Presentamos un texto que el poeta Frank Báez (Santo Domingo, 1978) leyó en el homenaje que recibiera su padre, el sociólogo Franc Báez Evertsz el 2 de diciembre. Frank Báez es poeta y narrador. Ha publicado los libros de poesía Postales (2008) y Last night I dreamt I was a DJ (2014).
El pasado 2 de diciembre el Archivo General de la Nación le rindió un homenaje a mi padre, el sociólogo Franc Báez Evertsz. A pesar de que en los últimos años él mantuvo una amistosa relación con la institución, el homenaje buscaba más bien resaltar su legado como uno de los grandes investigadores y sociólogos dominicanos. Su obra, compuesta de libros como “Azúcar y dependencia en la República Dominicana” (1978), “Braceros haitianos en la República Dominicana” (1984) y “La formación del sistema agroexportador en el Caribe” (1986), constituye -de acuerdo al sociólogo Emelio Betances- la base fundamental para conocer las grandes transformaciones del país en el siglo XX. Durante el homenaje, el director del Archivo General de la Nación, el señor Roberto Cassá, reconoció la labor intelectual de mi padre y se comprometió en un futuro a reeditar sus obras. De igual modo, el sociólogo Rafael Durán y el historiador Raymundo González analizaron sus aportes en el campo docente y científico. A mí me tocó agradecer en nombre de la familia y hablar de él en el plano hogareño. En ese sentido, leí el texto que aparece a continuación y que versa sobre nuestra relación.
Mi padre y la isla del tesoro
Recientemente una amiga me escribió y comentó lo mucho que lamentaba el deceso de mi padre. En vez de repetir los tópicos que se emplean en estas ocasiones, me habló de la mala relación que tiene con su progenitor y de que en el caso de que este muera, no podrá recordarlo con el cariño y la admiración con que yo recuerdo al mío.
Esto me ha hecho reflexionar bastante. Realmente tuve el privilegio y la dicha de tener un padre maravilloso que estuvo a mi lado todo el tiempo, que me transmitió todo el amor del mundo y que me enseñó a vivir. Mi padre me enseñó a nadar, a amar al prójimo, a cuidar a los animales y el medio ambiente. Me enseñó a ser honesto y a ser libre.
Por supuesto, podría durar horas mencionando las virtudes que me transmitió, pero quiero enfocarme en dos aspectos que para mí son fundamentales. Mi padre me enseñó a leer y a escribir. Con esto no quiero quitarle méritos a la escuela donde estudié y a todas esas maestras amorosas que pasaron tanta lucha conmigo, pero dado que yo sufría de dislexia y se me complicaba relacionar las grafías con los sonidos, fue él quien tuvo la paciencia y la dedicación de enseñarme. A base de práctica y de ejercicios me fue ayudando a superar esa tara.
Recuerdo la primera novela que conocí: “La isla del tesoro” de Robert Louis Stevenson. Tendría unos siete años. Mi padre, sentado a un lado de la cama, me la fue leyendo capítulo tras capítulo, noche tras noche. Cuando no comprendía una palabra me la explicaba y leía con tal transparencia que yo solo necesitaba cerrar los ojos para imaginar a los personajes. De igual modo, fue él que me acercó a la poesía. Cada vez que me hacen una entrevista y me preguntan cómo empecé a escribir, yo hago esta anécdota. Se da el caso de que mi padre solía leer poesía tras el almuerzo. A veces se ponía de pie, iba a su biblioteca y retornaba con poemarios que leía con su estilo correctísimo y pausado, pronunciando y saboreando cada vocal y consonante. En una de esas ocasiones, estaba leyendo un poema de Neruda y de pronto se detuvo y dijo que ese poema le recordaba otro texto. Fue a su biblioteca y retornó con un poemario. Antes de iniciar la lectura me explicó que Dylan Thomas tras beberse dieciocho whiskies seguidos en Nueva York cayó en un coma profundo que lo llevaría a la muerte. Entonces leyó el poema que tiene un verso que reza “La mitad del mundo es del demonio y la otra mitad es mía”. Siempre he dicho que ese verso me alcanzó como las ondas expansivas de una bomba atómica, fue como si al oírlo las palabras reorganizaran mi código genético, convirtiéndome en poeta. Tenía 16 años en esa época, y de ahí en adelante, amé la poesía que mi padre acababa de descubrirme. Claro, en un principio, cuando le mostraba mis poemas, él se asombraba de lo excéntricos que eran y me preguntaba si estaba usando drogas, que si me había vuelto loco, que por qué tantos versos herméticos y oscuros, lo que era normal, ya que lo que yo hacía era una poesía que reaccionaba con rabia a la lírica de la época. Sin embargo, con el tiempo los poemas le fueron agradando, y llegó a leer algunos en voz alta tras el almuerzo, como hacía con los de los poetas que admiraba.
Antes de dedicarse a la investigación, mi padre solía escribir poesía y soñaba con dedicarse a este oficio. Pero con el tiempo comprendió que su destino era otro. Por lo que para él fue hermoso tener un hijo poeta. No importaba que ese hijo escribiera esas cosas tan disparatadas y delirantes, en el fondo para él era un honor que hubiese un poeta en la familia. Solía repetirme que nunca dejara de escribir y que si los empleos me exigían mucho y me arrebataban el tiempo de la escritura, de la lectura y de la reflexión, que renunciara, que él me buscaría la plata, porque lo importante era que yo escribiera. Esto no significa que mi padre fuese un soñador, al contrario, él tenía los pies bien puestos en la tierra. Varias veces me repitió con sus palabras el consejo que le dio al poeta Darío Jaramillo su padre: “El que escribe por dinero, ni come ni escribe”.
Mi padre falleció el 23 de septiembre pasado. Sucedió de una manera tan súbita que ni siquiera tuvimos tiempo para conversar sobre lo que íbamos a hacer con sus archivos y sus manuscritos.
Probablemente en un futuro se publiquen algunos textos inéditos. Ahora bien, esto se hará luego de que una serie de especialistas y sociólogos los revisen y den el visto bueno. Por cierto, resulta curioso que el libro sobre la migración en que estuvo trabajando todos estos años, su work in progress, llevase el bello título de Ítaca, que como señaló el poeta Cavafis, es la isla que todos salimos a buscar sin comprender que la hemos llevado siempre en nuestro interior. La biblioteca de mi padre es una Ítaca que está repleta hasta el techo de libros, de archivos y de papeles. Después de su muerte, yo intenté varias veces entrar, pero no tenía el valor suficiente hasta que una noche me atreví y duré hasta el amanecer hurgando entre sus cosas. Si hay un sitio donde descansa mi padre, es en esta biblioteca donde se sentaba a leer, a escribir, a pensar y a fumar, que no es un espacio suntuoso y organizado como se pudiera pensar, sino más bien el cuarto trasero de un apartamento. Me gusta pensar en su biblioteca como en esa isla donde él se refugiaba no para estar solo, sino para contemplar el mundo en perspectiva.
En estos días su biblioteca se ha convertido en otra isla, en la isla del tesoro. Cada vez que hurgo entre las cajas, los archivos, los papeles y los documentos, descubro una nueva joya. Siento como si mi padre se comunicara conmigo desde el más allá con las cosas que escribió en el pasado. Cuando veo los archivos que hizo sobre temas variopintos, tales como desalojos, migrantes dominicanos o viajes en yola, se me ocurre que los hizo en parte con el fin de que yo los usara para ambientar los cuentos y las novelas que he de escribir. Sin duda hay un lugar en el tiempo donde mi padre y yo nos estamos comunicando, un lugar donde no existe el pasado, el presente y el futuro, sino donde todo ocurre simultáneamente. No me estoy refiriendo a la eternidad, hablo más bien del poder que tiene la palabra escrita de sobrevivirnos y de entablar conversaciones a través del tiempo, es decir, esa posibilidad de que yo pueda leer cosas escritas por mi padre cuando era más joven que yo o lo que escribió poco antes de fallecer. Claro, esta comunicación solo es posible cuando uno cree en el poder mágico del lenguaje, y eso fue en esencia lo que mi padre me enseñó, el tesoro que enterró para que yo lo descubriera.