Presentamos un breve relato del escritor mexicano Ulises Paniagua (México, 1976). Es Narrador, poeta, videasta y dramaturgo. Es autor de una novela: La ira del sapo (2016); así como de cuatro libros de cuentos: Patibulario, cuentos al final del túnel, (2011), Nadie duerme esta noche (2012), Historias de la ruina (2013), y Bitácora del eterno navegante (Abismos, 2015). Su obra incluye cuatro poemarios: Del amor y otras miserias (2009), Guardián de las horas (2012), Nocturno imperio de los proscritos (2013), y Lo tan negro que respira el Universo (2015); así como los CDs sonoro-poéticos: Cuadriversiones (2013), Clandestinos y nocturnos (2014), y Mientras nos queden labios con qué cantar (2016).
Ab immemorabilis
Durante mucho tiempo fui pepenador de libros. Un día, siguiendo un proceso natural, decidí dejar el oficio. No hubo augurios o amenazas que me obligaran a abandonarlo. Sucedió con la simpleza de los milagros.
Arranco esta historia del pasado. En aquellos años la ciudad lucía como una mole de sombras, era reconocible, apenas, tras capas de monóxido de carbono. Los basureros se encontraban, desde la última intervención urbana, en los cuatro puntos cardinales de la megalópolis. Eran enormes, al menos eso recuerdo; yo era joven.
El espacio que quiero describir era atípico, no parecía formar parte del proyecto urbano. Una tarde de octubre me interné, curioso, entre las retorcidas calles del centro de la ciudad, en medio de callejones y vecindades abandonas. Por alguna razón fui a dar a una plaza circular cuya presencia ignoraba. Ahí estaba el tiradero. Su acomodo era particular. En mis constantes visitas tuve ocasión de contar el número de montones en los cuales estaban apilados los libros: setenta y ocho. Veintidós de ellos más nutridos que los demás. En cada pila, los ejemplares tenían nombres, pero en una de esas acumulaciones, por alguna razón, los ejemplares no poseían portada, ni contraportada, ni cuarta de forros: sólo un contenido misterioso. Por el exterior eran lisos, de un plastificado metálico.
No sé cómo lo hice pero cada tarde llegué allí, a las seis en punto, entre la niebla y la contaminación, para encontrarme con las pilas en medio de esa plazuela. Había curiosidades: cartografías, novelas, ensayos, libros de poemas, fotografías, daguerrotipos, correspondencia, sellos. Las cartas llamaron mi atención. Muchas de ellas, firmadas al pie, parecían antiguas. La primera vez leí sin comprender: “Querido Chomsky, te escribe Foucault…”, “Estimado joven escritor, es Oscar Wilde quien le dirige la presente…”, “Querida Nora Barnacle, te ansío con sensualidad y ansia. He pensado en ti por la madrugada: James”.
Como poco sabía sobre los papeles que tenía en mano, estuve tentado a quemarlos. Era grande mi indignación, yo esperaba encontrar, debajo de ese amontonamiento, lámparas para reparar, botellas de plástico para el reciclaje, algún billete. Llevé un par de esas cartas a un coleccionista, quien me recomendó un doctor en Letras, de la universidad, en cuyos botes pepeno. El académico trató de convencerme de que los documentos no tenían valor, sugiriendo que era mejor se los entregara a él. Me negué, desde luego, y no tuvo más opción que contactarme con un par de interesados. Al final, hubo una comisión de venta para él. La paga que obtuve por las cartas me ayudó a vivir algunos meses. Incluso renté una pequeña habitación.
A nadie le di datos sobre mi descubrimiento. Me cuidaba de no ser perseguido al perderme entre viejas casonas. No volví a la universidad para que el doctor en Letras (que estaba enloqueciendo), no tuviera oportunidad de malos pensamientos. Para seleccionar lo que vendía, me vi obligado a leer aquellas cartas, pero también libros que, después supe, eran ediciones originales, muchas de ellas firmadas por sus autores: Chéjov, Verne, Erasmo de Rotterdam…Lo que leía despertaba mi interés, me seducía.
Leí grandes colecciones de autores que después supe eran clásicos, leí autores cercanos a las grandes guerras mundiales, autores que estuvieron en ese horror denominado posmodernidad, que rige los malestares de este fin de siglo XXI. La correspondencia era deliciosa. Muchos autores y autoras compartían reflexiones sobre la vida, sobre la muerte, el suicido, sobre el oficio de escribir. Era como si desnudaran el alma humana. Mi vocabulario se amplió. La manera de exteriorizar mis pensamientos era precisa. Puede descubrir el universo desde múltiples ángulos. Siempre fui un solitario, así que convertirme en una especie de sabio ermitaño no me molestó.
Durante años estuve vendiendo parte de mis hallazgos. Me hice de un capital para estar tranquilo el resto de mi vida. Compré un departamento, y mandé construir una biblioteca. De hecho, más allá de mi cama, la cocineta, el medio baño y una silla, mi departamento es en realidad un museo destinado a esa colección.
Mis intenciones cambiaron una tarde, en medio de la plazuela. No puedo decir que me haya arrepentido de haber vendido los libros, las revistas, los daguerrotipos. Pero noté que amaba esos objetos que en un principio me parecieron extraños. Uno no vende a la esposa a ningún precio. Descubrí que era privilegiado. Ese contenido estuvo allí, desde tiempos inmemoriales, destinado a mí.
Elegí los libros que consideré podría leer en lo que me restaba de vida. Abrí un taller de lectura en el barrio, para compartir el placer de las letras. Decidí tapiar el acceso a aquellas pilas de libros. La tentación de seguir leyendo era irresistible, pero comprendí que para mí era suficiente la biblioteca en casa.
Una ocasión, debo confesarlo, decidí romper el tapial de madera, hacer un agujero para saber si permanecían ahí los montones literarios. Puede ver, del otro lado del tapial, la cara de asombro de un joven pepenador que leía Macbeth, sentado sobre la colección completa de William Faulkner. Sellé el tapial. No regresaré más a la plaza circular.