A. Crespo Massieu, 2011), Entreguerras (J. M. Caballero Bonald, 2012), Vrata neprovrata (B. A. Novak, 2014), Camp de mar (A. Jaume, 2014), Nu)n(ca (L. Amara, 2015) y En mi pradera (F. Boyer, 2015).

[2] Término acuñado por Susan Stanford Friedman, estudiosa también del poema extenso femenino y de la pulsión femenina hacia este género en las últimas décadas.

 

 

Datos vitales

José Rastrollo se doctoró en Humanidades por la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona con la tesis «Cometemos un círculo que dura» (Sobre el poema extenso moderno). Tres calas en la lírica hispánica: Espacio, Metropolitano y El libro, tras la duna, máster en Estudios Comparativos de Literatura, Arte y Pensamiento y máster en Creación Literaria por la misma universidad y licenciado en Filología Hispánica por la Universidad de Salamanca. Actualmente trabaja como profesor de lengua y literatura española en el IES Vila de Gracia de Barcelona. Ha publicado relatos, reseñas y dos artículos de investigación sobre el tema del presente artículo: “Hacia una caracterización del poema extenso moderno” (2011), en Forma: revista de estudios comparativos: arte, literatura, pensamiento; y “Recurrencias y composición fragmentaria en El libro, tras la duna de Andrés Sánchez Robayna” (2012), en Revista Ínsula.

 

 

 

 

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