Presentamos una muestra de la poeta Denisse Buendía (Cuernavaca, Morelos). Actualmente colabora en la Universidad Autónoma del Estado de Morelos, así como en el Centro de extensión y difusión de las Culturas. Coordina el ciclo de lecturas de poesía “El periplo de Homero”. Colaboradora de la revista “La Voz de la tribu, UAEM” y forma parte del equipo de la Revista Resiliencia. En 2016 publica “La física de la orfandad”, que mereció el premio Dolores Castro 2016.
Padre
De niña los cuervos tenían alma
dormían en un sembradío de ojos
incubando promesas para los ciegos
pero llegaron tus manos ásperas e inmensas
a asfixiarlo todo, cada semilla, cada parpado
y los condenaste a ir por la eternidad arrancando ojos para sembrarlos.
De niña los columpios eran cohetes
la nostalgia se abrazaba irremediablemente a los ojos de un cometa
Me enseñaste como arañar silencios
Descubrí la medida que habitaba entre el vacío y tus ojos
De niña aprendí a borrar el abandono con manchas de migajón
A bailar desde la amnesia
El olvido es vicio de poetas
Aquello que no se puede dejar de deletrear
De esperar como quien espera la muerte
Esa diminuta franja donde Caín abraza a Abel
y nada sucede
De niña un diamante mágico que daba poder
Hubiera liberado a mi cuerpo roto y diminuto del fuego
De ser devorada una y otra vez
incluso ahora después de muerto, sigues devorándome
Crecí en la estirpe de los decapitados
Cuerpos descorazonados que caen en sí mismos infinitamente
Hablando el idioma del relámpago
Cauterizando telegramas de consuelo
De niña las azoteas del edificio tenían el peso de un aeroplano
eran del tamaño de mis brazos,
el amor olía a carne fresca en una alcantarilla.
Las flores que se desprendían del árbol
perdían su dimensión dentro de la casa
todo parecía un truco de magia
donde los hilos chillaban de tan fluorescentes
Y aun así, todos aplaudían
De niña quedarnos a solas era como entrar a una escuela vacía
Con el aroma penetrante de la infancia
Tétrica como la oscuridad que habitaba en el puño de tierra
que deje caer sobre tu tumba.
La Física de la orfandad
I
Una siempre regresa a la oscuridad donde fue niña,
a la diminuta cama donde se reducían en sí mismas la tarde y sus promesas:
un trozo de carne con ojos-anzuelo,
cautiva, coloreando a plumón el nombre de las muñecas.
La vida pasó como un telegrama:
tu padre ha muerto (punto)
no habrá paz que lo contenga (punto)
Desde el olvido la casa parece más pequeña;
solía quedarme quieta en la azotea
esperando ver caer heridas a las golondrinas
con los pequeños dardos del vecino del cuarto piso.
Una tarde de agosto decidí perseguirlas
caí en el árbol de mandarinas con la clavícula de fuera y mis ojos en el vuelo.
La suicida fue mi madre desatándose las venas en la tina,
el asesino fue mi padre con su crueldad como ejercicio.
(no aprendí a amar sin desmembrarme hasta que murió)
A la memoria, al agujero de tierra oscura donde fui niña
suelen tragársela las hormigas panteoneras.
Siempre regreso a preguntarle:
¿hace cuánto que estoy viva?
¿estoy viva?
Seguro te dolió toda la vida no morirte a tiempo
deberías estar tranquilo;
un muerto siempre ha sido lo que ha querido:
un fantasma, una pesadilla, un epitafio,
una fila interminable de nostalgias,
el canto de un grillo que no nos deja dormir.
¿Hace cuánto que estoy viva?
A la oscuridad donde fui niña, siempre vuelvo.
A la nada en que escribiste la promesa de cuidarme.
II
La medida de mi tiempo son las flores en el excusado;
las amarillentas esquinas de las cartas que no envío,
el pánico que me produzco a solas.
Ese tic-tac polvoriento que trae consigo la tumba de mi padre,
las pesadillas sin consuelo.
Son los lunares que me crecen mudos en el brazo izquierdo,
la manía de prenderme fuego y no explotarme.
La noche siembra la raíz envejecida en mi garganta,
soy el retrato de las horas que se desprenden de sí mismas,
mientras la música es el silencio en mi ventana;
y a lo lejos una niña guarda la encarnación del padre entre las piernas.
No sabes qué has muerto;
vienes cada octubre a repetir el silencio con tu grave mirada.
Es una pena que el polvo no tenga brazos, padre
que intentes regalarme estrellas de besos desdentados.
Acércate, mira mi vientre de niña;
aún se sienten tibios los restos de tu furia.
No he dado a luz porque crecí en lo oscuro;
porque aprendí a confundir el amor,
con el rasguño de los demonios nocturnos,
que esperan quietos el sueño de sus hijas para amanecer de nuevo.
Por cada cicatriz hay un columpio bailando solo;
un gato recién nacido en una bolsa de plástico,
un cementerio infante, la física de la orfandad.